Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 5 de julio de 2012

La apuesta del pastelero .437

437. Cuento popular castellano

Éstos eran tres estudiantes que caminaban a un pueblo. Y como los estudiantes llevan siempre mucha hambre, pues dijeron antes de llegar al pueblo:
-¿Qué haríamos para comer hoy? Dice uno:
-Pues, mira: vamos en casa del pastelero de ahí abajo y le vamos a decir que a que no asa un cordero sin dejar de decir «antimplora, antimplora».
Y ya llegaron y se lo dijon al pastelero: a que no asaba un cordero sin dejar de decir «antimplora, antimplora». Y dijo él que si lo dejaba de decir, perdía él el cordero, y si no, le perdían los estudiantes. Y dijo:
-¡A que sí que lo hago! ¡A que sí que lo hago!
Y fueron y metió el cordero a asar. Y el pastelero empezó a decir :
-Antimplora, antimplora,...
Y ya tocaron a misa, y dice el un estudiante a otro: 
-Tocan a misa. ¿Quién va a ir?
Se marcharon dos y se quedó el uno para ver que no dejara de decirlo. Y al terminar la misa, al echar la bendición el cura, uno de los estudiantes se acercó al sacerdote y le dijo:
-Un padrenuestro y una avemaría por el pastelero de allí abajo que se ha vuelto loco.
Se volvió el cura a los feligreses y anunció:
-Un padrenuestro y una avemaría por el pastelero de allí abajo, que se ha vuelto loco.
Y echó a correr toda la gente. Laa primera que entró fue una hija del pastelero. Y le decía:
-¡Padre, dicen que se ha vuelto usted loco! Y él no dejaba de decir:
-Antimplora, antimplora, antimplora, antimplora,... Y ella decía:
-Pero padre, ¡sí que se ha vuelto usted loco! Y llegó la mujer, y decía:
-Pero hijo, ¿te has vuelto loco? Y él no dejaba de decir:
-Antimplora, antimplora, antimplora...
Ya tanto llorar y tanto gritar que se llenó la casa de gente. Y él no dejaba de decir:
-Antimplora, antimplora...
Y por fin no pudo menos de decir:
-¡Por vosotros he perdido el cordero! Y le ganaron el cordero los estudiantes.

Peñafiel, Valladolid. Gabina Vázquez. 29 de abril, 1936. 54 años.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. Anonimo (Castilla y leon)



La adivinanza del hijo tonto

223. Cuento popular castellano

Pan mató a Panda, Panda mató a tres. Tres mataron a siete. Tiré al que vi. Maté al que no vi. Comí carne que no fue nacida ni criada, con palabras de Dios asada. Pasé por un duro. Debajo del duro un blando. Había un difunto y dos que le estaban velando.
Un matrimonio tenía un hijo tonto y para darle la muerte sin que nadie lo supiese le hicieron una tortilla envenenada metida en un pan y le dijon:
-Sube en la burra y llévate esta merienda para que merien­des en el campo.
El chico, el tonto, obedeció. Pero dejó la burra y la tortilla y se marchó a jugar. La burra, la llamaban Panda. Al retirarse el tonto, la burra se comió la merienda y se envenenó. Una vez muerta, fueron tres bichos a comer de la burra y se murieron. Pasaron siete ladrones y se comieron los bichos y se envenenaron. Luego él se fue a casa, tiró a una liebre, pero mató otra -tiró al que vio y mató al que no vio; y la abrió, sacando la cría, y la asó con hojas de un misal. Pasó un puente; debajo del puente estaba el río, que es el blando. Allí había una caballería y dos lobos comiendo de ella.

Nava de la Asunción, Segovia. Pedro García de Diego.
17 de abril, 1936. Posadero, 75 años.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. Anonimo (Castilla y leon)



La adivinanza del príncipe nonato

221. Cuento popular castellano

Érase un rey que se casó con una princesa, la cual, al hacer­se madre, no pudo dar a luz el primer infante que tuvieron de matrimonio. Y como no pudo dar a luz, tuvieron que extraérse­le y salió un hijo nonato.
Y el dicho rey, a los dos años, volvió a contraer matrimonio. Y la segunda mujer empezó por no tener cariño al hijastro. Tra­taba siempre de ver si podía quitarle de su vista. Llegó a tener la edad de 19 años, y le armaron de caballero. Y al armarle de caballero, dijo a su padre que quería tener y montar un caballo que no fuera nacido, como él, y entre las muchas yeguas que te­nía en sus dehesas, sacrificó varias de ellas, hasta encontrar una cría que en vez de ser hembra, fue potro. El cual le criaron para que le montara el hijo del rey.
Después de armado y montao en el potro -que era lo que deseaba- oyó decir que en el reino próximo al suyo había un rey que tenía una hija que el que se presentara y expusiera ra­zones que no pudiera adivinarlas la hechicera que tenía en su casa, se casaría con su hija. Por lo cual, viendo esa buena colo­cación, pidió permiso a su padre para ponerse en camino para hacer una visita a esa princesa por ver si podía ganar su simpa­tía y poder casarse con ella.
Su padre le dio el permiso y la dijo a su esposa que a su an­dado le diera las joyas que necesitara y el dinero que pidiera y le echara merienda para el camino para poder hacer el viaje. Par­tió de casa en compañía de una perrita, que había criado sin madre, como él se crió, y que se llamaba China.
Después de cuatro días de camino, le pilló una noche en unos montes donde tuvo que albergarse en mala forma, al intemperie. No comía, por el miedo de la merienda que llevaba, por si su madrastra se la hubiera hecho en malas condiciones. Y por pro­bar, con todo el cariño que tenía a su perrita, la tiró un pedazo de tortilla. Tan pronto fue a comerla la perra, como morir enve­nenada. De aquella perra, picaron cuatro cuervos. Aquellos cuer­vos murieron a poco de picar de la perra. Llegó una comparsa de bandidos que llevaban también un poco de hambre, cogieron los cuervos, los pelaron, los asaron y se los comieron. El número de los bandidos eran siete. Y al comer de los cuervos murieron los site bandidos.
Ya no quiso él probar más de la comida y con toda su nece­sidad siguió su camino hasta pasar un puente para llegar a la capital donde se encontraba la princesa que quería ganar como esposa. Al pasar el puente vio una marica. Cogió su escopeta, obligado del hambre, para hacer carne para comer. Apuntó so­bre ella con mal acierto, que no mató la marica, y sí mató una liebre que por desgracia se puso frente al tiro. Recogió la liebre, la abrió y la sacó dos liebrastos que tenía en el vientre. Los desolló y se puso a buscar leña para poderlos asar y al no en­contrar leña, de un libro que llevaba en el bolsillo, que era el libro de la Venida del Espíritu Santo, le quemó para hacer as­cuas para asar los liebrastos. Y se los comió.
Con esto llegó a palacio y le dijo al rey:
-Vengo a presentarme a su Majestaz, como otros habrán ve­nido, a exponer mis razones para conseguir la mano de la princesa. Y el rey le dijo:
-Ahí tiene ustez a esa vieja. Explíquela ustez las cosas que le hayan ocurrido en su viaje. Si esa señora no le adivina todo lo que ustez la proponga, será ustez el esposo de mi hija.
Por lo cual expuso sus razones consiguientes y la dijo a la vieja hechicera:
-Yo no fui nacido
y mi caballo lo mismo. China mató a cuatro. Cuatro mataron a siete. Llegué al puente. Tiré a lo que vi. Y maté a lo que no vi. He comido carne que no ha sido ni nacida ni criada. Y con palabras del Espíritu Santo fue asada.
Y como las hechiceras no pueden oír frases en esa forma, al mentar al Espíritu Santo desapareció de palacio, y quedó por campeón y se casó con la princesa.

Aldeosancho, Segovia. Juan Pascual Alonso. 22 de abril, 1936. Dulzainero, 55 años.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. Anonimo (Castilla y leon)







Juan verdadero


229. Cuento popular castellano

Éste era un criado que le llamaban Juan Verdadero, porque nunca le pudo coger el amo en mentira alguna. Éste le tenía de criado para cuidar sus vacas.
Un día, estando el amo de Juan Verdadero con un vecino, el amo de la taberna, sacaron la conversación de que él tenía un criao que nunca le pudo coger en mentira. Y le decía el vecino:
-Hombre, ¿que nunca le has podido coger en mentira?
-No; nunca le he podido coger en mentira ninguna -decía el amo de Juan.
Y entonces le dice el otro:
-Hombre, ¡a que le hago yo mentir!
Y así estuvieron, el uno que sí y el otro que no, hasta que el vecino apostó el caudal a que le hacía mentir. Y el que apostó el caudal tenía tres hijas. Fue a casa y les contó a las hijas que había apostao el caudal con el amo de Juan Verdadero a que le hacía mentir; que nunca le habían cogido en una mentira y que ellas tenían que hacerle mentir. Y de las tres dijo la mayor:
-¡A que le hago yo mentir!
Fue y se puso a caballo en un burro y pasó por donde estaba Juan Verdadero. Ni bien iba de a caballo, ni bien iba de a pie. Ni iba vestida de blanco, ni iba vestida de negro.
Conque por la tarde viene Juan Verdadero a casa, y le pre­gunta el amo:
-Bueno, Juan, ¿qué has visto hoy, hombre?
-Pues, ¿qué tengo de ver? -dice Juan; que he visto ir una persona de a caballo y no sé si era hombre o era mujer. Ni bien iba de a caballo ni bien iba de a pie. Ni iba vestida de blanco ni iba vestida de negro.
Llegó el segundo día y pasó la segunda hija: ni bien iba de a caballo, ni bien iba de a pie; ni bien iba de encarnao ni bien iba de blanco.
Viene a casa por la tarde Juan Verdadero, y le pregunta el amo:
-Bueno, Juan, ¿qué has visto?
-Pues, ¿qué he de ver? -dice Juan Verdadero. Una perso­na que ni sé si era hombre, ni sé si era mujer; ni bien iba a ca­ballo, ni bien iba a pie. Ni bien iba de encarnao, ni bien iba de blanco.
Conque no le pudon hacer mentir las dos chicas mayores. Llegó el tercer día. Y entonces la tercera, la más pequeña, dice:
-Yo le tengo de hacer mentir, quiera que no.
Y también iba de a caballo, en burro o burra; ni bien iba de a caballo ni bien iba de a pie; ni bien iba de negro, ni bien iba de verde.
Llegó al monte donde estaba Juan Verdadero sentao al pie de la lumbre, y fue y se sentó también al pie de la lumbre. Y le dice ella a Juan Verdadero:
-Hombre, Juan, ¿qué haces?
-Mira; calentándome, que hace frío.
Y se sentó ella y con la lumbre se iba calentando. Y cada vez iba levantando un poco las sayas y... cada vez un poco más. Hasta que Juan Verdadero ya se puso alterao, y, claro, él quería gozar de ella. Ella se negaba; pero por fin le dijo:
-Si quieres algo, me tienes que dar el corazón del Toro Gar­goso.
-Mujer -dice él, eso no puede ser, porque si mi amo lo sabe, me mata.
-Pues nada, si quieres lograr algo, tienes que darme el cora­zón del Toro Gargoso.
Por fin Juan Verdadero se cedió a darle el corazón del Toro
Gargoso, y entonces logró de ella lo que quiso. Y decía ella: 
-Pues esto no lo parla él; con esto tiene que mentir. Conque con eso se marchó ella. Marchando ella, se quedó él pensando que qué sería de él, que el amo lo mataría.
-Pero yo no miento -decía él; yo la verdad se la digo. Conque viene a casa por la tarde y le pregunta el amo:
-Hombre, Juan, ¿qué has visto hoy?
-Pues, ¿qué tengo de ver? -dice Juan Verdadero. Pues mire usted lo que he visto. Ha ido una mujer donde estaba yo.
Estaba arrimada a la lumbre y me calentó demasiado y por unas enagüillas blancas y unas medias encarnadas y un salerito her­moso, he dado el corazón del Toro Gargoso.
-¡Bien, bien, Juan Verdadero! -dice el amo. ¡La vaca que parió ese toro no dejará de parir otro!
Y el amo ganó el capital al padre de las chicas y no le pudon coger a Juan Verdadero en mentira alguna.

Cervera de Río Pisuerga, Palencia. Santiago Gutiérrez.
23 de mayo, 1936. Labrador, 72 años.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. Anonimo (Castilla y leon)







Juan sin cuidaos


248. Cuento popular castellano

Era un hombre que le llamaban Juan sin Cuidaos. Y llegó ese nombre a los oídos del rey, y dice a sus ministros:
-¿Cómo es eso, que se llama Juan sin Cuidaos? Le dijeron:
-Pues, no sabemos. Le llaman así.
-Pues, mándenle a llamar.
Conque fue Juan sin Cuidaos a palacio, y le mandaron pasar onde estaba el rey. Y le dijo el rey que cómo era el llamarse Juan sin Cuidaos.
-Pues mire ustez -dice-. Porque yo no tengo ningún cui­dao, ni tengo que pensar en nada.
-¡Ah! ¿es por eso? -dice el rey. -Si, señor -dice.
-Bueno, pues yo le voy a dar a ustez tres cuidaos, con condi­ción que si no me los resuelve ustez, se le quita la vida. Y le doy tres días para que lo piense. Lo primero: saber lo que pesa la tierra. Lo segundo: saber lo que yo valgo. Y lo tercero: saber lo que yo pienso.
Conque se fue mi Juan sin Cuidaos a casa llenito pena, por­que decía que cómo iba a saber él lo que valía el rey, ni lo que pesaba la tierra, y menos lo que él pensaba, que cómo lo iba a saber él. Y estaba tan pensativo y tan triste que un criao que te­nía, como nunca le había visto ni triste ni pensativo, le dijo que qué le pasaba. Y le contó a él lo que le había dicho el rey.
-¡Hombre! -le dice el criao. Y ¿eso le tiene a ustez tan triste y tan pensativo?
-¡Qué hacer! -dice, si me han dao tres días de tregua, y si no, que me quitan la vida.
Y le dice el criao:
-¿Qué me da ustez y le saco a ustez de ese apuro? Y dice Juan sin Cuidaos:
-Yo, lo que tú quieras.
-Pues, me va ustez a dar la mitaz de su capital y el traje que tiene ustez puesto.
Efeztivamente, fue Juan sin Cuidados, se quitó el traje y se le dio al criao.
-¿Y cuándo es cuando tiene ustez que ir a palacio? Dice:
-Mañana.
-Bueno, pues me voy y ustez se queda aquí en casa.
-Hombre, ¿y si vienen por mí y me llevan y me quitan la vida?
-Ustez no se menea de casa.
Conque el criao se fue a palacio y dijo que dijeran al rey que estaba allí Juan sin Cuidaos. En esto que estaban allí todos los ministros con el rey.
-¡A ver!
Y le mandaron que pasara. Conque pasa Juan sin Cuidaos y dice:
-¡Buenos días! Ya estamos aquí.
-¿Qué? ¿Lo trae usted todo bien pensao? Dice:
-Sí, señor.
-Bueno, pues vamos a lo primero: ¿cuánto es lo que pesa la tierra?
Y dice el criao:
-Pues pa saber yo lo que pesa la tierra, tiene ustez que qui­tar las chinas por su mano.
-Muy bien, muy bien -dijeron todos los ministros.
-Bueno, vamos a lo segundo: saber lo que yo valgo.
-Bueno, pues Cristo valió treinta monedas de plata, conque
ustez no vale lo que Cristo: vale ustez veinte y nueve y media.
-Muy bien, muy bien -dijeron todos los ministros otra vez.
-Bueno, lo tercero: saber lo que yo pienso.
-Pues, piensa ustez que está ustez hablando con Juan sin cuidaos y está hablando con su criao.
-Muy bien, muy bien -volvieron a decir todos los ministros. Le dieron mucho dinero y se fue a contárselo a Juan sin Cui­ daos. Y el amo y el criao vivieron muy felices y comieron muchas perdices y a mí me dieron una patita y como no fui, no la comí.

Medina del Campo, Valladolid. Julia, señora de unos 55 años. 5 de mayo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. Anonimo (Castilla y leon)



Juan el tonto y juanica la lista


373. Cuento popular castellano

Había una vez en un pueblo un mozo y una moza que se lla­maban el mozo Juan el Tonto y la moza Juanica la Lista. Convi­nieron casarse, y como eran muy pobres, al día siguiente de la boda ella le mandó a él que fuera por una carga de leña para con el dinero que les valiera comprar pan y tocino para comer. Y Juan el Tonto la dijo:
-Bueno, Juanica, bájame el honcejo (podón), las sogas y la vara para ir por la leña.
Subió la Juanica y al instante le bajó el honcejo y las sogas. Entonces Juan el Tonto puso las sogas y el honcejo en el burro, que estaba atado al pesebre, y montó encima de él. Como llegara la noche y no venía Juan el Tonto, la mujer, la Juanica, asustada, comenzó a alborotar a los vecinos, diciendo:
-¡Me han matado a mi Juan! El pobrecillo salió esta mañana por leña y todavía no ha vuelto.
Entonces los vecinos acordaron salir a buscarle, y cansados de dar vueltas por el bosque y no encontrarle, decidieron volver al pueblo y tocar las campanas, por si es que se encontraba Juan el Tonto perdido en el bosque y pudiese regresar al pueblo guiado por el ruido de las campanas. Estaban todos asustados cuando la Juanica, que era muy lista, se le ocurrió entrar en la cuadra para ver si había regresado el burro. Y ¡cuál no sería su sorpresa al abrir la puerta y ver a su marido, Juan el Tonto, montado sobre el burro, que estaba atado al pesebre! El cual la dijo:
-Juanica, ¿me bajas ya la vara para ir a por la leña?
Entonces la mujer empezó a llamarle tonto, y maldecir su suerte por haberse casado con él. Él, a estos insultos, la decía:
-¿No te he dicho que me bajaras todo para ir a por la leña?
Y ella dijo:
-Sí, y te lo he bajado.
Y entonces él la contesta:
-No has bajado todo; pues me falta la vara.
Al día siguiente se levantó la Juanica e hizo levantarse a su marido. Y dándole la vara, las sogas y el honcejo, le dijo:
-Hoy sí irás a por leña, pues no te falta nada.
Juan el Tonto, al ver que en efecto tenía todo, se montó en su borrico y salió para el monte, cantando, en dirección al bosque. Llevaría una hora de camino, y próximo ya al bosque se encontró con que tenía que pasar un arroyejo. Entonces Juan el Tonto comenzó a pensar el medio de no arriesgar la vida del burro y la suya. Y después de unas horas de cavilar, decidió echar la vara al arroyejo, pensando:
-Si la corriente se lleva la vara, a lo mejor nos lleva al burro y a mí.
La corriente del arroyo, aunque pequeña, fue bastante para llevarse la vara. En vista de ello, Juan el Tonto decidió no pasar y volvió a casa. Al llegar a casa, baja la mujer, creyendo que traía la leña, y al ver que venía montado en el burro como se había marchado, le obligó que la contara lo que le había pasado. Enton­ces la dijo:
-El arroyo próximo al bosque viene muy crecido: prueba de ello que como verás, no traigo la vara. Al probar si podía o no pasar, la he echado al arroyo primero, y nada más echarla, se la ha llevado el agua. Y como comprenderás, lo mismo nos hubiera pasado al burro y a mí, si pasamos.
Le llamó ella tonto un número incontable de veces, y dijo que si seguía así, se separaba de él, porque la iba a matar de hambre. Al día siguiente la Juanica, como era muy lista, le advirtió:
-Vas a ir a por leña; pero por el otro camino distinto del de ayer. Ahí no hay arroyo, y no tendrás pretexto. El camino es muy llano y está lleno de arboleda.
Le volvió a montar en el burro, le dio honcejo, sogas y una vara nueva, y diciéndole:
-No te falta nada -se despidió de él.
Juan el Tonto salió cantando en dirección al bosque. Y a las dos horas de camino era tan grande el calor que decidió tumbarse un rato a la sombra de unos robles. Y al poco tiempo se quedó dormido. Unos campesinos que pasaban por allí, como conocían lo tonto que era, para reírse de él, le cortaron el pelo, dejándole muy mochón, y le soltaron el burro. Y el animal, viéndose suelto, se marchó a casa.
Al poco rato, cuando despertó Juan el Tonto, le dio sed, y fue a beber agua en un pozo muy cristalino que había por allí. Al fi­jarse en el agua de que estaba pelao, empezó a pensar si sería él. Se convenció que no, y entonces, para salir de la duda, marchó a su casa. Como el burro ya había llegado, su mujer, la Juanica, se encontraba en la puerta, pensando qué le había pasado a su marido. Y al desviar la vista en la calle que había enfrente, vio que venía su Juan corriendo y dando voces:
-Juanica, ¿ha venido tu marido?
Entonces ella le dice:
-Y ¿no eres tú?
-Tu Juan no soy yo. Antes tenía pelo y ahora me encuentro mochón.
Entonces ella decidió no volverlo a mandar a ningún trabajo. Lo dedicó al cuido del puchero y hacer los recados que ella le mandaba. Un día iban a comer y lo mandó ella por vino. Y como Juan el Tonto, al ir por él, se encontró una bolsa de onzas, se volvió a casa sin el vino. Y desde el portal a voces decía a la mujer:
-¡Juanica, baja, que te traigo unas medallitas muy bonitas, para que presumas los domingos!
-Ella, como era muy lista, las conoció en seguida, y le dijo:
-Anda, tonto, ¿qué crees que es esto, que esto no vale para nada?
Y entonces él dijo:
-Pues, las he visto tan bonitas que las he traído corriendo para ti.
Entonces ella le dijo:
-Sube tú arriba y prepara la mesa pa comer, que yo voy por vino.
Y en vez de ir la Juanica por vino, se subió a la chimenea y empezó a echar confites. Entonces Juan el Tonto empezó a brin­car por la cocina de gusto que le daba el ver que llovían confites. Se bajó ella de la chimenea y entró en la cocina. Y como Juan el Tonto la dijera que unos momentos antes había llovido confites, ella empezó a decirle que era cada vez más tonto, que era impo­sible. Él insistía que era verdaz e incluso le enseñaba los confites que había cogido, que tenía en la mano.
Mientras él se quedó en la cocina, pensando en el milagro, la Juanica, muy lista, se bajó a la cuadra y puso al burro una sába­na blanca, en la cabeza un gorro, y un bastón al lado. Subió a la cocina y ordenó a Juan que bajase a dar de comer al burro. ¡Cuál no sería la sorpresa de Juan al ver al burro vestido de obispo! Empezó a voces a llamar a su mujer:
-¡Juanica, baja! Verás otro milagro como el de endenantes.
Ella bajaba y él cada vez gritaba más fuerte:
-¡Baja corriendo, y verás al burro vestido de obispo!
Ella bajó, y diciéndole que cada vez era más tonto, quitó esas cosas del burro. Y sin dar importancia al asunto, dijo:
-Vamos a comer.
Al día siguiente le volvió a mandar a por vino. Y como en el camino se encontró una ancianita, que la pobre lloraba amarga­mente, Juan el Tonto se acercó a ella, preguntándola:
-¿Por qué llora ustez, abuela? Y la abuela le contestó:
-Porque ayer en esta calle perdí una bolsa llena de onzas de oro, que era el único capital que tenía.
Y entonces Juan el Tonto la dice:
-No llore ustez, que esa bolsa me la encontré yo, y la tiene mi Juanica guardada. Véngase conmigo para que se la dé.
La pobre anciana, llena de alegría, se marchó con Juan el Tonto a su casa. Y poco la duró la alegría, porque al decir que iban por la bolsa que la había dado Juanico, ella contestó:
-¡Qué bolsa ni qué diablos! ¡Yo no tengo ninguna bolsa!
Como Juan la dijera a la vieja:
-No es verdaz; no la haga ustez caso, que ella es la que tiene la bolsa, que se la di yo. Y tiene medallas muy bonitas.
Entonces la vieja va a las autoridades, las cuales interrogaron a Juan el Tonto, para que dijera dónde se había encontrado la bolsa, qué día había sido, y qué es lo que contenía. Y Juan dijo que en la calle pegando a la taberna, y que tenía medallas muy bonitas; pero no podía decir fechas, porque no entendía de calen­darios. Pero para que viera el juez que era verdaz lo que decía, dijo a su mujer:
-¿No te acuerdas, Juanica, que al poco de darte yo la bolsa,
empezaron a llover confites y el burro se volvió obispo?
Y entonces les preguntó Juanica la Lista:
-¿Pueden ustedes concibir semejante cosa?
-Claro que no -dijo el juez. Se trata de cosas de Juan el Tonto. Ésas son cosas absurdas.
Y dijo Juanica la Lista:
-Pues, si quieren dar crédito a las cosas de este tonto, tendrán que pensar que yo tengo la bolsa; pero no por menos que ha llo­vido confites y que mi burro se ha vuelto obispo.
De este modo se hizo con la bolsa. Y vivieron felices y con mucho dinero.

Riaza, Segovia. Teodoro Hernán Gómez. 31 de marzo, 1936. 22 años.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. Anonimo (Castilla y leon)


Juan el tonto .371

371. Cuento popular castellano

Había una vez uno muy tonto en un pueblo, que se llamaba Juan. Y su madre estaba deseando de casarle. Había en el pueblo una muchacha pobre que se llamaba María, y la madre le decía que la cortejase. Y él decía que no sabía qué decirla, y la madre le decía:
-Pues, échala una flor. Y si está haciendo algo, pues la dices: «De ésos, muchos y gordos».
Y pasó él por delante de la casa de ella, y se estaba curando unos granos, y la dijo:
-¿Qué haces, María?
-Pues, mira: curándome unos granos. Y él la contestó:
-Pues, de ésos, ¡muchos y gordos!
-¡Qué burro eres! -le dijo ella. No sabes más que decir burradas.
Él se fue a casa y la dijo a su madre:
-¿Ve, madre? Siempre lo hago mal. Y su madre le dijo:
-Pues ¿qué estaba haciendo?
-Pues, curándose unos granos, y la dije lo que ustez me,habfa dicho.
-Pues, tú debías haberla dicho: «que ésos se sequen y otros no nazcan».
Salió el mozo y pasó otra vez por casa de María. Y la encontró en el huerto sembrando unos pepinos, y la preguntó:
-¿Qué estás haciendo ahora?
-Pues, sembrando unos pepinos.
-Pues ¡que ésos se sequen y otros no nazcan!
-Pero ¡qué pedazo animal eres, que no sabes decir más que disparates!
El mozo se fue a su casa y dijo a su madre:
-Ya no la vuelvo a decir nada, porque no hace más que lla­marme animal.
-Pues ¿qué estaba haciendo? -le preguntó la madre.
-Pues, sembrando unos pepinos. Y la he dicho lo que ustez me dijo, y me ha llamao animal.
-A otra vez no la digas nada; no la eches más que una ojeadita.
Y fue y sacó los ojos a unos cuantos carneros, les puso en un pañuelo y pasó por la casa de ella, que estaba en un portal. Y se los echó encima. La muchacha se puso muy enfadada y le llamó mil veces animal, pues la había manchado toda de sangre. Y él entonces va y dice a la madre:
-¡Buena se ha puesto la María, buena, porque dice que la he manchao toda!
-Pues ¿qué hicistes, bruto?
-Pues, echarla la ojeada que ustez me dijo.
-Pero ¿cómo la echastes la ojeada para mancharla? -pre­gunta la madre.
-Pues, saqué los ojos a unos carneros y se los eché encima, y claro, pos la manché.
-¡Ay, qué bruto eres, hijo! Déjame arreglar a mí la boda, que si no, no te casas nunca.
Convenció la madre a la muchacha y se casaron. Y la novia le dijo el día de la boda que para que no se atracase mucho, cuan­do ella le pisara el pie, que ya no comiera más. Estando en la mesa, le pisó ella inadvertidamente, y luego, aunque le decían que comiera, ya no quiso comer.
Se acostaron y empezó él a decir que tenía mucha hambre, y entonces ella le dijo que fuera a la alacena, que algo habría que comer. Fue él y se atracó tanto que le dio luego un gran cólico. Se levanta y se fue al corral. Y entonces, como se había manchao, se tuvo que ir a lavar; pero como era tan burro, metió la mano en un cántaro estrecho, y luego no la podía sacar. Sale al corral, ve un bulto blanco, y creyendo que era una piedra, da un golpe­tazo para romper el cántaro contra la piedra, y resulta que era su suegra que había salido en enaguas al corral. Y allí se armó aquella noche un gran jollín.
Después de unos días de casaos, le mandó ella al mercado a comprar dos cochinillos, un saco de paja y unas agujas. Compró los cochinos los primeros, y les preguntó si sabrían ir a casa; y como ellos gruñían, creyó que le decían que sí, y les mandó que se fueran a casa.
Después compró la paja y las.agujas. Y por si acaso se le per­dían las agujas, las echó a la paja. Se fue a casa y cuando le pre­guntó la mujer si la había hecho los encargos, la dijo que sí, que se figuraba que los cochinos ya habrían llegao. La mujer dijo:
-Pero ¿no les traes tú?
-No, porque les pregunté que si sabían venir a casa, y me di­jeron que sí, y por eso los he mandao.
-¡Ah, bruto! -le dijo la mujer. Conque ellos solos iban a saber venir. Bueno, ¿traes lo demás?
-Sí, ahí te traigo la paja y las agujas.
-Bueno, pues ¿dónde están las agujas?
-Pues, pa que no se me perdieran, las eché en la paja. Bús­calas ahí.
-Ya no te volveré a mandar al mercado Otra vez tendré que ir yo.
Pasó algún tiempo y ya tenían un niño. Y necesitando ir al mercado, decidió la mujer ir ella, y dejó a Juan al cuidado de la casa. Y le dijo que lo que más la cuidara era el niño; y le encar­gaba que si lloraba, le diera la sopa.
Bueno, lo primero que se ocupó, cuando ella se fue, fue en bajar a tomarse un vaso de vino. Después de tomar el vino, se le olvidó de cerrar la llave del pellejo. Cuando se dio cuenta de que la despensa estaba encharcada, empezó a pensar qué pondría de pasaderas para poder cerrar la llave. Y cogió unos cuantos que­sos que había en la despensa y los puso de pasaderas. Pero cuando fue a cerrar, ya no quedaba casi vino. Después el niño empezó a llorar, y él cogió y pa terminar más pronto a darle la sopa, le dio las sopas con el cucharón. Y cuando el niño no lloraba, más le atragantaba él, hasta que le ahogó y se calló. Entonces él, creyen­do que se había dormido, le echó a la cama. Llegó la noche y vino la mujer, y le preguntó al marido:
-¿Qué tal has pasao el día?
-¡Te voy a decir que he hecho una!
-Pues ¿qué has hecho, hombre?
-Que por sacar un vaso de vino, se me ha ido todo el pellejo.
-Bueno, hombre, bueno. Te lo tendré que perdonar. ¿No has hecho más?
-Sí, que también puse unos quesos en el suelo para pasar, y se han espachurrado.
-Bueno, hombre, bueno, con tal que has cuidado bien el niño.
Ah, eso sí; está muy dormidito.
Fue la mujer a la cama. Al encontrar al niño muerto, se puso con él como una furia. Y le dijo que ya no quería vivir con él, que se marchaba a casa de su madre. Y él entonces empezó a ir detrás de ella, y ella le dijo:
-Si te vienes tú también, te traes acá la puerta.
Y él la entendió que la cogiese a cuestas. Y así lo hizo. Y ella, como iba tan desesperada, ni le miraba, y no veía cómo él iba. En esto que vieron venir a unos ladrones, y la mujer, asustada, se subió a un árbol. Y entonces él hizo lo mismo, pero con la puer­ta a cuestas. Y entonces la mujer se dio cuenta de que había car­gao con la puerta. Los ladrones se pusieron a contar el dinero debajo del árbol. Y él la decía a la mujer que ya no podía sostener la puerta:
-¡Ay, que no puedo más con la puerta! ¡Ay, que no puedo más con la puerta!
Y ella le decía:
-Aguanta, por Dios, que nos van a descubrir.
Hasta que él no pudo más y soltó la puerta. Y cayó encima de los ladrones, cogiendo a uno de ellos por el pescuezo. Y los otros, asustados, se echaron a correr. El que estaba atrampado se había mordido la lengua con el golpe, y les gritaba:
-¡No corráis, que son doz! ¡No corráis, que son doz!
Los otros le entendían «que son doce», y no pararon de correr. Entonces la mujer y el bobo bajaron del árbol, le acabaron de es­pachurrar, y se cogieron el dinero. Se volvieron a su casa, y ya, por aquella vez, le perdonó.

Burgos, Burgos. Ecequiela Manero. 2 de junio, 1936. 50 años.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. Anonimo (Castilla y leon)