373. Cuento popular castellano
Había una vez en un pueblo un mozo y una moza
que se llamaban el mozo Juan el Tonto y la moza Juanica la Lista. Convinieron
casarse, y como eran muy pobres, al día siguiente de la boda ella le mandó a él
que fuera por una carga de leña para con el dinero que les valiera comprar pan
y tocino para comer. Y Juan el Tonto la dijo:
-Bueno, Juanica, bájame el honcejo (podón),
las sogas y la vara para ir por la leña.
Subió la Juanica y al instante le bajó el honcejo y las
sogas. Entonces Juan el Tonto puso las sogas y el honcejo en el burro, que
estaba atado al pesebre, y montó encima de él. Como llegara la noche y no venía
Juan el Tonto, la mujer, la
Juanica, asustada, comenzó a alborotar a los vecinos,
diciendo:
-¡Me han matado a mi Juan! El pobrecillo
salió esta mañana por leña y todavía no ha vuelto.
Entonces los vecinos acordaron salir a
buscarle, y cansados de dar vueltas por el bosque y no encontrarle, decidieron
volver al pueblo y tocar las campanas, por si es que se encontraba Juan el
Tonto perdido en el bosque y pudiese regresar al pueblo guiado por el ruido de
las campanas. Estaban todos asustados cuando la Juanica, que era muy
lista, se le ocurrió entrar en la cuadra para ver si había regresado el burro.
Y ¡cuál no sería su sorpresa al abrir la puerta y ver a su marido, Juan el
Tonto, montado sobre el burro, que estaba atado al pesebre! El cual la dijo:
-Juanica, ¿me bajas ya la vara para ir a por
la leña?
Entonces la mujer empezó a llamarle tonto, y
maldecir su suerte por haberse casado con él. Él, a estos insultos, la decía:
-¿No te he dicho que me bajaras todo para ir
a por la leña?
Y ella dijo:
-Sí, y te lo he bajado.
Y entonces él la contesta:
-No has bajado todo; pues me falta la vara.
Al día siguiente se levantó la Juanica e hizo levantarse
a su marido. Y dándole la vara, las sogas y el honcejo, le dijo:
-Hoy sí irás a por leña, pues no te falta
nada.
Juan el Tonto, al ver que en efecto tenía
todo, se montó en su borrico y salió para el monte, cantando, en dirección al
bosque. Llevaría una hora de camino, y próximo ya al bosque se encontró con que
tenía que pasar un arroyejo. Entonces Juan el Tonto comenzó a pensar el medio
de no arriesgar la vida del burro y la suya. Y después de unas horas de
cavilar, decidió echar la vara al arroyejo, pensando:
-Si la corriente se lleva la vara, a lo mejor
nos lleva al burro y a mí.
La corriente del arroyo, aunque pequeña, fue
bastante para llevarse la vara. En vista de ello, Juan el Tonto decidió no
pasar y volvió a casa. Al llegar a casa, baja la mujer, creyendo que traía la
leña, y al ver que venía montado en el burro como se había marchado, le obligó
que la contara lo que le había pasado. Entonces la dijo:
-El arroyo próximo al bosque viene muy
crecido: prueba de ello que como verás, no traigo la vara. Al probar si podía o
no pasar, la he echado al arroyo primero, y nada más echarla, se la ha llevado
el agua. Y como comprenderás, lo mismo nos hubiera pasado al burro y a mí, si
pasamos.
Le llamó ella tonto un número incontable de
veces, y dijo que si seguía así, se separaba de él, porque la iba a matar de
hambre. Al día siguiente la
Juanica, como era muy lista, le advirtió:
-Vas a ir a por leña; pero por el otro camino
distinto del de ayer. Ahí no hay arroyo, y no tendrás pretexto. El camino es
muy llano y está lleno de arboleda.
Le volvió a montar en el burro, le dio
honcejo, sogas y una vara nueva, y diciéndole:
-No te falta nada -se despidió de él.
Juan el Tonto salió cantando en dirección al
bosque. Y a las dos horas de camino era tan grande el calor que decidió
tumbarse un rato a la sombra de unos robles. Y al poco tiempo se quedó dormido.
Unos campesinos que pasaban por allí, como conocían lo tonto que era, para
reírse de él, le cortaron el pelo, dejándole muy mochón, y le soltaron el
burro. Y el animal, viéndose suelto, se marchó a casa.
Al poco rato, cuando despertó Juan el Tonto,
le dio sed, y fue a beber agua en un pozo muy cristalino que había por allí. Al
fijarse en el agua de que estaba pelao, empezó a pensar si sería él. Se
convenció que no, y entonces, para salir de la duda, marchó a su casa. Como el
burro ya había llegado, su mujer, la
Juanica, se encontraba en la puerta, pensando qué le había
pasado a su marido. Y al desviar la vista en la calle que había enfrente, vio
que venía su Juan corriendo y dando voces:
-Juanica, ¿ha venido tu marido?
Entonces ella le dice:
-Y ¿no eres tú?
-Tu Juan no soy yo. Antes tenía pelo y ahora
me encuentro mochón.
Entonces ella decidió no volverlo a mandar a
ningún trabajo. Lo dedicó al cuido del puchero y hacer los recados que ella le
mandaba. Un día iban a comer y lo mandó ella por vino. Y como Juan el Tonto, al
ir por él, se encontró una bolsa de onzas, se volvió a casa sin el vino. Y
desde el portal a voces decía a la mujer:
-¡Juanica, baja, que te traigo unas
medallitas muy bonitas, para que presumas los domingos!
-Ella, como era muy lista, las conoció en
seguida, y le dijo:
-Anda, tonto, ¿qué crees que es esto, que
esto no vale para nada?
Y entonces él dijo:
-Pues, las he visto tan bonitas que las he
traído corriendo para ti.
Entonces ella le dijo:
-Sube tú arriba y prepara la mesa pa comer,
que yo voy por vino.
Y en vez de ir la Juanica por vino, se subió
a la chimenea y empezó a echar confites. Entonces Juan el Tonto empezó a brincar
por la cocina de gusto que le daba el ver que llovían confites. Se bajó ella de
la chimenea y entró en la cocina. Y como Juan el Tonto la dijera que unos
momentos antes había llovido confites, ella empezó a decirle que era cada vez
más tonto, que era imposible. Él insistía que era verdaz e incluso le enseñaba
los confites que había cogido, que tenía en la mano.
Mientras él se quedó en la cocina, pensando
en el milagro, la Juanica,
muy lista, se bajó a la cuadra y puso al burro una sábana blanca, en la cabeza
un gorro, y un bastón al lado. Subió a la cocina y ordenó a Juan que bajase a
dar de comer al burro. ¡Cuál no sería la sorpresa de Juan al ver al burro
vestido de obispo! Empezó a voces a llamar a su mujer:
-¡Juanica, baja! Verás otro milagro como el
de endenantes.
Ella bajaba y él cada vez gritaba más fuerte:
-¡Baja corriendo, y verás al burro vestido de
obispo!
Ella bajó, y diciéndole que cada vez era más
tonto, quitó esas cosas del burro. Y sin dar importancia al asunto, dijo:
-Vamos a comer.
Al día siguiente le volvió a mandar a por
vino. Y como en el camino se encontró una ancianita, que la pobre lloraba
amargamente, Juan el Tonto se acercó a ella, preguntándola:
-¿Por qué llora ustez, abuela? Y la abuela le
contestó:
-Porque ayer en esta calle perdí una bolsa
llena de onzas de oro, que era el único capital que tenía.
Y entonces Juan el Tonto la dice:
-No llore ustez, que esa bolsa me la encontré
yo, y la tiene mi Juanica guardada. Véngase conmigo para que se la dé.
La pobre anciana, llena de alegría, se marchó
con Juan el Tonto a su casa. Y poco la duró la alegría, porque al decir que
iban por la bolsa que la había dado Juanico, ella contestó:
-¡Qué bolsa ni qué diablos! ¡Yo no tengo
ninguna bolsa!
Como Juan la dijera a la vieja:
-No es verdaz; no la haga ustez caso, que
ella es la que tiene la bolsa, que se la di yo. Y tiene medallas muy bonitas.
Entonces la vieja va a las autoridades, las
cuales interrogaron a Juan el Tonto, para que dijera dónde se había encontrado
la bolsa, qué día había sido, y qué es lo que contenía. Y Juan dijo que en la
calle pegando a la taberna, y que tenía medallas muy bonitas; pero no podía
decir fechas, porque no entendía de calendarios. Pero para que viera el juez
que era verdaz lo que decía, dijo a su mujer:
-¿No te acuerdas, Juanica, que al poco de
darte yo la bolsa,
empezaron a llover confites y el burro se
volvió obispo?
Y entonces les preguntó Juanica la Lista:
-¿Pueden ustedes concibir semejante cosa?
-Claro que no -dijo el juez. Se trata de
cosas de Juan el Tonto. Ésas son cosas absurdas.
Y dijo Juanica la Lista:
-Pues, si quieren dar crédito a las cosas de
este tonto, tendrán que pensar que yo tengo la bolsa; pero no por menos que ha
llovido confites y que mi burro se ha vuelto obispo.
De este modo se hizo con la bolsa. Y vivieron
felices y con mucho dinero.
Riaza,
Segovia. Teodoro
Hernán Gómez. 31
de marzo, 1936. 22
años.
Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo
058. Anonimo (Castilla y leon)