Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 3 de agosto de 2012

Los tres alegres amigos y el avaro


Tres alegres amigos recorrían juntos el mundo. En una oca­sión, la noche los sorprendió cerca de una casa solitaria. Lla­maron a la puerta, pensando pedirle al dueño algo de comida y un rincón para descansar.
Pero el amo de la casa era tremendamente avaro. Se negó in­cluso a escuchar lo que querían decirle los tres jóvenes y los echó amenazándolos con un garrote.
Los tres amigos tuvieron que pasar la noche a la intemperie y con el estómago vacío. Al amanecer, se dirigieron hambrientos y tiritando de frío a la ciudad vecina, donde había mercado.
De repente oyeron un campanilleo, se volvieron y vieron al avaro que los había echado la noche anterior. También él se di­rigía a la ciudad; a lomos de un burro, tiraba de una cabra, que llevaba atada detrás, con una esquila colgada al cuello.
El campesino no reconoció a los tres alegres amigos, que se escondieron detrás de un arbusto; el primero de ellos dijo:
-Debemos castigar a este avaro. Le robaré la cabra.
-Yo le robaré el burro -dijo el segundo.
-Y yo le robaré su ropa -dijo el tercero.
Y se pusieron manos a la obra. Cuando el campesino pasó de­lante de ellos, el primero salió del arbusto, se acercó muy sigiloso a la cabra, cortó la cuerda y ató la esquila a la cola del burro.
El campesino no sospechaba de nada. Seguía oyendo el tin­tineo de la esquila y estaba seguro de que la cabra iba tras él dócilmente. Pero la cabra quién sabe ya dónde estaba, guiada por el primer ladrón.
El segundo joven salió a su vez del escondite, siguió al cam­pesino y de lejos comenzó a gritarle:
-Eh, tú, ¿te has vuelto loco? ¿Cómo se te ocurre atar la es­quilo a la cola del burro, en lugar de al cuello?
El campesino se volvió, comprendió lo que había ocurrido y comenzó a lamentarse:
-La esquila estaba atada al cuello de mi cabra. Alguien me la ha robado, le ha quitado la esquila y la ha atado a la cola del burro para despistarme. ¿No has visto tú a nadie con una cabra?
-Sí, he visto a alguien -respondió el segundo burlón. Ha desaparecido entre los árboles hace poco.
El campesino bajó del burro, le entregó las riendas al burlón y le dijo:
-Cuídame el burro, que saldré en busca del ladrón.
En cuanto lo vio desaparecer entre los arbustos, el segundo joven montó en el burro y se alejó en la dirección opuesta.
El campesino regresó poco después con las manos vacías y se encontró con que nadie lo esperaba: ni el burro ni el ladrón.
-Ay, ay, pobre de mí -se lamentaba, corriendo en busca del burro, fuera de sí. ¡Antes me robaron la cabra y ahora mi borri­quito!
El tercer amigo, mientras tanto, había avanzado un buen trecho. Estaba junto a un pozo, al borde de la carretera, y cuando vio llegar al avaro comenzó a lamentarse como si le hu­biese ocurrido quién sabe qué desgracia.
El campesino se detuvo, ganado por la curiosidad, y le pre­guntó:
-¿Por qué te lamentas, buen hombre?
-Ah, si lo supieses -respondió el tercer burlón. Tenía un co­frecito lleno de piedras preciosas, por un valor de cerca de cien mil ducados, y se me ha caído en este pozo. Si me ayudas a sa­carlo, te daré con mucho gusto cincuenta ducados.
El avaro se alegró pensando:
-Cincuenta ducados equivalen a diez burros y diez cabras.
Para no perder el tiempo hablando, se quitó la ropa y se in­trodujo en el pozo.
-¡Cuídame, por favor, la ropa! -gritó desde abajo, mientras buscaba el cofrecito lleno de piedras preciosas.
Naturalmente no encontró nada y, cuando salió del pozo, ya no encontró tampoco su ropa, que había desaparecido con el tercer ladrón.
Sólo había quedado, en el suelo, su bastón. El campesino lo recogió y, desnudo como un pez, corrió hasta su casa atravesan­do el pueblo. Si a alguien se le ocurría acercarse, lo amenazaba con el bastón y se desgañitaba gritando:
-Apártate o te mato.
La gente se quedaba atónita y no sabía qué pensar.
-Eh, tú, ¿has perdido la cabeza?
-No -respondió el avaro, a la carrera, pero me lo han ro­bado todo, y ahora tengo miedo de que alguien me robe también a mí.

084. anonimo (persia)

Las tres cabezas de chorlito de mazenderan


Mazenderan era famoso en toda Persia por sus cabezas de chorlito. Una vez, dos de estos insensatos fueron juntos a la ciudad. Cada uno de ellos llevaba un saco de trigo para vender.
Durante el trayecto, uno de ellos dijo:
-Si logro vender mi trigo a un buen precio, me compraré una oveja. La oveja me dará corderos, los corderos crecerán y tendrán otros corderos, hasta convertirse en un buen rebaño. Entonces tendré leche y queso para vender, me volveré muy rico, pero a ti no te daré ni un céntimo.
-¡Eres la persona más avarienta que he conocido! -gritó el segundo insensato. ¿Y sabes qué haré yo? Venderé el trigo y me compraré una loba. La loba tendrá lobeznos, los lobeznos se harán adultos y a su vez tendrán otros hijos, hasta formar una buena manada. Entonces los mandaré a todos contra tus ovejas y no dejarán una sola con vida.
-¡Pedazo de envidioso, deberías avergonzarte! -gritó el primero, cogiendo su vara.
-¡Eres tú quien debería avergonzarse, avariento! -gritó el segundo, cogiendo también su vara.
Una palabra dio pie a la otra, un golpe desató otro. Poco después, los dos insensatos se habían dado tantos golpes que estaban todos magullados, con la ropa hecha jirones y, lo que es peor, todo el trigo se había derramado por el suelo.
En medio de la lucha, llegó a pasar un tercer insensato de Mazenderan, que iba al mercado con un odre lleno de miel. Al ver cómo se peleaban sus dos paisanos, se detuvo y quiso saber qué ocurría.
-¡Es culpa de su avaricia!
-¡Es culpa de su envidia!
Y los dos contendientes le contaron lo ocurrido.
Al escuchar tan necias razones, el tercer paisano se enfureció hasta tal punto que cogió el cuchillo, pinchó su odre e hizo salir toda la miel, mientras gritaba:
-Que la sangre salga de mis venas, como sale esta miel del odre, si vosotros no sois los seres más estúpidos de toda la tierra. Y así volvieron todos a casa con las manos vacías.

084. anonimo (persia)

La urraca y el zorro

Una corneja había hecho nido entre las ramas de un árbol. Allí puso tres huevos de los que nacieron, a su tiempo, tres cornejitas sin plumas. Cuando un zorro, que vivía en aquel bosque, se dio cuenta de lo ocurrido, subió al árbol y exclamó:
-¡Eh, señora corneja! Soy leñador. El Rey en persona me ha ordenado que corte este árbol.
La corneja, asustada, comenzó a suplicar al zorro:
-Se lo ruego, señor leñador, espere, déme un poco más de tiempo. Cuando mis hijos hayan crecido, me iré a otra parte. En ese momento podrá derribar este árbol.
-Por más que go crea en lo que me dice, el Reg no creerá en lo que le diga yo -respondió el zorro-. Tendría que llevarle como prueba a uno de sus hijos.
Y así la corneja le entregó uno de sus hijos al zorro, que se fue inmediatamente. A la mañana siguiente, el zorro estaba de nuevo a los pies del árbol llamando:
-¡Eh, señora corneja! ¡Pase lo que pase, hog sin falta debo cortar el árbol!
La corneja se asustó aún más y comenzó a suplicar:
-Se lo ruego, señor leñador, déjeme un poco más de tiempo. Le daré otro de mis hijos.
El zorro buscó excusas, fingió sentirse enfadado, pero al fi­nal aceptó y se fue con otra cornejita.
Pasados unos días, voló sobre el árbol una urraca. Cuando vio a la corneja muy triste en su nido, acompañada por una sola cría, grito:
-¡Eh, señora corneja! ¿Qué le ocurre, qué le ha pasado? La corneja le contó todo.
-Seguro que no era un leñador -observó la urraca-. Debe de ser una triquiñuela del zorro. Pero escuche atentamente lo que le voy a decir. Si vuelve a aparecer, respóndale sin miedo: « Váyase de una vez, váyase. No le volveré a dar ninguno de mis hijos. Además, me ha quedado uno solo ».
Al día siguiente, el zorro llegó como de costumbre diciendo que ahora debía cortar el árbol sin más tardanza. Esta vez la cor­neja se armó de valor y respondió tal como le había aconsejado la urraca.
En vano el zorro dio golpes al árbol, en vano lo fustigó con la cola. Por fin, presa de cólera, gritó:
-¡Sin duda ésta no ha sido idea suya! Le ha calentado la ca­beza la urraca. Pero me vengaré, ya se enterarán los hijos de la urraca.
Y se fue a la carrera.
No muy lejos del árbol se tumbó en la hierba y se quedó con la boca abierta, fingiendo que se había muerto. A los pocos minutos llegó la urraca: voló cerca del zorro g se aseguró de que no se movía. Dijo entonces, como si hablase consigo misma:
«¡Hoy me daré un gran banquete! Pero ¡atención! Si co­mienzo por la cabeza, el zorro siempre podría pillarme con sus dientes. Mejor comenzaré por la cola».
Y, dicho y hecho, comenzó a picotearle la cola. Una vez que hubo terminado, siguió con la cabeza. Era justamente lo que el zorro esperaba: en ese preciso instante abrió la boca y la urraca quedó atrapada. Pero, sin perder del todo la esperanza, la urra­ca dijo:
-¿Por qué me tiene atrapada entre sus dientes, señor zorro? ¿Qué mal le he hecho yo?
-¿Qué mal me ha hecho? Le ha metido ideas raras en la ca­beza a la corneja -gritó el zorro enfurecido.
Pero la ira es mala consejera: en efecto, el zorro olvidó que su presa tenía alas. Justo cuando abrió la boca para hablar, la urraca voló hacia el árbol más próximo.
El zorro, fuera de sí por la rabia, intentó subir al árbol para apresar a la urraca pero, en la mitad de la subida, cagó U se que­dó muerto al instante. Y éste fue el final del zorro.

Fuente: Gianni Rodari

084. anonimo (persia)

El rey que quería llegar a la luna

Hace muchísimos años vivía un rey que se pasaba todo el tiem­po, día y noche, pensando en cómo podría llegar a la luna. Des­pués de mucho pensar, un buen día tuvo una idea. Decidió ha­cerse construir una torre tan alta que rozase el cielo. Así, desde el extremo de la torre, llegaría a la luna. Mandó llamar de inme­diato a un carpintero y le ordenó que construyese una torre tan alta que llegase hasta el cielo.
-¿Hasta el cielo? -preguntó el carpintero, sorprendido.
-Sí, hasta el cielo -exclamó el rey, ¡y ni una palabra más!
¿Qué podía hacer el pobre carpintero? Cogió sus herra­mientas, llamó a sus obreros, compró la madera y comenzó a to­mar medidas. Este trabajo le llevó varias semanas. El rey era muy pero que muy impaciente. Mandó llamar al carpintero y le gritó:
-Si no me construyes esta torre en tres días, haré que te cor­ten la cabeza.
El pobre carpintero veía ya su cabeza en el cepo. Acudió a todos sus conocidos para pedirles consejo sobre cómo construir una torre tan alta que llegase al cielo. Pero nadie sabía cómo. Pa­saron así dos días. Al tercer día, el carpintero tuvo una idea. Fue a ver al rey y le dijo sin miedo:
-He analizado el asunto por todos lados y ahora he descu­bierto cómo hacerlo. Pero, cuando la torre esté construida, pien­so que lo mejor será que yo mismo la escale, porque será una empresa bastante peligrosa.
-Ni lo sueñes -respondió el rey. Yo mismo la escalaré. ¿A quién se le ocurre que un vulgar carpintero pueda llegar a seme­jantes alturas? Será mejor que tú me digas cómo pretendes cons­truir la torre.
El carpintero le dijo al rey lo que había decidido y el rey or­denó a todos sus súbditos, so pena de graves castigos, que lleva­sen a palacio todas las cajas y cajones que tuviesen. El carpinte­ro y sus obreros comenzaron a poner las cajas, unas encima de las otras, para llegar cada vez más alto. En poco tiempo, se cons­truljó frente al palacio real una torre muy alta que, no obstante, no llegaba al cielo. Y ya no quedaba ni siquiera una caja.
El rey ordenó, entonces, que se cortasen todos los árboles del reino, para transformarlos en tablas y en cajas. Hecho esto, el extremo de la torre llegó a perderse entre las nubes. El rey pensó que había llegado el momento de escalar la torre y co­menzó a subir, a subir, a subir hasta que llegó a la parte supe­rior. Pero aún no podía tocar la luna.
-¡Sólo falta otra caja! -gritó el rey.
Pero en todo el reino pa no quedaba una sola caja, ni un ca­jon-cito, ni siquiera un trozo de madera.
El rey estaba muy irritado por verse tan cerca de la luna y no poder tocarla. Ordenó entonces a los carpinteros que quitasen una caja de la base en la que se apoyaban las demás. Los carpinteros se miraron unos a otros dubitativos, pero ¿qué podían hacer? ¡Había que obedecer las órdenes del rey! Cuando el rey gritó de nuevo que hiciesen lo que había orde­nado, los obreros ya no vacilaron y quitaron una caja de la base de la torre.
Os podéis imaginar lo que ocurrió: la torre se derrumbó, el reg cayó desde el extremo de la torre p quedó deshecho.
Y desde aquel día, ningún rey volvió a intentar construir una torre para llegar a la luna.

Fuente: Gianni Rodari

084. anonimo (persia)

El gorrión y la astilla

Un gorrión voló hasta un árbol. Mientras se posaba en la rama, se le clavó una astilla en la patita. El gorrión acudió lamentán­dose al tahonero Alí:
-Tahonero, buen tahonero, tu mesa estará colmada de pan, tu puchero estará lleno de carne si me quitas esta astilla de la pa­tita. Tengo que ir al colegio, pero volveré muy pronto.
El tahonero Alí extrajo la astilla de la pata del gorrión y la puso en el horno. Pero más tarde, mientras estaba haciendo la lim­pieza, se le cayó en el fuego y se quemó.
Cuando el gorrión volvió del colegio, le dijo:
-Tahonero, buen tahonero, devuélveme mi astilla.
El tahonero Alí respondió:
-Es una pena, pero cuando estaba haciendo la limpieza se me cayó en el fuego y se quemó.
El gorrión se mostró muy disgustado y lo amenazó:
-Si quieres pelear, pelearemos; si quieres gritar, gritaremos; te reventaré un ojo y tú me reventarás un ojo a mí.
El tahonero Alí dijo:
-No estamos peleando, no estamos gritando, no estamos re­ventándonos los ojos. A cambio de la astilla te prepararé una buena hogaza.
El gorrión cogió la hogaza, la llevó a la cabaña de una vieja y le dijo:
-Cuídeme, buena mujer, esta hogaza, que debo ir al colegio, pero volveré muy pronto.
La vieja cogió la hogaza y pretendía guardarla, pero exhala­ba tal aroma, era tan tierna, tan apetecible, que no pudo resistir la tenta-ción y se la comió.
Cuando el gorrión volvió del colegio, le dijo:
-Buena mujer, devuélveme la hogaza.
Y la vieja dijo:
-Es una pena, pero tu hogaza exhalaba tal aroma, era tan tierna, tan apetecible, que no pude resistir la tentación y me la comí.
El pájaro se mostró muy disgustado y la amenazó:
-Si quieres pelear, pelearemos; si quieres gritar, gritaremos; te reventaré un ojo y tú me reventarás un ojo a mí.
La vieja dijo:
-No estamos peleando, no estamos gritando, no estamos re­ventándonos los ojos. A cambio de tu hogaza te daré un cabrito.
El gorrión cogió el cabrito, lo llevó a la cabaña de su tía y dijo:
-Tita, buena tita, cuídame este cabrito. Tengo que ir al cole­gio, pero volveré muy pronto.
Después se fue al colegio. Cuando volvió, dijo:
-Tía, querida tía, devuélveme mi cabrito.
Pero la tía respondió:
-Es una pena, pero se ha casado nuestra hija y hemos mata­do el cabrito para el banquete de bodas.
Entonces el gorrión cogió el tambor y los palillos, voló hasta el tejado y comenzó a cantar, acompañado por redobles de tam­bor:

Con mi cabrito mi tía a su hija ha casado,
y con las uñas un bastón ha fabricado.

Con mi cabrito mi tía a su hija ha casado,
y con los ojos un espejo ha fabricado.

Con mi cabrito mi tía a su hija ha casado,
con las orejas una cuchara ha fabricado.

Con mi cabrito mi tía a su hija ha casado,
y con su cola una escoba ha fabricado.

Con mi cabrito mi tía a su hija ha casado,
y con su piel una alfombra ha fabricado.

Con mi cabrito mi tía a su hija ha casado,
y a su sobrino ni siquiera lo ha invitado.

Y el pobre gorrión, triste por tanta ingratitud, saltó desde el tejado y se rompió el hueso del pescuezo.

084. anonimo (persia)

El astuto bajraktar


La zorra se compró una parcela de tierra y sembró maíz. Cuan­do estuvo bien alto y casi maduro llegaron el lobo, el oso y el ja­balí, echaron a la zorra y se prepararon muy orondos para co­merse, en un par de días, el maíz. A la zorra le dijeron:
-Zorra, lía tus petates y que no te veamos más por aquí; de otro modo, te haremos papilla.
La zorra lió sus petates y se fue. No se atrevía a enfrentarse al lobo, al oso y al jabalí. En el camino, se encontró con el gato montés.
-Salud, amigo -le dijo la zorra.
-Salud también a ti, amiga. ¿Qué te pasa que te veo un poco baja de moral?
-Me hacía falta verte, porque me ha ocurrido algo tremendo.
-¿Qué ha sido?
-No sé si vale la pena que te lo cuente, porque me parece que no podrás hacer nada.
-¿Y quién te ha dicho que no podré hacer nada? Cuéntame y ya veremos -dijo el gato herido en su amor propio. No soy un gato montés cualquiera, soy el gato montés Bajraktar, el astuto, el caballero sin mancha y sin miedo, no le temo a nada y cumplo lo que prometo.
La zorra se alegró de haberse encontrado con un héroe seme­jante y le contó la desgracia que le había ocurrido.
El gato se rió, dijo que no tenía importancia. Sólo le pregun­tó si junto al campo había algún árbol.
-Claro que sí. Muy cerca de allí crece un arce corpulento.
-Muy bien. Esta noche iremos a echar un vistazo -dijo el gato montés.
Por la noche, en efecto, el gato y la zorra fueron al campo. El gato trepó al arce y la zorra llamó al lobo, al oso y al jabalí.
-¿Qué quieres ahora? -le dijo el lobo a la zorra en nombre de todos. ¿Te has olvidado de que te haríamos papilla si se te ocurría volver a aparecer por aquí?
Pero la zorra respondió riendo:
-Sería mejor que pensaseis en echar a correr. ¿Sabéis quién está en aquel árbol? El astuto Bajraktar, el caballero sin mancha y sin miedo, que no le teme a nada y que cumple con todo lo que promete. Y acaba de decirme que os hará papilla si no os vais de aquí de inmediato.
En ese momento, el gato montés comenzó a maullar horri­blemente. El lobo, el oso y el jabalí se llevaron un susto tremen­do. Nunca habían oído hablar del astuto Bajraktar y les dio mu­cho miedo. Pusieron pies en polvorosa sin vacilar. La zorra le dio las gracias al gato y lo invitó a comer maíz al día siguiente. El gato aceptó la invitación y se quedó en el árbol durmiendo. La zorra se echó a dormir al pie del árbol.
El lobo, el oso y el jabalí, mientras tanto, seguían corriendo, hasta que el lobo dijo:
-Amigos, un momento. ¿Por qué escapamos? ¿Quién será ese tal astuto Bajraktar? Ni siquiera lo hemos visto, sólo lo hemos oído maullar en la copa del árbol. Tal vez era solamente un gato.
Los tres amigos se detuvieron, decidieron que se habían asus­tado por nada y que era mejor volver para observar de cerca al famoso Bajraktar, el astuto.
-Pero debemos ser prudentes -dijo el oso. Yo treparé al ár­bol para mirarlo desde arriba.
-Yo me esconderé bajo el árbol -dijo el jabalí, y lo miraré desde abajo.
-Y yo correré alrededor del árbol y lo miraré desde todos la­dos -dijo el lobo.
Una vez que llegaron al campo donde estaba la zorra, el jabalí se escondió al pie del árbol. Pero allí estaba la zorra dur­miendo: se despertó y le mordió el hocico. El oso trepó al árbol y despertó al gato. Al ver sus ojos, que brillaban en la oscuridad, se asustó tanto que cayó precisamente encima del lobo, le aplas­tó la cola y se rompió una pata.
En definitiva, todos se asustaron y echaron a correr en todas direcciones: el lobo, el oso, el jabalí, la zorra y el gato montés. Ya nadie tuvo valor para volver atrás y el maíz se lo comieron los gorriones hasta el último grano.

110. anonimo (albania)

Avellanito, el ladrón


Había una vez una vieja pareja que no tenía hijos y les habría gustado tener, al menos, uno. Preguntaron a distintas personas y, finalmente, alguien les sugirió que cogiesen una bolsita y que soplasen en ella durante veinte días y veinte noches: después de ese período, encontrarían allí dentro un niño.
Los dos viejos encontraron la bolsita, soplaron en ella du­rante veinte días y veinte noches y, finalmente, como les habían dicho, apareció allí dentro un niño. Pero como eran viejos y no habían podido soplar con mucha fuerza, el niño era pequeñísi­mo, del tamaño de una pequeña avellana. Y no creció mucho más, por lo que lo llamaron Avellanito.
Un día, el viejo le pidió a Avellanito que fuese a arar el cam­po con el buey. Avellanito se acomodó en una oreja del animal, gritó lo más que pudo y el buey comenzó a tirar del arado.
Tres ladrones, que pasaban casualmente por allí, vieron ma­ravillados un buey que araba solo el campo. Decidieron robarlo y, sin pensarlo dos veces, lo desuncieron. Pero en aquel momen­to Avella-nito saltó desde la oreja del buey. Al verlo tan pequeño, los ladrones pensaron que sería buena idea asociarlo a la banda porque, minúsculo como era, les podría resultar muy útil.
-¿Por qué no? -respondió Avellanito y aceptó la propuesta.
Los ladrones habían planeado, justamente, robar en la casa de un rico mercader. Avellanito se metió por el ojo de la cerra­dura de la puerta de entrada, la abrió desde dentro y sus compa­ñeros pudieron llevarse todo lo que cayó en sus manos.
Avellanito se convirtió en poco tiempo en el jefe de la ban­da, porque nadie lograba hacerlo mejor que él.
Una noche, Avellanito y su banda entraron en una pequeña fábrica. En la mesa había un cuenco con mantequilla fresca. La mantequilla fresca era la debilidad de Avellanito. No pudo re­sistir y trepó hasta el borde del cuenco. Pero perdió el equilibrio y se cayó dentro del recipiente.
Sus gritos despertaron al campesino que dormía en el piso de arriba. El hombre bajó a la carrera y lo sacó del cuenco justo en el último instante, cuando parecía que todo había terminado para él.
Aquel campesino no era otro que el viejo padre de Avellani­to, quien lo había mandado hacía mucho tiempo a arar el cam­po y ya pensaba que no volvería a verlo nunca más.
Avellanito se dio cuenta de que ser pequeño tenía sus venta­jas, pero también sus riesgos. Comprendió que ayudar a sus vie­jos padres en el trabajo del campo era mucho más seguro que vi­vir del robo, y así vivieron los tres juntos durante muchos años.

Fuente: Gianni Rodari

110. anonimo (albania)