Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 26 de julio de 2012

La mata de albahaca .003

Ésta era una mujer que tenía tres hijas. Y tenían en el jardín una mata de albahaca y cada día salía una de las hermanas a regarla.
Un día salió a regar la mata de albahaca la hija mayor. Y cuando estaba regándola, pasó por allí el hijo del rey y le dijo:

-Señorita que riega la albahaca,
¿cuántas hojas tiene la mata?

Y como no pudo responder se fué el hijo del rey para su palacio.
Y al día siguiente pasó otra vez el hijo del rey por la casa y salió la hermana segunda a regar la albahaca, y él la hizo la misma pregunta:

-Señorita que riega la albahaca,
¿cuántas hojas tiene la mata?

Tampoco supo responder y el hijo del rey se fué para su palacio.
Y el tercer día, cuando volvió el hijo del rey a pasar por la casa, la hermana menor salió a regar la albahaca, y él la hizo la misma pregunta que a las otras:

-Señorita que riega la albahaca,
¿cuántas hojas tiene la mata?

Y ella le respondió:

-Señorito aventurero,
¿cuántas estrellas tiene el cielo?

Y como el hijo del rey no supo responder a esta pregunta, se fué para su palacio muy averganzao.
Y entonces el hijo del rey, como estaba muy aver­gonzao de ver que no había podido responder a la pregunta de la hermana menor, se metió a encajero y salió vendiendo encajes por todas partes. Y llegó a la casa donde vivían las tres hermanas y salieron a ver qué vendía. Y la hermana merior escogió por fin una puntilla y le dijo al encajero:
-¿Cuánto quiere usted por esta puntilla?
Y él le dijo:
-Por esa puntilla un beso.
Y ella le dió el beso y se quedó con la puntilla.
Y otro día volvió el hijo del rey corno antes a la casa de las tres hermanas. Y salió la hermana mayor a regar la albahaca y él la preguntó otra vez:

-Señorita que riega la albahaca,
¿cuántas hojas tiene la mata?

Y ella no supo responder y él se fué para su pa­lacio.
Y al día siguiente volvió y salió la hermana segun­da a regar la albahaca, y el hijo del rey la preguntó como antes:

-Señorita que riega la albahaca,
¿cuántas hojas tiene la mata?

Y ella no supo responder, como la vez primera.
Y vino otro día el hijo del rey por la casa y salió la hermana menor a regar la albahaca, y la preguntó como antes:

-Señorita que riega la albahaca,
¿cuántas hojas tiene la mata?

Y ella le respondió como la vez primera:

-Señorito aventurero,
¿cuántas estrellas tiene el cielo?

Y a eso le preguntó él:

-Y el beso del encajero,
¿estuvo malo o estuvo bueno?

Y como ella no supo responder se metió en la casa avergonzada.
Pero pocos dias después se puso malo el hijo del rey y no había médico que lo pudiera curar. Y fué la hermana menor y se vistió de médico. Fué al pa­lacio del rey de médico superior, mucho superior, y le dijo al rey:
-Yo vengo, señor rey, a curar a su hijo.
Y la dejaron entrar y consultó con los otros mé­dicos y dijo:
-Pa que sane el príncipe hay que meterle un nabo en el c.
Conque bueno, que le metieron el nabo en el c y el hijo se puso bueno.
Y cuando ya estaba bueno, salió el hijo del rey otra vez a paseo y pasó por la casa de las tres her­manas otra vez. Y salió como de costumbre la her­mana mayor a regar la albahaca, y él la preguntó de nuevo:          

-Señorita que riega la albahaca,   
¿cuántas hojas tiene la mata?      

Y ella, como antes, no supo responder.   
Y otro día salió la hermana segunda a regar la albahaca, y la hizo el hijo del rey la pregunta de siempre:      
                  
-Señorita que riega la albahaca,   
¿cuántas hojas tiene la mata?      

Y tampoco supo responder.
Y el tercer día, cuando pasó el hijo del rey por la casa, salió la hermana menor a regar la albahaca, y él la preguntó como lo había hecho antes:

-Señorita que riega la albahaca,
¿cuántas hojas tiene la mata?

Y ella le respondió como antes:

-Señorito aventurero,
¿cuántas estrellas tiene el cielo?

Y entonces el hijo del rey creyó que iba a salirse con la suya como antes y la preguntó:

-Y el beso del encajero,
¿estuvo malo o estuvo bueno?

Pero se engañó el hijo del rey, porque apenas había él preguntado eso de antes, cuando ella le preguntó:

-Y el nabo por el c,
¿estaba blando o estaba duro?

Y entonces el hijo del rey comprendió que ella ha­bía sido la que le había metido el nabo por el c. Y como estaba muy enamorao de ella y ella también estaba enamorada de él, en seguida se casaron.

5. Cuento popular

Fuente: Aurelio M Espinosa



003. España

La mariposita .003

Esto era una mariposita que estaba barriendo alegremente la puerta de su casa y se encontró un centimito.
Y empezó a pensar: «¿En qué me lo gastaré? ¿En qué me lo gastaré? ¿En caramelitos? No, no, que me llamarán golosa. ¿En almendritas? No, no, que me llamarán tragona».
Y así siguió hasta que, de pronto, dijo:
‑¡Ya sé! Me compraré un lacito para el pelo y estaré linda y hermosa.
Se compró el lacito, se lo puso en el pelo y, linda y hermosa, se puso a la puerta por ver si encontraba novio. Entonces llegó un perro y le dijo:
‑Huy, mariposita, qué reguapa estás.
‑Hago yo muy bien, que tú no me lo das ‑repuso ella.
‑Mariposita, ¿te quieres casar conmigo?
‑Y cuando tengamos hijitos, ¿cómo los llamarás?
‑Guau, guau ‑ladró el perro.
‑Ay, no, entonces no, que me los morderás.
Se fue el perro y al rato llegó un gato, y le dijo:
‑Huy, mariposita, qué reguapa estás.
‑Hago yo muy bien, que tú no me lo das.
‑Mariposita, ¿te quieres casar conmigo?
‑Y cuando tengamos hijitos, ¿cómo los llamarás?
‑Miau, miau ‑maulló el gato.
‑Ay, no, entonces no, que me los arañarás.
Se fue el gato y a continuación llegó un ratón, y le dijo:
‑Huy, mariposita, qué reguapa estás.
‑Hago yo muy bien, que tú no me lo das.
‑Mariposita, ¿te quieres casar conmigo?
‑Y cuando tengamos hijitos, ¿cómo los llamarás?
‑Iii, iii ‑chilló bajito el ratón.
‑Ay, sí, porque así me los arrullarás.
Y fueron y se casaron la mariposita y el ratón, ella vestida de blanco y él con levita gris. Como se casaron en sábado, a la mañana siguiente, que era domingo, la mariposita dejó al ratoncito en la cama y le dijo:
‑Me voy a misa. Tú no te levantes, no sea que te coma el gato; y no te asomes a la olla, no te vayas a caer dentro.
La mariposita se marchó y el ratoncito se quedó. Y estaba tan a gusto en la cama, pero luego pensó: «Voy a vigilar la olla, no vaya a ser que se queme la comida».

Llegó a la olla, se encaramó en ella, abrió la tapa y izas! se cayó dentro. La mariposita volvió de misa y no encontraba a su ratoncito.
‑Ratoncito Pérez, ¿dónde estás?
Y nada, que no aparecía. Al final se cansó de buscarle y se fue a comer y, claro, al abrir la olla, allí estaba el ratoncito cocido. Y la mariposita se fue a la puerta de su casa y se puso a llorar.
‑Ay, que mi ratoncito se cayó a la olla y su mariposita le gime y le llora. Pasó volando un pajarillo, y le preguntó:
‑¿Por qué lloras, mariposita?
‑Porque el ratoncito se cayó a la olla y su mariposita le gime y le llora.
Y dijo el pájaro:
‑Pues yo, como pajarito, me corto el piquito.
E iba volando sin piquito y le vio una paloma, que le preguntó:
‑Pajarito, ¿cómo vienes sin piquito?
‑Porque el ratoncito cayó a la olla, la maripo-sita le gime y le llora, y yo, como pajarito, me corté el piquito.
Y dijo la paloma:
‑Pues yo, como palomita, me corto la colita.
Se fue la paloma volando hasta el palomar. Y le dijo el palomar:
‑Palomita, ¿cómo vienes sin colita?
‑Porque el ratoncito se cayó a la olla, la mariposita le gime y le llora, el pajarito se cortó el piquito, y yo, como palomita, me corté la colita.
‑Pues yo, como palomar, me echo a rodar.
Echó a rodar y a rodar y a rodar y tanto rodó que al río llegó; y le dijo el no:
‑Palomar, ¿cómo vienes tan rodando?
‑Porque el ratoncito se cayó a la olla, la mariposita le gime y le llora, el pajarito se cortó el piquito, la palomita se cortó la colita, y yo, como palomar, me eché a rodar.
‑Pues yo, como río, me seco y no crío.
Conque se secó y no crió. Entonces llegaron a la orilla las doncellas del rey con sus cantaritas para coger el agua del río. Y le dijeron:
‑Río, ¿cómo no traes agua?
‑Porque el ratoncito se cayó a la olla, la mariposita le gime y le llora, el pajarito se cortó el piquito, la palomita se cortó la colita, el palomar se echó a rodar, y yo, como río, me seco y no crío.
‑Pues nosotras, como doncellitas, rompemos nuestras cantaritas.
Clán. Rompieron sus cantaritas y volvieron al palacio sin cantaritas. Y el rey, que lo vio, les dijo:
‑Doncellitas, ¿por qué no traéis las cantaritas?
‑Porque el ratoncito se cayó a la olla, la mariposita le gime y le llora, el pajarito se cortó el piquito, la palomita se cortó la colita, el palomar se echó a rodar, el río se secó y no crió, y nosotras, como doncellitas, rompimos nuestras cantaritas.
‑Pues yo, como rey, me echo a correr.
Se echó a correr y corrió y corrió y corrió y al final llegó donde un fraile, que le dijo:
‑Rey, ¿cómo vienes tan corriendo?
‑Porque el ratoncito se cayó a la olla, la mariposita le gime y le llora, el pajarito se cortó el piquito, la palomita se cortó la colita, el palomar se echó a rodar, el río se secó y no crió, mis doncellitas rompieron sus cantaritas, y yo, como rey, me echo a correr.
Y dijo el otro:
‑Pues yo, como fraile, me cojo las castañuelas y me voy al baile.

003. anonimo (españa)

La joven maría y el príncipe lagarto


Érase una vez un rey y una reina que no conseguían tener descendencia. Esto los tenía muy preocupados y una vez la reina, en un ataque de ira porque Dios no les daba un hijo, le pidió a Dios que le diera un hijo aunque fuera un lagarto. Y Dios, para castigarla, le dio un hijo lagarto.
Cuando el hijo lagarto nació, le buscaron un ama de cría, pero sucedió que en pocos días el lagarto le había comido los pechos, de manera que buscaron una segunda y con ésta ocurrió lo mismo que con la primera. La noticia se extendió por el reino y nadie quería criar al hijo lagarto.
Había una muchacha que se llamaba María y que vivía con sus dos hermanas mayores y esta muchacha se ofreció a amamantar al hijo lagarto. E hizo que le construyeran dos pechos de hierro y que se los llenaran de leche por la espalda. Y de esta manera crió al lagarto.
Cuando el lagarto se hizo mayor, le dijo a su madre la reina que se quería casar. La reina decidió consultar con María para buscarle novia y resultó que la hermana mayor de María dijo que se casaría con él. La reina quedó tan contenta, y al día siguiente se casaron. A la noche de ese día, el lagarto le dijo a la hermana mayor que se acostara primero y lo esperase hasta las doce, que no se durmiera sino que estuviese bien despierta para que le sacara del encanta­miento. La novia se acostó y esperó y esperó, pero al rato se aburrió y se que­dó dormida y así la encontró el lagarto. Y cuando se echó sobre ella, la mató.
No mucho tiempo después, el lagarto volvió a hablar con su madre y le di­jo que se quería volver a casar. La reina preguntó entonces a la hermana se­gunda de María si aceptaba casarse con su hijo lagarto y ella le dijo que sí. De modo que se casaron y, al ir a acostarse esa noche, el lagarto le explicó lo mis­mo que a su hermana mayor: le dijo que no se durmiera y que le esperase has­ta las doce de la noche, pero la hermana, que no debía de haber dormido en una cama tan buena en su vida, así que se echó en ella se quedó dormida. Y cuando el lagarto vino a buscarla la encontró dormida. Y cuando se echó so­bre ella, la mató.
Pasó otro poco de tiempo y el lagarto quiso casarse por tercera vez. Lo que pasa es que se sabía en todo el reino lo sucedido a las dos hermanas y nadie quería casarse con el lagarto. Entonces el lagarto le dijo a la reina que con quien quería casarse era con María, la que le había criado. La reina se fue a ver a María para decirle lo que quería su hijo, pero ella dijo que ni hablar, que no se casaba con él. La reina insistió e insistió y le dijo que su hijo estaba en­cantado y que sólo podía desencantarlo la mujer que se casara con él; y le di­jo también la reina que ella la ayudaría en la noche de bodas; en fin, que con unas y otras razones consiguió que María aceptara casarse con su hijo.
Se casaron y al llegar la noche el lagarto le dijo a María que fuera a acos­tarse ella primero, le esperase despierta hasta las doce, en que llegaría él, y tu­viera buen cuidado de no dormirse. María fue y se acostó y en la cama se fro­tó los ojos con unas guindillas que le había dado la reina y los ojos le picaban que no se podía dormir. Y en esto dieron las doce, apareció el lagarto y la en­contró despierta.
Entonces se quitó la piel de lagarto y apareció en su lugar un apuesto prín­cipe, que se acostó con su mujer. Dejó la piel de lagarto en una silla y le ad­virtió a María que ni siquiera la tocara, porque si la tocaba no lograría desen­cantarse.
A la mañana siguiente, el príncipe se vistió la piel de lagarto y salió de la habitación convertido en lagarto. La reina, que vio esto y vio que la novia es­taba viva, se fue a ella en seguida para preguntarle cómo era el lagarto de no­che y María se lo contó todo. Entonces la reina le dijo que quería ver a su hi­jo sin la piel de lagarto y que dejara esa noche la puerta de la alcoba entreabierta para que ella pudiese verlo.
A la noche siguiente ocurrió como en la anterior. La novia había dejado la puerta entre-abierta para la reina. La reina vino y se acercó al lecho donde dormían y pudo ver a su hijo como hombre. Entonces reparó en que de la silla colgaba la piel de lagarto, y la cogió y la quemó.
Cuando se levantó al otro día, el príncipe vio que no estaba su camisa de lagarto y le dijo a María que el encantamiento era ahora más fuerte que antes y que tenía que irse al castillo de Irás y No Volverás; que ella, para romper el encanta-miento, tendría que ir a buscarle hasta allá y que no lo podría encontrar hasta que hubiera gastado un par de zapatos de hierro. Y lo mismo del niño del que estaba embarazada.
Unos meses después de irse él, María dio a luz un niño. Esperó a que se hiciera lo suficiente-mente grande como para caminar mucho y cuando esto sucedió, compró un par de zapatos de hierro para ella y otro para su hijo, y se fueron por esos mundos a buscar el castillo de Irás y No Volverás.
Anduvieron y anduvieron y los zapatos se iban gastando poco a poco y, por fin, después de muchísimo tiempo, comprobaron que ya se estaban gastando del todo. Entonces vieron a los lejos un castillo y decidieron acercarse a él, a ver qué era. Cuando se acercaban al castillo, les salió al paso una viejecilla que le regaló a María tres nueces y le dijo que las partiera si se viese en alguna necesidad. Llegaron al castillo y llamaron a la puerta. Y salió un águila imponente, que les preguntó qué deseaban.
‑Buscamos el castillo de Irás y No Volverás y quizá usted pueda indicarnos el camino.
Y le contestó el águila:
‑Éste es el castillo de las águilas. Esperad aquí a que vuelva el águila real, que es la que vuela más alto y más lejos, y quizá ella pueda deciros dónde está lo que buscáis.
Esperaron mucho tiempo, y aprovecharon para descansar un poco. Por fin llegó el águila real, y les dijo:
‑¡Ah, el castillo de Irás y No Volverás! ¡Precisamente vengo de allí, pues se ha celebrado la boda de un príncipe encantado en el castillo! Subid en mis alas y os llevaré.
Y tal como dijo, los puso en la puerta del castillo.
María vio que los zapatos se les habían gastado del todo y supo que aquel era el castillo de Irás y No Volverás. Entonces partió una de las nueces que le había dado la viejecilla y de ella salió una rueca tan preciosa como no se había visto igual. Una criada de la novia la vio y fue corriendo a decírselo a su señora.
‑¡Ay, señora, si viera usted una rueca que tiene una pobre ahí en la puerta!
Fue la novia a ver la rueca acompañada de la criada y al verla exclamó:
‑¡Qué maravilla es esta rueca! ¿Cuánto quiere usted por ella, señora?
Y María contestó:
‑No quiero nada, señora. Sólo que me deje usted dormir esta noche con su novio.
Y contestó la novia:
‑¡Qué cosas dice usted, señora! ¿Cómo voy a dejarla dormir con mi marido, que hoy me he casado con él?
Pero la criada le dijo a su ama en voz baja:
‑Ande, déjela, que no hay rueca más preciosa que ésa. Al príncipe le daremos unas adormideras y así no pasa nada.
Consintió la novia y llevaron al novio a la cama, pero antes le habían dado unas adormide-ras mezcladas con la cena. El príncipe se durmió nada más acostarse. Y fue María con su niño y se acostó con el príncipe; y le decía:
‑Mira que yo soy María, tu mujer, a la que tanto quieres y que tanto te quiere, y te traigo a tu hijo también.
Se lo repitió una y otra vez, pero el príncipe estaba tan dormido que no se enteró de nada. Y a la mañana siguiente, María y su hijo se fueron.
Al día siguiente, María se puso otra vez a la puerta del castillo, partió la segunda nuez y de ella salió un huso, que era pareja de la rueca y tan precioso como ella. Y la criada de la novia, que merodeaba por allí, vio el huso, se fue corriendo a buscar a su ama y le dijo:
‑¡Ay, si viera el huso que trae esta vez esa pobre!
Fue la novia y dijo:
‑Pero ¡qué huso tan maravilloso! ¿Cuánto quiere usted por él?
Y María contestó:
‑No quiero dinero, señora. Se lo doy a usted si me deja dormir con su novio esta noche.
Y la novia protestó:
‑¡Eso no puede ser! ¡Todas las noches quiere dormir usted con mi marido! Pues ¿cuándo voy a dormir yo con él?
Y la criada volvió a decirle en voz baja:
‑Ande, déjela, que haremos como la otra vez. Le damos las adormideras al príncipe y no pasa nada, y usted se queda con el huso.
Volvió a consentir la novia y se acostaron otra vez el príncipe y María. Y María empezó a decirle:
‑Mira que yo soy María, tu mujer, a la que tanto quieres y que tanto te quiere, y te traigo a tu hijo también.
El príncipe estaba dormido por las adormide-ras que le habían dado y no se enteró de nada. Y a la mañana siguiente se fue María con su hijo.
Volvió a ponerse a la puerta del castillo y partió la tercera nuez que la viejecilla le había dado. De ella salió un soberbio ovillo de hilo de oro purísimo. Lo vio la criada y corrió de nuevo a casa de su ama a decirle:
‑¡Ay, si viera esta vez el ovillo de oro que tiene la pobre!
Acudió la novia y nada más verlo exclamó:
‑¡Qué maravilla de ovillo tiene usted! ¿Cuánto quiere por él?
‑Señora, no quiero dinero ‑respondió María. Sólo que me deje dormir con su marido esta noche y se lo queda usted.
Y la novia dijo:
‑No pida imposibles, señora, que usted ha dormido ya dos noches con mi marido, y yo todavía ninguna.
Y le dijo la criada:
‑Vea usted que en esas dos noches no ha pasado nada. Déjela una noche más y se queda con el ovillo.
Consintió la novia por última vez y María se fue a dormir con el príncipe.
Pero la noche anterior, un criado estuvo escuchando lo que decía María cuando estaba acostada junto al príncipe y se lo había contado. Así que el príncipe, esta noche, hizo como que se tomaba su cena con las adormideras, pero las iba echando a un lado sin que nadie se diera cuenta. Y llegaron a la alcoba a acostarse y María, en la misma puerta, por que no se le durmiese, le dijo:
‑Mira que yo soy María, tu mujer, a la que tanto quieres y que tanto te quiere, y te traigo a tu hijo también.
El príncipe, que estaba bien despierto, oyó sus palabras y la reconoció y la abrazó y luego abrazó a su hijo, al que no conocía, y vio sus zapatos de hierro completamente gastados y les dijo que ahora sí estaba desencantado para siempre y que a la mañana siguiente volvían a su hogar.
A la mañana, se levantaron los tres juntos y el príncipe reunió a la gente del castillo y les dijo:
-Si ustedes tuvieran una llave y se les perdiera y no la pudieran hallar e hicieran otra llave, y después de un tiempo encontraran la llave perdida ¿con cuál de ellas se quedarían, con la primera o con la segunda?
Todos los presentes, oído esto, estuvieron en seguida de acuerdo y dijeron:
‑Con la primera.
Y él les dijo entonces:
‑Pues he ahí lo que me ha ocurrido. Yo me casé con esta mujer que aquí veis y que se llama María y con ella tengo un hijo que aquí veis también. Pero, por arte del encantamiento que yo tenía, la perdí y no supe más de ella y no vi nacer a mi hijo. Ahora me he casado con otra, pero ha venido la primera y con ella me tengo que ir.
Luego se volvió al padre de la novia y le dijo:
‑Aquí tiene usted a su hija tal como me la entregó, que no la he tocado.
Y, sin más, volvió con María y con su hijo al palacio de sus padres.

003. anonimo (españa)

La hija enterrada


Un rey tenía una única hija, a la que mimaba y quería por encima de todo. Vivían los dos en un hermoso palacio por el que un día acertó a pasar una gi­tana que pedía limosna. El rey no quiso dejarla entrar, pero la princesa, que era de buen corazón, la dejó pasar al palacio. Y la gitana no era tal, sino una bruja.
La gitana estaba en el palacio y un día miró mal a la princesa y la embru­jó. La muchacha se puso mala desde ese mismo momento y empezó a des­mejorar, tanto que su padre se preocupó muy seriamente y, temiendo que aquello tuviera que ver con la gitana, la echó del palacio. Y un día, la prince­sa, que seguía desmejorando, llamó a su padre y le dijo:
‑Padre, si yo me muero, haz que me entierren en la capilla del palacio y cada noche te ocuparás de que me pongan un centinela, que no debe faltarme jamás, ninguna noche.
El rey, que la quería tanto, le dijo:
‑Tú no te has de morir hasta dentro de muchos años.
Y ella insistió:
‑Sea como sea, no te olvides de lo que me has prometido.
La princesa, después de esta conversación, siguió empeorando día a día hasta que, al fin, murió.
El rey estaba desconsolado y nada podía aliviar su dolor, pero, en medio de él, no olvidó la promesa que le hizo a su hija y ordenó que esa misma no­che hiciera guardia el primer centinela.
Así se hizo, y la primera noche la princesa salió de su sepultura a las do­ce en punto, cogió al centinela, lo mató y lo metió en el mismo sepulcro del que había salido. Después anduvo deambulando por la iglesia hasta que se anunció el amanecer y entonces regresó a su sepultura.
A la mañana siguiente, cuando vinieron a relevar al centinela, descubrie­ron que éste no se encontraba en ninguna parte. Entonces el rey se quedó preocupado pensando que el centinela había ido a hacer guardia a otro lugar, sin duda equivocado, y que con esto había faltado a la promesa que hizo a su hija. De manera que a la noche siguiente mandó al capitán de su guardia a ase­gurarse de que, esta vez, el centinela se situaba donde debía.
Pero a la mañana siguiente, cuando fueron a buscarle, vieron que había de­saparecido como el anterior, pues no se veía rastro alguno de él. Y así volvió a suceder las dos noches siguientes.
Después de todo esto, se corrió la voz entre los soldados del rey y ningu­no quería ir a hacer guardia en la sepultura de la princesa muerta. Entonces el rey decidió que los soldados acudirían por sorteo, y al que le tocaba, ése tenía que ir.
Conque hicieron el sorteo y le tocó a uno y éste pensó para sus adentros: «Pues yo sí que no voy y lo que haré será desertar y echarme al camino». Y dicho y hecho: se fue camino adelan-te con ánimo de no volver a servir al rey. E iba caminando cuando le salió al paso un viejo que le dijo:
‑¿Dónde vas tú por aquí?
Y le dijo el soldado:
‑Pues mire usted, le voy a ser claro: me voy porque la hija del rey ha muerto, la han enterrado en la iglesia y ahora el padre le pone un centinela todas las noches; cuando por la mañana vienen a relevarlo se encuentran que el centinela no está ni aparece por parte alguna, y yo tengo miedo y no quiero hacer de centinela, porque han hecho sorteo y esta noche me ha tocado a mí.
El viejo le dijo entonces:
‑Nada de eso, que lo que vas a hacer es volver de inmediato y atender muy bien a lo que yo te diga que debes hacer. Hazme caso y habrás hecho tu fortuna.
Y decía el soldado:
‑No, que si le hago caso me pierdo.
E insistió el viejo:
‑Calla y escucha lo que te voy a decir: vuelve al palacio y esta noche, cuando vayas a hacer guardia en la tumba de la princesa, espera a que falte media hora para las doce y te escondes detrás del sagrario y te quedas allí oculto y sin decir una sola palabra por mucho que veas. Entonces ella saldrá del sepulcro echando fuego por los ojos y la boca y, al ver que no estás, maldecirá a su padre por no haber puesto allí un centinela.
Y le siguió explicando y al final le dijo:
‑Haz como te digo y lograrás tu felicidad.
A regañadientes, el soldado volvió al palacio y ocupó su puesto y, cuando llegó la hora, lo llevaron, lo metieron en la iglesia donde estaba sepultada la princesa, echaron la llave por fuera y lo dejaron allí. Y allí se quedó el pobre soldado, muerto de miedo.
Cuando vio que faltaba media hora para las doce, subió al altar, se puso detrás del sagrario y esperó. Y a las doce en punto, como todas las noches, salió la princesa de la sepultura echando fuego por la boca y por los ojos, como había dicho el viejo. Salió y empezó a buscar por la iglesia, porque estaba buscando al centinela, y como no lo encontrara empezó a decir:
‑Maldito sea mi padre, que me dio promesa de mandar un centinela cada noche y no ha hecho lo que me prometió.
Y la princesa siguió recorriendo la iglesia con ayes y lamentos y entonces el soldado, cuando vio que ella se alejaba, hizo como le había dicho el viejo, corrió a la sepultura y se tumbó en ella boca abajo. Apenas lo hizo cuando vi­no ella y, en cuanto lo vio, empezó a pellizcarle y a pincharle con un alfiler diciéndole:
‑¡Levanta, levanta, levanta!
El soldado dejó que dijera esto tres veces y esperó; y entonces ella le gri­tó esta vez:
‑¡Levanta si eres cristiano!
Y en cuanto el soldado escuchó esto, se levantó de un salto, porque así le había indicado el viejo que lo hiciera. Y apenas se hubo puesto frente a ella, empezó a disminuir el fuego que traía en los ojos y la boca hasta desaparecer por completo. Entonces la princesa se abrazó al soldado y le dijo:
‑¡Ay, centinela, que has sido mi salvación!
Y él le confesó:
‑Pues bien asustado que he estado yo.
Y le dijo ella:
‑Y no te hago el daño que hice a los otros pobres centinelas que vinieron antes que tú, que murieron por no hacer lo que tú has hecho.
Y allí mismo se sentaron, en uno de los bancos de la iglesia, hablando has­ta el amanecer, en que vinieron a relevar al centinela y se encontraron con que estaba vivo y la princesa también. Así que fueron corriendo a avisar al rey con la noticia de tal suceso y éste vino con todas las autorida-des de su reino y la corte y vieron que era cierto lo que les anunciaron y entonces sacaron a la pa­reja del recinto y los llevaron al palacio. Y dijo el rey, tan feliz de haber re­cuperado a su hija:
‑En premio por haber desembrujado a mi hija, te casarás con ella ‑y a ella le pareció bien y les echaron las bendiciones y luego tuvieron hijos y vivie­ron para siempre en el palacio.

003. anonimo (españa)

La gata mojigata

¿Quieres una historia corta y mojigata?
Yo sé una de una gata
que estiraba la cola hasta el hocico
y a mí me preguntaba:
-Oye, chico,
¿quieres una historia corta y mojigata?
Yo sé una de una gata
que estiraba la cola hasta el hocico
y a mí me preguntaba:
-Oye, chico,
¿quieres una historia corta y mojigata?
Yo sé una de una gata
que estiraba la cola hasta el hocico
y a mí me preguntaba:
-Oye, chico,
¿quieres una historia corta y mojigata?
Yo sé una de una...

003. anonimo (españa)

La gallina y el rey

Había una vez una gallina, blanca como la nieve, con una cresta que parecía de oro puro q que brillaba como el sol de mediodía. La gallina, a decir verdad, estaba mug pagada de sí misma por su belleza y pensaba que sólo un rey era digno de convertirse en su esposo.
Un día, mientras escarbaba en un montón de desperdicios, encontró un diamante grande y más resplandeciente que la luz del sol. Al verlo, la gallina se sintió feliz:
«Lo llevaré a palacio, se lo entregaré al rey, que, cuando me vea, se enamorará inmediatamente de mí y me pedirá como es­posa».
La gallina preparó un canastillo de hierba muy pequeño, pero gracioso y elegante. Guardó allí el diamante, se colgó el ca­nastillo del cuello y se dirigió a palacio.
Cuando los otros animales vieron a la gallina de la cresta re­luciente como el oro dispuesta a salir de viaje, acudieron a ad­mirarla y le preguntaron:

¿Adónde vas, de todas la más bella,
con tu cresta que parece una estrella?

Y la gallina respondió orgullosa:

Al rey esta joya llevaré
y mañana reina seré.

Todos los animales, del primero al último, se inclinaron con respeto ante su compañera y le desearon buen viaje y buena suerte en su cometido. Todos esperaban que llegase a ser reina, menos el malvado lobo. Éste salió de lo profundo de la selva, que incluso en pleno día está oscura como si fuese de noche, se interpuso en su camino y gritó con voz ronca:

¿Adónde vas, gallina sin pareja,
que no eres mejor que una corneja?

La gallina respondió amablemente:

Al rey esta joya llevaré
y mañana reina seré.

El lobo repuso aullando con voz aún más ronca:

¡A fe mía, no te casarás,
en mis fauces acabarás!

Pero la gallina sacó deprisa el diamante del canastillo y se lo mostró al lobo. En cuanto miró la piedra, el lobo se volvió pe­queño, cada vez más pequeño, hasta ser poco más grande que una pulga. La gallina lo guardó enseguida en el canastillo y si­guió su camino. Al atravesar el bosque, se encontró con un árbol enorme, tan alto que casi tocaba el cielo con sus ramas, tan grue­so que no habrían podido rodearlo con sus brazos cien hombres juntos. Era el rey de las encinas, que pronto comenzó a gritar con voz semejante al trueno:

¿Adónde vas, gallina sin pareja,
que no eres mejor que una corneja?

Y la gallina respondió amablemente:
Al rey esta joya llevaré y mañana reina seré.

Y la encina repuso con voz aún más atronadora:

¡A fe mía, no te casarás,
bajo mis ramas acabarás!

Pero la gallina cogió deprisa del canastillo el diamante y se lo mostró al rey de las encinas. En cuanto el rey de las encinas miró la piedra, se volvió pequeño, cada vez más pequeño, hasta ser poco más grande que una brizna de hierba. La gallina lo guardó enseguida en el canastillo y retomó su camino sin titu­bear. Poco después se encontró con un río torrentoso y no había ni barcas ni puentes para cruzarlo. La gallina se detuvo y dijo:

Río, amable río, déjame pasar,
que con el rey me debo casar.

Pero el río se puso más furioso que nunca y dijo:

¡No me puedo detener ni un instante:
el mar todavía está distante!

La gallina extrajo entonces del canastillo el diamante y se lo mostró al río, que, en cuanto miró la piedra, se volvió pequeño, cada vez más pequeño, hasta hacerse poco más grande que una gota de rocío. La gallina lo cogió con el pico y lo guardó en el canastillo, retomando pronto su camino hacia el palacio del rey.
Después de siete días y siete noches de andar sin descanso, la gallina llegó finalmente a palacio. Intentó entrar, pero la de­tuvo un guardián que pretendía hacerla desandar el camino. La gallina sacó entonces el diamante del canastillo y se lo mostró al guardián diciendo:

Al rey esta joya llevaré
y mañana reina seré.

Y el guardián la dejó entrar inmediatamente. En medio del aposento real, la gallinita se encontró con el paje del rey, a quien no impresionó en absoluto la blancura de sus plumas ni el es­plendor de su cresta de oro. Pensó que era una de las gallinas del rey que se había escapado del gallinero, y ordenó a un sirviente que la atrapase y la encerrase otra vez. Pero la gallina protestó:

Al rey esta joya llevaré
y mañana reina seré.

El paje cogió el diamante y se lo llevó al rey:
-¿Quién me envía esta joya preciosa? -preguntó el rey.
-Una ridícula gallina, Majestad -respondió el paje.
-Decidle que se la agradezco de corazón y llevadla al galli­nero del que ha salido.
Los sirvientes cogieron a la gallina p la encerraron junto con las otras. En cuanto la vieron, los gallos y las gallinas del galli­nero real se abalanzaron sobre la recién llegada a picotazos. Pero la gallinita, acordándose del lobo, lo llamó presurosa:

¡Sácame, lobo, de este espantoso sitio,
si quieres que yo te libere del hechizo!

En cuanto dijo estas palabras, el lobo saltó fuera del canas­tillo, tan grande como era antes, y se arrojó contra gallos y ga­llinas. Y en menos que canta un gallo, resolvió el litigio dejando viva solamente a la gallina de la cresta de oro.
Comenzaba a amanecer cuando la gallina corrió hacia el palacio y se puso a andar de aquí para allá con empaque por los aposentos del rey. Los sirvientes la vieron y acudieron a advertir al rey de que la gallina se había escapado de nuevo del gallinero.
El rey montó en cólera y dijo:
-¡Por esta insolencia, que la lleven al calabozo!
Los sirvientes obedecieron y encerraron a la pobre gallinita en la celda más oscura de la prisión.
La prisión tenía muros tan altos y gruesos como siete ca­rruajes puestos uno al lado del otro, y la celda era tan angosta que a duras penas la gallina lograba moverse, y tan oscura que parecía ser siempre de noche.
La prisionera, entonces, sacó de su canastillo la brizna de hierba y dijo:

¡Vuelve a ser, querida encina, la que eras
para librarme de esta oscura celda!

La encina recuperó de inmediato sus raíces y comenzó a cre­cer tan deprisa que, en un abrir y cerrar de ojos, se volvió más alta que la más alta torre, haciendo que se derrumbasen los mu­ros de la prisión y la mitad del propio palacio.
Cuando el rey se dio cuenta de lo que había ocurrido, fue una vez más presa de cólera y ordenó que metiesen a la gallinita en un horno. Justo había uno encendido en ese momento, por­que los cocineros estaban horneando una hogaza para el desa­yuno del rey.
Los sirvientes atraparon a la gallina y la metieron en el hor­no abierto. Entonces la pobre sacó de su canastillo la gota de ro­cío y dijo:

¡Sácame, río, de este espantoso sitio,
si quieres que yo te libere del hechizo!

E inmediatamente la gota de rocío comenzó a crecer hasta que se transformó en un tempestuoso torrente que apagó el fue­go, inundó todo el palacio real y empujó cuanto encontraba a su paso arrastrándolo hacia el mar.
El rey logró salvarse a duras penas. Y como no podía hacer nada contra la gallina pensó que lo mejor era casarse con ella.
La boda se celebró con gran pompa y los dos vivieron du­rante muchos años juntos, felices y contentos. Tuvieron también numerosos hijos, porque la gallinita ponía un huevo al día y to­dos los varoncitos llegaron a convertirse en reyes.

Fuente: Gianni Rodari

003. anonimo (españa)

La gaita que hacia bailar a todos

Había un hombre que tenía tres hijos. Los dos mayores eran de lo más listos y siempre estaban haciendo burla del pequeño. Un día dijo el padre:
‑Ya que este hijo mío no sirve para nada, que todo el día le están haciendo burla, voy a ponerlo de pastor a ver si se espabila.
El chico se hizo pastor y ya llevaba un año guardando cabras cuando un día se encontró con una vieja que le dijo:
‑Muchacho, ¿qué haces tú aquí, siempre guardando las cabras?
Y le dijo el chico:
‑Pues nada, que mis hermanos se ríen de mí y mi padre me puso de pastor.
‑Y ¿qué tal te va de pastor? ‑preguntó la vieja‑. ¿Tienes buen amo y buena comida?
‑No me quejo, señora ‑contestó el chico‑, que el amo es bueno y la comida también.
Entonces lo dijo la vieja:
‑¿Así que estás contento? ¿No echas nada en falta?
Y le contestó el chico:
‑Pues sí que me gustaría tener una gaita, para entretenerme.
La vieja sonrió y de entre los bultos que llevaba sacó una gaita y se la regaló.
El chico, apenas se hubo ido la vieja, empezó a tocar la gaita y, de inmediato, todas las cabras comenzaron a bailar. Y cuanto más tocaba, más bailaban y más a gusto las cabras. Y así ocurrió un día tras otro: que él tocaba la gaita y las cabras bailaban hasta caer rendidas. Y sus cabras estaban siempre bien gordas y contentas y, con tan buena disposición, daban mucha más leche que antes.
Los demás pastores, que veían lo gordas que estaban las cabras del chico, se preguntaban qué hacía para tenerlas siempre con tan buena apariencia. Hasta que descubrieron que las cabras bailaban al son de la gaita y se lo fueron a decir al amo del muchacho, pero el amo no se lo quiso creer.
Conque se fue a donde estaba el chico con las cabras y le dijo:
‑A ver, ¿por qué están las cabras todas echadas en vez de estar triscando como las de los otros pastores?
Y le dijo el chico:
‑Porque están descansando.
Y dijo el amo:
‑Entonces ¿es verdad que las cabras bailan?
‑Sí, señor ‑respondió el chico‑. Bailan en cuanto yo les toco la gaita.
‑Pues eso lo tengo yo que ver ‑dijo el amo.
El chico se puso a tocar la gaita y todas las cabras se levantaron y empezaron a bailar contentas. También bailó el pastor. Todos baila-ban tan a gusto que el amo empezó a bailar también; así estuvieron hasta que el chico se aburrió de tocar la gaita, se echó a descansar, y lo mismo hicieron las cabras y el amo.
Conque fue el amo a su casa y se lo dijo a su mujer. Y ella le contestó:
‑¿Dónde se ha visto que las cabras bailen?
‑Pues anda a verlo ‑le dijo su marido, que bailan las cabras y yo mismo también bailé.
‑Eso lo tengo yo que ver ‑dijo la mujer.
Llegó la mujer a donde estaba el pastor con las cabras y le dijo que tocara la gaita. En cuanto comenzó a tocar, se levantaron las cabras y se pusieron a bailar y, en seguida, la mujer del amo se puso a bailar también y así estuvieron hasta que el pastor se aburrió de tocar y todos se tumbaron a descansar del baile.
Cuando la mujer llegó a su casa, le dijo su marido:
‑¿Qué? ¿Han bailado las cabras?
‑Han bailado las cabras y yo con ellas ‑contestóla mujer‑. Cuando ese pastor toca la gaita, todos tienen que bailar.
‑Ya te lo decía yo.
Como aquello les parecía muy raro, decidieron despedir al pastor. Cuando el pastor se fue, las cabras fueron enflaqueciendo todas y dejaron de dar le­che, y se fueron muriendo todas de tristeza.
Mientras tanto, el joven pastor volvió a su casa y contó lo que le había pa­sado, y sus dos hermanos se estuvieron riendo de él hasta hartarse. Entonces el padre dijo:
‑Como este muchacho no sirve ni para pastor, vosotros tendréis que tra­bajar para vivir, que yo solo no puedo mantener la casa.
Al día siguiente, el padre mandó al hermano mayor a vender manzanas al pueblo. En el camino, el hermano mayor se encontró a una vieja que le pre­guntó:
‑¿Qué llevas en el saco?
Y el mayor le respondió de mala manera:
‑Llevo ratas.
Y dijo la vieja:
‑Pues ratas se te volverán.
Llegó el mayor al pueblo y empezó a pregonar las manzanas; y cuando la gente le pidió verlas, abrió el saco donde las llevaba y salieron decenas de ra­tas del saco; la gente, enfadada, le dio una paliza y el muchacho se volvió a su casa magullado y sin un céntimo.
Al otro día, el padre envió al mediano a vender naranjas. En el camino se encontró a la misma vieja, que le preguntó:
‑¿Qué llevas en el saco?
Y el mediano le respondió de mala manera:
‑Llevo pájaros.
Y dijo la vieja:
‑Pues pájaros se te volverán.
Llegó el mediano al pueblo y empezó a pregonar las naranjas; y cuando fue a abrir el saco, salieron unos pájaros volando y no quedó nada. Y el po­bre se volvió a casa todo desconso-lado.
Entonces el pequeño le dijo al padre:
‑Padre, déjeme a mí ir al pueblo a vender algo.
Los dos hermanos mayores se rieron de él diciendo:
‑¡Qué vas a vender tú, tonto, si no hemos vendido nosotros!
Pero el padre le dejó ir y le dio una gran cesta de uvas para vender. En el camino, el chico se encontró a la misma vieja, que le preguntó:
‑¿Qué llevas en el saco?
Y él le respondió:
‑Uvas para vender. ¿Quiere usted unas pocas?
Y la vieja le contestó:
‑No, gracias. Muchas uvas venderás.
Conque llegó el chico al pueblo y empezó a vender las uvas. Y cuantas más vendía, más había en la cesta, de manera que no paraba de vender. Has­ta que, por fin, llenó de dinero uña bolsa que llevaba y se volvió para su casa.
Al otro día, el pequeño salió con su padre a vender aceite y todo el aceite que vendían lo cambiaban por huevos. Cuando volvían a casa con todos los huevos, el chico estaba tan contento que sacó la gaita y empezó a tocarla. Y el padre le dijo:
‑¡Hijo, por Dios, no toques la gaita, que los huevos empezarán a bailar y se romperán todos!
‑No se apure usted, padre ‑decía el chico. Y seguía tocando y todos los huevos iban bailando en las cestas. Y el padre le decía:
‑¡No toques la gaita, hijo, que se romperán los huevos!
Y le contestaba el hijo:
‑No se apure usted, padre, que no se rompen.
Y bailaron los huevos y también el padre y el hijo, porque todos los que la oían bailaban al son de la gaita. Y cuando llegaron a casa, decía el padre:
‑Y ahora ¿cómo nos las arreglaremos para sacar todos estos huevos de las cestas?
Pero el chico volvió a tocar la gaita y los huevos fueron saliendo de las cestas uno detrás de otro y se fueron bailando hasta las alacenas donde tenían que guardarlos. Y cuanto más tocaba, más huevos salían y no se acababan nunca, así que pusieron una tienda de huevos y siempre tenían huevos frescos para vender cada vez que el chico tocaba la gaita. Y vendieron tantos que se hicieron ricos.
Los dos hermanos mayores, entre tanto, no habían vendido nada de lo que llevaron por ahí y volvieron más pobres que nunca. Entonces, le quitaron la gaita al pequeño y salieron a tocarla para ver qué les traía, pero no pasó nada porque la vieja se la había dado al pequeño y sólo a él le hacía caso.

003. anonimo (españa)