Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 27 de mayo de 2012

Manopla roja

Roberto Redgauntlet, o sea Roberto Manopla Roja, era un laird, es decir, un señor feudal escocés, que habla guerreado en el siglo XVII durante el reinado de Carlos II, cuyo favor conquistó por el apoyo que le diera antes de subir al trono. El laird Roberto era hombre cruel y violento, y cuando salía de su castillo, acompañado de su séquito y de sus perros, no había colina, valle ni gruta donde pudieran creerse seguros sus vasallos sus enemigos, pues a unos y a otros perseguía como si fuesen ciervos.
Por esta razón era odiado y temido, a la vez, en la comarca. Muchos aseguraban que había hecho pacto con el diablo y que era in­vulnerable hasta el punto de que las balas rebotaban en su cota de búfalo y que las armas blancas no podían penetrar en su cuerpo. A la yegua que montaba se le atribuían tales condiciones de resistencia y de ligereza, que, según se decía, aventajaba a las liebres a la carrera.
Así, pues, los mejores deseos que se expresaban con respecto a él eran que se lo llevasen los diablos. Solamente trataba bien a sus arrendadores y también a sus criados,
Entre los habitantes de la aldea que rodeaba el castillo, había un tal Steenie Steenson, famoso por su habilidad en tocar la gaita, de modo que cuantas veces se celebraba algún festín en el castillo era llamado allí para que amenizase la fiesta. Y en tales ocasiones era ya sabido que el laird Roberto no sabía prescindir de él.
El tal Steenie Steenson era hombre de alegre carácter, que ignoraba en absoluto el arte de economizar. Por esta causa se había retrasado en el pago de sus alquileres al laird, por lo menos en dos anualidades. Salió del paso con respecto a la primera, gracias a sus buenas palabras y tocando la gaita en algunos de los banquetes que diera su señor. Pero, al fin, el laird le advirtió que si no pagaba en un plazo corto las cantidades que debía, sería desposeído de la casa en que habitaba y tendria que marchar a otra parte.
Steenie comprendió que la cosa iba de veras y como no deseaba vivir en otro lugar, donde sería desconocido y no podria gozar del trato de sus amigos, empezó a buscar la manera de pagar su deuda. Algunos de sus amigos le hicieron pequeños préstamos y, entre todos, pudo reunir la suma conveniente, que ascendía a mil marcos.
Con el corazón alegre y libre ya de toda preocupación, Steenie se dirigió al castillo de Manopla Roja, cargado con una pesada talega y sin temer ya la cólera del laird. Al llegar al castillo, se enteró de que sir Roberto acababa de sufrir un ataque de gota, a causa de la irritación que le ocasionó el hecho de que Steenie no se hubiese presentado allí antes de las doce. Pero Dougal, que era el criado favorito del laird, opinaba que su irritación se debía no al dinero que el gaitero había de pagarle, sino porque a su amo le disgustaba no gozar de la compañía del buen Steenie.
Este fué llevado directamente al gran salón antiguo del castillo y allí vió al laird sentado en un sillón y con una de sus piernas muy bien envuelta en vendajes y apoyada en un taburete. A la espalda del señor vió también un mono bastante grande, que era su favorito y que estaba dotado de la mayor malignidad que se pudiera imaginar. A veces aquel animal iba por el castillo gritando como un loco y mordiendo a cuantos hallaba al paso. Sir Roberto le puso el nombre de Mayor Weir y lo cierto era que nadie en el castillo, a excepción del amo, tenia la menor simpatía por aquel bicho.
Steenie experimentó cierta inquietud al observar que la puerta se cerraba a su espalda y que se quedaba a solas con sir Roberto y Dougal MacCallum, que era el criado principal del señor y, ademas, el mono, cosa que nunca le había sucedido en cuantas ocasiones visitó el castillo.
Como ya se ha indicado, sir Roberto estaba sentado, aunque mejor podría decirse tendido en un sillón. Vestía una bata de terciopelo y uno de sus pies estaba apoyado en un taburete acolchado, En aquel momento el rostro del laird tenía satánica expresión. El mono, sentado frente a él, lucía una chaquetilla roja y se había cubierto la cabeza con la peluca del laird, cuyas muecas de dolor remedaba malignamente.
En la pared estaba colgada la cota de búfalo del señor del castillo y sobre una mesa, a su alcance, veíase la espada de sir Roberto y sus pistolas, pues conservaba la antigua costumbre de tener las armas siempre pre­paradas y un caballo ensillado de día y de noche.
Sobre la mesa vió Stecnie un libro registro, con cierres de cobre y entre dos hojas de él había una señal para indicar donde estaba su cuenta.
Sir Roberto dirigió a su arrendatario una mirada penetrante y, arrugando el ceño, le preguntó:
‑¿Vienes, acaso, con las manos vacías, hijo de Belcebú? Si es así, ¡vive Dios que va a pesarte!
Pero Steenie no se asustó. Dió un paso hacia adelante, puso sobre la mesa la talega que contenla el dinero y el laird, al verlo, preguntó:
‑¿Está ahí toda la suma que me debes, Steenie?
‑Su señoria podrá convencerse de que está completa.
‑Dougal ‑dijo el laird‑, dad a Steenie una copa de aguardiente, mientras yo cuento el dinero y extiendo el recibo.
Pero apenas habían salido los dos hombres de la habitación, cuando sir Roberto profirió un grito espantoso, que se pudo oír en todo el castillo. Dougal retrocedió presuroso, seguido de otros criados y encontraron a su señor gritando como un loco.
Steenie, muy apurado, no sabía si continuar donde estaba o salir, pero, al fin, se aventuró a volver al salón, donde pudo entrar sin que nadie advirtiese su presencia. El laird aullaba como una fiera, pidiendo agua fria para su pie y vino para recobrar el ánimo. Y su boca vomitaba toda suerte de maldiciones.
Un criado acudió con un cubo de agua, donde metieron el pie del enfermo, pero ésto apenas sintió la frescura del liquido, empezó a gritar diciendo que se abrasaba, cosa que quizá era cierta, pues algunos aseguraron luego que el agua del cubo empezó a hervir como si estuviera al fuego. Sir Roberto, víctima de dolor espantoso, arrojó la copa de vino a la cabeza de Dougal, diciendo que, le había dado sangre, en vez de vino de Borgoña y lo cierto fue, también, que, al día si­guiente, se encontraron algunos coágulos de sangre en la alfombra.
En aquella escena terrible el mono gritaba, a su vez, como un condenado y cualquiera hubiese podido creer que se burlaba de sir Roberto.
Asustado, Steenie olvidó el dinero y el recibo y echó a correr escaleras abajo, pero a medida que se alejaba, oyó cómo los gritos del laird se debilitaban por momentos, para terminar, al fin, en un gemido tembloroso. Y a los pocos instantes circuló por el castillo la noticia de que el laird había muerto.
Una vez le hubo pasado la impresión que le produjera aquella escena, Steenie se alejó confiado en que Dougal había presenciado como dejó sobre la mesa la talega llena de monedas de plata y que también su señor había oído a hablar del recibo.
Dos días más tarde llegó a Edimburgo sir John hijo de sir Roberto a fin de hacerse cargo de la herencia y poner orden en los negocios y asuntos de su difunto padre. Nunca estuvo en buena armonía con él, a causa del mal carácter del laird, Por eso, cuando aun era muy joven, se dirigió a Edimburgo y estudió la carrera de leyes.
Dougal MacCallum, después de la muerte de su amo, se dejó invadir por una tristeza espantosa y empezó a recorrer el castillo como una sombra, aunque sin olvidar para nada sus deberes y sin dejar de dirigir el servicio de sus subordinados.

A la noche siguiente de la muerte de su amo, Dougal se debilitó en extremo, Mas, a pesar de todo, fué el último en acostarse. Su dormitorio estaba situado frente al de su amo, que allí yacía de cuerpo presente.
A media noche y cuando la casa estaba silenciosa, se oyó el sonido del silbato que en vida utilizaba sir Roberto para llamar a Dougal. Este, sin recordar en aquel momento el hecho de que su amo estaba muerto y obedeciendo tan sólo a la costumbre, se dirigió al dormitorio de su amo. Una vez allí vió al mono que se había sentado sobre el ataúd de sir Roberto y tal impresión le produjo el espectáculo, que cayó allí mismo inanimado. Y cuando, a la mañana siguiente, lo encontraron los criados de la casa, observaron que había exhalado el último suspiro.
A partir de entonces y durante varios días, los criados del castillo creyeron oír en la parte superior del edificio el sonido del silbato de sir Roberto, cosa que despertó la superstición de todos. Pero sir John, al enterarse del caso, prohibió que se hablase de él.
El entierro se celebró con la mayor sencillez posible en aquel caso. Y luego la vida en el castillo tomó el ritmo que le impuso su nuevo propietario.
El cual, dispuesto a enterarse del estado de la hacienda, llamó a todos los arrendatarios y les exigió el pago de sus atrasos. Y cuando Steenie acudió a presencia del nuevo señor, éste le conminó a pagar la cantidad por la cual aparecía en descubierto en el registro. Steenie le refirió la historia de lo ocurrido y el joven señor, por todo comentario replicó:
‑Siendo así, supongo que mi padre os dió el recibo de esta cantidad y que, por consiguiente, Podréis mostrármelo.
‑Lo cierto es -contestó Steenie -que no tuve tiempo de recogerlo, porque en cuanto hube dejado sobre la mesita la talega que contenía el dinero, vuestro padre, el laird, se vió acometido de terribles dolores y ya no tuvo ocasión de extender el documento.
‑Realmente ‑contestó sir John -es un caso extraordinario. Pero, en fin, confío en que, al menos, pagasteis en presencia de algún testigo. Yo sólo pido una prueba, por ligera que sea, pues no quiero mostrarme riguroso ni exigente con un hombre pobre.
‑En aquel momento -contestó Steenie -hallábase en compañía del laird su criado favorito, Dougal MacCallum, pero ya sabéis que el pobre hombre ha muerto,
‑Realmente, no estáis de suerte, amigo Steenie -­contestó sir John‑. No podéis presentarme ningún testigo de vuestro pago. ¿Cómo puedo creerlo?
‑Sólo puedo decir ‑replicó Steenie ‑que tengo nota de las monedas que había en la talega. Por cierto que ese dinero me ha sido prestado por varios amigos y todos ellos podrán jurar la verdad de lo que digo.
‑Yo no dudo ‑contestó sir John ‑que hayáis pedido prestado ese dinero, pero necesito alquna prueba de que hicisteis el pago a mi padre.
En vista de eso, sir John llamó a todos los criados de la casa, y les preguntó si estaban enterados del pago que Steenie aseguraba haber llevado a cabo. Pero todos contestaron negativamente, porque ninguno de ellos estaba enterado del caso.
La situación era, pues muy desagradable para Steenie y no sabía cómo salir de ella, de modo que, tras de despedirse con temblorosas palabras, de su señor, salió del castillo en extremo preocupado y triste, porque no hallaba el remedio de aquella situación tan molesta.
La noche era obscura. Steenie montó en su caballo, pero estaba tan disgustado y tris­te, que dejó al animal en libertad de tomar el camino que quisiera.
Cuando apenas había recorrido cosa de quinientos metros, el animal, fatigado o hambriento, dió tales señales de debilidad, que su jinete dudó de que pudiera sostenerlo en la silla. Y en aquel preciso instante, se presentó un jinete que parecía haber surgido de la tierra.
‑Muy debilitado está ese caballo, amigo ‑dijo el desconocido‑. Pero, si queréis, os lo compraré.
Mientras decía estas palabras, tocó el cuello del animal con el mango de su fusta y el caballo pareció recobrar milagrosamente su vigor.
‑Aunque de momento se haya reanimado ‑observó el desconocido‑ pronto volverá a perder las fuerzas.
Steenie apenas prestó atención a estas palabras y, espoleando su caballo, dio las buenas noches y trató de pasar de largo.
Pero el desconocido estaba, sin duda, deseoso de continuar la conversación, porque, siguiendo de cerca a Steenie, le dirigió nuevamente la palabra.
‑Decidme, de una vez, qué se os ofrece -replicó este último, dirigiéndose al desconocido‑. Si sois un ladrón, debo advertiros que no llevo conmigo ni una sola moneda. Y sí sois una buena persona que quiere compañía, sabed que no tengo humor de hablar. Y sí necesitarais un guía por desconocer el camino, yo me encuentro en el mismo caso.
‑Decidme cuáles son los motivos de vuestra preocupación, porque tal vez pueda consolaros y aun ayudaros ‑dijo el otro.
Steenie que, realmente, deseaba desahogar su pena, contán-dosela a otro, refirió al desconocido la historia de lo que le habla sucedido.
‑Mal asunto es ése ‑observó aquel jinete‑. Pero creo qué podré ayudaros.
-Si pudierais prestarme esa suma, caballero, concediéndome un largo plazo para su devolución ‑dijo Steenie‑, quizá consiguiera salir de la situación en que me hallo.
‑Yo podría prestaros esa cantidad ‑contestó el otro‑, pero tal vez no aceptarais mis condiciones. Sin embargo, puedo deciros una cosa interesante y es que vuestro laird está inquieto en su tumba por las maldiciones que le dirigís. Y sé, también, que si tuvieseis el valor necesario para ir a verlo, os daría el recibo que es falta.
Erizáronse los cabellos de Steenie al oír tal proposición. Pero en seguida creyó que el desconocido le hablaba en broma o que, tal vez, quería asustarlo un poco, antes de prestarle aquella cantidad.
Sonrió el desconocido y ambos continuaron el camino a través del bosque. De repente, el caballo de Steenie se detuvo a la puerta de un castillo y si el jinete no supiera que el del laird Roberto se hallaba a diez millas de distancia, hubiese jurado que era el mismo.
Los dos jinetes penetraron en el patio interior y Steenie observó que la fachada prin­cipal aparecia con las ventanas iluminadas; había algunos individuos que tocaban instrumentos músicos, de cuerda, y otros bailaban como era costumbre ver en algunos días señalados en el castillo de sir Roberto.
Apeáronse Steenie y su compañero y el primero arrendó su caballo a una anilla que le pareció la misma utilizada por él aquella mañana.
‑¡Dios mio! ‑murmuró para sí‑. ¿No habrá sido un sueño la muerte de sir Roberto?
Siguiendo las indicaciones de su compañero, Steenie llamó a la puerta, que abrió casi en el acto su conocido Dougal MacCallum.
‑¡Hola, gaitero Steenie! ¿Otra vez por aquí? Sir Roberto ha preguntado muchas ve­ces por vos.
Steenie creyó soñar. Volvió los ojos en busca de su compañero, pero observó que había desaparecido. Por fin hizo un esfuerzo y contestó:
‑iAh, Dougal! ¿Estáis vivo? Yo me figuraba que habíais muerto.
‑No os ocupéis de mí, sino de vos mismo ‑contestó Dougal‑. Y ahora voy a aconsejaros una cosa: no habléis a nadie de los demás. Limitaos a pedir el recibo que necesitáis.
Dichas estas palabras, Dougal condujo a Steenie a través de varios salones, y a lo largo de algunos corredores, hasta llegar, por fin, a la sala con arrimaderos de roble, donde se oían escandalosas canciones, improperios, choque de vasos y animadas conversaciones, como en los buenos tiempos de sir Roberto.
Este último estaba sentado en la sala, entre sus amigachos y, al ver a Steenie, con voz de trueno le ordenó que se acercara. El laird tenía las piernas apoyadas en una banqueta y muy bien envueltas con trapos de franela. A su lado se veían las pistolas y, apoyada en la silla, su gran espada, es decir, que todos aquellos detalles eran los acostumbrados. A su lado se hallaba, también, el almohadón destinado al mono, pero aquel maligno bicho no estaba allí.
‑¿No ha venido aún el Mayor? ‑preguntó sir Roberto al observar que se acercaba Steenie.
-El mono estará aquí antes de amanecer- contestó uno de los comensales.
Al aproximarse Steenie, sir Roberto o su fantasma gritó:
-¡Vamos, gaitero! ¿Has arreglado ya el asunto del pago del alquiler?
Steenie, haciendo un esfuerzo por contestar, replicó:
-El laird John no quiere dar por terminado el asunto, sin ver antes el recibo de Vuestra Señoría.
‑Pues te lo daré ‑contestó sir Roberto ‑siempre y cuando, antes, toques un poco la gaita.
-No la he traído conmigo -contestó Steenie.
-Tú, MacCallum, hijo de Satanás ‑gritó sir Roberto‑­. Trae la gaita que tengo guardada para Steenie.
El criado obedeció y, a los pocos momentos, regresó con la gaita, que ofreció a Steenie. Este observó que el instrumento era de acero y que estaba al rojo blanco, de modo que se abstuvo de tocarlo siquiera y se excusó diciendo que estaba muy fatigado y no podría siquiera hinchar de aire el odre de la gaita.
‑Bien, como quieras ‑contestó sir Roberto‑. Y ahora acércate. Come y bebe cuanto quieras, porque aquí apenas hacemos otra cosa. Además, no conviene hablar con el estómago vacío.
Pero Steenie, que no se fiaba de las amables invitaciones de su señor, se guardó muy bien de aceptar. Contestó que no había ido alli para comer ni beber y menos para tocar la gaita, sino con el único objeto de averiguar donde estaba el dinero que había pagado y obtener el recibo que acreditase la entrega de aquella suma.
Luego, Steenie, animándose hasta un punto que a él misrno le asombró, atrevióse a dirigir cargos a sir Roberto, por no haber cumplido con su deber y aun le aseguró que no gozaría de paz ni reposo mientras no aliviase su conciencia.
El fantasma sonrió rechinando los dientes, y luego, sacando una cartera de su bolsillo, extrajo de ella el recibo que entregó a Steenie.
‑Ahi tienes el documento que pides ‑dijo‑. En cuanto al dinero, mi hijo puede buscarlo, si quiere, en la Cuna del Gato.
Steenie dio las gracias y se disponía a retirarse, cuando sir Roberto le gritó:
‑¡Espera, idiota! Aun no he terminado contigo. Aqui no se da nada sin la justa correspondencia. Es preciso que dentro de un año, a contar del día de hoy, vuelvas para ofrecer tus respetos a tu amo, en agradecimiento de la protección que te dispenso.
‑Cumpliré con la voluntad de Dios y no con la vuestra ‑se atrevió a contestar entonces Steenie.
Apenas hubo pronunciado estas palabras, cuando desapareció todo y se vio sumido en la obscuridad. Luego sufrió una sacudida y se cayó al suelo sin sentido.
Al recobrarlo, no habría podido decir dónde se hallaba, ni cuanto tiempo llevaba allí. Pudo ver que estaba en el cementerio contiguo a una iglesia y ante la puerta del panteón de la familia de Manopla Roja, fácil de reconocer, gracias al escudo de sir Roberto esculpido sobre el dintel de la puerta. Una espesa niebla le ocultaba casi todo cuanto lo rodeaba, pero pudo ver que su caballo pacía tranquilamente la hierba, al lado de las dos vacas del cura.
Tentado estuvo de creer que todo aquello había sido un sueño, pero pronto se convenció de lo contrario, pues tenía en la mano su recibo escrito y firmado de puño y letra de sir Roberto, aunque las últimas letras de la firma estaban algo borrosas, como trazadas por un hombre a quien, de repente, le hubiese atacado un dolor repentino.
Con el ánimo perturbado, Steenie se alejó de aquel lugar y se dirigió al castillo de Manopla roja, donde, no sin hallar algunas dificultades, fué recibido por el joven laird.
‑¿Otra vez aquí? ‑preguntó sir John con acento de enojo-. ¿Traéis el dinero?
‑No, señor. Lo que traigo, contestó Steenie ‑es el recibo de sir Roberto.
‑¡Voto al diablo! ‑exclamó el joven laird?‑. ¿Cómo se entiende eso? ¿El recibo de mi padre? ¿No me dijisteis que no os lo había dado?
‑Tal vez Vuestra Señoria me hará el favor de ver si este documento está al corriente. Sir John leyó aquel papel, con la mayor atención y, por último, se fijó en la fecha, detalle que había pasado por alto a Steenie.
"En el lugar de mi destino" ‑leyó‑ “el 25 de noviembre del año...”
‑¿Cómo? ‑exclamó sir John‑. Eso fué ayer. ¡Tunante! Para obtener ese recibo, habría sido necesario ir al infierno.
Solamente sé que me lo entregó vuestro señor padre­ -contestó Steenie ‑e ignoro si se halla en el cielo o en el infierno.
‑Pues voy a denunciaros al Consejo Privado, como estafador ‑replicó el joven laird ‑y luego os enviaré al infierno, para que os reunáis con vuestro amo.
‑Yo mismo me denunciaré al Presbiterio ‑contestó Steenie ‑para dar cuenta de lo que vi anoche, porque allí podrán juzgar el asunto mucho mejor que un ignorante como soy yo.
Sir John se quedó pensativo. Al parecer, se había serenado un tanto. Luego quiso conocer detalladamente la aventura de Steenie y éste se la refirió punto por punto,
‑Esa historia ‑dijo, al fin, el joven laird, ‑interesa al honor de muchas nobles familias, aparte de la mia, lo cual es, para vos, un peligro tan grave, que lo menos que puede sucederos es que os taladren la lengua con un hierro al rojo. Sin embargo, cuanto acabáis de contarme podría ser cierto y si encontrásemos el dinero, no sabré qué pensar acerca del particular. ¿Dónde está esa Cuna del Gato? Ignoro por completo dónde puede hallarse.
Steenie aconsejó preguntar a alguno de los viejos servidores del castillo y el laird llamó al más viejo de ellos, para índagar el asunto. El criado contestó que había en el castillo una torrecilla ruinosa, adonde nadie iba hacía largo tiempo y que se llamaba la Cuna del Gato. Añadió que sólo era posible entrar por la parte exterior, puesto que la escalera que conducía allí estaba derruida desde muchos años atrás.
Sir John decidió ir inmediatamente allá. Tomó una pistola, le dirigió al lugar indicado y ordenó a sus criados que aplicaran una escalera de mano a la torrecilla.
Sin vacilar un instante, subió por la escalera penetró en la torre y, al hacerlo, algo saltó hacia él, rozándole el rostro. Sir John disparó su pistola y Steenie y el criado que subían tarabién por la escalera de mano, oyeron un grito.
Un momento después el joven laird arrojó al exterior el cadaver del mono. Luego se asomó y dijo a Steenie que acababa de descubrir la talega llena de monedas de plata.
Encontráronse también en aquel lugar muchas cosas que sucesivamente, se habían echado de menos. Luego sir John bajó y volviendo con Steenie al comedor, le ofreció excusas por el trato de que le había hecho objeto.
-Y ahora, Steenie –añadio el joven laird– aunque nuestra visión favorece, en cierto modo, el buen nombre de mi padre, conmo hombre honrado, puesto que aún después de su muerte ha querido hacer hacer justicia a un pobre como vos, conviene que guardéis silencio acerca de ello. En cuanto a ese recibo, me parece un documento muy extraño y creo que sería mejor arrojarlo al fuego.
‑Desde luego será extraño ‑contestó Steenie‑, pero justifica el pago de mis alquileres.
Sir John extendió inmediatamente otro recibo y, además, ofreció a Steenie rebajarle el precio del alquiler, a cambio de su silencio.
‑No hablaré con nadie de este asunto -contestó Steenie­, a excepción de que deseo confesarme con un sacerdote, pues no me gusta que vuestro padre me ordenara acudir nuevamente a su presencia dentro de un año.
‑Si tanto os inquieta eso, hablad con nuestro párroco­ -contestó sir John‑. Es una excelente: persona, que se interesa por el honor de nuestra familia y es posible que encuentre una solución.
Pronunciadas estas palabras, sir John arrojó el recibo al fuego, pero, por más que hizo, el papel no se quemó, sino que voló le­jos de la chimenea, dejando en su camino un rastro de chispas y produciendo un leve sil­bido.
Steenie se dirigió a casa del párroco y le refirió la historia de lo que había sucedido o de lo que creyó ver y oír. El sacerdote, después de escucharlo atentamente, le dijo que si bien Steenie se había comprometido en un asunto muy peligroso, como rehusó el ofrecimiento del diablo con respecto a comer y beber, y se llegó, además a rendirle homena­je, era evidente que Satanás no podría aprovecharse de lo ocurrido ni obligarlo a cosa alguna. Steenie resolvió no volver a tocar la gaita y no probar el aguardiente hasta que hubiese transcurrido el año, pero luego, si bien ya no bebió más, se dedicó, de nuevo, a tocar su instrumento favorito.
Sir John y su arrendatario fueron, desde entonces, muy buenos amigos y Steenie no tuvo de él ninguna queja y siempre le manifestó su agra-decimiento por el trato de que lo hacía objeto.

035. Anónimo (escocia)

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