Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 4 de enero de 2015

El caballo magico

Había una vez, no hace mucho tiempo, un reino cuyos habitantes eran gente excesivamente próspera. Habían hecho todo tipo de descubrimientos acerca del crecimiento de las plantas, la cosecha y conservación de frutos, la manufactura de objetos para vender a otros países, y muchas otras artes prácticas.
Su soberano poseía una sabiduría poco común. Fomentaba el logro de nuevos descubrimientos y todo género de actividades, pues sabía las ventajas que éstas aportaban a sus súbditos.
Tenía un hijo llamado Hoshyar, experto en el uso de extraños aparatos, y otro llamado Tambal, soñador, que parecía estar interesado sólo en algunas cosas que los habitantes juzgaban de poco valor.
De tanto en tanto, el Rey Mumkin, pues así se llamaba el soberano, hacía difundir pregones que decían: «Todos aquellos que posean invenciones notables y artefactos útiles, llévenlos a palacio, donde serán examinados y tomados en cuenta para que sus inventores sean debidamente recom-pensados».
Resultó que en ese país había dos hombres -un herrero y un carpintero- que eran grandes rivales en la mayoría de las cosas, aunque tenían una en común: a ambos les gustaba construir extraños artefactos.
Al oír un día la proclama, uno y otro aceptaron competir por un premio, de manera que su soberano decidiera, de una vez por todas, quién de los dos tenía mayor mérito, seguros de que esta decisión sería aceptada pública y unánimemente.
Con el objeto de lograrlo para sí, el herrero trabajó día y noche en la construcción de una poderosa máquina, empleando a una multitud de talentosos especialistas, y rodeó su taller con altos muros, de manera que sus inventos y métodos permanecieran secretos.
Al mismo tiempo, el carpintero tomó sus sencillas herramientas y se dirigió al bosque, donde, después de una larga y solitaria meditación, preparó su obra de arte.
Las noticias sobre esta rivalidad se esparcieron. La gente pensaba que el herrero vencería fácilmente, pues sus ingeniosos trabajos habían sido vistos anteriormente y, aunque en general los productos del carpintero eran admirados, su uso se consideraba ocasional y de poca utilidad.
Cuando ambos estuvieron listos, el rey los recibió en la corte.
El herrero había fabricado un enorme pez metálico que, según decía, podía nadar tanto por la superficie como sumergido en el agua. Podía horadar la tierra y hasta podía volar lentamente a gran altura.
Al principio, la corte dudaba de que tal maravilla pudiese haber sido construida, pero cuando el herrero y sus asistentes hicieron una demostración, el rey quedó maravillado y proclamó al herrero uno de los hombres más dignos de consideración de la comarca, lo elevó a un rango especial y le honró con el título de «Benefactor de la Comunidad».
El príncipe Hoshyar fue puesto a cargo de la fabricación de los maravillosos peces, y los beneficios de este nuevo invento estuvieron al alcance de toda la humanidad.
Todos alababan al herrero y a Hoshyar, como también al benigno y sagaz monarca, a quien tanto amaban.
A merced de aquel entusiasmo, todos olvidaron al modesto carpintero, hasta que un día alguien preguntó:
-Pero ¿qué ha sucedido con la competencia? ¿Dónde está lo presentado por el carpintero? Todos sabemos que se trata de un hombre ingenioso. Quizás haya fabricado algo útil.
-¿Cómo podría hacer algo tan útil como los Peces Maravillosos? -preguntó Hoshyar.
Muchos de los cortesanos y pobladores coincidieron con él.
Mas llegó un día en que el rey se halló muy aburrido. Se había acostumbrado a los extraordinarios peces; y los informes de las maravillas que tan a menudo solían ejecutar perdieron el interés de la novedad.
Dijo, entonces, el rey:
-Llamen al carpintero. Me complacería ver ahora lo que él ha hecho.
El humilde carpintero entró en la sala del trono llevando un paquete, envuelto en una tela ordinaria. Al aproximársele toda la corte para ver qué tenía, quitó al paquete su envoltura y mostró un caballo de madera. Estaba finamente tallado, y con un intrincado diseño cincelado en su cuerpo. También estaba decorado con pinturas de colores.
-¡Pero esto es sólo un simple juguete! -estalló el rey.
-Padre -dijo el príncipe Tambal, preguntemos al hombre para qué sirve...
-Muy bien -dijo el rey. ¿Para qué sirve?
-Majestad -balbuceó el carpintero, es un caballo mágico. No impresiona a la vista, pero tiene algo así como sus propios sentidos internos. A diferencia del pez, que debe ser guiado, esta caballo puede interpretar los deseos de su jinete, y llevarlo a donde necesite ir por lejos que sea.
-Semejante estupidez sólo es adecuada para Tambal -murmuró el primer ministro que se hallaba junto al rey. No puede tener ninguna ventaja real si se lo compara con el Pez Maravilloso.
El carpintero, triste y acongojado, se preparaba para partir, cuando Tambal dijo:
-Padre, deja que me quede con el caballo de madera.
-Muy bien -dijo el rey. Dádselo. Llevaos al carpintero y atadlo a algún árbol para que se dé cuenta de que nuestro tiempo es valioso y no tiene derecho a hacérnoslo perder con niñerías. Dejadlo que contemple la prosperidad que el Pez Maravilloso nos ha traído, y quizá, después de algún tiempo, lo dejemos libre para que, habiendo meditado a conciencia, practique lo que haya aprendido y sea de verdadera utilidad.
El carpintero fue conducido a su destino y el príncipe Tambal se retiró de la corte llevándose consigo el caballo mágico a sus habita-ciones. Alli descubrió que tenía varias llaves diminutas, astutamente disimuladas en los diseños labrados.
Cuando estas llaves eran giradas en cierta forma, el caballo, junto con quienquiera que estuviese montado sobre él, se alzaba en el aire y volaba velozmente al sitio deseado mentalmente por la persona que giraba las llaves.
De esta manera, día tras día, Tambal voló a lugares que nunca había visto antes, y llegó a conocer gran cantidad de cosas. Llevaba al caballo con él dondequiera que fuese.
Un día se encontró con Hoshyar, quien le reprochó su frivolidad diciendo:
-Llevar un caballo de madera es una ocupación adecuada para un ser como tú. En cuanto a mí, trabajo solamente para el bien de todos siguiendo el deseo de mi corazón.
Tambal pensó: «Desearía saber cuál es el bien de todos, y cuál el deseo de mi corazón».
Cuando regresó a su habitación, se sentó sobre el caballo y pensó. «Me gustaría encontrar el deseo de mi corazón», y después giró algunas de las perillas en el cuello del caballo.
Más veloz que la luz, el caballo se alzó por los aires y llevó al príncipe a un reino lejano regido por un rey mago. Llegar a ese reino, utilizando medios de transporte comunes, le hubiese llevado mil días.
El rey, cuyo nombre era Kahana, tenía una bella hija llamada Perla Preciosa, Durri-Karima. Para protegerla, la había encerrado en un palacio que giraba en el cielo, mucho más alto de lo que podría alcanzar cualquier mortal.
Al acercarse a la tierra mágica, Tambal vio el reluciente palacio en los cielos, y decidió visitarlo.
La princesa y el joven jinete se conocieron y se enamoraron.
-Mi padre nunca permitirá que nos casemos -dijo ella, pues ordenó que sea la esposa del hijo de otro rey mago, que vive al este de nuestra comarca, cruzando el frío desierto. Ha prometido que cuando yo tenga edad suficiente, afianzará la unión de ambos reinos con mi casamiento. Su voluntad nunca ha sido contrariada con éxito por persona alguna.
-Iré y trataré de razonar con él -contestó Tambal, mientras montaba nuevamente su caballo mágico.
Sucedió que, cuando descendió a la tierra mágica, había tantas cosas nuevas y apasionantes para ver, que no se apresuró en ir al palacio.
Cuando finalmente llegó a sus puertas, el tambor de la entrada tocaba anunciando la ausencia del rey.
-Ha ido a visitar a su hija al palacio que gira -le dijo un hombre que pasaba, al preguntarle Tambal cuándo regresaría el rey- y cuando la visita suele pasar varias horas con ella.
Se retiró Tambal a un lugar apartado y deseó que el caballo lo llevase a los aposentos del rey. «Me acercaré a él en su propia casa, pensó, pues si voy a buscarle al palacio girador sin su permiso podría enojarse.»
Una vez en los aposentos reales, se escondió tras unas cortinas y se puso a dormir.
Mientras tanto, incapaz de guardar su secreto, la princesa Perla Preciosa le confesó a su padre que había sido visitada por un hombre montado en un caballo volador que le había propuesto matrimonio. Hakana se puso furioso.
Colocó centinelas alrededor del palacio girador y volvió a sus aposentos a meditar nuevamente sobre los hechos, tal cual habían sucedido. Tan pronto entró en su dormitorio, uno de los mudos sirvientes que lo custodiaban señaló el caballo de madera, que se hallaba en un rincón.
-¡Ajá! -exclamó el rey mago-. Ahora lo tengo en mis manos. Observemos su caballo y veamos cómo es.
Mientras el rey y sus sirvientes examinaban el caballo, el príncipe logró escabullirse y esconderse en otro lugar del palacio.
Después de mover las llaves, dar unas palmadas al caballo y tratar de entender su funcionamiento, el rey se mostró muy confuso.
-Llévense el caballo. No tiene ya virtud alguna, aunque la haya tenido alguna vez -dijo. Es sólo una tontería, apropiada para los niños.
El caballo fue guardado en un almacén.
El rey Kahana pensó que debía hacer sin pérdida de tiempo los arreglos para el matrimonio de su hija, en previsión de que el fugitivo tuviese otros poderes o inventos para ganarla. De modo que la trajo a su propio palacio y dirigió un mensaje al otro rey mago, rogándole que enviase al príncipe que iba a desposarla, para pedir la mano de la princesa.
Mientras tanto, el príncipe Tambal, que había escapado del palacio de noche cuando algunos guardias dormían, decidió volver a su propio país. La búsqueda del deseo de su corazón parecía ahora casi imposible.
-Aunque me lleve el resto de mi vida -se dijo, volveré aquí con tropas para adueñarme de este reino por la fuerza. Sólo podré lograrlo si consigo convencer a mi padre de que necesito su ayuda para obtener el deseo de mi corazón.
Diciendo esto, partió. Nunca hubo un hombre peor equipado que él para semejante travesía: era extranjero, viajaba a pie, sin provisiones, en medio de un implacable calor diurno y noches heladas, sufriendo el embate de terribles tormentas de arena.
No pasó mucho tiempo sin que se perdiera irremediablemente en el desierto.
En esa situación, en su delirio, Tambal comenzó a culparse a sí mismo, a su padre, al rey mago, al carpintero e incluso a la princesa y al caballo mágico.
Fue víctima de espejismos: creyó ver agua unas veces; otras, hermosas ciudades. En ciertos momentos se sentía lleno de júbilo, en otros incompara-blemente triste. Hubo ocasiones en las que creyó que tenía compañeros en sus dificultades, pero, al despabilarse, se encontraba total-mente solo.
Le parecía haber viajado durante una eternidad.
De pronto, vio enfrente de él un jardín lleno de frutas deliciosas, centelleantes, que parecían invitarlo a comerlas.
Al principio, Tambal no les dio mucha importancia por si era una alucinación, pero después, al caminar, vio que realmente estaba atravesando un jardín. Juntó algunas frutas y las probó con precaución. Eran deliciosas. Le hicieron perder su temor, así como su hambre y su sed. Cuando se sintió satisfecho, se acostó a la sombra de un árbol enorme y hospitalario, y se durmió.
Al despertar se sentía bastante bien, aunque notaba - algo raro. Corrió hacia una laguna cercana, se miró en ella como en un espejo, y se horrorizó al hallar ante sí una horrible visión: tenía una larga barba, cuernos retorcidos y orejas enormes. Miró sus manos y estaban cubiertas de pelo.
¿Era una pesadilla? Trató de despertarse a fuerza de pellizcos y bofetadas sin resultado alguno. Ya casi sin sentido, fuera de sí de miedo y horror, histérico y agobiado de llorar, se arrojó al suelo.
«Viva o muera -pensó- estos frutos malditos me han arruinado definitivamente. Aunque tuviera el mayor ejército de todos los tiempos, la conquista de nada me serviría porque nadie se casará conmigo ahora, y menos aún la princesa Perla Preciosa. No puedo imaginar bestia alguna que no se aterrorice al verme, y ninguna mujer se mostrará dispuesta a convertirse en el deseo de mi corazón.»
Perdió el conocimiento, y al volver en sí ya había oscurecido. Una luz se acercaba a través del bosquecillo de árboles silenciosos. Miedo y esperanza se debatieron en él. A medida que se aproximaba la luz, pudo precisar en qué consistía. Vio que provenía de una lámpara en forma de estrella brillante, llevada por un hombre barbudo, que caminaba al amparo de la luz que la lámpara proyectaba a su alrededor.
El hombre advirtió su presencia y le dijo:
-Hijo mío, has sido víctima de las influencias de este lugar. De no haber pasado yo por aquí habrías permanecido como una bestia más de este jardín encantado, pues hay muchos como tú. Pero yo te puedo ayudar.
Tambal se preguntaba si este hombre era un monstruo disfrazado o quizá el dueño mismo de los árboles malignos.
Pero cuando recuperó el sentido, se dio cuenta de que no tenía nada que perder.
-Ayúdame, padre -le dijo al sabio.
-Si realmente quieres el deseo de tu corazón -dijo el hombre- sólo tienes que fijar este deseo firmemente en tu pensamiento y olvidar el fruto. Luego tienes que comer, no los frutos frescos y deliciosos, sino algunos de los frutos secos que se hallan al pie de estos árboles. Cómelos y sigue tu destino.
Dicho esto se alejó.
Mientras la luz del sabio se perdía en la oscuridad, Tambal vio que salía la luna, y a su resplandor pudo ver que había realmente abundantes frutas secas al pie de cada árbol.
Juntó algunas y las comió tan pronto como pudo. Poco a poco, observó cómo el pelaje desaparecía de sus manos y brazos; los cuernos, primero se encogieron y finalmente desaparecieron; la barba se desprendió. Había vuelto a ser él mismo.
Para entonces, ya asomaban las primeras luces del día y, al alba, oyó el tintineo de las campanillas de unos camellos.
Un cortejo atravesaba el bosque encantado. Era, sin duda, la caravana de algún personaje importante, en una larga travesía.
Mientras Tambal se encontraba allí, absorto e inmóvil, dos escoltas se separaron del brillante cortejo y galoparon hacia él.
-En nombre del príncipe, nuestro señor, exigimos algunos de vuestros frutos. Su Alteza Celestial está sediento y nos ha indicado su deseo de comer de estos extraños damascos -dijo un oficial.
Tambal aún permanecía inmóvil a causa de su estupor, tras sus recientes experiencias.
Entonces, el príncipe bajó de su palanquín y le dijo:
-Yo soy Jadugarzada, hijo del rey mago del Este. Aquí tienes una bolsa con monedas de oro, idiota. Comeré algunos de tus frutos, ya que tengo ese deseo. Voy de prisa, y no puedo perder tiempo, pues tengo que solicitar la mano de mi prometida, Perla Preciosa, hija de Kahana, rey mago del Oeste.
Al oír estas palabras, el corazón de Tambal se encogió. Pero comprendiendo que éste debía ser su destino, que el sabio le dijo que siguiera, ofreció al príncipe toda la fruta que pudiese comer.
Una vez satisfecho, el príncipe empezó a adormecerse, y comen-zaron a crecerle cuernos, pelaje y orejas enormes. Los soldados lo sacudieron, y el príncipe actuó de una manera extraña. Él pretendía ser normal y que ellos eran deformes.
Los consejeros que acompañaban al cortejo contuvieron al príncipe y mantuvieron un apresurado debate con Tambal.
Pretendía éste convencerlos de que nada habría ocurrido si el príncipe no se hubiera dormido.
Finalmente, decidieron poner a Tambal en el palanquín para que desempeñase el papel del príncipe, por miedo a la venganza del rey mago del Oeste.
Jadugarzada, disfrazado como sirvienta con un velo sobre el rostro, fue atado a un caballo.
Quizá recobre finalmente su juicio -dijeron los consejeros, y en todo caso, sigue siendo nuestro príncipe.
Tambal se casará con la chica y, después, tan pronto como sea posible, los llevaremos a todos de vuelta a nuestro país, para que nuestro rey resuelva el problema.
Tambal, en espera del momento oportuno, siguió su destino, y aceptó su papel en la farsa.
Cuando el cortejo llegó a la capital del Oeste, el rey en persona salió a recibirlo. Tambal fue presentado como su novio a la princesa que se desmayó por la sorpresa, pero Tambal logró susurrarle rápidamente al oído lo que había sucedido. Y fueron debidamente casados, en medio de solemnes ceremonias y grandes fiestas.
Mientras tanto, el infortunado príncipe había recobrado a medias su juicio, mas no su forma humana, y su escolta lo mantenía escondido.
Tan pronto como los festejos llegaron a su fin, el jefe del cortejo del Príncipe (que había estado vigilando muy de cerca a Tambal y a la princesa) se presentó a la corte. Dijo:
-Oh, justo y glorioso monarca, fuente de sabiduría: ha llegado el momento, de acuerdo a las declaraciones de nuestros astrólogos y adivinos, para conducir a la pareja a nuestra tierra, de manera que puedan establecerse en su nuevo hogar en las más felices circunstancias y bajo influencias propicias.
La princesa miró alarmada a Tambal, pues sabía que Jadugarzada la reclamaría tan pronto estuviesen en camino, terminando también con Tambal.
Tambal, entonces, susurró:
-No temas. Debemos actuar lo mejor que podamos, siguiendo nuestro destino. Acepta ir, poniendo como condición que no viajarás sin el caballo de madera.
Al principio, el rey mago se sintió molesto por este capricho de su hija. Comprendió que quería el caballo porque estaba relacionado con su primer pretendiente.
Pero el jefe de los ministros del suplantado príncipe dijo:
-Majestad, no veo que este capricho por un juguete, tal como lo tendría cualquier niña, pueda tener malas consecuencias. Espero que le permita tener su juguete, de forma que podamos ponernos en marcha.
El rey mago aceptó, y pronto el cortejo se halló en camino, rodeado de esplendor. Tan pronto las escoltas del rey se hubieron retirado, y antes del alto de la primera noche, el horrible Jadugarzada se quitó el velo y le gritó a Tambal:
-¡Miserable autor de mis desgracias! Te ataré de pies y manos y te llevaré cautivo a nuestra tierra. Si cuando lleguemos allá no me dices cómo quitarme este hechizo, te haré desollar vivo, pulgada a pulgada. Ahora, entrégame a la princesa Perla Preciosa.
Tambal corrió hacia la princesa y, ante el asombrado cortejo, se elevó hacia las alturas montado en su caballo de madera, llevando consigo a Perla Preciosa.
En cuestión de minutos, la pareja llegó al palacio del rey Mumkin. Relataron todo cuanto les había sucedido, y el rey se mostró satisfecho por la dicha de verlos sanos y salvos.
Dio inmediatamente órdenes para que el desventurado carpintero fuese dejado en libertad, recompensado y aclamado por toda la población.
Cuando el rey se reunió con sus antepasados, la Rrincesa Perla Preciosa y el príncipe Tambal lo sucedieron en el trono.
El Príncipe Hoshyar también quedó complacido, ya que seguía fascinado con el Pez Maravilloso. Solía decirles:
-Estoy feliz por vosotros, pero para mí nada es más satisfactorio que dedicarme al Pez Maravilloso.
Y esta historia es el origen de un extraño dicho entre las gentes de estas tierras, aunque sus orígenes han sido ya olvidados, que dice así:
Aquellos que desean peces, pueden lograr mucho por medio de los peces, y aquellos que no conocen el deseo de su corazón deberán escuchar primero la historia del caballo de madera.


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