Periquín tenía su linda casita junto al camino. Periquín era un conejito
de blanco peluche, a quien le gustaba salir a tomar el sol junto al pozo que
había muy cerca de su casita. Solía sentarse sobre el brocal del pozo y allí
estiraba las orejitas, lleno de satisfacción. Qué bien se vivía en aquel
rinconcito, donde nadie venía a perturbar la paz que disfrutaba Periquín!
Pero un día apareció el Lobo ladrón, que venía derecho al pozo. Nuestro
conejito se puso a temblar. Luego, se le ocurrió echar a correr y encerrarse en
la casita antes de que llegara el enemigo: pero no tenía tiempo! Era necesario
inventar algún ardid para engañar al ladrón, pues, de lo contrario, lo pasaría
mal. Periquín sabía que el Lobo, si no encontraba dinero que quitar a sus
víctimas, castigaba a éstas dándoles una gran paliza.
Ya para entonces llegaba a su lado el Lobo ladrón y le apuntaba con su
espantable trabuco, ordenándole:
-Ponga las manos arriba señor conejo, y suelte
ahora mismo la bolsa, si no quiere que le sople en las costillas con un bastón
de nudos. -Ay, qué disgusto tengo, querido Lobo! -se lamentó Periquín, haciendo
como que no había oído las amenazas del ladrón.
-Ay, mi jarrón de plata...!
-De plata...? Qué dices? -inquirió el Lobo.
Sí amigo Lobo, de plata. Un jarrón de plata maciza, que lo menos que vale
es un dineral. Me lo dejó en herencia mi abuela, y ya ves! Con mi jarrón era
rico; pero ahora soy más pobre que las ratas. Se me ha caído al pozo y no puedo
recuperarlo! Ay, infeliz de mí! -suspiraba el conejillo.
-Estás seguro de que
es de plata? De plata maciza? -preguntó, lleno de codicia, el ladrón.
-Como que
pesaba veinte kilos! -afirmó Periquín. Veinte kilos de plata que están en el
fondo del pozo y del que ya no lo podré sacar.
-Pues mi querido amigo -exclamó
alegremente el Lobo, que había tomado ya una decisión, ese hermoso jarrón de
plata va a ser para mí.
El Lobo, además de ser ladrón, era muy tonto y empezó a despojarse sus
vestidos para estar más libre de movimientos. La ropa, los zapatos, el terrible
trabuco, todo quedó depositado sobre el brocal del pozo.
-Voy a buscar el jarrón -le dijo al conejito. Y metiéndose muy decidido
en el cubo que, atado con una cuerda, servía para sacar agua del pozo, se dejó
caer por el agujero.
Poco después llegaba
hasta el agua, y una voz subió hasta Periquín:
-Conejito, ya he
llegado! Vamos a ver dónde está ese tesoro. Te acuerdas hacia qué lado se ha
caído?
-Mira por la derecha
-respondió Periquín, conteniendo la risa.
-Ya estoy mirando pero
no veo nada por aquí...
-Mira entonces por la
izquierda -dijo el conejo, asomando por la boca del pozo y riendo a más y
mejor.
Miro y remiro, pero no
le encuentro... De que te ríes? -preguntó amoscado el Lobo.
-Me río de ti, ladrón
tonto, y de lo difícil que te va a ser salir de ahí. Éste será el castigo de tu
codicia y maldad, ya que has de saber que no hay ningún jarrón de plata, ni
siquiera de hojalata. Querías robarme; pero el robado vas a ser tú, porque me
llevo tu ropa y el trabuco con el que atemorizabas a todos. Viniste por lana,
pero has resultado trasquilado. Y, de esta suerte, el conejito ingenioso dejó
castigado al Lobo ladrón, por su codicia y maldad.
999. Anonimo
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