Todo eso... ¿ves por ahí
ese val donde pega la luna...? Pues sigue todo derecho y campos y campos de
trigo y panizo y cáñamo y frutales y huerta y monte, que es como si dijéramos
todas las piezas de medio término y todo ese sinfin de hanegadas con los
plantadicos más majos de la ribera y todo el regalo que Dios puso en el
mundo... Todo era de ella... Rica, poderosa, con cada casa en la ciudad de lo
mejor, y arcas llenas de papeles con los plumazos y tagaroteos de todos los
escribanos del mundo... Pues... ropa de su llevar... y lo tocante a
colchones... y los ricos damascos... como ahora los rollos de lino se llevaban
y traían allí los pedazos de seda para cualquier cosa...
¡Y qué casa en lo mejor
de Calatayud! ¡La misma reina de España hubiera tenido allí lo suyo! Espejos
por aquí y cuadros por allá y echa sillas y blanduras y comenencias y por todo
esteras y alfombra fina para que pisase su excelencia, que no se le decía otra
cosa al hablar, pues aunque vosotros sólo la conocéis como la llamó la copla,
quiere decirse que habéis oído la
María , y con la
María se quedó, pero no es porque le faltaran apellidos y
pampolina de bautizo, que se llamaba a los dos días de nacer doña María Ana
Francisca de Borja Suárez de Cetina
y... qué me sé yo cuantas cosas más... A mi tío Juan el Negro es al que he
oído toda la retahíla muchas veces; como él se crió allí en la casa por más que
entonces ya iba muy al bajo...
¡Ya voy, ya voy!
Estripacuentos del diablico, que tiempo queda y todo lo que digo es porque hay
que decirlo, no por el gusto de irme por los cerros de Úbeda...
No sé cuántas horas
costaría a nuestro cronista en alpargatas desenredar la dificil madeja de su
cuento, ni sé si llegó al consabido cuentico contau, preciso remate y
catástrofe de la aventura en tales narradores; afirmo desde luego que no, por
lo que a mi toca; porque en cuanto los rendidos ojos vieron apagada la liviana
hoguera que calentó las viandas de la cena y el cuerpo molido, húbose
refocilado en el recreo de un fascal de paja que le servía de lecho y el
fresquecito de la noche espantó los mosquitos y el silencio del campo se
impuso a la intempestiva charla y unas benéficas nubes aprisionaron a la luna
pizpireta y alcahuetona que molestaba con sus reflejos sobre el piso de la era
y el vivo amarillo de los montones y de la parva, comencé a oír solas palabras
con grandes hileras de puntos suspensivos, luego meras sílabas; al fin alguna
que otra voz que montaba el normal diapasón del parlante y... nada más, hasta que
el día entrándoseme por los ojos aún recatados por su natural persiana, hízome
despertar entre los alegres y rústicos amigos, quienes ya recordaban con
chispeantes tonos la necesidad de abandonar la paz de la era por el tiroteo y
furor de la cazata. Mas luego, aún enfrascado en perseguir liebres y conejos,
parecióme recordar que el exordio del cuento destripado por el sueño de la
noche antes prometía alguna acción interesante y formé propósito de echarme a
pechos la narración entera y aun indagar por cuenta propia si algo quedaba
oscuro y he aquí el fruto de mis trabajos.
Mucha era su nobleza con
bajar en derechura de aquella magnífica corona de Aragón y así no es raro caso
que el tío Juan el Negro y su rústico sobrino, cuyas referencias sirvieron de picante
a mi gusto por las historias, se hiciesen lenguas de la hilera de sus apellidos,
de lo poderoso y engarabitado de sus partes y de lo abundante de su archivo,
retrato fiel de las profundidades de la gaveta y de la extensión del prosaico cumquibus. En esto, no obstante, sin
aliarse ajenos a la verdad, tampoco la vieron y lograron completa los cronistas
de referencia; y daré mis porqués.
Eran cuna de tan antigua
familia el ducado de Cetina, cuyo primer poseedor dicen que reunió a su pujante
corona los marquesados de Erla y Alberite; la baronía de Estercuel y los
señoríos de Nlorés, Sabiñán, Brea y no sé cuántos otros cuyos orígenes históricos
habríanse de llevar forzosamente a los tiempos de la Reconquis ta ante la
razón heráldica de que cuantos elementos formaban el blasón de la casa tenían
relación con asuntos arábigos: cabezas moras cortadas, medias lunas, el mismo
mote del escudo que rezaba Moros en la Medina-Jiloca por
Cetina, todo, excepción hecha de una zorra que en campo de gules figuraba
al fin del escudo y en cuya interpretación nunca quise meterme por lo delicado
de estos asuntos de familias.
Mas, pasado el primer
lustre y apogeo del preclaro solar, sobrevino el fraccionamiento y cooperando
los años a la obra de segundones descontentos y pleitistas, mayorazgos
calaveras y despilfarrados y no sé qué oí de un administrador que pudiera
emparejarse con el animalillo simbólico del blasón de la casa por lo avispado y
despierto; en resumidas cuentas, el linaje de los Cetina tuvo sus crudas y maduras,
viéndose a menudo la cruz y el agua bendita, como se dice comúnmente, y en
estas alternativas y crapin crapant,
como las ollas de La Fontaine ,
llegó a los fines del siglo pasado en cuyo tiempo la casa tomó otro aspecto
bajo el señor don Tobías Suárez de Cetina y Monroyo, hijo tercero del duque de
Cetina, el cual, enviado en sus mocedades a París porque la propia Sorbona le
nutriese con sus enseñanzas, volvió leguleyo, travieso y volterianillo guasón
que se reía a todo trapo de los señoríos, marquesados y cabezas moras, que vio
impasible cómo sus hermanos mayores arramblaban ávidamente con los timbres nobiliarios
mientras a él lo dejaron en la casa solar acompañado de lo mejorcito de las
tierras y de los más sólidos y sustanciosos talegos de las arcas señoriles.
Puso no poco de su parte
la imaginativa de aquel señor a la moderna y con la gran base de su metálico, y
echando mano a su conocimiento de las leyes y sus tretas y delgadeces, compró y
vendió y prestó por todos los modos y artes del derecho civil, siendo a los
pocos años el destacado don 'Tobías, según él, paño de lágrimas de sus
convecinos, según éstos, el más grande judiazo que comió pan en la comarca
desde los tiempos de doña Isabel la Católica.
Una mala cosecha, la
muerte de alguna mula o el desquiciamiento de cualquier casa de labor en diez
leguas a la redonda determinaban un viaje de los desgraciados labradores al
caserón de don Tobías, a fin de ofrecerle tierras que en concepto de los
oferentes habían de venirle muy bien por estar tocando al campo tal, o al olivar
cual, antiguas posesiones de la casa y entonces, previo regateo y cubierta la
cuestión legal con formas de contrato, se hacía la «operación» cuyo fin último
era dilatar un poquito cada día el mapa de la casa de Cetina sin mirar mucho a
la perfección y pureza de los medios.
Por eso diré, aclarando
lo que arriba dejé en suspenso de juicio, que era, sí, una hacienda grande,
pero rara, historiada, complejísima: a porrillo los campos, viñas, huertas,
olivares y mejanas desparramadas por los términos de cinco pueblos, daban en
junto una administracióri tan dificil de regir como imposible de entender
resultaba el arcón repleto de papeles donde yacían las tierras en efigie, verdadero
archivo de hipotecas, permutas, censos y cartas de gracia en el que cómodamente
cabían los títulos de dominio de todo el reino si en el reino no hubiera dueños
truhanes, compradores logreros y no otro modo de transmitir propiedades que la
honrada compraventa.
De su matrimonio con no
sé cuál señorona que conoció en sus mocedades tuvo a nuestra María, quien vino
al mundo a costa de la vida de su madre, virtuosa mujer, según se cuenta.
Cuando María contaba
diecinueve años ocurrió el tránsito de esta vida de su padre don Tobías, lo que
tuvo lugar con la maldita oportunidad que siempre acompaña a la muerte, pues
sólo faltaban pocos meses para que la niña contrajese matrimonio con un mar-quesito
muy petimetre, en todo y por todo afrancesado, romántico y soñador, plaidito de
semblante como un tipo de Rousseau, fanático por Bonaparte y no sé si
francmasón, por más dificil que parezca el atar tan varios cabos y el reunir
tan desiguales cataduras.
Casó María muy luego de
morir su padre y al año y medio, poco más, de la boda, cuando la feliz pareja
aún gozaba en París los deliquios de su viaje de novios, harto dilatado, según
murmuraban los lenguaraces de acá y más parecido a un extrañamiento por carta
de más o menos en lo liberal, afrancesado o qué me sé yo, un viento frío dio
al traste con el novio, quien bajó al sepulcro dejando la más lozana viudica
que hayan soñado poetas sensibles y novelistas de ciento en ramo.
Vino a su casa y tierra,
halló a la una vacía y sola, disgustada e inelegante a la otra y chocó su
recogimiento y soledad, su afición al estudio y otra cualidad que al punto la
hizo altamente recomendable a todos sus paisanos: se dio a frecuentar la
compañía de gentes humildes y rara vez se la vio hablando con personas de su
par.
Mas he aquí que cuando ya
sus abundantes panegiristas se prometían en ella una insigne patricia,
consuelo de lástimas, remedio de adversidades y demás epítetos de gaceta, da
la gente en decir que su afición a lo campesino tenía sus porqués y que si
estaba o no prendada de Lorenzo, un buen mozo, hijo de un antiguo mozo de
mulas de la casa, que cuidaba el huertecillo y jardín de ella y al que la dueña
en persona se había impuesto la tarea de enseñar a leer y escribir, y no a
secas y por practicar la beneficencia de la Enciclopedia ni la
filantropía racional, sus dos supremas aspiraciones.
***
No era un vergel
estudiado y fastuoso; no estaban a escuadra sus arbustos ni el verde seto de
hojas lustrosas marcaba el cordel de unas calles enarenadas y blanquizcas, no;
pero era una huerta el más hermoso rincón de la vega bilbilitana y un huerto
allí y a los primeros de abril no necesita de postizos entonos ni tiesuras de
alambique, repugna la tijera y la hoz como la geometría y el dibujo, porque
tiene mucho de la superior ordenación de la selva y del rebosamiento fecundo de
la vida salvaje, pues que la lleva la divina pintura de lo natural y si algo
pusieron en él manos de los hombres, aún fue en acrecentamiento de tan poético
desorden, por donde vino el poco artificio a ser factor de lo mucho natural y
como en sus mismos dechados u originales aleccionado y diestro.
Había olores suaves sin
rosas ni geranios ni heliotropo; flores airosas sin el fatuo y cargante
invernadero; un céfiro embotado y ebrio de catar tan varias esencias que dieran
celos a los vahos facticios de la cámara real, digno de embalsamar las alcobas
olímpicas en noche de bodas; el olor de la creación, aroma por el cual todo lo
vivo sabe a la mano de su Dios y Señor.
Dominaba ya el verde por
entre las mil muestras de color inimitable con que el campo se pinta en primavera;
a medias rotos los fecundos brotes de la hoja, verdegueaba ésta como a racimos;
sólo algún manzano perezoso mezclaba a trechos la mancha con los cambios
pintorescos y alegrotes de sus flores a «rampallos»; el álamo eminente entre
los desmadejamientos de la hartura lanzaba a tierra lacios y larguiruchos los
colgajos de su caprichosa florescencia y el casi inculto suelo tapizado de
pétalos blancos y rojos, rozagante y frescachón con sus céspedes y festucas,
gramas y corregüelas y la acequia dócil corriendo bajo las higueras entre
vallas de junco y espadañas, astos, mimbreras y zarzamoras, todo, todo resonaba
en manifiesta zambra, el jolgorio de la vida, la bulla de lo que empieza y
asoma, regocijado vítor que en la proclamación y jura de su Rey Altísimo lanzan
las criaturas..., que se adivina en el zumbido de la abeja al sortear
atolondrada las flores del ciruelo tardío, que repite la alondra entre los
trinos de sus amores, y la parra cuando desborda el claro licor de sus entrañas
por los escuetos pulgares y el cerezo mostrando en mil cálices hinchados el
final de su casto himeneo.
En tan delicioso
escenario desarrollaba la acción de sus amores ideales la gentil viudita que,
entre paréntesis, estaba soberbia paseando al atardecer por entre las cañas y
arbustos con el negro vestido recogido en la diestra, trenzado el pelo rubio
con tonos de bronce y cayendo en dos madejas al modo aldeano sobre los terciopelos
mate del corpiño de luto, destocada y sin más mojigatos crespones que una
frente blanca, purísima, coronada por los haces de su poderosa cabellera. Allí
es donde leyendo y repensando los párrafos más sentimentales de Juan Jacobo, a
orillas de la acequia, moldeaba su espíritu en aquellos personajes tan
elegantes, tan vaporosos y superfinos; allí donde incubó sus aficiones
platónicas hacia Lorenzo, en el que personificaba no el amor de un ideal como
el que representaban las Lauras y Beatrices, pues aquél pasó con sus Petrarcas
y Durantes respectivos, sino el amor sencillo de la naturaleza, el amor
pastoril, aquel amor campestre, supremo artículo de importación y moda bajo
nuestros lechuguinos tocados de enciclopedia y que producía frutos de moral
tan convencional y dudosa como la estética de que eran capaces aquellos sus
aldeanos perpetuamente vestiditos de domingo y sus zagales limpios y almidonados,
sin barro en las abarcas ni olor a sirria, y en el amar muy contenidos y
discretos, y en el hablar muy lerdos y espirituales...
Allí, en fin, víctima de
la impulsión de aquel amor invertido, absurdo, se lanzó doña María a explorar
el interior del rústico Lorenzo con intento de hacer su solio en él y sentarse
luego gloriosa y triunfante sobre su misma obra; allí arrostró los punzantes
sonrojos de la alcurnia echada a los pies de un hortelano y allí se bañó en el
más grande e inefable gozo que jamás aspiraron las almas privilegiadas al ver
conseguido en aquella turbación y cortedad casi infantiles de su Lorenzo y en
aquellas mismas hilachas de rusticidad que asomaban tras de sus monosílabos,
dudas y candorosos extraños, el substrato místico-bucólico del sistema, la
flor aún goteada del rocío según el gusto de aquellos amores de moda.
¡Si sería interesante
narración en este lugar la de las circunstancias que acompañaron a la primera
égloga, cuando, diestramente llevada una conversación de triviales asuntos al
punto céntrico, declarase la
Cloris del idilio entre coquetas vergüenzas y corrimientos
aquel su pensar cuando el asustado Melibeo recibiese la embajada con rubores y
las palabras con silencios, cuando ya agotada la retórica quedase al solo
arbitrio de los ojos el rematar con furibundo macheteo de miradas aquel secreto
sacrificado en aras del amor!
Mas no me fue dada tan
curiosa referencia y así dejo en blanco, para el cronista más feliz que en lo
porvenir supiera llenar mis lagunas, el espacio destinado a la historia de
estos amoríos en su periodo infantil.
Sólo un fragmento de
conversación y aun ese torpemente referido por ser parte de cierta chismería
de criadas, pudo llegar a mí, mas, imperfecto y todo, he de transcribirlo, pues
da idea y entona el carácter así de la impulsión de doña María como la
«receptividad» y aptitud de Lorenzo ante o para aquellos singulares afectos.
Advertiré que a estas
fechas el prosaico nombre del galán había sido reformado por su señora, quien
lo llamaba Renzo, casi, casi, pastoril y que la escena siguiente ocurre en el
mismo huerto y durante una tarde de octubre muy alegre y soleada con todo el
séquito de pájaros que picotean las uvas del emparrado, ruiseñores que cantan
allá junto a la casa entre los escaramujos y avellanos del jardincillo,
lagartijas que corretean al sol entrando y saliendo por los desconchados de la
vieja tapia y un corderillo de regalo blanco como la nieve que, atado a una
higuera, marca rítmicamente los tironcitos que da a la hierba del suelo con el
argentino vibrar de una campanilla colgante de un terciopelillo verde que le
ciñe el cuello. Inútil es decir que este corderillo hacía el oficio de símbolo
en la religión semirracionalista de los amores de su dueña y no pocas veces
servía en ella de ejemplar y modelo y sujeto venerable, mezcla de héroe y
fetiche, tan pronto buey Apis como flor de loto.
Al lado del corderillo
encuéntranse ambos interlocutores sentados en el pequeño talud de la acequia y
en el momento a que se refiere mi confidencia debió Renzo de decir alguna
badajada cuando la pastoril doña María le increpa así:
-Ceguera y muy espesa es
la ignorancia, mi pobre Renzo, y así no me admira tu susto y sobresalto en
cosas corrientes -y ya juzgadas de muy antiguo. ¡Celoso tú...! Ni podía ser
otra cosa: ignorancia y celos. ¿Qué habrá más natural sino que anden juntas las
dos cegueras, la del entendimiento y la de la voluntad? Pero ya saldrás,
pastorcillo fiel, ya saldrás del antro oscuro a vivir la vida diáfana del saber
y de la razón, y entonces..., sin negruras en el cerebro, curarás de los celos
del corazón... Pasión de la plebe, baja pasión que desvanece el sol de la
ciencia, la educación, el progreso, indispensable menester de las sociedades...
Sí y sí..., mi Renzo.
El pastor-hortelano no
está pendiente de los labios de su interlocutora hasta el punto de que tal
alarde concionatorio le prive todo otro movimiento y hasta el menor gesto; muy
al contrario, se ocupa en recortar una caña verde haciendo esas gaiticas con
que arman bulla los muchachos campesinos, lo cual, muy lejos de ser echado a
descortesía por la preopinante, agrádale mucho por lo simbólica que le resulta
la gaita, dadas sus aficiones pastoriles; por esto prosigue a favor del
silencio de Renzo:
La nobleza y la sabiduría matan los celos
como trasgos, y brujas de tiempos fanáticos huyeron al brillar el sol de los
inventos, la luz de la filosofia, el genio de las artes... Brillarás en la
corte a mi lado, mas tendrás que vivir rodeado de un mundo de hombres galantes
y conquistadores y de mujeres hermosas y fáciles, ¿y por eso vas a ser celoso?
¿Y por eso he de encarcelarte prestando oído a una moral rancia y desacreditada
que haría incompatible el esplendor de la vida palaciega? Me verás muchas
veces al lado de otros hombres, siendo objeto quizá de sus discretos, de sus
versos, de sus cartas, ¿y por eso habías de descomponerte, siendo el ridículo y
la rechifla...?
Renzo aplica sus labios
al cañuto recién cortado y sopla recio dos o tres veces saliendo sonidos huecos
y no pocas ralladuras de las que hizo con la navaja al cortar la caña.
-En tiempo de los
trovadores allá en la gentil Provenza, el único pueblo que se impuso a los
errores morales del mundo timorato y gazmoño, reinas y princesas tenían su
trovador favorito que las amaba cantándolas y enalteciéndolas con gran
dignación de sus propios ilustres esposos, que incluso colmaban de honores y
riquezas a estos amantes de sus mujeres por entender que su genio aumentaba y
avaloraba sus coronas poniendo encima de ellas...
Renzo da tres o cuatro
chiflidos consiguiendo ya obtener un sonido aflautado, bien que muy turbio e
imperfecto.
-Sólo a expensas de su
ilustración, de su talento, pudo llegarse a esa quietud y apacibilidad de los
espíritus y esto te dará la medida de lo que tú serás cuando, educado al modo
palaciego, mi Renzo, bueno...
Creyó doña María
sorprender en su silencioso contertulio asomos de un signo negativo como
desaprobando sus palabras, cuando continuó así:
-Sí, sí; no te quepa
duda; cuando hayas llegado a trovar, cuando seas cantor, que llegarás a serlo,
te harás despreocupado, mirarás más alto que lo que montan las trivialidades
del pudor acomodaticio, vulgarote...
Nuevas y repetidas
negaciones debió captar la señora doña María, pues, y ahora casi violentamente
en son de reprensión nada amistosa, le dijo, acercándose mucho:
-¿Pues qué, crees que en
el mundo podría darse la galantería, esa generosidad de la comunicación entre
hombres y mujeres que prescinde de moldes y convencionalismos? ¿O eres de los
que perseguirás, necio, a tu rival y le darás horrenda muerte ensañándote en
sus despojos sangrientos hasta darte el gustazo de presentar a tu otra
Gabriela de Vergy el corazón caliente de su amado...?
Tan nerviosa y excitada
era. aquí la retórica de doña María que, realzada por lo tétrico y espantoso
del ejemplo dicho, Lorenzo hubo de levantar la vista de su trabajo presentando
el rostro a los ojos de la interpelante y contestarle atropelladamente:
-No, no, por amor de
Dios. Eso... es muy feo...
-Pues entonces -argumentó
con más suavidad doña María- ¿que harías si quisieras vengarte de la que te
engañó, infeliz? Si no le matas, ¿qué recurso te queda?
Un prolongado sonido, y
ahora ya claro, estridente y ridículo, salió de la flauta de caña, gracias a un
resoplido potentísimo del rústico inventor.
-Di, ¿qué harías
entonces? ¿Figúrate que me hallases a mí en el mundo brillante dejándome adorar
de algún poeta...?
Nuevo soplo y nueva nota
de varios compases de extensión por parte de Lorenzo, quien diríase embobado
ante la perfección de su última obra.
Vamos, óyeme... di, ¿cómo me castigarías...?
Dos, tres, cinco pitadas
agudísirnas siguieron a estas palabras y ahora ya con el deliberado intento de
bromear y como quien lanza los silbos por toda respuesta, pues harto bien
declaraba el juego la risilla burlona con que el adorado Renzo miraba a su
señora entre soplo y soplo.
Por más que ella hizo no
pudo sacarle del cuerpo su sistema de defensa y castigo contra la coquetería,
sistema que ocultó, si es que lo tenía, tras de aquella rechifla con que, según
mis referencias, terminó la entrevista de aquella tarde.
¡Y que no tenía miga la
tal situación! Quien viera a Lorenzo con su cara abrutada y«fematera» ocultando
a soplidos y risotadas dos ojillos de rata de agua que brillaban como los de un
sátiro dichoso, hubiera pensado en el genio de lo ridículo derrocando a silbidos
la estatua de la pedantería.
***
No sé cuánto tiempo pasó
desde los narrados acontecimientos ni si el amoroso fuego de aquella mitad
vestal y mitad diosa Razón alimentada en su pecho aristocrático-pastoril, fue
extinguiéndose o aumentando gradualmente hasta llegar al incendio voraz e
inextinguible. Entre el pueblo, atento siempre a los menores movimientos de
los de arriba, esta última opinión era la corriente, creyéndose a pies
juntillas que los amores eran llegados a su cenit cuando ocurrió lo que sigue:
Al ser Angulema enviado a
España para realizar la cabalgata, desfile o llámese como se quiera a lo que
entonces se tituló advenimiento de los cien mil hijos de San Luis, fue rodando
a Calatayud un destacamento de coraceros a cuyo frente formaba bizarro oficial,
titulado conde Hipolithe Longferrier, hombre de vastísima ilustración, gran
valor y prendas personales, muy enterado de los asuntos de España, cuyo idioma
hablaba muy suficientemente por haber ganado sus primeros grados en las
campañas napoleónicas de los años ocho y nueve, y hombre guapísimo, galante y
muy dado a pleitos de cortesanos y enredos de alto coturno.
Estrechas como andaban
las relaciones entre magnates y franceses por la razón política que se alcanza
a quien recuerda estas cosazas de nuestros males contemporáneos, no hay por qué
decir que el oficial francés, conde por añadidura, fue presentado a doña María
cuyo trato y casa frecuentó hasta la intimidad. Y no sé si fruto de tan
deliciosas franquezas sería el llegar a lo pastoril por seguir
aquel soberano amor
que la musa pinta ciego,
y que, según cuentan
hace al pastor palaciego
y al palaciego pastor.
Algo de esto hubo de
ocurrir, pues bien pronto apareció Lorenzo que otro mayoral hacía migas, y muy
buenas migas a fe, en la majada ilustre de los Cetina. Por vez primera en
muchos meses se dio el caso de pasar dos días sin ver a su dueña y señora y si
al tercero consiguió verla en el jardín, fue del brazo del oficial, hablando
en francés o al menos en algo que Lorenzo no entendió y que a todo se parecía
menos a los idilios pasados... Animada, viva, cortés y zalamera la conversación,
más que un andante pastoral se parecía al allegro
de una cavaletta.
Pocos días después el
destacamento, con orden de marchar hacia el Norte, desfiló por la calle
estrecha más que sombría, por el alto muro del caserón solar de los Cetina,
resonando en los guijarros las herraduras de la caballería imperial que llenaba
el aire con su piafar como quien pide leguas y camino duro para satisfacer el
ansia de las resistencias y del obstáculo. Doña María, puesta en el balcón de
su sala feudal, acompañó con la vista el escuadrón, cuyo jefe se volvía a mirar
cómo la señora sonreía, enviándole repetidos adioses con el pañuelo.
Aquella noche, sin más
noticia que la que tuvo el administrador, quien, llamado a última hora, recibió
fuerte golpe de moniciones, avisos, poderes y encomiendas apresuradas, doña
María hizo ensillar su potro y, con una maleta a la grupa, partió en la misma dirección
que la caballería tomase horas antes. El amor, sin duda por lo que tiene de
imagen, convirtió en brújula su movediza voluntad y esta vez, destinada a
marcar el rumbo de la estrella buena o mala de los franceses, indicó fatalmente
el Norte..., porque al Norte mandaban ir los pliegos del mariscal de Francia.
***
Ignoro si aquellos pujos
de amor natural en que la señora quiso adiestrar al criado consiguieron
levantar en él alguna chispita de entusiasmado y verdadero amor por tan
encopetada zagala; ni si él, llegado a consentir al cabo de tantas confiadas
églogas en la posesión de ánimo de su dueña, prefería, allá en sus adentros de
refinado materialista, el bienestar que le esperaba siendo señor de vasallos al
mismo gozo de la posesión del objeto de sus amores en la señora adyacente.
En lo que no cabe duda es
en la manera cómo el pueblo interpretó los románticos amoríos al punto
inaugurados, dándolo ya todo por hecho y finiquitado, tanto que en cuestión de
dos meses el palurdo Lorenzo se vio distinguido, obsequiado y lleno de saludos
y deferencias de sus coterráneos y probables pecheros o redituarios ad futurum.
En función de los
razonamientos anteriormente expuestos no se hace dificil calcular la somanta
que aguantarían las costillas del pobre diablo, conocida que fue la causa de
aquella fuga y cuando por cosa clara se supo que doña María se había largado
lisa y llanamente a correrla con el oficial en el propio París de la Francia. Por una gran
temporada fue Lorenzo el tema de todas las bromas aldeanas, la más pesada
acepción de broma, y de todas las cuchufletas del horno, de la barbería, de
los porches de la plaza y demás acreditados mentide-ros de Calatayud.
Necesitó no pocas veces
de su cachaza, su buena fama anterior y su gran mano en la porción de
especialidades rusticanas que nadie le negaba, para no quedar el bicho más
ridículo de la comarca y moralmente inhábil en cuestión de faldas. Gracias a
todas esas prendas, sin embargo de lo corrido, nadie se lo tuvo en cuenta para
lo que pudiera hacerle daño grave; luego el tiempo fue apagando los recuerdos
y ocho o diez años más tarde nadie veía en Lorenzo al desafortunado Apolo de
aquella Dafne fugaz de marras.
¿Diez años...? ¡Ya lo
creo...! Como no fuesen más los que transcurrieron sin saberse de la ilustre
dama en la ciudad. Es decir, tanto como saberse ya se sabía, pues al poco
tiempo de su marcha comenzó el adrrvnistrador a recibir cartas de ella
pidiendo dinero, y esto con tal frecuencia y en tales cantidades, que el buen
hombre anduvo al principio de medio lado para servirla, luego ya la fue
imposible complacerla; mas vencido el imposible,con una porción de hipotecas y
ventas ruinosas, fue coser y cantar el quedar reducido a cero el inmenso
patrimonio de los Cetina que sucumbió, como todos sus semejantes, a fuerza de
pleitos, cambalaches y judiadas.
Aparte este aspecto
económico que excesivamente tenía la correspondencia entre propietaria y
apoderado, nada se supo a ciencia cierta respecto de la vida y milagros de doña
María, sino que fue mermando su hacienda, que luego se redujo a lo peor de su
primer estado y que, al fin, la propia casa nativa con el huerto y todas las
tierras, el ganado y la administración, cambiaron de mano sin que a los Cetina
quedase un geme de tierra del Giloca donde ejercer señorío.
Ya haría de esto un par,
de años cuando tan olvidados asuntos volvieron a ponerse de moda con ocasión de
una carta que recibió la nodriza de doña María, mujer hacendosa y casada con un
hombre de bien, sin hijos, circuns-tancias que le permitieron, a favor del buen
arrimo que en sus principios prestáronle los señores, hacer casa con su par de
«abríos» y una buena porción de corricos en la huerta.
***
Gana de llorar daba,
según la pobre mujer, leer las razones y quejas de la triste doña María, las
historias de sus desventuras amorosas tan oportuna y moralmente mezcladas de
desengaños que pudieran construir a sus expensas una de aquellas novelas dichas
ejemplares los ejemplares autores que en el tiempo dorado de las letras tejían
esta clase de enseñanzas literarias.
Inútil es que diga cómo
todas las lenguas se lanzaron sobre estos párrafos de la escrita confesión de la
altiva Cetina fantaseando a su gusto y presentándola en la corte de Francia,
siendo primero envidia de princesas y reinas, luego espejo de cortesanas
impúdicas y a la postre mujercilla andariega, triste ornato de aceras y paseos
en las grandes ciudades.
Nada de esto pude
comprobar por más que a facie populi
corriera como punto discutido y aprobado. Lo único que resultó evidente por
ser extremo principal de la carta mencionada, fue el deseo manifiesto de volver
a la patria Bilbilis, aspiración que con todos sus ahíncos pondría en ejecución
si sabía que aquella honrada mujer no tendría asco de recibirla en su casa y se
prestaba a cobijarla por pura beneficencia hasta el fin de sus amargos días. Y
aunque se supo después, porque previa la contestación de la nodriza ofreciéndole
su pobre morada en pago de franca gratitud siempre viva en su alma, a los
quince o veinte días llegó doña María, llorosa, desmejorada, vieja y hecha una
calamidad, tomando, reconocida y humilde, posesión de aquel asilo, única puerta
abierta con que el mundo brindaba a los extintos fulgores de su apellido.
Como si no hubiesen
pasado tantos años, el sentido popular, que tiene mucho de irracional en la
manera de repetir los recuerdos con brutal fidelidad, con inhumana justicia,
volvió a zarandear a Lorenzo -otrora Renzo-
y otra vez le salieron los colores al rostro cuando la broma sangrienta le
recordaba en la plaza, en el campo, en las esquinas, aquella ilusión pasada y
el latigazo que la señora infiriera en su dignidad de hombre a su candor
campesino casi dos lustros y medio atrás.
En todos los pueblos de
nuestras tierras son casi diarias las rondallas en que los mozos celebran o
burlan a los ídolos ya venerados, ya caídos y rotos de sus amores, pero mucho
más en la época de las Carnestolendas y en las villas grandes o ciudades chicas
donde no una, sino tres o más rondas, no dan reposo a guitarras y vihuelas
durante las tres noches que el uso autoriza la sonora práctica.
En una de estas noches,
cuando, bien bebidos los hombres y bien tirantes las cuerdas, suelta la musa
popular esas coplas destello de un genio nervioso y materialista y que por eso
mismo son a la vez verdades eternas y sátiras sangrientas, besos obscenos y
coces de cuadrúpedo, entremezcladas con algún que otro delicado sentimiento
digno del mármol y del libro, iba calle abajo nuestro héroe entre seis animados
compañeros y así, al compás de su jota, llegaron al pie de una ventana que hizo
crispar los dedos y romper de un arañazo la prima de su guitarra; detrás de la
ventana dormía la que fue su señora y luego su castigo, su mueca, su irrisión.
Veinte pasos antes, un
compañero había cantado la copla, esa famosa que en Calatayud compusiera hace
muchos años el genio oscuro del pueblo para castigo de una cierta Dolores, cuya
vida, según el verso, no fuera todo lo arreglada que piden los cánones morales.
Aún resonaban en su oído los dos primeros versos de la canción, cuando,
parándose todos bajo la ventana, y no se sabe si con mala intención, pidieron a
coro una «canta» a Lorenzo.
Éste escupió, se echó a
un lado y cantó con voz que parecía una maldición:
Si vas a Calatayud
Pregunta por la María
Que hace los mismos favores
Que la Dolores
hacía.
013. Aragón
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