Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 7 de agosto de 2012

Eugenesia


Una dama de calidad se enamoró con tanto frenesí de un tal señor Dodd, predicador puritano, que rogó a su marido que les permitiera usar de la cama para procrear un ángel o un santo; pero, concedido el permiso, el parto fue normal.

118. anonimo (europa)

El paje y el rey


Había una vez un rey muy triste que tenía un sirviente, que como todo sirviente de rey triste, era muy feliz.
Todas las mañanas llegaba a traer el desayuno y despertaba al rey cantando y tarareando alegres canciones de juglares. Una gran sonrisa se dibujaba en su distendida cara y su actitud para con la vida era siempre serena y alegre.
Un día, el rey lo mandó llamar.
-Paje -le dijo- ¿cuál es el secreto?
-¿Qué secreto, Majestad?
-¿Cuál es el secreto de tu alegría?
-No hay ningún secreto, Majestad.
-No me mientas, paje. He mandado cortar cabezas por ofensas menores que una mentira.
-No le miento, Majestad. No guardo ningún secreto.
-¿Porqué estás siempre alegre y feliz? ¿Eh? ¿Por qué?
-Majestad, no tengo razones para estar triste. Su Majestad me honra permitiéndome atenderlo. Tengo mi esposa y mis hijos viviendo en la casa. Su Majestad me premia de vez en cuando con algunas monedas para darnos algunos gustos. ¿Cómo no estar feliz?
-Si no me dices ya mismo el secreto, te haré decapitar -dijo el rey-. Nadie puede ser feliz por esas razones que has dado
-Pero, Majestad, no hay secreto. Nada me gustaría más que complacerlo, pero no hay nada que yo esté ocultando...
-¡Vete! ¡Vete antes de que llame al verdugo!
El sirviente sonrió, hizo una reverencia y salió de la habitación El rey estaba como loco. No consiguió explicarse cómo el paje estaba feliz viviendo de prestado, usando ropa usada y alimentándose de las sobras de los cortesanos. Cuando se calmó, llamó al más sabio de sus asesores y le contó su conversación de la mañana.
-¿Por qué es feliz?
-Ah, Majestad, lo que sucede es que él está fuera del círculo.
-¿Fuera del círculo ?
-Así es.
-¿Y eso es lo que lo hace feliz?
-No, Majestad, eso es lo que no lo hace infeliz.
-A ver si entiendo, estar en el círculo te hace infeliz.
-Así es.
-Y él no está.
-Así es.
-¿Y cómo salir?
-¡Él nunca entró!
-¿Qué círculo es ese?
-El círculo del 99.
-Verdaderamente, no te entiendo nada.
-La única manera para que me entiendas será mostrándote los hechos.
-¿Cómo?
-Haciendo entrar al paje en el círculo.
-Eso, obliguémoslo a entrar.
-No, Majestad, nadie puede obligar a nadie a entrar en el círculo.
-Entonces habrá que engañarlo.
-No hace falta, Su Majestad. Si le damos la oportunidad, él entrara solito, solito.
-Pero ¿no se dará cuenta de que eso es su infelicidad?
-Sí, se dará cuenta.
-Entonces no entrará.
-No lo podrá evitar.
-¿Dices que él se dará cuenta de la infelicidad que le causará entrar en ese ridículo círculo, y de todos modos entrará en él y no podrá salir?
-Tal cual, Majestad, ¿estás dispuesto a perder un excelente sirviente para poder entender la estructura del circulo?
-Sí.
-Bien, esta noche te pasaré a buscar. Debes tener preparada una bolsa de cuero con 99 monedas de oro, ni una más ni una menos. ¡99!
-¿Qué más? ¿Llevo los guardias por si acaso?
-Nada más que la bolsa de cuero. Majestad, hasta la noche.
-Hasta la noche.
Así fue. Esa noche el sabio pasó a buscar al rey. Juntos se escurrieron hasta los patios del palacio y se ocultaron junto a la casa del paje. Esperaron el alba. Cuando dentro de la casa se encendió la primera vela, el hombre sabio agarró la bolsa y le pinchó un papel que decía:

Este tesoro es tuyo.
Es el premio por ser un buen hombre.
Disfrútalo y no le cuentes a nadie cómo lo encontraste.

Luego ató la bolsa con el papel en la puerta del sirviente, golpeó y volvió a esconderse.
Cuando el paje salió, el sabio y el rey espiaban desde atrás de unas matas lo que sucedía. El sirviente vio la bolsa, leyó el papel, agitó la bolsa y al escuchar el sonido metálico se estremeció. Apretó la bolsa contra el pecho, miró hacia todos lados y entró en su casa.
Desde afuera escucharon la tranca de la puerta, y se arrimaron a la ventana para ver la escena. El sirviente había tirado todo lo que había sobre la mesa y dejado sólo la vela. Se había sentado y había vaciado el contenido en la mesa. Sus ojos no podían creer lo que veían.
¡Era una montaña de monedas de oro! Él, que nunca había tocado una de estas monedas, tenía hoy una montaña de ellas para él.
El paje las tocaba y amontonaba, las acariciaba y hacía brillar la luz de la vela sobre ellas. Las juntaba y desparramaba, hacía pilas de monedas. Así, jugando y jugando, empezó a hacer pilas de 10 monedas Una pila de diez, dos pilas de diez, tres pilas, cuatro, cinco, seis, y mientras sumaba 10, 20, 30 ,40, 50, 60... hasta que formó la última pila: ¡9 monedas!
Su mirada recorrió la mesa primero, buscando una moneda más. Luego el piso y finalmente la bolsa.
"No puede ser", pensó.
Puso la ultima pila al lado de las otras y confirmó que era mas baja.
-¡Me robaron -gritó- me robaron, malditos!
Una vez más busco en la mesa, en el piso, en la bolsa, en sus ropas; vació sus bolsillos, corrió los muebles, pero no encontró lo que buscaba. Sobre la mesa, como burlándose de él, una montañita resplandeciente le recordaba que había 99 monedas de oro, sólo 99.
"99 monedas de oro. Es mucho dinero", pensó. "Pero me falta una moneda. Noventa y nueve no es un número completo" pensaba. "Cien es un número completo, pero ¡noventa y nueve no!"
El rey y su asesor miraban por la ventana. La cara del paje ya no era la misma, estaba con el ceño fruncido y los rasgos tiesos, los ojos se habían vuelto pequeños y arrugados y la boca mostraba un horrible rictus, por el que asomaban sus dientes. El sirviente guardó las monedas en la bolsa, y mirando para todos lados para ver si alguien de la casa lo veía, escondió la bolsa entre la leña. Luego tomó papel y pluma y se sentó a hacer cálculos sobre cuánto tiempo tendría que ahorrar para comprar su moneda número cien.
Todo el tiempo hablaba solo, en voz alta. Estaba dispuesto a trabajar duro hasta conseguirla. Después, quizás, no necesitaría trabajar más. Con cien monedas de oro un hombre puede dejar de trabajar. Con cien monedas un hombre es rico. Con cien monedas se puede vivir tranquilo.
Sacó el cálculo. Si trabajaba y ahorraba su salario, y algún dinero extra que recibiera, en once o doce años podría juntar lo necesario.
"Doce años es mucho tiempo", pensó. "Quizás pudiera pedirle a mi esposa que buscara trabajo en el pueblo por un tiempo".
Y él mismo, después de terminar su tarea en el palacio, a las cinco de la tarde, podría trabajar hasta la noche y recibir alguna paga extra por ello. Sacó las cuentas: sumando su trabajo en el pueblo, y el de su esposa, en siete años reuniría el dinero. ¡Era demasiado tiempo! Quizás pudiera llevar al pueblo lo que quedaba de comida todas las noches y venderlo por unas monedas. De hecho, cuanto menos comieran, más comida habría para vender... Vender... Vender... Estaba haciendo calor, ¿para qué tanta ropa de invierno? Era un sacrificio, pero en cuatro años de sacrificios llegaría a su moneda cien.
El rey y el sabio volvieron al palacio. El paje había entrado en el círculo del 99...
Durante los siguientes meses, el sirviente siguió sus planes tal como se le ocurrieron aquella noche.
Una mañana, el paje entró a la alcoba real golpeando las puertas, refunfuñando y de pocas pulgas.
-¿Qué te pasa? -preguntó el rey de buen modo.
-Nada me pasa, nada me pasa.
-Antes, no hace mucho, reías y cantabas todo el tiempo.
-Hago mi trabajo, ¿no? ¿Qué querría su Majestad, que fuera su bufón y su juglar también?
No pasó mucho tiempo antes de que el rey despidiera al sirviente. No era agradable tener un paje que estuviera siempre de mal humor.
A veces, por querer mucho, perdemos lo poco que tenemos...

118. anonimo (europa)

El origen del templo


Dos hermanos, el uno soltero y el otro casado, poseían una granja cuyo fértil suelo producía abundante grano, que los dos hermanos se repartían a partes iguales.
Al principio todo iba perfectamente. Pero llegó un momento en que el hermano casado empezó a despertarse sobresaltado todas las noches, pensando:
"No es justo. Mi hermano no está casado y se lleva la mitad de la cosecha; pero yo tengo mujer y cinco hijos, de modo que en mi ancianidad tendré todo cuanto necesite. ¿Quién cuidara de mi pobre hermano cuando sea viejo? Necesita ahorrar para el futuro más de lo que actualmente ahorra, porque su necesidad es, evidentemente, mayor que la mía".
Entonces se levantaba de la cama, acudía sigilosamente adonde su hermano y vertía en el granero de éste un saco de grano.
También su hermano soltero comenzó a despertarse por las noches y a decirse a sí mismo:
"Esto es una injusticia. Mi hermano tiene mujer y cinco hijos y se lleva la mitad de la cosecha. Pero yo no tengo que mantener a nadie más que a mí mismo. ¿Es justo, acaso, que mi pobre hermano, cuya necesidad es mayor que la mía, reciba lo mismo que yo?"
Entonces se levantaba de la cama y llevaba un saco de grano al granero de su hermano.
Un día, se levantaron de la cama al mismo tiempo y tropezaron uno con otro, cada cual con un saco de grano a la espalda.
Muchos años mas tarde, cuando ya habían muerto los dos, el hecho se divulgó. Y cuando los ciudadanos decidieron erigir un templo, escogieron para ello el lugar en el que ambos hermanos se habían encontrado, porque no creían que hubiera en toda la ciudad un lugar más santo que aquél.

118. anonimo (europa)

Los ladrones de nueces


Dos ladrones de nueces se refugian en un cementerio para distribuirse el botín. Hacen el ruido suficiente como para que el sacristán los oiga desde el presbiterio, y decide ir a ver qué pasa. Es de noche; el sacristán divisa entre las tumbas dos siluetas que le parecen horrorosas. Parecen estar contando y el hombre les oye decir:
-Una para ti, una para mí, una para ti, una para mí...
Aterrorizado, el sacristán echa a correr, va a buscar al párroco y tiembla al contarle la cosa a su manera:
-He visto al buen Dios y al diablo juntos en el cementerio. Se lo aseguro: estaban repartiéndose las almas de los difuntos.
El cura levanta los brazos al cielo, pero el otro insiste tanto que termina por seguirle. Se acercan los dos suavemente al triste lugar en el que se entierra a los humanos, pero no se atreven a entrar y se contentan con prestar atención. En ese momento, los ladrones han terminado de contar las nueces de los dos sacos colocados ante ellos. Y uno de ello le dice a su compañero: «Ve a buscar a los dos otros que están detrás del muro». Creyendo que hablan de ellos, el párroco y el sacristán huyen despavoridos. Aún siguen corriendo.

Traducción : Esperanza Cobos Castro

120. anonimo (francia)

Lección dada a un jorobado


Cuenta una historia que un jorobado, escuchando a un predicador, se le hacía difícil creerle sobre la perfección de la obra de Dios. Un día lo esperó a la salida de la iglesia y le dijo:
-Usted pretende que Dios lo hace todo bien, pero ¡mire cómo me hizo a mí!
El predicador lo examinó un instante y le contestó:
-Pero, amigo mío, ¿de qué se queja? ¡Está muy bien hecho para ser jorobado!

120. anonimo (francia)

La pava


Sucedió a mediados del pasado siglo, un año particularmente inclemente, en la costa al sur de Languedoc. El invierno, tardío, había sido muy riguroso, y la sequía se había hecho notar a partir de Pascua. Y, he aquí que, a finales de año, Marinette y Fernand se encontraban sin un céntimo. Habían renunciado hacía tiempo a la chimenea, que tiraba de forma caprichosa según soplara el viento, y sólo se calentaban con una vieja estufa, completamente desgastada por los fregados. Desde cuatro domingos antes de Navidad habían estado oyendo la voz de las campanas que la anunciaban: «¡Tan! ¡Tan! ¡Tan! La Navidad se va. Déjadla marchar, que ya volverá». Al oír el repique de campanas, Marinette, que volvía de la montaña Negra, lejos, al norte, se puso a entonar una canción de su infancia: «A la venguda de Nadal, un bel capon dins cada ostal» (Por Navidad un hermoso pollo capón en cada hogar). Y le dijo a su marido:
-Necesitaríamos un buen capón, o mejor, una buena pava, y asarla para la cena de Nochebuena.
-Sí, pero ¿cómo? -le contestó Fernand. Sabes bien que la cosecha ha sido escasa, muy escasa.
-¿Y si vendiéramos la estufa y nuestro viejo caldero?
-¡Pardiez! -decide-. Hace demasiado tiempo que no hemos tenido una fiesta.
A partir del día siguiente, Marinette acechó el paso del ropavejero que se anunciaba desde lejos con el grito de «¡Se compran pieles! ¡Ropa, chatarra!». Y tan pronto como lo oyó salió a la puerta de la casa para detenerlo.
-¿Qué tal le va, señor Louis? Lo estaba esperando ¿Quiere comprarme mi estufa y mi caldero?
-Con mucho gusto, Marinette.
-¿Cuánto me ofrece usted?
-¡Ah! eso depende del peso. Enséñamelos.
La estufa y el caldero, muy desgastados, no pesaban demasiado y su precio no bastaría para comprar una pava. Marinette reflexionó y dijo:
-¿Y si además le diera dos lámparas de aceite de estaño que heredé de mis abuelos?
Después de haber examinado y pesado todo el lote, el señor Louis le dio un luis y 15 sous. Al día siguiente, víspera de Navidad, Marinette se levantó al alba para ir al mercado, donde compró una hermosa pava de diez libras, totalmente desplumada. Mientras tanto, Fernand había ido detrás de la casa a coger dos haces de sarmientos y algunas cepas de viña, que había colocado allí para que se secaran después de la tala. Cuando llegó la tarde encendió fuego en la chimenea para colocar en él la pava en el asador. Marinette la había preparado con un buen relleno, y unas castañas se asaban lentamente en un extremo del fuego. Por fin, la pava estuvo dorada, con una piel crujiente, a gusto. Marinette y Fernand se disponían a sentarse a la mesa cuando, de repente, un perro vagabundo, un bastardo gris, empujó la puerta, entró en la habitación y se dio una vuelta por ella.
-¡Oh! mira -exclamó Fernand. ¿Has visto ese perro perdido?
-¡Eh! ¡es una perra, hombre! -replicó Marinette.
-Para mí que es un perro -aseguró Fernand.
-¡Pues bien! yo te digo que es una hembra -insistió la testaruda de Marinette.
Empezaron a discutir y argumentaron hasta que la pava tuvo tiempo de enfriarse. Finalmente, al límite de su paciencia, Fernand agarró el plato en el que había colocado la pava para partirla, y arrojó su contenido por la ventana, con un gesto de rabia. El perro, que había vuelto a salir y esperaba que le ofrecieran algún hueso, atrapó la pava y se fue a las viñas cercanas a devorar aquel banquete de Navidad que le caía del cielo.

Traducción : Esperanza Cobos Castro

120. anonimo (francia)

Jeanne et brimboriau


Un día, un mendigo pasó por una aldea pidiendo limosna; llamó a la puerta de una casa en la que vivía un hombre llamado Brimboriau con su esposa, Jeanne. Jeanne, que se encontraba sola en casa, acudió a abrir:
-¿Qué desea?
-Un trozo de pan, por favor.
-¿Adónde va usted?
-Al Paraíso.
-¡Ah!, muy bien -dijo la mujer. ¿No podría usted llevarle un pan y provisiones a mi hermana que está en el Paraíso desde hace tiempo? Debe carecer de todo. Si pudiera enviarle también ropa me quedaría muy contenta.
-Le haría ese favor de todo corazón -contestó el mendigo- sólo que no podré llevar tantas cosas. Necesitaría por lo menos un caballo.
-¡Ah! ¡por eso que no quede! -dijo la mujer. Coja nuestra Finette, y luego nos la devuelve. ¿Cuánto tiempo le llevará ese viaje?
-Estaré de regreso dentro de tres días.
El mendigo cogió la yegua y se marchó cargado de ropa y provisiones. Poco después regresó el marido.
-¿Dónde está Finette? -preguntó.
-No te inquietes -contestó su mujer. Hace un momento ha venido un buen hombre que se dirigía al Paraíso. Le he prestado a Finette para que le llevara a mi hermana ropa y provisiones que debe estar necesitando mucho. Le he enviado de ambas cosas para bastante tiempo. El buen hombre regresará dentro de tres días.
Brimboriau no se sintió muy contento; sin embargo esperó los tres días. Al cabo de ese tiempo, al ver que la yegua no regresaba, le pidió a su esposa que lo acompañara a buscar al animal. Ahí van los dos recorriendo la campiña. Al pasar junto a un lugar en el que habían enterrado un caballo, Jeanne vio una de las patas que salía de la tierra.
-Ven rápido -le gritó a su marido. Finette está empezando a salir del Paraíso.
Brimboriau acudió corriendo y, cuando vio de qué se trataba, se enfureció.
Mientras tanto, llegaron unos ladrones que apresaron a Brimboriau y a su mujer. Encontraron, no obstante, forma de escapar y se llevaron consigo una puerta que los ladrones habían robado de una casa. Como se había hecho muy tarde, se subieron los dos a un árbol para pasar la noche; Brimboriau llevaba consigo la puerta. Poco después, el azar quiso que los ladrones vinieran a colocarse justamente al pie de aquel árbol, para contar el dinero que habían robado. Mientras estaban tranquilamente sentados, Brimboriau dejó caer sobre ellos la puerta. Los ladrones, aterrorizados, se pusieron a gritar: «¡Es el buen Dios que nos castiga!» y huyeron despavoridos dejando atrás el dinero. Brimboriau se apresuró a recogerlo, y le dijo a su mujer:
-No nos fatiguemos más buscando a Finette, ya tenemos con qué reemplazarla.

Traducción : Esperanza Cobos Castro

120. anonimo (francia)