Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 29 de mayo de 2012

¡«Carbó de la pilla»!

El trigo «se espantó» en 1813. No hubo cosecha, no hubo trabajo y al hambre la veían correr por los campos de Me­norca. A pesar de ello, el campesino se veía precisado a sub­sistir, necesitaba aquellas escasas monedas con que comprar las mínimas provisiones para él y su familia. El señor podía pasar un mal año. Tenía dinero, al menos el suficiente para resistir, y tierras en las que, mal que mal, siempre crecería algo que llevarse a la boca.
Pero el jornalero no. El jornalero tenía que vivir de su trabajo y aquel año, a falta de otras ocupaciones, tuvo que inventarse una nueva. En las fincas había grandes extensio­nes de monte bajo donde crecían los arbustos, acebuches y matorrales de mirtos y lentiscos. Aquellas tierras, aun te­niéndolo, no parecían tener dueño y hacia ellas se dirigieron los desesperados braceros. Aquella leña, convenientemente troceada y quemada, se convertía en un carbón de mala ca­lidad, elaborado más o menos clandestinamente, y las pocas monedas que proporcionaba su venta, ayudaban a aliviar las necesi-dades de aquellos hambrientos.
Pronto el carbó de la pilla fue una práctica generalizada en toda la isla. Aquel elemental pillaje tenía solamente como objetivo la leña de los arbustos. Ni las escasas hortalizas, ni las frutas de los huertos, ni los flacos animales que pacían en las dehesas, fueron objeto de la rapacidad de aquellas gentes, cuyo sentido de la honradez estaba por encima de sus acu­ciantes necesidades.
Por eso, la práctica de trabajar el carbó de la pilla fue abandonando, poco a poco, la clandestinidad de aquellas cue­vas, ennegrecidas por el humo de las piras, y salió a cielo abierto, si no con la permisividad, al menos con la tolerancia de los amos de los predios.
La historia, la negra historia de aquel carbón, del carbón del hambre, está recogida por la tradición menorquina. Fa­milias enteras lograron subsistir gracias a él, trabajándolo incansablemente en el calvero de un bosque o al borde del mar.
Hubo también quien pagó por aquel carbón un elevado precio. Fue el caso de Antoni Triay, que, empeñado en ha­cerse con una gran mata, crecida en la ladera de un barranco, no advirtió que una de las rocas a las que se agarraba estaba suelta. Antoni se despeñó hasta el fondo, reventado por las peñas que cayeron sobre él.
No lejos de Sant Cristófol, en las inmediaciones de sa cova negra, su familia plantó una cruz de hierro. Era el ho­menaje a Triay y, en su persona, a todos los sufridos car­boneros de la pilla.

Fuente: Gabriel Sabrafin


092. Anónimo (balear-menorca)

Cabrera

La balear menor, la que ocupa el último lugar en la ha­bitual nomenclatura que del archipiélago hacen los libros de Geografía y la costumbre, tiene también su pequeño prota­gonismo en el campo de la leyenda. Por su escasa población y por no haber soportado nunca sobre ella una comunidad estable de habitantes, escasea su bagaje costumbrista que necesita de la gente y de su cotidiano roce para generarse y perpetuarse.
Las historias fantásticas que tienen a Cabrera como escena­rio son, pues, resultado de episodios espontáneos acaecidos cuando, por uno u otro motivo -generalmente el bélico-, la pequeña isla ha participado como protagonista en algunos momentos de la historia balear. Lo demás, el resto de histo­rias que hacen referencia a Cabrera, no pasan de ser simples anécdotas, algunas ciertamente muy dramáticas.
Considerado por los arqueólogos como una importante fuente de yacimien-tos, la colección de islotes que tienen a Cabrera como núcleo, es todavía un libro cerrado que algún día desvelará aspectos interesantes de la prehistoria balear. Vestigios de características tipológicas -tanto artísticas como domésticas- no encontradas en las islas mayores, ha­cen suponer una cultura donde la religión (restos de tem­plos) y la vida comunitaria (vestigios de tres poblados pre­históricos localizados en la pequeña Conejera) tendrían una singular importancia.
Cabrera, la «isla traidora para el navegante» como la de­finiera Plinio, fue en los tiempos lejanos donde cartagineses y romanos se disputaban el protago-nismo mediterráneo, el legendario y, según otros, probado fugar donde naciera Aní­bal. Para Plinio, la isla Tricada (antiguo nombre de Cabre­ra) fue siempre la cuna del cartaginés, y Estrabón, por su parte, sitúa en ella un templo a la diosa Juno, a cuya pro­tección se acogían las embarazadas en aquellos tiempos.
Sobre estas premisas, una imprecisa historia avalada en parte por el testimonio de algunos historiadores (Binimelis y Despuig, por ejemplo) nos cuenta cómo Amílcar Barca llevó a su esposa, en avanzado estado de gestación, hasta la Tricada para implorar un buen parto a Juno. Corría, a la sazón, el año 244 a. de C. y fue el caso que, hallándose en la pequeña isla, le llegó el momento de parir a la dama carta­ginesa y de ella nació el que más tarde sería gran caudillo Aníbal, preocupación máxima de Roma, a la que estuvo a punto de arrebatar su naciente hegemonía.
Algunos, rizando el rizo, dan por cierta y demuestran fe­hacientemente esta suposición, aportando el dato de que Aníbal Barca fue sietemesino, lo cual -dicen- parece pro­bado. Ello explicaría que, sin imaginar lo inminente del alumbramiento, la señora Barca se decidiera a emprender aquel incómodo crucero por el Mediterráneo.
Siglos después, allá por el IV de nuestra Era, se tienen noticias de otro eipsodio acaecido en Cabrera y protagoni­zado, esta vez, por una comunidad de monjes dedicada a prácticas piadosas y de estudio que llegaron a merecer el elogio de San Agustín. Así consta en la carta que el futuro santo dirigió a Eudosio, superior de los religiosos: «Debéis atender antes a las necesidades de la Iglesia que a la con­templación y al descanso» se dice en el documento, para continuar alabando la vida de santidad observada por los monjes. Sin embargo, tiempo después, como si ya la adver­tencia de San Agustín hubiera sido una premonoición, pare­ce que las costumbres y la vida de austeridad y privaciones que se seguían en el monasterio de Cabrera sufrieron tal re­lajamiento y degradación que el papa Gregorio Magno se vio obligado a enviar hasta allí a uno de sus legados, por­tador de duras reconvenciones. A saber qué cosas andarían haciendo los frailes para merecer del papa un comentario tan duro como: «los monjes del monasterio de Cabrera, que yace junto a Mallorca, viven tan disolutamente y su vida está manchada con tales maldades, que más bien parecen mili­tar al servicio del diablo que al servicio de Dios».
Con la ocupación sarracena, Cabrera se convierte en una plataforma ideal para las expediciones musulmanas a las otras islas, preferentemente a Mallorca, hasta que la media luna señorea al fin sobre todo el archipiélago. Siguen siglos de piratería en los que la isla, con su castillo roquero seño­reando sobre ella, conoce sucesiva-mente devastaciones y sa­queos por toda clase de naves en sus singladuras mediterrá­neas. Son siglos oscuros y silenciosos para la isla que, en alguna ocasión, es escenario de aventuras fantásticas vividas por literarios héroes de ficción. Vicente Espinel y Alain René Lesage hacen sar por allí a sus personajes Marcos de Obregón y Gil Blas de Santillana. Las aventuras picarescas que sugería el siglo de oro español, con las idas y venidas de sus bajeles por el Mediterráneo y las consiguientes hazañas de cautivos y evadidos de la morisma, hallaron en la pequeña isla balear el marco idóneo para alguno de sus pa­sajes.
Sin embargo, la gran epopeya trágica de Cabrera, su ver­dadera leyenda negra, se inicia un día de mayo de 1890, cuan­do cerca de diez mil soldados de Napoleón son desembarca­dos en ella. Son prisioneros, derrotados en la campaña de Andalucía que van a ser puestos a prueba, abandonados casi a su sola iniciativa para sobrevivir, durante cinco largos años sobre la superficie de Cabrera, con sólo las ruinas de alguna edificación rústica y los restos del viejo castillo para guarecerse. Cuando, cinco años después, los tres mil sobre­vivientes fueron reembarcados hacia su patria, los otrora aguerridos soldados imperiales eran la viva estampa de la degradación, el hambre y la miseria. Como ingrávidos espec­tros, depauperados y sin fuerzas casi, aún tuvieron las nece­sarias para prender fuego a la isla como queriendo hacerla desaparecer para siempre y con ella los recuerdos de muerte y cautiverio que, sin embargo, iban a perdurar en ellos.
Como perduró también Cabrera, con las entrañas llenas de cadáveres y las paredes del castillo grabadas con dramá­ticas inscripciones de nombres y fechas, testimonio indeleble de aquellos años.
A partir de entonces, una leyenda negra se añadió a nues­tra historia. Una leyenda fruto del dolor y la frustración, del lógico miedo y de la desesperanza que para aquellos hombres supuso el convivir diariamente con el hambre, la peste y la muerte, durante cinco largos e inacabables años.
Hoy, en Cabrera, se vive básicamente la misma soledad de siempre. Apenas unas edificaciones, pequeñas, en el recogido puerto de aguas clarísimas, para uso de pescadores y milita­res. Nada más. Un poco más lejos, las ruinas del viejo casti­llo, con seis siglos de historia sobre ellas, se alzan sobre el recinto de un pequeño cemen-erio cuya puerta metálica se mece, continuamente, con el viento. Es un cementerio con una sepultura solamente: la de Johannes Bochler.
Johannes fue sepultado allí el 1 de abril de 1944 cuando cayó del cielo con su avión, estrellándose sobre Cabrera. Era un piloto alemán sorprendido por una tormenta mientras vo­laba en cumplimiento de alguna misión bélica.
El desastre de la segunda guerra mundial hizo que nunca pudiera localizarse a ningún familiar del aviador caído que, de este modo, se vio olvidado de todos y enterrado en una solitaria isla del Medi-erráneo. Por eso el alma de Johannes no ha encontrado aún la paz eterna. En las noches de tor­menta, el viento se mezcla con los lastimeros quejidos del joven piloto, como si su espíritu errabundo anduviera -to­davía- en busca de algún ser querido que se compadeciera de él.
Eso cuentan en Cabrera y advierten al visitante que no se atreva a profanar la tumba, la única tumba del pequeño cementerio, pues, de hacerlo, una maldición idéntica podría caer sobre su espíritu.

Fuente: Gabriel Sabrafin


092. Anónimo (balear-cabrera)

Benet esteva

En 1530, la Isla no se había recuperado aún del trauma de las germanías que, durante tres años, diezmaron lo mejor de sus gentes. El odio, la venganza y la represalia, consecuencias lógicas de aquel enfrentamiento fratricida, no tuvieron mayor clemencia con los mallorquinies que el hambre o la peste, desata­das de costa a costa y asestando ciegamente el golpe de gracia a aquella generación tambaleante.
Otra vez más, el pueblo, el gran perdedor de siempre, do­blaba el espinazo de sol a sol, para reunir el importe de los one­rosos tributos que el virrey o el noble le imponían, arbitrariamente casi siempre, como venganza y escarmiento por la sublevación reciente. La guerra no había arreglado nada. Las diferencias so­ciales seguían abriendo abismos insalvables entre las clases y el soterrado grito del débil seguía sin llegar a los altos estamentos del poder.
En Sóller, la recogida villa mallorquina, se estaba pagando tam-bién un elevado precio por la redención de su castigo. En 20.000 libras fijó el virrey el importe del tributo que, al no po­der ser atendido en ocasiones, obligó a la pública subasta de los bienes de los vecinos. Desengañados, corroídos por el odio e im­potentes en su rebeldía, prefirieron algunos el refugio seguro de las vecinas montañas, donde era fácil la emboscada y poco peli­groso el asalto. Estaba naciendo una nueva generación de ban­doleros.
Tal vez uno de ellos fuera Benet Esteva. Pendenciero, tahur, blasfemo y partidario de resolver sus diferencias a punta de na­vaja, arrastraba tras sí una larga historia de violencias que le habían marcado como el peor indeseable de la villa. Nada era ca­paz de detener en su carrera de maldades que comenzaba, quizá, algún día aciago, como resultado de un lejano y trágico suceso.
Solamente se podía combatir a Benet con sus propios mé­todos y por eso, el domingo de carnaval por la noche, cuando amparándose en las sombras pretendía llegar hasta su casa, le ten­dieron, la emboscada. Silenciosos como fantasmas, tres emboza­das siluetas se abalanzaron sobre Benet, mientras el centelleo de una espada rasgaba las tinieblas. Se oyó el ruido de un cuerpo derrumbándose en el suelo y sólo los débiles gemidos del herido, impidieron a la oscura calleja recobrar su silencio acostumbrado.
Tres días duró la agonía de Benet debatiéndose en su lecho, desesperada-mente, entre la vida y la muerte. Largo plazo para reconsiderar su historia y buscar, en última instancia, la recon­ciliación con Dios y con los hombres. Pero eran inútiles las lágri­mas y las súplicas de su mujer. Benet se resistía a recibir la vi­sita del confesor, un humilde franciscano especialmente querido por los vecinos del pueblo, que estaba poniendo todo su empeño en rescatar el alma de aquel desgraciado.
Pensó el buen fraile que tomando el crucifijo del altar, una pequeña imagen por la que todos en Sóller demostraban una sin­cera devoción, conseguiría al fin su propósito y se presentó con ella en la casa del moribundo. Benet pareció enloquecer a la vista del Cristo. Con el rostro desencajado y los ojos vidriosos ya por la muerte, volvió la espalda al franciscano y, arañando la encala­da pared de su alcoba, blasfemaba y gritaba denuestos contra sus desconocidos agresores negándose a concederles el perdón y pro­firiendo las más espantosas maldiciones.
Sin admitir su derrota, el fraile franciscano se acercó más al lecho y, en el nombre de Dios, conjuró a Benet pidiendole que depusiera su actitud. Era un duelo, un combate dramático entre las fuerzas más antagónicas. Cuanto más renegaba el contumaz forajido, más y con mayor fuerza insitía el religioso, llorando, implorando la salvación de su alma que se le escapaba por mo­mentos.
De pronto, una gota caliente cayó sobre la crispada mano del fraile, una gota que se había deslizado ¡sí! de la imagen de Cristo. ¡El crucifijo sudaba! Como queriendo demostrar el es­fuerzo que le costaba doblegar la resistencia del pecador impe­nitente, la imagen estaba bañada por cuantiosas gotas de un su­dor rosáceo que afloraban incesantemente por toda su pequeña anatomía.
-¡Benet, Benet!, suplicaba el franciscano arrodillado jun­to al lecho.
Pero Benet, en un último esfuerzo, lanzó otra horrísona blas­femia y, convulsionándose en un espasmo, expiró. Era el miérco­les de ceniza de 1530.
Por la tarde, de forma anónima y como a escondidas, alguien cavó un hoyo en el lecho del torrente Creuer -hoy Torrentó d'en Creueta- y depositó allí el cadáver de Benet Esteva. A la ma­ñana siguiente, sin embargo, nadie fue capaz de dar con su cuer­po. La enorme tormenta descargada durante la noche, arrastró por el torrente rocas y árboles y su cauce aparecía socavado y deshecho en toda su longitud.
Ni la tierra fue capaz de acoger en sus entrañas los despojos del infeliz Benet.
Guardado en el interior de un marco y muy cerca de la ima­gen del Santo Cristo de Sóller un viejo documento que firma «Joannes Vich, Epus. Majoricen.» relata, sucintamente, el argu­mento de esta historia. Alguien le contaría al obispo Vich y Man­rique -prelado mallorquín desde 1573 hasta 1604- el especta­cular, suceso y éste, convencido de su veracidad, no dudó en re­frendarlo con su firma. Por su parte, el testimonio generacional, le ha conferido el carisma tradicional de las leyendas.

Fuentes: J. Nicolau Bauzá: El Santo Cristo de Sóller.


092. Anónimo (balear-mallorca-sóller)

Balaixa

Una calle angosta, evocadora de recuerdos históricos, muy cerca de la escalinata del Calvario, lleva en el azulejo que la ro­tula un nombre antiguo y sugerente: Balaixa.
Pollensa que tantísima historia atesora entre sus piedras, pre­ñada de tradiciones y leyendas, cuna de poetas y pintores, alma sensible, en fin a todo aquello que pueda suponer una manifesta­ción del arte es, quizás, la villa mallorquina que permanece más fiel a sí misma; más identificada con su pasado y mucho más pró­xima a sus lejanísimas raíces. Ejemplo permanente para el resto de la Isla que en muchos casos ha olvidado o hecho almoneda de su historia y sus tradiciones, Pollença quiso rendir a Balaixa el homenaje imperece-dero de su recuerdo que, aún hoy, se mantie­ne vivo y latente en una leyenda y en una calle.
Balaixa, era hermosa, agraciada con todos los encantos de su raza agarena y devotamente sumisa a su padre, el moro Algatzení que, consciente de ser guardián de aquella joya, soñaba con des­tinarla para esposa de algún rico terrateniente.
Las alquerías de Algatzení y Beni-Gigar -hoy predios Ca'n Guilló y Son March-, no estaban geográficamente lejos aunque las separaba la enemistad de sus propietarios, iniciada mucho tiempo atrás y enconada por el paso de los años hasta el extremo de no poder soportarse mutuamente. Y fue precisamente ahí, en­tre la antigua rivalidad de dos vecinos, donde nació el más her­moso sentimiento de amor; Ben-Nassar, sucesor y heredero de los Beni-Gigar, estaba enamorado de Balaixa y era correspondido por la hermosa joven. La prohibición del viejo Algazetní fue tajante: su hija permanecería encerrada, y no vería nunca más al descen­diente de su enemigo,
Para Balaixa, que no podía ahogar con prohibiciones sus sen­timientos y que no quería tampoco faltar a su devoción filial, es­ta prueba superó los límites de su resistencia. Su risa se trocó en llanto; su alegría en languidez y su hermoso semblante se oscure­ció con la sombra de un intenso dolor. Balaixa estaba enferma de pena y en la impotencia de su sentimiento, añoraba sus encuen­tros con Ben-Nassar, en los reposados atardeceres de la alquería, bajo las flores de los almendros, rara especie de árboles que por entonces sólo en Beni-Gigar existían.
-Padre mío -imploraba-, sólo las blancas flores del al­mendro podrán curarme. Deja que una mi vida a la del hombre que mi corazón ama, deja que vaya a vivir para siempre bajo aquellos árboles y Balaixa volverá a reir, volverá a cantar y mi felicidad será de nuevo la tuya.
Algatzení, filósofo y astuto, no quiso cargar sobre sí la res­ponsabilidad total de la postración de su hija y, sagazmente, condicionó su bendición a que el joven Ben-Nassar ofreciera un ra­mo de flores de almendro a su enamorada, antes de que apare­ciese la próxima luna nueva. Así se lo dijo a Balaixa y la envió, en nombre de Alá, a las vecinas casas de Beni-Gigar. Arteramen­te sonreía el anciano al partir su ilusionada hija; los almendros -cargados de verdes hojas- estaban lejos de ver asomar las flores en sus desnudas ramas.
Balaixa y Ben-Nassar se fundieron en un apasionado abrazo y se besaron con toda el ansia que el distanciamiento les había impuesto. Tendidos bajo uno de los almendros de Beni-Gigar, los dos jóvenes sentían la felicidad de volver a tenerse, de volver a ser el uno para el otro, como si no existiera ante ellos sino un prometedor futuro lleno de dichas inacabables. Hasta que la mu­chacha expuso las condiciones de su padre.
La alegría de Ben-Nassar se esfumó de su semblante llevada por un soplo del tibio aire de la atardecida. Sabía que las pretensiones del Algatzení eran disparatadamente imposibles, y com­prendió la artimaña del viejo moro para separarle definitivamen­te de su amada.
Balaixa pasó aquella noche llorando, sumida en un descon­suelo que ni las caricias del joven Ben-Nassar, ni el sosiego de la cálida oscuridad, bajo el añoso almendro de Beni-Gigar, eran capaces de desvanecer. Balaixa lloraba y sus lágrimas las bebía ávidamente la sedienta tierra. Lágrimas amargas y calientes; lá­grimas de rabia,, de dolor y de pena que llegaron a las raíces del árbol y se convirtieron, por un milagro de amor, en una eclosión de flores, no, blancas como habitualmente las tenía el almendro sino con una pincelada rosa en cada uno de sus pétalos.
A la mañana siguiente, en cada flor temblaba una gota de rocío... o una de las lágrimas de Balaixa.
Si hemos de ser fieles a la totalidad del relato, debemos ter­minarlo como lo hacen aún las viejas padrines de Pollença:
Balaixa y Ben-Nassar vivieron juntos en una larga y fecunda felicidad llegando a ver la conquista de Mallorca por las huestes de Jaime I y abrazando la nueva fe en unión de sus hijos. Así discurría su vida hasta que un día, un sarraceno huido y amar­gado, envidioso de la felicidad que irradiaba Balaixa, encontrán­dola sóla en su alquería, le hirió quitándole la vida. Allí quedó su cuerpo bajo los almendros de Beni-Gigar, por cuyas ramas comenzaban a asomarse unas flores blancas y rosadas.  

Fuente: Gabriel Sabrafin


092. Anónimo (balear-mallorca-polleça)

Ahmed de «son batista»

Saliendo de Valldemossa hacia es girant de Deià, por la ca­rretera flanqueada de añosos plátanos, casi sin dejar el pueblo, a la izquierda, está Son Batista. Las casas de los amos, algo más arriba de la que habitan los aparceros, se llaman -¿por qué?-, ses cases d'es moro y cerca de ellas, una fuente de agua fresquí­sima guarda bajo las piedras de su bóveda leyendas, historias y milagros. Aquí encontraron los valldemosines las hostias del co­pón que los sarracenos robaran en su trágica correría del prime­ro de Octubre de 1552 y que fueron retornadas a la parroquia en solemne procesión. Aquí, cuentan, tuvo Sor Tomasseta -la santa local- visiones divinas y diabólicas y también aquí llegaba cada día Ahmed, a llenar su cántaro, con el agua que le enviaban a buscar sus señores,
Ahmed era un joven esclavo, bullanguero y retozón, cuya dia­ria visita alegraba al amo de Son Batista que le esperaba, como un compás de sosiego en medio de sus trabajosas faenas en la tierra.
Un día, empero, Ahmed llegó con la tristeza pintada en su moreno rostro. Unas lágrimas gordas, de niño, rodaban por sus mejillas y su pena parecía no tener consuelo. El payés quiso saber el origen de aquella inusitada tristeza y Ahmed le contó que al venir hacia el predio, corriendo y saltando, tropezó y rodó por el suelo rompiéndose su cántaro en mil pedazos. «¿Qué voy a ha­cer ahora? -sollozaba-, mi amo me castigará y me dará una paliza cuando vuelva, sin cántaro y sin agua».
-¡Ah, mi buen Ahmed!, ¿qué no haría yo por devolverte tu alegría de siempre? Si todo en este mundo tuviera tan fácil solución... Toma estas monedas, llégate al pueblo y compra otra jarra. Luego la llenas, cómo siempre, y regresas a tu casa. Y ríe muchacho, ríe de nuevo que tiempo tendrás en esta vida para el llanto.
Una noche, Ahmed fue rescatado por una cuadrilla de moros, desem-barcados en la costa, que se llevaron hacia las galeras un nutrido grupo de esclavos, amén del botín producto del saqueo y la rapiña. Uno de los prisioneros era el amo de Son Batista que, al llegar a Argel, fue sacado a la venta en unión de sus compañe­ros de infortunio. Ahmed, que estaba en la subasta acompañando a su padre, rogó a éste que comprara a aquél mallorquín para su servicio y el moro accedió a la petición de su hijo, celebrando así su retorno. Cuando el joven Ahmed se vio dueño de su anti­guo amigo, le devolvió inmediatamente la libertad y le hizo em­barcar de nuevo hacia Mallorca ante los atónitos, ojos del padre que no conocía, aún, la historia de la jarra y de la fuente de Son Batista.
Esta leyenda recogida como las dos anteriores de la tradición oral de una entrañable y querida valldemosina, la hallamos tam­bién situada en Palma, en una versión muy similar. El payés de Valldemossa es sustituido aquí por un sacerdote bonachón cono­cido como es capellá o es capellá moro de Sa Llonja. También a Ahmed se le rompe la jarra y el bondadoso eclesiástico le compra una nueva al desconsolado moro. La trama siguiente y el desen­lace son, a fin de cuentas, los mismos.

Fuentes:
A Componer: Cronicón Mayoricense.
Juan Muntaner Bujosa: Tradiciones y leyendas de Valldemossa. (Separata de Revista núms. XLIII - XLVIII. Palma 1948).
María Mas Boscana, de Ca'n Boscana, Valldemossa.

092. Anónimo (balear-mallorca-valldemossa)







Ahmed de pastoritx

El esclavo y su amigo el pastor se encontraron, como cada tarde, en la llanura a la que acudían las ovejas de Pastoritx a pa­cer la escasa hierba que se daba por aquellos pagos. Ahmed gus­taba de la placidez de aquellos atardeceres y, tendido en el suelo, con la mirada perdida en el cielo, le hablaba al pastor de su le­jana tierra, de sus añoradas gentes y de aquella libertad con la que soñaba, en la desesperanza de alcanzarla algún día. El pastor estaba sombrío, la pertinaz sequía que se prolongaba demasiado, había afectado a los negocios de la finca y el amo estaba decidi­do a sacrificar todo su ganado antes que verlo morir de inanición y padecer así un perjuicio todavía mayor. En su desesperación, el amo había ofrecido pagar cualquier precio al que encontrara una fuente que salvase a los animales de sus tierras.
En el alma de Ahmed se encendió una luz de esperanza; se presentó a su amo y le preguntó si mantenía en pie su palabra de premiar al que descubriera un manatial en Pastoritx.
-¿Y si el premio que yo os pidiera por hallarla fuera mi libertad? -preguntó con ansiedad el moro.
-Te la concedería sin dudarlo, -afirmó el amo.
Ahmed esperó una luna propicia y una noche cavó y cavó, con todas las fuerzas que le daba la ilusión de ser libre. Al día siguiente se presentó a su año y le dijo:
-Ahmed ha cumplido su palabra, en Es polls mana la fuente que os prometí. Ahora, espero que cumpláis la vuestra.
Siete días pidió el amo a su esclavo para cerciorarse de la calidad del agua; al cabo llegó Ahmed reclamando su premio que fue demorado siete días más por ver si el caudal no cesaba. Siete días manó la fuente, abundante y cristalina. Ahmed insistió y se le pidieron siete días más para terminar un estanque, y sie­te más para canalizar el agua hasta las casas, y siete más... más, más, más y siempre siete interminables días más. Con cualquier pretexto, demoraba el amo la liberación de su siervo.
Ahmed tomó nuevamente la azada y, una noche, volvió hasta la fuente decidido a cegarla.
El pastor que andaba por allí cerca, acudió al ruido de los golpes y adivinando las intenciones del esclavo, le imploró que no prosiguiera su destructora labor: «Mira que me arruinas, Ahmed, por Dios te lo pido, deja al menos algo de agua para que beban mis ovejas».
Compadecido de su amigo de tantas y tantas tardes, Ahmed transigió.
-Tus ovejas tendrán agua -dijo el moro- pero sólo po­drán beberla ellas porque será mala y amarga. Para tí, amigo, dejo sólo este pequeño chorro cristalino que calmará tu sed y te recordará siempre mi venganza sobre nuestro amo. Adiós, adiós para siempre.
Horas después, una galera mora embarcaba al huido en la Cala d'en Claret.
Cuentan que en Pastoritx, Sa Font d'es Polls continúa ma­nando, aún hoy, un agua desagradable y turbia, mientras que un finísimo hilo cristalino brota junto a la vena principal. Son, uno y otro, como recordatorios imborrables de una venganza y de una hermosa amistad.

Fuente: Gabriel Sabrafin

092. Anónimo (balear-mallorca-valldemossa)

Ahmed de fruitera

Si Ahmed (por seguir, de algún modo, la costumbre, va­mos a llamar así a aquel joven esclavo moro de un señor de Eivissa) no hubiera sido tan retozón ni tan travieso, a buen seguro no existiría hoy su leyenda.
Un día, el amo le envió a las casas de Fruitera, cerca de Santa Gertrudis, a por una jarra de aceite. Ahmed tomó al burro del ronzal, llegó a la possessió, le llenaron la jarra y se dispuso a cargarla de nuevo sobre el jumento. El muchacho no paraba de gastar bromas al mayoral y, entre juegos y ri­sas, el cántaro se hizo añicos contra el suelo y del aceite, por supuesto, no se salvó ni una gota.
Aquí se terminó de golpe la alegría del morito. La paliza que le esperaba, a su regreso a la ciudad, era más que segura y no veía la forma de hacer creer al amo que aquel estropicio había sido fortuito. Su fama, bien lo sabía Ahmed, no le fa­vorecería en nada a la hora de las explicaciones. Frente a aquel panorama, el muchacho hizo lo normal en aquel mo­mento: sentarse en el suelo y echarse a llorar desconsola­damente, sorbiéndose los mocos y las lágrimas, ante la pasi­vidad del borrico y la mirada compasiva de los payeses.
Tanta convicción debió poner Ahmed en su llanto, que consiguió tocar la fibra sensible del payés. El hombre tomó una jarra de las suyas, la llenó del aceite de su propia despen­sa y la aseguró, él mismo, en las albardas del burro. Ahmed no daba crédito a lo que estaba viendo. Ya no había por qué temer a los bastonazos del amo ni tendría que darle explica­ciones porque los cántaros eran idénticos y nadie sería capaz de notar la diferencia.
Se echó al cuello del viejo payés, le estampó un sonoro beso y le musitó una promesa al oído. El hombre sonrió y, dando paternales cabezadas, miró partir al muchacho por el camino de tierra, hasta que desapareció, tras un recodo.
No pasó mucho tiempo antes de que Ahmed volviera, de nuevo, a Fruitera. Era una noche cerrada, particularmente silenciosa, cuando hizo sonar, tímidamente, la aldaba de la casa. Al comparecer el payés en el entreabierto portón, la luz del candil alumbró el rostro moreno del rapaz, extrañamente agitado.
-Vengo a despedirme de vos -dijo Ahmed-. Me he es­capado de casa y embarco esta noche hacia Argel.
-¡Ah, pillastre! ¿Y tu promesa?
-¿Por qué creéis que he venido hasta aquí? Cuando Ah­med pro-mete una cosa, la cumple. Y Ahmed -añadió, po­niéndose muy serio- os promete que cumplirá.
El payés intentó añadir algo, pero al morito pareció ha­bérselo tragado la noche.
Las mieses de la comarca estaban en sazón, a punto para la siega. Cada mañana, en carro o a pie, grupos de payeses pasaban cerca de Fruitera, de camino a las sementeras. Los carros regresaban al atardecer, con las ruedas rechinando bajo la voluminosa carga de las gavillas, traqueteantes y len­tos, por los polvorientos caminos. El viejo aparcero de Frui­tera, los miraba pasar. Sus espigas estaban todavía en el campo, amarillas y henchidas de grano, balanceándose al so­plo del viento, como las olas de un extraño mar de paja, mientras los segadores se preguntaban por qué no se segaba aquel año en Fruitera.
El único que no se asombró, una mañana, cuando toda la extensión de la finca apareció cubierta de gavillas, fue el vie­jo payés. El trabajo estaba hecho -y muy bien hecho, por cierto- en una sola noche.
«Muy bien acompañado -pensó- habrá tenido que ve­nir Ahmed, para cumplir su promesa.»
-¡Buen trabajo, muchacho! -rezongó. Y entró en la co­cina a encender la primera pipa.

Fuente: Gabriel Sabrafin


092. Anónimo (balear-eivissa)