Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 29 de mayo de 2012

Balaixa

Una calle angosta, evocadora de recuerdos históricos, muy cerca de la escalinata del Calvario, lleva en el azulejo que la ro­tula un nombre antiguo y sugerente: Balaixa.
Pollensa que tantísima historia atesora entre sus piedras, pre­ñada de tradiciones y leyendas, cuna de poetas y pintores, alma sensible, en fin a todo aquello que pueda suponer una manifesta­ción del arte es, quizás, la villa mallorquina que permanece más fiel a sí misma; más identificada con su pasado y mucho más pró­xima a sus lejanísimas raíces. Ejemplo permanente para el resto de la Isla que en muchos casos ha olvidado o hecho almoneda de su historia y sus tradiciones, Pollença quiso rendir a Balaixa el homenaje imperece-dero de su recuerdo que, aún hoy, se mantie­ne vivo y latente en una leyenda y en una calle.
Balaixa, era hermosa, agraciada con todos los encantos de su raza agarena y devotamente sumisa a su padre, el moro Algatzení que, consciente de ser guardián de aquella joya, soñaba con des­tinarla para esposa de algún rico terrateniente.
Las alquerías de Algatzení y Beni-Gigar -hoy predios Ca'n Guilló y Son March-, no estaban geográficamente lejos aunque las separaba la enemistad de sus propietarios, iniciada mucho tiempo atrás y enconada por el paso de los años hasta el extremo de no poder soportarse mutuamente. Y fue precisamente ahí, en­tre la antigua rivalidad de dos vecinos, donde nació el más her­moso sentimiento de amor; Ben-Nassar, sucesor y heredero de los Beni-Gigar, estaba enamorado de Balaixa y era correspondido por la hermosa joven. La prohibición del viejo Algazetní fue tajante: su hija permanecería encerrada, y no vería nunca más al descen­diente de su enemigo,
Para Balaixa, que no podía ahogar con prohibiciones sus sen­timientos y que no quería tampoco faltar a su devoción filial, es­ta prueba superó los límites de su resistencia. Su risa se trocó en llanto; su alegría en languidez y su hermoso semblante se oscure­ció con la sombra de un intenso dolor. Balaixa estaba enferma de pena y en la impotencia de su sentimiento, añoraba sus encuen­tros con Ben-Nassar, en los reposados atardeceres de la alquería, bajo las flores de los almendros, rara especie de árboles que por entonces sólo en Beni-Gigar existían.
-Padre mío -imploraba-, sólo las blancas flores del al­mendro podrán curarme. Deja que una mi vida a la del hombre que mi corazón ama, deja que vaya a vivir para siempre bajo aquellos árboles y Balaixa volverá a reir, volverá a cantar y mi felicidad será de nuevo la tuya.
Algatzení, filósofo y astuto, no quiso cargar sobre sí la res­ponsabilidad total de la postración de su hija y, sagazmente, condicionó su bendición a que el joven Ben-Nassar ofreciera un ra­mo de flores de almendro a su enamorada, antes de que apare­ciese la próxima luna nueva. Así se lo dijo a Balaixa y la envió, en nombre de Alá, a las vecinas casas de Beni-Gigar. Arteramen­te sonreía el anciano al partir su ilusionada hija; los almendros -cargados de verdes hojas- estaban lejos de ver asomar las flores en sus desnudas ramas.
Balaixa y Ben-Nassar se fundieron en un apasionado abrazo y se besaron con toda el ansia que el distanciamiento les había impuesto. Tendidos bajo uno de los almendros de Beni-Gigar, los dos jóvenes sentían la felicidad de volver a tenerse, de volver a ser el uno para el otro, como si no existiera ante ellos sino un prometedor futuro lleno de dichas inacabables. Hasta que la mu­chacha expuso las condiciones de su padre.
La alegría de Ben-Nassar se esfumó de su semblante llevada por un soplo del tibio aire de la atardecida. Sabía que las pretensiones del Algatzení eran disparatadamente imposibles, y com­prendió la artimaña del viejo moro para separarle definitivamen­te de su amada.
Balaixa pasó aquella noche llorando, sumida en un descon­suelo que ni las caricias del joven Ben-Nassar, ni el sosiego de la cálida oscuridad, bajo el añoso almendro de Beni-Gigar, eran capaces de desvanecer. Balaixa lloraba y sus lágrimas las bebía ávidamente la sedienta tierra. Lágrimas amargas y calientes; lá­grimas de rabia,, de dolor y de pena que llegaron a las raíces del árbol y se convirtieron, por un milagro de amor, en una eclosión de flores, no, blancas como habitualmente las tenía el almendro sino con una pincelada rosa en cada uno de sus pétalos.
A la mañana siguiente, en cada flor temblaba una gota de rocío... o una de las lágrimas de Balaixa.
Si hemos de ser fieles a la totalidad del relato, debemos ter­minarlo como lo hacen aún las viejas padrines de Pollença:
Balaixa y Ben-Nassar vivieron juntos en una larga y fecunda felicidad llegando a ver la conquista de Mallorca por las huestes de Jaime I y abrazando la nueva fe en unión de sus hijos. Así discurría su vida hasta que un día, un sarraceno huido y amar­gado, envidioso de la felicidad que irradiaba Balaixa, encontrán­dola sóla en su alquería, le hirió quitándole la vida. Allí quedó su cuerpo bajo los almendros de Beni-Gigar, por cuyas ramas comenzaban a asomarse unas flores blancas y rosadas.  

Fuente: Gabriel Sabrafin


092. Anónimo (balear-mallorca-polleça)

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