Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 29 de noviembre de 2013

La llorona

En la ciudad de México, y desde hace ya muchos años, al sonar las campanadas de la medianoche en la catedral, recorre las calles desiertas y oscuras una mujer vestida de blanco que lanza agudos gemidos, los cuales aterran a cuantos tienen la desgracia de oírlos, ya porque no duermen, ya porque la curiosidad les domina y les hace esperar, en vela, el paso de la mujer que pena de un extremo a otro de la ciudad, buscando la redención de su alma merced al llanto.
A finales del siglo XVI vivía sola, en una humilde casita de una callejuela oscura, una bellísima joven llamada Luisa. Cada día era mayor el número de sus admiradores, los cuales, deseosos de contemplarla, pasaban a todas horas y animaban la callecita antes solitaria.
No era extraño oír por las noches, en consecuencia, trovas y endechas de galanes enamorados. Y algunas veces, al sorprenderles la ronda de los guardias, la noche era testigo de riñas y de puñaladas que dejaban un rastro de sangre en la calle.
La puerta y las ventanas de la casa de Luisa, sin embargo, permanecían siempre cerradas, como si nadie viviera allí. Jamás se oyó rumor alguno, ni se dejó traslucir un rayo de luz por las rendijas.
La callejuela hacía un recodo cerca de la casa de Luisa; allí, en una modesta hornacina, se veneraba la borrosa imagen de un santo, a quien una mano devota y caritativa encendía todas las noches un pequeño farolillo. En las noches sin luna, oscuras y largas, o cuando la.lluvia o el viento espantaban a los cantores galanes, se oían unos pasos misteriosos que se acercaban con mucho cuidado. Al tiempo, y con gran precaución, se abría la puerta de la casa en donde moraba la hermosa Luisa, y salía de ella una mujer cubierta por un manto, que se acercaba al retablo, bajo la luz del farolillo, para reunirse con un hombre que allí la esperaba embozado en su capa. Quedaban en lánguida plática hasta que el alba daba por concluido el amoroso diálogo.
Una mañana, los vecinos del barrio se sorprendieron al ver las puertas y las ventanas de la casa de Luisa abiertas de par en par, y sin que la joven apareciese. La nueva, de inmediato, corrió por la ciudad y no hubo persona que no pasara de largo por la callejuela, para cerciorarse de que era cierta la noticia, la cual se había convertido en el escándalo de todo México.
Los curiosos allí arremolinados hacían mil alusiones al lance, barajando nombres, especulando con títulos y con cargos, pronun-ciados en voz baja, para referirse al por qué de la desaparición de la bella. Poco a poco, y con el correr de los días, las gentes fueron olvidando el suceso y no volvieron a nombrar a Luisa ni a su desconocido galán. La calle volvió a quedar olvidada y desierta, y en las noches oscuras, el farolillo que alumbraba al santo no volvió a cobijar rondas, ni alumbró más serenatas.
En un apartado rincón de la ciudad, formó su nido de amor no santificado el galán heredero de los Montes-Claros. Allí fue feliz Luisa, consagrada a su pasión por don Nuño y al tierno amor de sus tres hijos. Su existencia, apacible durante aquellos años, fue poco a poco tornándose inquieta y amarga. La ardiente pasión que don Nuño de los Montes-Claros le mostrara iba cambiando, sin que ella diera lugar a desvío semejante. Olvidaba su costumbre de visitarla diariamente, y llegó hasta dejar de hacerlo durante toda una semana. Cuando se dignaba ir a ver a su amante y a los hijos que con ella tuviera, Luisa le recíbía con el mismo amor de siempre, sin lograr retenerlo, no obstante, más de un breve rato, quedandc luego agraviada y con el llanto en los ojos, aún desnuda en el lecho.
Una noche, al toque de queda, mecía Luisa en sus brazos al más pequeño de sus hijos junto a un balcón abierto. La luna, hermosa aquella noche, iluminaba su triste semblante, por el que resbalaban lágrimas que a raudales brotaban de sus ojos. De pronto, movida por un impulso misterioso, colocó al niño en su cuna, y envuelta en un negro mantón se echó a la calle. Sin saber a dónde ir, le llevaron sus pasos frente al palacio de los Montes-Claros. Los balcones del palacio, abiertos de par en par, lucían hermosas luminarias y dejaban salir la alegre música de una fiesta. Se escuchaban, desde la calle, las animadas voces de la concurrencia y el chocar de los vasos en el brindis, fodo ello mezclado con risas y con aplausos.
Luisa no comprendía cómo podía mostrarse tan contento quien la hacía, con su desdén, penar muy hondamente. Se acercó con resolución a unos lacayos que había en la puerta, y preguntó cuál era el motivo de la fiesta.
-Esta mañana se ha casado don Nuño de los Montes-Claros -le dijeron.
Su amante, en efecto, había contraído sagradas nupcias con una mujer de noble cuna, como él lo era.
Luisa, inmóvil y con el corazón helado, quedó largo rato junto a la puerta. Sin una lágrima que pudiera delatarla, se deslizó furtiva-mente por el patio, y llegando a la escalera subió a prisa y se encaminó por un estrecho corredor. Allí pudo ver a don Nuño en amorosa conversación con su esposa, cogiendo entre sus manos las manos de la dama, como en otros tiempos tuviera las suyas a la luz del farolillo del santo.
Sin saber cómo, Luisa volvió a encontrarse sola en la calle, lejos de los rumores y de las luces de la fiesta. Su paso era firme y veloz; parecía escapar de sí misma.
Al llegar a su casa, ciega de dolor y de espanto, se dirigió al armario de su alcoba para buscar afanosamente algo que al fin encontró en una cajita de caoba. Era un pequeño puñal que don Nuño le regalase en los días de su amor. Un horrible relámpago cruzó su mente; corrió hacia las cunas en donde dormían sus hijos, y loca, desesperada, les arrancó la vida a los tres. Con las manos aún ensangrentadas corrió por toda la ciudad, lanzando hondos gritos de un dolor desgarrado y penetrante...
La justicia condenó a Luisa a garrote vil por su horrible crimen. Se levantó el cadalso en una plazuela, junto a su casa. Desde el amanecer, la muchedumbre llenaba las ventanas y los balcones y se apretaba en aceras y calles próximas esperando la llegada de la inhumana madre. A las doce del mediodía, cuando la impaciente plebe se arremolinaba en las calles, se oyó el sonido de la campanilla que anunciaba la llegada del reo al lugar en donde iba a celebrarse la ejecución. Avanzaba el lúgubre cortejo; Luisa, con el cabello en desorden, lívido el rostro, cargado el pecho de reliquias y de escapularios, caminaba con la ayuda de dos hermanos de la Cofradía de los Ajusticiados. De la belleza sin par que en tiempos fuera el encanto de don Nuño de los Montes-Claros, no quedaba ni la más remota huella. Con los ojos bajos subió las gradas del cadalso oyendo los rezos de los sacerdotes. Al llegar al patíbulo, alzó la mirada; y al encontrarse con la que fuera su casa, frente a sí, dio un grito de espanto en medio de un temblor convulso, elevó las manos al cielo y cayó al suelo, inerte. La justicia del cielo se había adelantado a la justicia de los hombres.
Aquella misma tarde, entre cantos y salmodias, salía del palacio de los Montes-Claros el cortejo fúnebre del entierro de don Nuño.
Desde entonces se escucha por las noches, cuando dan las doce horas en el campanario de la catedral, el grito agudo de la llorona.
Es el alma en pena de Luisa que, desde hace muchos años, sin un momento de descanso, deambula por las calles y por las plazas de la ciudad de México.

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