Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 1 de enero de 2015

Yasí y araí

Narran y susurran los indios que, en muy lejanos tiempos -cuando todo era distinto y en la Tierra existía una verda­dera paz, los dioses y diosas de las selvas siempre procuraban y miraban por el bien del hombre, y además de cuidarle y velar por él en todos los aspectos, iban creando las cosas que necesitaba y podían hacerle muy gra­ta la vida.
Además, parece ser que les gustaba y les divertía mucho tomar diferentes formas o transformarse en seres humanos para enseñar a los indios.
Así, un buen día, la Luna, a quien los indios guaraníes llaman Yasi y tienen como diosa protectora, paseaba por el cielo contemplando el sueño del bosque y de las aguas que se deslizaban en silencio. Todo dormía y la quietud respi­raba queda y ensoñadora en medio de la paz profunda. Yasi se deleitaba viendo la grandiosidad de la selva, obser­vando cómo la montaña lucía el manto azul de la noche y cómo los ríos brillaban bajo su fulgor. Sus rayos marcaban senderos plateados donde las arenas brillaban intensamen­te y los arbustos se convertían en atractivos destellos de plata dormida.
Todo era paz y serenidad. Los animalitos del bosque des­cansaban del ajetreo del día, porque durante las horas que el Sol andaba por los senderos celestes, cada quien debía cum­plir una misión que le había sido encomendada, además de buscarse el sustento diario. Para algunos de ellos resultaba di­fícil y tenían que ingeniárselas si deseaban conseguirlo.
Estaba la Luna a más de la mitad de su carrera, cuando vio avanzar hacia ella una pequeña nube, que los indios llaman Ara¡, o pequeño cielo.
-¡Hola, Yasi!
-¡Hola, Ara¡! ¿Qué haces a estas horas por los caminos del cielo?
-Debo ir al otro lado del bosque y, como no tardará en amanecer, he querido caminar ahora para no hablar mucho con el curioso Sol, que siempre me deslumbra y a veces me desvía de mi camino.
-Está bien. Si quieres, te acompaño. Cuando el Sol se des­pierte y salga, estaremos casi al otro lado y, si nos damos pri­sa, podremos pasear un rato por allá.
-Y ¿cómo lo haremos?
-Pues muy sencillo. Nos convertiremos en dos indias.
-¡Qué divertido! Eso no lo he hecho nunca. Y la verdad que me encantaría.
-Pues no hay nada más que hablar. ¡Vamos!
Cuando el Sol hizo su aparición, las sombras se desvane­cieron y sus rayos iluminaron con el color dorado que le ca­racteriza. La luz era intensa y deslumbrante. El calor también salió de su gruta para acompañar al Sol, y la humedad de la selva, desperezándose, se extendió sobre los grandes árboles y la tierra.
-¡Adiós, señor Sol! -dijeron la Luna y la Nube, sin dar tiempo a que hablara.
-¡Eh, eh! ¿Qué prisa lleváis? -preguntó el Sol elevándose hasta alcanzar el cielo.
-¡Sí, sí! Tenemos mucha prisa. Otro día hablaremos. Yasi y Ara¡ corrieron hasta la casa y allá, en un decir Jesús,
se convirtieron en dos hermosas y jóvenes indias.
-Me gustaría tener los cabellos dorados -dijo Ara¡.
-Las indias no tienen los cabellos dorados. Además lla­maríamos la atención y a lo mejor alguien nos reconocería.
-Tienes razón, Yasi.
Y dicho y hecho, se cogieron de la mano y muy contentas bajaron a la tierra.
-¿Por dónde te gustaría pasear, Arai?
-Creo que lo más bonito es el río.
-A mí también me gusta mucho. ¡Vayamos!
Con las manos enlazadas se acercaron a las orillas del Pa­raná y decidieron avanzar por las márgenes, como si lo re­montaran. Es decir, iban en contra de la corriente.
-¡Qué distintas son las flores!
-Claro -dijo la nube, ahora el Sol las despierta y las ilu­mina, mientras que en la noche, tú las duermes y les das otro color muy diferente.
-Es verdad. ¿Quieres que hablemos con las aguas del río? -Me parece bien. ¿No te gustaría, así como estamos, en­trar en ellas?
-¡Oh, sí! Creo que será muy divertido -contestó la Luna. Se quitaron sus túnicas y llegaron al borde del río que las mi­ró muy extrañado. Poco a poco fueron entrando en las aguas.
-Esto es delicioso -dijo la Luna.
-Me gusta mucho -dijo la Nube mientras chapoteaba re­frescándose.
Y contentas, saltaron y rieron jugando. Hablaron con los peces, con las flores acuáticas y con las hermosas achiras que vivían en las márgenes. Casi bajaron hasta el fondo del río para ver y hablar con las blancas piedrecillas y las algas de la profundidad. Nadie las conocía, pero todos se sintieron sub­yugados por la alegría y la belleza de las que creían dos jóve­nes.
Muy entrada la mañana y cuando el Sol dejaba caer verti­calmente sus rayos, decidieron salir del agua. Se secaron y de nuevo se pusieron las túnicas para seguir paseando.
De pronto, y sin saber de dónde, apareció ante ellas un fu­rioso yaguareté, que es el tigre de las selvas. La Luna y la Nu­be quedaron paralizadas por el miedo y la sorpresa. Ninguna supo reaccionar ante la temible aparición. El yaguareté las miraba sombrío y amenazante, dispuesto a lanzarse sobre ellas. Sus fauces se abrieron dejando al descubierto la blan­cura de sus afilados dientes, y la lengua salía de su boca co­mo un mal presagio.
La Luna y la Nube lo único que hicieron fue acercarse más una a la otra y, cuando aterrorizadas cerraron los ojos es­perando que el yaguareté caería sobre ellas despedazándolas, escucharon al mismo tiempo un silbido y un fuerte rugido.
Una veloz y mortífera flecha fue a clavarse temblorosa pe­ro certera en el cuerpo de la fiera. Y ahí, en ese preciso ins­tante, la Luna y la Nube recobraron su verdadera forma y subieron corriendo al cielo. Ya en él, y sintiéndose seguras, miraron hacia la tierra a ver qué pasaba.
Un joven indio las había visto en presencia del yaguareté y, cuando éste fue a saltar sobre las que creía dos indias, le disparó una flecha. Pero la herida no era mortal y el yagua­reté, más enfurecido aún y antes de que el indio le pudiera arrojar otra flecha, saltó sobre él. Pero el joven era un exper­to cazador, se tiró al suelo en dirección opuesta a la de la fie­ra, lo que le permitió flecharle de nuevo, y esta vez, sí mató al tigre.
Se acercó donde había caído para cerciorarse de que no volvería a saltar y cuando comprobó la muerte, le ocultó en­tre el follaje y comenzó a buscar a las asustadas indias.
Naturalmente no pudo encontrarlas, porque las dos esta­ban ya seguras en lo más alto del cielo. Pero Yasi, aunque muerta de sueño y aún de miedo, al ver cómo el indio se afa­naba en buscarlas, bajó hasta él y le dijo:
-No busques más. Las indias a quienes has salvado del ya­guareté somos la Nube y yo.
El joven, asombrado y más que sorprendido, no sabía qué decir ni qué pensar; porque a pesar de que están acos­tumbrados a que los animales y las plantas tomen formas distintas y se transformen en lo más inverosímil, era la pri­mera vez que la Luna y una Nube habían tomado la forma humana.
-Has sido valiente y muy gentil con nosotras. En pago de tu acción vamos a premiarte. Mañana cuando luzca muy bien el Sol, cerca de donde está el yaguareté, encontrarás una planta llamada Ca-á. Es muy venenosa, pero si la cortas en las primeras horas de las noches de Luna llena, será muy be­neficiosa. Después de recogerla, la tostarás. Luego la hervi­rás. Y de esta forma, la puedes tomar siempre que quieras sin ningún temor. Por el contrario, comprobarás que tu cansan­cio desaparecerá y te sentirás muy bien. Y si la ofreces de es­ta forma que te digo a tus hermanos o amigos, y juntos la bebéis, los lazos de hermandad serán más fuertes. Además, comprobarás que reconforta al enfermo. Este jugo, será por siempre la bebida de la amistad y la llamarás "yerba-mate", que refresca, tonifica y une a los hombres.
La Luna desapareció y también la nube. El indio creyó ha­ber soñado porque lo que había oído y pasado era muy bo­nito para ser verdad. Pero cuando fue a sacar al tigre del lugar donde lo había escondido, vio que la hojarasca se ha­bía convertido en una planta nueva. La cortó e hizo lo que la Luna le había dicho y comprobó que todo era verdad.
Y es así cómo nació la "yerba-mate", que refresca, tonifi­ca y une a los hombres.
No sé si será verdad o no, pero como me lo contaron lo cuento y lo contaré yo.

0.081.1 anonimo (sudamerica) - 070

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