Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 1 de enero de 2015

La serpiente de siete cabezas y el castillo de irás y no volverás

Esto era un pescador que llevaba mucho tiempo sin pescar nada. Todos los días, cuando regresaba a su casa, le decía su mujer: 
-¿Traes algo hoy?
Y el pescador contestaba:
-No, mujer. Otro día será.
Y así un día y otro día.
El pobre pescador llegó a pensar que dejaría aquel oficio si pronto no traía algún pez. Por fin un día, en que se fue más lejos que de costumbre, sintió que no podía tirar de la caña. Al principio creyó que el hilo se le habría enredado, pero después de mucho tirar se dio cuenta de que traía un pez muy grande. Al fin consiguió sacarlo fuera del agua. Entonces el pez le dijo:
-Pescador, pescadorcíto, si me echas otra vez al agua, tendrás tantos peces que necesitarás un carro para llevártelos.
-¡Estaría bueno! -dijo el pescador. Para una vez que cojo un pez tan grande, cómo quieres que te suelte.
-Échame al agua -insistió el pez, y te daré todo lo que tú quieras.
Al fin el pescador lo echó al agua y regresó a su casa a por una red y un carro. Cuando le contó a su mujer lo que pasaba, ella no quiso creerlo y se estuvo metiendo con él por lo tonto que era. Luego, cuando lo vio llegar otra vez con el carro lleno de peces, se puso muy contenta de pensar en todo el dinero que podría ganar vendiéndolos. Pero no se creyó lo del pez grande.
Así ocurrió unos cuantos días, hasta que la mujer le dijo a su marido:
-Mira, si vuelves a coger a ese pez tan grande, quiero que me lo traigas, a ver si es verdad.
Al día siguiente el pescador volvió a coger el pez grande y ya no quiso soltarlo, por más que el otro se lo pedía. Entonces el pez dijo:
-Está bien. Puesto que te empeñas, te diré cómo tienes que matarme y todo lo que tienes que hacer. Me cortas la cabeza y se la das a la perra. La cola, y se la das a la yegua. Las tripas las entierras en el corral. Y el cuerpo se lo das a tu mujer.
-Te podría vender por mucho dinero -dijo el pescador.
-No -dijo el pez. Haz lo que te digo y saldrás ganando.
Y así lo hizo el pescador. Repartió el pez de aquella manera y al año siguiente la perra parió dos perritos, la yegua dos potros, en el corral salieron dos lanzas, y la mujer tuvo dos mellizos.
Cuando los mellizos ya eran muchachos, el mayor dijo:
-Padre, como somos tan pobres y aquí no hago nada, quiero ir por el mundo a buscar fortuna.
-Es mejor que me vaya yo -dijo el menor-, porque nuestros padres están ya viejos y tú les haces más falta.
Entonces el padre lo echó a suerte y le tocó al mayor. Este cogió una botella de agua y le dijo al menor:
-Si el agua está siempre clara, quiere decir que no me pasa nada. Pero si se pone turbia, es que voy mal.
Luego el padre le entregó una de las lanzas del corral, un caballo y un perro, para que se fuera por el mundo.
Después de mucho cabalgar, el muchacho entró en un pueblo donde todas las mujeres estaban llorando. Les preguntó:
-¿Qué es lo que pasa? ¿Por qué lloráis?
-Mire usted -le respondieron, todos los años, cuando llega este día, se presenta una serpiente de siete cabezas a la que hay que entregar una doncella. Y este año le ha tocado a la hija del rey, que es muy guapa y la queremos mucho.
-¡Yo mataré a la serpiente de siete cabezas! -exclamó el muchacho.
Las mujeres le dijeron que el rey había publicado un bando prometiendo casar a la princesa con quien fuera capaz de librarla del sacrificio. Y le preguntaron:
-¿Está usted seguro de que puede matar a una serpiente de siete cabezas?
-Sí que lo estoy. Pero tenéis que decirme dónde se encuentra.
Las mujeres lo llevaron a donde estaba ya la hija del rey, esperando su hora. Esta le dijo que se marchara de allí, pues, si no, la serpiente los mataría a los dos. Pero el muchacho dijo que no se iba, y al momento llegó la serpiente dando unos grandes rugidos. El muchacho gritó:
-¡Aquí mi perro, aquí mi lanza, aquí mi caballo!
El perro se abalanzó a la serpiente y se puso a darle mordiscos, mientras el muchacho, montado en su caballo, le clavó la lanza y la mató. Luego les fue cortando la lengua a las siete cabezas, se las guardó en un pañuelo y se marchó.
Las mujeres se pusieron a dar voces, diciendo que la hija del rey se había salvado. Empezaron a tocar las campanas y todo el mundo se congregó en la plaza a bailar y a cantar y el rey mandó que se diera una gran fiesta en honor de su hija.
Un príncipe que pretendía a la hija del rey se enteró de lo que había pasado y fue al lugar donde yacía la serpiente. Le cortó las siete cabezas y se presentó con ellas en el palacio, diciendo que él había salvado a la hija del rey. La princesa decía que aquel no era, pero, como el príncipe traía las siete cabezas, el rey dijo que no tenía más remedio que cumplir con su palabra y mandó que se prepararan los torneos y las fiestas para la boda. Pero la princesa seguía diciendo que no era aquel, y estaba muy triste.
El primer día de las fiestas estaban todos en el comedor y, cuando el príncipe mentiroso se disponía a comer, llegó el perro del muchacho y de un salto le quitó el bocado que se iba a comer. Salió corriendo con él en la boca. La princesa, que reconoció al animal, le dijo a su padre que si no mandaba seguirlo, no se casaba. Mandó el rey seguir al perro y vieron que entraba en una casa. Entraron y vieron al muchacho, y le dijeron que tenía que presentarse inmedia-tamente ante el rey, pero él dijo:
-La misma distancia hay de aquí al palacio que del palacio aquí.
Fueron los criados a contárselo al rey y este se indignó. Pero la princesa le pidió que fuera a ver al muchacho, y entonces el rey fue y le invitó a comer con ellos en la fiesta para que les explicara por qué había mandado a su perro para que le quitara la comida al príncipe que se iba a casar con la princesa. Cuando ya estaban en el palacio, el muchacho dijo:
-¿Y cómo prueba usted que ese ha sido el que mató a la serpiente de siete cabezas?
El otro enseñó entonces las siete cabezas. Pero el muchacho dijo:
-Examinen ustedes las cabezas, a ver si están completas.
Las examinaron y dijeron que estaban bien, pero él se acercó, fue abriendo las bocas, y dijo:
-¿Han visto ustedes alguna vez bocas sin lenguas? Pues aquí están. Y se sacó del bolsillo el pañuelo, lo abrió y enseñó las siete lenguas. Inmediata-mente cogieron al otro, le dieron una paliza y lo echaron del palacio. El rey dijo que se casaría el muchacho con la princesa, y se casaron.
Al poco tiempo de estar casados, salieron un día a pasear, y el joven se fijó en un castillo muy grande que se veía a lo lejos.
-¿Qué castillo es aquel? -le preguntó a la princesa.
-Ese es el castillo de Irás y no Volverás -contestó ella. No se te ocurra por nada del mundo acercarte, porque todo el que va no vuelve.
Pero el príncipe se resistía a no ir, y un día salió con su caballo, su perro y su lanza, diciendo que iba a cazar. Después de atravesar un bosque, subió al castillo, que tenía unas puertas muy grandes con argollas de hierro. Llamó una vez y no le contestó nadie. Llamó otra vez más fuerte y salió a abrirle una vieja hechicera, que le preguntó:
-¿Qué deseas, muchacho?
-¿Se puede entrar? -preguntó él.
-Claro que sí. Pero tienes que dejar el caballo en la puerta -contestó la hechicera.
-Es que no tengo con qué atarlo.
-No importa. Toma un cabello de mi cabeza -dijo la hechicera.
El muchacho se echó a reír, pero la vieja le dio un cabello de su cabeza, que al momento se convirtió en una soga. El muchacho ató su caballo y entró solo en el castillo. Inmediatamente quedó encantado en forma de perro y las puertas se cerraron luego detrás de él.
Al ver que su marido no regresaba, la princesa supuso que había ido al castillo de Irás y no Volverás.
El agua de la botella que el muchacho le había dejado a su hermano se había puesto turbia y el hermano dijo:
-Mi hermano debe de estar en un gran peligro, porque el agua está cada vez más turbia. Padre, no tengo más remedio que irme.
Y el padre le entregó la otra lanza, el otro caballo y el otro perro. Y el muchacho se fue.
Después de mucho cabalgar llegó al pueblo donde su hermano se había casado con la princesa. Al verlo venir, todos creyeron que era el príncipe que al fin regresaba, y salieron a recibirlo muy contentos. Tanto se parecía a su hermano, que hasta la princesa creyó que era su marido y se echó en sus brazos, diciendo:
-¡Hombre, qué intranquilos hemos estado! ¿No te dije que no fueras al castillo de Irás y no Volverás?
Él no la abrazaba. Comprendió lo que había pasado y nada dijo. Por la noche, al acostarse, puso la lanza entre los dos, y ella dijo:
-¿Por qué haces esto?
-Es que he hecho una promesa, y hasta que no la cumpla no te puedo abrazar.
Al día siguiente salieron a pasear, y él hizo la misma pregunta que había hecho su hermano, cuando vio el castillo a lo lejos. Y la princesa dijo:
-¿Pues no te lo dije el otro día? Ese es el castillo de Irás y no volverás. ¿Cómo es que no te acuerdas?
Entonces él pensó que allí seguramente estaría su hermano y determinó ir al día siguiente, sin decirle nada a nadie.
Al día siguiente, cuando llegó al castillo, llamó a la puerta una vez y no contestó nadie. Llamó otra vez más fuerte y al fin salió la vieja hechicera, que le dijo:
-¿Qué deseas, muchacho?
Y él preguntó:
-¿Se puede entrar?
-Claro que sí -contestó la vieja. Pero tienes que dejar el caballo a la puerta.
-No, que no lo dejo -dijo el muchacho.
Y subido como estaba en su caballo se echó sobre la vieja hechicera, de manera que esta tuvo que apartarse para dejarle paso. El muchacho le dijo:
-Ahora mismo me dirás dónde está mi hermano y cómo tengo que desencantarlo. Si no, te mato.
Como la amenazaba con la lanza, la vieja no tuvo más remedio que decírselo:
-Has de entrar y clavarle la lanza en un ojo al león que hay abajo. En seguida fue el muchacho y le clavó su lanza al león, que quedó muerto, y su hermano quedó desencantado.
Cuando iban de vuelta al palacio, el hermano menor le dijo al mayor que había dormido con su mujer, pensando explicarle cómo había sido.
Pero el otro no le dejó terminar y le clavó su lanza en el pecho. Creyendo que lo había matado, salió corriendo hacia el palacio. Cuando llegó, le dijo la princesa:
-Poco has tardado esta vez; de lo que me alegro.
Por la noche, al acostarse, vio que su marido no ponía la lanza entre los dos, y le dijo:
-¿Es que ya has cumplido tu promesa y no pones la lanza entre los dos?
Entonces el marido comprendió lo que había pasado, regresó corriendo al lugar adonde había dejado a su hermano, que solo estaba malherido, se lo llevó al palacio en sus brazos, de modo que al entrar nadie podía creer lo que estaba viendo. Explicó lo que había pasado y después de muchos cuidados se recuperó el hermano menor. Y todos se pusieron muy contentos y vivieron felices durante muchos, muchos anos.

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