Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 1 de enero de 2015

Chiké

Allá, en las grandes selvas de ese maravi­lloso y sorpresivo continente llamado América, en la extensión que forma Vene­zuela, nacieron los Makuna-inas.
Según cuentan ellos muy seriamente, son hijos del Sol y de una mujer que creó un dios indígena, habitante de las aguas, y que respondía al nombre de Tuenkarón.
El Sol y su mujer tuvieron cuatro hijos. Al mayor, le lla­maron Meriwaré; al segundo que fue una niña, Chiwada­puen. La tercera también fue una niña y recibió el nombre de Aradakarí, y al más pequeño, le llamaron Chiké.
Crecieron, y aunque no habían alcanzado la adolescen­cia, Meriwaré y Chiké, empezaron a explorar los alrede­dores de su casa para conocer lo que les rodeaba. Y así se dieron cuenta de los muchos árboles y plantas que forma­ban la selva. Descubrieron también los ríos y arroyos, las escondidas y claras fuentes, y algunas cuevas que servían de vivienda a animales que aún no conocían y largos ca­minos que no sabían dónde terminaban, ni a qué lugares conducían.
De esta forma iban adquiriendo los conocimientos nece­sarios y suficientes para defenderse y saber andar por la sel­va, solos y sin perderse. Les gustaba mucho su mundo y cada día descubrían algo nuevo que les asombraba o les lle­naba de temor, hasta saber qué era.
Meriwaré era fuerte y despierto, pero Chiké era astuto e inteligente, aunque de menor tamaño y edad. Chiké se fija­ba en todo y sabía más que su hermano.
Un buen día el bosque amaneció muy frío y lluvioso. La niebla y el agua estaban por todas partes y por más que se re­fugiaban entre los árboles y se tapaban con las grandes hojas de las plantas, el frío siempre les alcanzaba y no les dejaba en paz. Meriwaré y Chiké se dieron cuenta de que necesitaban algo que calentase sus cuerpos, ya que siempre iban desnu­dos. De sobra sabían que existía el fuego, porque algunas ve­ces lo habían visto de lejos, pero no sabían dónde estaba, ni cómo se hacía.
El hermano mayor, esto es, Meriwaré, casi tiritando de frío, dijo a su hermano Chiké:
-Hermanito, si nos frotamos las manos mucho se nos ca­lientan ¿no?
-¡Claro que sí! -contestó Chiké, casi ofendido por la pre­gunta.
-Pues si ponemos unas conchitas de palo entre la piel y nos las frotamos mucho, mucho, quizá salte el fuego y po­dremos calen-tarnos.
-¿Tú crees? -inquirió dudoso Chiké.
-¡Claro que sí! ¡Probemos!
A Chiké no le pareció muy bien, porque eso de meterse astillitas de palo en la piel no le hacía mucha gracia, pero co­mo lo decía su hermano mayor, lo aceptó, y ambos se pusie­ron entre la piel unas finas astillitas y se frotaron las manos con toda la fuerza de que eran capaces. Pero por desgracia, lo único que sacaron en limpio fue que sus manos se enfer­maron produciéndoles bastantes dolores.
El frío aumentaba y, por más que hacían, no lograban quitárselo. Comprendieron que sólo el fuego sería capaz de hacerles sentirse bien. Chiké se quedó mirando fijamente a su hermano y dijo:
-Aquí, el único que tiene fuego, es el pájaro Mutuk.
-Pero no te lo dará porque es muy egoísta.
-Pero yo puedo conseguirlo, hermanito.
-¿Cómo? -preguntó Meriwaré.
-Entrando en su casa.
-¿Te dejará?
-Seguramente no.
-¿Entonces?
-Me convertiré en grillo y entraré sin que nadie me vea.
-Pero sus hijos podrán verte. Querrán jugar contigo y a lo peor te matan con sus grandes picos.
-No te preocupes, hermanito. Me defenderé.
-¿Y si te quieren comer?
-No tengas cuidado. Sé defenderme bien.
-Tengo mucho miedo por ti, Chiké.
-No te preocupes, hermanito. Escóndete en ese árbol y espérame.
Dicho y hecho. Chiké miró a su alrededor, pronunció las palabras mágicas en voz baja y al momento se convirtió en un hermoso grillo de alas negras y brillantes. Sin pensarlo dos veces, comenzó a saltar y así entró en casa del pájaro Mu­tuk. Cuando los pequeños hijos del pájaro vieron al hermo­so grillo, enseguida corrieron hacia él y se pusieron a jugar queriéndolo atrapar. Pero Chiké saltaba de un lado a otro pa­ra evitar que sus grandes y fuertes picos le hicieran daño o le volvieran a la forma primitiva. Y al mismo tiempo que se de­fendía, y saltaba de un lado a otro, observaba a Mutuk. Una de las veces que saltó para evitar ser atrapado, vio que el pá­jaro se disponía a hacer fuego. Entonces, corrió hasta el fo­gón y se escondió detrás de una tablita y una pequeña rendija. Era un buen escondrijo para observarlo todo sin ser visto por nadie. Así pues, se quedó muy quieto y mirando fi­jamente cuanto el pájaro hacía.
Mutuk iba de un lado a otro amontonando pedacitos de leña rajada, que es la que mejor arde. Y una vez la tuvo bien preparada, puso su cabeza sobre ella y comenzó a emitir un ruido extraño como si tosiera. Lo repitió varias veces, hasta que, en una de ellas, saltó una brillante chispa que, al caer sobre los pedacitos de leña rajada, los encendió levantando una larga llama. Los pedacitos de madera rompieron a arder alegremente mientras calentaban toda la casa haciendo que el frío se alejase. Luego, el fuego fue achicándose para for­mar las ardientes brasas, que aún proporcionaban más calor que las altas llamas.
Chiké salió de su escondrijo después de haber aprendido cómo debía hacer el fuego, pero no estaba seguro de que su garganta fuese capaz de producir la chispa. Sin embargo, sa­bía muy bien que las brasas sí eran capaces de provocar una nueva llama. Se acercó a ellas y se puso a mirarlas con aten­ción, pero los hijos del pájaro Mutuk seguían buscándole, y al verle, quisieron capturarlo y comenzaron a caminar tras él. Pero Chiké saltaba de un lado a otro defendiéndose y, al mis­mo tiempo, observando atento lo que le interesaba, porque sabía que era la única forma de que él y su hermano y los de­más componentes de la tribu podrían quitarse el frío, coci­nar sus alimentos y tener el fuego para siempre.
Uno de los saltos no fue lo suficientemente alto para es­capar, y uno de los pequeños pájaros le agarró fuerte y lo su­jetó. Riéndose, cogió unas brasitas y las depositó sobre la espalda del grillito, quien al sentirla sobre las alas, las aferró con vigor y, dando un buen salto, salió de la casa y corrió al encuentro de su hermano que le esperaba al pie del árbol donde se había convertido en grillo.
Meriwaré se sentía verdaderamente asustado temiendo por la vida de su hermano, así que cuando vio llegar al grillo que llevaba dos brasitas sobre su espalda se alegró mucho, porque comprendió que era Chiké que había conseguido su propó­sito. Efectivamente, el grillito se paró delante de Meriwaré y recobró su verdadera forma. Tomó las brasitas y las puso so­bre un montoncito de leña rajada, y soplando suavemente, sin emitir ningún ruido como hacía la garganta de Mutuk, levantó la llama y enseguida pudieron calentarse y combatir el frío.
Más tarde, llevaron las brasas donde estaban todos los su­yos y, de esta manera, los Makunaimas consiguieron el fue­go para siempre.
Y dicen los más ancianos de la tribu que los abuelos de sus abuelos, y mucho más allá de ellos, les contaron que, en memoria de la hazaña de Chiké y desde entonces, todos los grillitos tienen en su espalda dos manchitas blancas, que son las quemaduras que le hicieron las brasas del fuego del pája­ro Mutuk.
Al parecer así fue y así me lo contaron los que me ante­cedieron. Así se lo contaré a mis descendientes para que és­tos a su vez lo transmitan a los suyos, y la hazaña de Chiké, el más pequeño de los hijos del Sol y de Tuenkaron, se sepa y sea admirada por todos los que de él descendieron y des­ciendan a través de los siglos y los espacios.

0.081.1 anonimo (sudamerica) - 070

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