Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 1 de enero de 2015

La justicia de tupá

Cuentan los indios que más allá, en los lejanos tiempos, cuando aún no se habían descubierto todas las cosas y se carecía de un montón de ellas por desconocidas, en las frondosas selvas de la América Hispa­na ocurrían hechos sorprendentes y mági­cos que iban enriqueciendo ese enigmático continente, cuyo corazón, aún en estos nuestros tiempos, guarda y cela infinitos secretos.
Estas leyendas, mitos, cuentos o narraciones, que tienen su verdad, nos descubren la realidad de todo lo conocido y, además, nos enseñan cómo se fueron formando esos lugares donde incluso hoy es muy difícil llegar por la vegetal mura­lla y por otros hechos y aspectos que no quiero nombrar.
Cuentan los que siempre quieren saberlo todo y están dis­puestos, no sólo a escuchar, sino a investigar para saber la verdad o acercarse lo más posible a ella, que hace miles y mi­les o, tal vez, millones de años, en una de las márgenes de ese gigantesco río que se llama Paraná -que significa "pariente del mar", vivía un indio que tenía dos hijas a cual más her­mosa. Las cuidaba y las mimaba más que a nadie en el mun­do, y las quería, como es natural, con todas las fuerzas de su alma.
Había construído para ellas una bonita choza o churuata que las resguardaba del frío y del calor. Por ellas cazaba, pes­caba y se desvivía para que nada les faltase. Salía de caza y ra­ro era el día que llegaba con pocos regalos. Además de la comida, siempre encontraba la olorosa flor que debía perfu­mar y adornar los lindos cabellos de las hijas. También les encontraba la jugosa fruta de grato sabor.
Pues bien, las indiecitas crecieron al lado del padre y se convirtieron en dos atractivas jovencitas que motivaban el orgullo de su progenitor. Querían mucho a su padre y el ca­riño entre ellas era algo tan bonito y grande que no podían estar la una sin la otra. Juntas hacían los quehaceres de la ca­sa. Juntas se asomaban y se bañaban en las frescas aguas del río. Juntas jugaban y cantaban, y juntas tejían el ñandutí con que confeccionaban sus vestidos.
El indio, que conocía los más grandes secretos de aquellos parajes, buscó la mejor caña de la selva y con ella les hizo una flauta capaz de imitar el canto de todos los pájaros y también los sonidos del agua, del aire y de la selva entera.
Y así, vivían felices y contentos en medio de la generosa naturaleza y a las orillas del gran río.
Un buen día, el padre se fue de caza dejando, como de costumbre, solas a sus dos hijas. Al poco rato, mientras las dos indiecitas estaban en la orilla del río, se desató una enor­me tormenta con gran aparato de rayos y truenos que ilu­minaban y atronaban la selva entera. Las jovencitas, como es lógico y natural, corrieron a refugiarse en su churuata; ya cerraban la puerta, cuando vieron que las enfurecidas aguas del río bamboleaban una ligera y frágil curiara, que tan pronto estaba en lo alto de la ola, como era casi sumergida en las turbulentas aguas. Las dos miraban atónitas el tre­mendo espectáculo y temieron por la curiara y por su ocu­pante, al que no podían ver bien por el espantoso oleaje. También es cierto que quien ocupaba la embarcación pare­cía un experto y sabía luchar denodado y tenaz, remo en ma­no, contra el líquido elemento. La bravura y ferocidad de la tormenta y el implacable movimiento de las aguas amenaza­ban constantemente a la insegura curiara.
Las dos hermanas miraban cada vez más aterrorizadas, y no pudieron contener el grito de pavor que subió a sus la­bios, al ver cómo la piragua se partía en dos y su ocupante desaparecía entre las aguas. Se taparon los ojos e invocaron a sus dioses para que protegieran al náufrago, ya que nada po­dían hacer para salvarlo.
Abrieron los atemorizados ojos y volvieron a mirar deteni­damente hacia el río. Vieron con gran sorpresa, y no menos terror aún, cómo el náufrago braceaba y luchaba por llegar a la orilla. Lo que consiguió después de luchar un gran rato. Ambas hermanas, a pesar de la lluvia y la tormenta, salieron de su choza y corrieron a auxiliarlo.
El náufrago era un apuesto joven, al que la lucha con las aguas, los sarandíes y las achiras, le habían dejado medio muerto. Lo recogieron y, entre las dos, lo llevaron a la chu­ruata. Con apremio lo secaron con un cálido paño hecho del ñandutí que ellas tejían. Le hicieron beber aguardiente de maíz para que se reanimara, y le frotaron el cuerpo con los aceites vegetales que tenían para tales casos.
Cuando el joven abrió los ojos y miró a las indiecitas, éstas quedaron tan prendadas de su mirada como de sus palabras.
-Os doy las gracias por haberme salvado y también por atenderme con tanta atención y deferencia. Por siempre con­táis con mi agradecimiento y el de los míos.
-La tormenta ha sido horrible -dijeron las hermanas.
-Es cierto -contestó el joven.
Enseguida entablaron conversación y él declaró llamarse Aguapé y ser hijo de Mburuvicha (Jefe), de la tribu de los Maimanes.
-Me llamo Isipó -dijo la mayor de las indiecitas.
-Y yo, Ñandurié -agregó la menor.
-Son bonitos vuestros nombres. Me gustan. Ñandurié, Isipó, Ñandurié, Isipó.
Los tres se echaron a reír complacidos y contentos después del susto que habían pasado. Aguapé seguía repitiendo los nombres de la dos hermanas y esto les hacía seguir riendo. De pronto, se abrió la puerta de la choza y entró el padre de las indiecitas cargado con su caza. Las hijas corrieron hasta él. Le besaron y enseguida le aliviaron del peso de la caza y le contaron por qué estaba Aguapé con ellas.
-Eso está bien. Hicisteis lo que debíais. Estoy orgulloso de las dos.
Los indios, y más en aquellas épocas, eran muy hospitala­rios, así que sabían tratar con deferencia y gentileza a sus huéspedes.
-Es seguro -dijo el padre- que Ñande-Yara te ha envia­do hasta nosotros, así pues, te ruego que aceptes nuestra hos­pitalidad, al menos por espacio de una luna.
-Creo que es abusar de vuestra amabilidad. Y me parece mucho tiempo una luna.
-Te ruego que permanezcas con nosotros. Además, están comenzando las crecidas y los caminos se vuelven malos. Tu vida correrá peligros innecesarios.
Ante esto, Aguapé aceptó la hospitalidad que tan gentil­mente se le brindaba y allá quedó con las indiecitas y su amable padre.
Los dos hombres salían todos los días a cazar y pescar. Al regreso, la dos hermanas les atendían esmeradamente. Des­pués de comer, se sentaban en las orillas del Paraná, ya tran­quilo, buscando la serenidad de la tarde, y Aguapé les contaba las leyendas, costumbres y cuentos de su tribu. Tan amable y simpático era Aguapé con las dos hermanas que ambas se enamoraron perdidamente del apuesto joven.
Un día, Ñandurié, decidida a casarse con Aguapé, salió muy temprano de la choza y se internó en cierta parte de la selva donde escogió y cortó unas hierbas que después prepa­ró. Sin que nadie se diera cuenta, puso aquel brebaje en la comida de Aguapé, con el fin de que sintiera amor por ella.
Isipó, también enamorada, se fabricó un talismán que contenía "payé": un sortilegio o hechizo. Lo había hecho con plumas del mágico caburé y una pluma del ala izquierda del urutaú, arrancada por ella misma. Con estos dos poderosos amuletos, a la salida del sol, había pronunciado tres veces sie­te, al derecho y al revés, el nombre de Aguapé, para que su corazón se inundara de amor por ella y para ella.
Pero Aguapé había entregado su corazón y su amor a una india de su tribu y estaba comprometido. Se lo hizo saber a Ñandurié, porque debía unirse para siempre a su amada que era hija de uno de los principales caciques de los Maimanes.
Ñandurié se sintió vejada y ofendida. Sin pensarlo dos veces y sin que nadie la viera ni sospechara, puso un mortal vene­no en la comida de Aguapé. Hecho esto, desesperada y con rencor en lo profundo de su corazón, corrió a esconderse en un lugar secreto de la selva.
El indio cayó enfermo con grandes dolores. Isipó lo miró con atención y comprendió enseguida que la enfermedad que padecía no era otra cosa que un tremendo envenenamiento.
Buscó a su hermana y, al no encontrarla, sospechó la terri­ble verdad. Sabía además, y muy bien, la clase de veneno que había utilizado Ñandurié. Así pues, sin perder tiempo, fue en busca de la planta que curaba aquel envenenamiento y con ella hizo la bebida que debía sanar a Aguapé. Se acercó con todo el amor que sentía por él y se atrevió a confesarle sus senti­mientos. El joven, que sufría los intensos dolores producidos por el veneno, la miró angustiado y le dijo:
-No, Isipó, sólo puedo amarte como un hermano. Mi vi­da y mi corazón pertenecen a una joven de mi tribu y he de casarme con ella.
-Pero yo puedo quitarte esos dolores y curarte para siempre.
-¡Hazlo! Pero mi amor jamás podrá ser tuyo.
Isipó lo miró atentamente, pero las palabras de él hirieron su vanidad femenina, haciendo que su corazón se cegara y se llenara de un oscuro rencor. Y al igual que su hermana, hu­yó a lo más intrincado de la selva, donde derramó la bebida que pudo salvar a Aguapé.
Pero Tupá, que todo lo ve, salvó a Aguapé de morir en medio de aquellos dolores y en su amor por la doliente cria­tura, que era creación suya y había demostrado fidelidad a su amada por encima de su propia vida, lo convirtió en una be­llísima planta de agua. Esta planta es conocida con el nom­bre indio de Aguapé, y como éste fue tan bueno y fiel a su amor, Tupá decidió que la planta debía ser buena en todo, y sigue haciendo el bien, porque preparada o simplemente mojada, dicen los piaches, cura la insolación y otras fiebres que padece el hombre de la selva. También hervida, dicen y aseguran, alivia inmediatamente los dolores, por más fuertes y malos que éstos sean.
Después de hacer esto, Tupá, sumamente enfurecido con las dos hermanas que no supieron aceptar la verdad y el amor de Aguapé por su amada, las buscó hasta encontrarlas. A Ñandurié la miró profundamente a los ojos y le dijo:
-Por tu maldad y sin razón, serás la más venenosa de las víboras.
Y desde el mismo momento, quedó convertida en un pe­queño reptil, de lo más venenoso y malo que existe por aque­llas regiones. Corrió a esconderse entre los matorrales, porque comprendió que sería perseguida y acosada por el hombre, que la mataría sin piedad.
También encontró a Isipó. La miró con severidad y le dijo:
-En cuanto a ti, tienes doble culpa. Bien pudiste salvar la vida de Aguapé, y no lo hiciste. Así pues, serás la planta que cure y salve todos los venenos del mundo. El hombre tendrá conocimiento de ello. Te buscará, te romperá las ramas, arrancará tus hojas y con ellas curará la picadura de tu her­mana que, desde este momento y como has visto, es y será la víbora más venenosa de todas. Así permaneceréis ambas, por los siglos de los siglos y hasta el fin del Universo, cuando el fuego calcine todo lo que ha sido creado.
A1 terminar de decir esto, Tupá se retiró al misterio de su cueva y cuando sus palabras dejaron de vibrar en el aire quieto de la selva, Isipó, aterrorizada, sintió cómo sus pies se convertían en poderosas raíces que se adentraron en la tierra. Todo su cuerpo se transformó en una espesa enreda­dera en liana de voluble tallo y hojas intensamente verdes. Y cuando quiso rogar a Tupá para que la perdonara el mal que había hecho y también a todos los dioses de la selva, vio horrorizada que era un enorme vegetal que sólo movía sus hojas, pero no podía hablar. Su voz había huido junto con su forma humana que se había desvanecido en el mun­do de las sombras.
Y dicen los magos piaches y los brujos de las selvas y las tribus que esta planta, conocida con el nombre de Isipó, par­tidas sus ramas y puestas en aguardiente de maíz o caña, es la mejor y más eficaz medicina para la mordedura de la ví­bora.
Así fueron los hechos, y así Tupá castigó a las dos herma­nas que no supieron comprender los sentimientos de fideli­dad y amor del gentil Aguapé.
Cuentan algunos viejos y sabios piaches que a, veces, y cuando el plenilunio de la Luna o las estrellas hermosea ciertas regiones de los Andes, sobre todo por las que corre y se desliza el gran Paraná, se escuchan los lamentos de las in­diecitas, que lloran arrepentidas de su mala acción. Quién sabe si algún día, Tupá se apiadará de ellas y hará que se transformen en nube o quizá en una de esas estrellas que en las azuladas noches corren por el firmamento como suspiros luminosos.
Esto me lo contó un indio muy anciano que tenía en sus ojos la luz del sueño eterno y a punto estaba de despertar en los hermosos confines del espacio infinito, donde nacen y vi­ven las flores, las almas y los astros que nunca mueren.
No sé si es verdad o sueño, pero lo cierto es que lo dije­ron las tenues y misteriosas voces del tiempo y también el alucinante resplandor de los soles dormidos.

0.081.1 anonimo (sudamerica) - 070

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