Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 1 de enero de 2015

Kamaiwá

Cuentan, dicen y relatan los indios, que allá, en muy lejanos tiempos, cuando co­menzaron a habitar los lugares más selváti­cos de Venezuela, existía una bella avispa a la que llamaban Karnaiwá.
Pues bien, esta avispa se pasaba los días volando entre los árboles, visitando las flo­res, cruzando los ríos, hablando con los peces y, a veces, has­ta se aventuraba a entrar en las grandes grutas que encontraba en lo más profundo de los bosques y también en las subterráneas viviendas de los conejos y topos.
Ella sabía mejor que nadie dónde estaban las hermosas piedras que se habían formado con las escamas de los enor­mes pescados abandonados por los indios Makunaima cuan­do se fueron a regiones desconocidas.
Estas piedras hechas de escamas brillaban al sol y en sus huequitos se alojaban, a menudo, diminutos insectos fulgu­rantes que eran visitados por Kamaiwá.
Kamaiwá era muy buena y se portaba muy bien con todo el mundo. Tan buena era, que su fama se extendió por la sel­va y más allá de las montañas y los ríos. El sol, la luna y las estrellas, amén de la bóveda celeste, también sabían de su bondad y sabiduría.
Tanta y tan grande era su buena fama, que los piaches y magos de todas las tribus que habitaban por allá, hasta en los más lejanos lugares, decidieron hablar con ella.
Y así fue. Una mañanita de cristal rosado, cuando el aire se había vestido de transparentes celajes y la selva respiraba y es­tallaba en una primavera maravillosa, llamaron a Kamaiwá que, como siempre, andaba visitando a los muchos amigos que tenía en todas partes.
Kamaiwá escuchó las voces de quienes la llamaban. Se orientó y rápidamente voló al lugar donde estaban reunidos los magos y piaches de todas las tribus. Ya sabéis que los ma­gos y piaches son esos hombres sabios de las tribus. Se les lla­ma así por los grandes conocimientos que tienen y además por el arte y la precisión con que los administran en cada momento. Hay incluso quienes les llaman "brujos", porque saben y conocen todos los remedios naturales para curar en­fermedades y males que también aquejan a los indios, pues son seres humanos como nosotros, pero con distintas cos­tumbres y culturas.
Pues bien, Kamaiwá llegó luciendo sus bellas alas y su es­belto cuerpecillo que, por lo liviano, le permitía volar con mucha rapidez.
-¿Sois vosotros los que me llamáis -preguntó mientras se
posaba en una hermosa hoja de un verde brillante.
-Así es -respondió el piache más anciano.
-Bien, aquí estoy. ¿Qué queréis de mí?
-Sabemos lo buena que eres y todo lo que haces en la selva.
-Eso no tiene importancia. Creo que debemos ayudarnos todos.
-Es verdad lo que dices. Pero muy poca gente lo hace tan desinteresada-mente como tú.
-¡Oh! ¡Gracias, muchas gracias por vuestras palabras!, pe­ro insisto en que eso no tiene ninguna importancia.
-Sí la tiene -dijo el más sabio piache, porque si todos fueramos así, la vida sería más grata y mucho más fácil.
-¡Eso es verdad! -replicó otro piache de lejanas tierras.
-Nunca se debería pelear. El mundo es grande y hay sel­vas y tierras para todos.
-Sí, pero también están los malos espíritus y por eso pa­san malas cosas.
-Nosotros estamos buscando la raíz o la hierba de la bon­dad, que sabemos existe, para esparcirla por el mundo entero.
-Eso está bien -dijo Kamaiwá, cuando la encontréis, lle­varé en mis alas las semillas y las dejaré caer en los lugares más convenientes.
-Aceptamos tu ofreciminto, Kamaiwá.
-Pero no hemos venido a eso -añadió un mago, muy pin­tado de oscuro.
-Entonces, ¿qué es lo que queréis de mí? -preguntó la avispita.
-Una cosa muy sencilla. Hemos acordado premiarte con nuestra sabiduría para que tengas parte de nuestros poderes y puedas hacer aun mejores cosas.
-¡Ah! ¡Qué feliz me siento y cuánto os lo agradezco!
-Verás, Kamaiwá. Durante tres días y tres noches dormi­rás y descansarás en esta cama que hemos preparado.
-Está formada -dijo otro piache -por las raíces y parte de los frutos de los más ancianos y sabios árboles de todas las selvas del mundo conocido. Los dioses del cielo y de todas las tierras y también de las aguas, han dejado caer en ella el hálito y el rocío de su sabiduría. Y el Gran Padre, el único Dios, que es el más sabio de todos y el conocedor de lo crea­do y lo de aún sin crear, lo ha visto con buenos ojos y su di­vina boca se ha adornado con la mejor de sus sonrisas.
-También el aire, lo secreto y lo ignoto -dijo un mago pintado de blanco, han trasmitido la savia de lo profundo y de lo oculto, para que sea perfecto.
-Sólo tienes que dormir y descansar aquí.
Y diciendo esto, le mostraron un pequeño nido donde olorosas y tiernas raíces estaban entretejidas para sostener unas bellas hojas verdes y rosadas, y un gran pétalo de azu­cena azul y blanco. Tan blanco como la nieve y tan azul co­mo las estrellas que viven en la casa de la luna.
-Te cuidaremos durante esos tres días y tres noches que serán de un plenilunio total. Velaremos tu sueño sin dejar un solo instante, y después, cuando despiertes, habrás adquiri­do nuestros poderes y nuestra sabiduría.
-Pero únicamente los emplearás -dijo el más venerable- ­en el bien, porque si no, los grandes males caerían sobre ti y te destruirían para siempre.
-¡Descuidad! ¡Descuidad! Siempre he querido y quiero el bien de todos.
-Entonces, es hora de comenzar. El plenilunio está a pun­to de llegar. ¡Acuéstate, acuéstate!
Las manos oscuras del más sabio piache levantaron la olo­rosa hoja de azucena, y Kamaiwá entró en el nido. Acomo­dó sus trasparentes alas y dejó que la cubrieran con otras dos perfumadas hojas.
Magos y piaches la depositaron cuidadosamente sobre un pequeño montículo de arenas brillantes, y todos cubiertos con sus vegetales mantos, rodearon el montículo formando un cerrado círculo mágico. Se miraron profundamente a los ojos. Brillaron sabiamente las miradas. Callaron y oraron
mentalmente. Se sumieron en su oración de gracias al Crea­dor único, y danzaron silenciosos y abstraídos en torno a Kamaiwá. Después, quedaron quietos, inmóviles. Tan inmó­viles que parecían extrañas piedras labradas en la oscuridad.
Más tarde, soltaron sus manos, y uno a uno, se fueron acercando el nido donde dormía plácidamente Kamaiwá. Se inclinaron ante ella y con suavidad exquisita dejaron su aliento en las livianas formas de la misteriosa palabra del po­der y la sabiduría.
Así estuvieron tres días y tres noches, al cabo de los cua­les, la luna, el sol, las estrellas, el aire, el perfume del bosque y la palabra viva de todos los habitantes, pronunciaron tres, más tres veces más, el nombre de la avispita.
-¡¡iKamaiwá!!! ¡¡iKamaiwá!!! ¡¡¡Kamaiwá!!!
Piaches y magos danzaron sigilosamente agitando en el ai­re sus flexibles varitas de madera sagrada, mientras que el há­lito del divino Creador único dejó la gracia de su palabra mágica y su sabiduría infinita sobre el nido donde descansa­ba Kamaiwá.
Fue despertada. Los magos y piaches recogieron el nido al salir ella. Lo envolvieron con las leves plumas de una joven garza rosada y, pasándoselo de uno en uno, lo hicieron desa­parecer, entregándoselo al viento para que lo depositara en la secreta cueva del confín del Universo.
-Hemos cumplido nuestra promesa, Kamaiwá.
-¡Gracias, hermanos! ¡Os aseguro que jamás tendréis que arrepentiros!
-Adiós pues. Que cumplas bien tu promesa -dijeron los magos.
-Así lo haré -contestó Kamaiwá agitando sus alitas, que ya brillaron mágicamente.
-Eso está bien.
-¿Nos volveremos a ver? -preguntó cariñosa.
-Sólo en caso de peligro. Nos invocarás pronunciando nuestros nombres y el viento nos hará llegar tu palabra -di­jo el más anciano de los piaches.
-¡Así lo haré! ¡Gracias por vuestra deferencia y gentileza! ¡Adiós, adiós, adiós!
Desaparecieron piaches y magos desvaneciéndose en la es­pesura, y sólo el suave movimiento de las más tiernas hojas, denotó su sigiloso y leve paso.
Kamaiwá estaba radiante y deseosa de probar sus poderes. Así es que se acercó a una linda flor que hacía rato le estaba ofreciendo el néctar de su corola. Bebió en ella y rápida­mente levantó el vuelo y se adentró en la verde y tupida es­pesura.
Volaba tranquila y sosegada, cuando de pronto escuchó el llanto desesperado de una criatura.
-¿Quién será?- se preguntó inquieta.
Y con rapidez y premura se dirigió al lugar de donde pro­cedía el llanto. Sobre unos bejucos, había una pequeña niña llorando y llorando desesperada-mente.
-¿Quién eres? -preguntó Kamaiwá.
-¡Gua, gua, guaaaa! -gemía la pequeña.
-Vamos, vamos. No te asustes. Estoy aquí para ayudarte.
Dime quién eres, ¡por favor!
-Soy la hija de Chirikawai. ¡Ahhh, guaaa!
-¿Dónde está tu papá?
-Mi papá se fue a cazar por los caminos del cielo.
-¿Y tu mamá?
-¡No sé dónde está!
-Y, ¿por qué te dejaron sola?
-¡Aaay, no lo sé! ¡Guaaa, guaaa...! -y seguía llorando des­consolada y asustada.
-Bueno, bueno. No llores más. Tranquilízate que nadie te hará mal. Para eso estoy aquí.
Kamaiwá se puso a pensar qué podía hacer con la pequeña. En realidad, no podía cuidarla por mucho tiempo. Tampoco po­día llevársela porque no tenía alas y era muy difícil trasportarla por los aires. Así es que quedó muy preocupada y pensativa.
Cuando más ensimismada estaba en sus pensamientos, se acor­dó de los piaches. Ellos le habían dado grandes poderes y aún no los había usado. Por lo tanto, decidió ponerlos en práctica y ver hasta dónde podía llegar con lo que le habían transmitido.
-Si te dejo acá, morirás, y eso no es justo.
-No tengo a nadie. Se fueron y me dejaron solita -gimo­teó la niña.
-Calla, calla. Te voy a ayudar. Quédate tranquila. Creo que lo mejor es que sirvas para que tus hermanos, los hijos de todos los indios de esta selva, sean buenos cazadores y tú les hagas remedio.
-Pero, ¿cómo? ¡Soy tan pequeña!
-Haré que con tu canto y tu caminar, los indios sepan dónde se encuentran los venados, pavas, paujíes, dantas, y toda clase de animales que les sirven de sustento.
-Bueno. Dime qué he de hacer.
-Muy sencillo. Te convertiré en Kunawá o Ampák.
-¿Eso es bueno?
-Creo que sí. Te subirás a los huecos de los árboles y, des­de allá, les dirás dónde está la caza.
-¡Gracias, Kamaiwá!
Y dicho y hecho. Kamiwá dejó su aliento sobre la niña y, con los ojos cerrados y deseándolo mucho, revoloteó a su al­rededor, pronunciando las palabras mágicas y secretas.
De la tierra surgió una clara y espesa niebla. Del cielo ba­jó una transparente nube y la hija del indio Chirikawaí fue cubierta por la niebla y la nube, y quedó convertida en una pequeña ranita de piel suave y hermosos colores.
Rápidamente se subió a los árboles y aún está saltando de uno en otro con su eterno "enwá, enwá, enwá", que es el llanto de la niña, hija del indio, convertido en dulce y atrac­tivo canto de ranitas, que indica a los indios de todas las sel­vas dónde está la buena caza.
Y como siempre no sé si será fantasía o verdad, pero así me lo contaron, y así lo cuento y lo contaré yo.

0.081.1 anonimo (sudamerica) - 070

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