Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 1 de enero de 2015

Kabrakan

Kabrakán, Kabrakán, Kabrakáaaaaaaannnnnnnn!
La voz sonó firme y segura. El eco se ex­tendió con la velocidad del rayo luminoso y, como si tuviera alas en sus etéreos pies, co­rrió por la selva, atravesó ríos, salvó los va­lles, saltó por encima de las montañas, y resonó en la callada sonoridad de la espesu­ra buscando el confín del infinito sin sueño.
Se despeñó entre las rocas buscando las quiméricas raíces del musgo insomne..., se arrastró entre los peñascales, se adentró en el intrincado mundo de los arbustos, subió a las copas de los árboles, escaló laderas y cumbres, para bajar ver­tiginoso por las resbaladizas vertientes de líquenes y lluvias.
Quiso subir al cielo, y las estrellas le señalaron los cami­nos que llegarían a ser de los futuros hombres. Caminos de tierra y piedras, caminos de océanos, mares, ríos y arroyos. Caminos de áridas orillas, donde el sol se quiebra rompien­do en mil pedazos su fuerza ciega y ardiente.
-¡Kabraaaaaakáaaaaannnnnn!
El grito, quizá el alarido, se convirtió en poderoso rejón que horadó tierras y cielos, aguas y piedras, para llegar a la profundidad de la gruta, donde la oscuridad era una densa y húmeda nube que guardaba el sueño eterno de los metales y las piedras preciosas. Quizá guardaba también los ríos de oro, las verdes, doradas y brillantes plumas del quetzacohuatl y los vibrantes colores del mítico colibrí.
Y allá llegó el eco alargado y sonoro. Entró en la cueva, separó la húmeda oscuridad, apartó las piedras preciosas y le­vantó las quiméricas sabanas.
Tiritaron las blancas raíces y el agua corrió presurosa a es­conderse en la profundidad de la estremecida entraña de la tierra.
No. No. Allá no estaba Kabrakán, porque si estuviera, la tierra lo delataría. Pero del fondo, de lo más oscuro y miste­rioso, surgió un bisbiseo que fue convirtiéndose en palabra.
-Kabrakán está al otro lado de la montaña, donde los ríos crecen de pie y duermen los árboles. Allá donde los pensa­mientos de los futuros hombres se despeñarán en la ardien­te cuenca y se conver-tirán en plantel de flores, en callados y quietos guijarros que dormirán por siempre en el lecho del río, y acaso, a veces, caminarán arrastrados por las aguas.
El eco salió presuroso y de nuevo llenó los valles, las coli­nas, las gargantas, los arroyos, las rocas, los riscos, la umbría serpenteante de la selva rumorosa.
-¡Kabrakán, Kabrakán, Kaaaaabraaaaakáaaaannnnn!
El colibrí, el guacamayo, el loro, la paraulata, el tucán, el cristo-fué, el perico y el arrendajo pronunciaron sus palabras, revolotearon en el aire e invitaron a las flores y a los frutos, para que a través de sus hojas, sus tallos y sus raíces, buscaran al gigante de tierra que corría veloz como una centella y da­ba la vuelta al mundo en un abrir y cerrar de estrellas.
-¡Kaaabrrraaakánnnnn, Kaaaabrrrraaaakáaaannnn!
Las subterráneas aguas, las arenas, las rocas, las gemas, las blancas y oscuras piedras de los ríos y laderas, se movieron tenuemente en misteriosa onda y estremecieron las capas de tierra para llamar la atención de Kabrakán.
Todo, absolutamente todo el universo palpitó en una espasmó­dica onda y llegó hasta el miste­rioso lugar donde reposaba Kabrakán. Sus enormes piernas yacían sobre un lecho de verdes y tiernas hojas. Sus manos se cerra­ban sobre la fragilidad de unas florecillas amarillas y una dimi­nuta rama de pino joven. En sus manos no se veía una sola pluma. La cabeza se apoyaba sobre un ce­rezo en flor, que se esforzaba por darle el perfume de sus pétalos.
Un enorme lagarto azul y una verde iguana descansaban cerca de su gran corazón, que estaba formado por una gigantesca es­meralda y un enorme rubí.
La selva respiraba paz y sereni­dad. Quietud y dulzura. Silencio y tenue sonoridad. Algo así co­mo una enigmática e impalpable sonfonía, en la que los instrumentos eran las estrellas y todos los astros que pueblan el azul infinito, donde se unen las ga­laxias y los quiméricos corceles de un mundo mágico.
Luz y tiniebla. Tiritar de astros en la armonía cósmica, pa­ra que reptiles y metales oscuros palpitaran en orgía de vigi­lia y sueño.
El eco sorprendido detuvo sus pasos. Kabrakán era her­moso, salvajemente hermoso. Sus fornidos miembros tenían la fortaleza proporcionada por Gea, la madre tierra, que le nutría constantemente con la poderosa savia de sus entrañas, de su útero fértil y que ningún mortal puede ver mientras la vida anime sus ojos. Luego, cuando las pupilas se transfor­man en transparentes diamantes y todo su cuerpo se con­vierte en mármol de cualquier color, sabrá de la calidez de ese útero que le dio vida y que después avaramente reclama.
Térreo, feroz útero de vida infinita en todas sus formas, vida eterna y voz sin fin. Savia vivificadora de donde surgen las pasiones que todo lo transforman.
Y allí y estaba Kabrakán descansando. Hermoso como un Dios y poderoso como la Vida y la Selva misma. Su fuerza creaba y destruía montañas, selvas, grutas, nidos, y todo cuanto había sido creado.
El sueño de los metales se convertía en grito suplicante, fantásticas manos capaces de levantar a aquel gigante de tie­rra que se entretenía en aplastar cimas y montes, en empujar al mar para descubrir un mundo de caracolas, peces y grises hipocampos que corrían enloquecidos en busca de sus cue­vas.
Un nahual de plata y oro velaba el sueño de Kabrakán, y unos hilos de perlas intensamente blancas se movían con suavidad como queriendo llevar el compás de la respiración del TODO.
El ámbar, el fascinante y poderoso ámbar, con su legen­dario perfume, abre caminos desconocidos hacia escondidos mundos, donde el hálito de la vida cristaliza lo divino y lo humano. Lo que fue y es, y lo que será en la sombra y en la piel de los siglos infinitos.
El verde oscuro del chichicaste se yergue viril y activo en gesto majestuoso de rey eterno. El chalchigüits deja que sus destellos de diamante dormido iluminen las hojas que buscan el sendero de un ensueño de espuma y agua dormida. La luz blanca, el intenso plenilunio, iluminó a Meaván con una luz fuerte, cegadora, metálica. Luz arrogante, luz firme y luz poderosa e interminable que procedía de los infinitos plane­tas que se bañaban en el mercurio de los siglos.
Meaván protegía el sueño de Kabrakán y deseaba achicar su gigantesca estatura, doblar su infinita espina dorsal, para postrarse a los pies del bello y poderoso Kabrakán.
Y todos los arquitectos celestes, los ingenieros mágicos, los sabios constructores, los diligentes técnicos, todos los que con sus manos, sabiduría e imaginación habían creado el mundo y sus pobladores, incluyendo animales y el alucinan­te mundo vegetal, acudieron sigilosamente para contemplar a Kabrakán.
Jamás habían creado tanta fuerza y tanta hermosura en una sola criatura. Por eso, los montes, las grutas, las cuevas, las rocas, las cimas, lo subterráneo, las flores tiernas y senci­llas, los árboles diminutos y los gigantescos, los grandes, los poderosos, se miraban en él y sabían que todo dependía de su humor y de su fuerza, porque la protección de todos y de todo lo creado estaba sobre él y en él.
Todos los dioses del continente americano se levantaron como fantásticas y enigmáticas criaturas. En lo profundo, las aguas, las raíces, los metales, las fabulosas resinas, se aunaron también, porque sabían que Kabrakán era el gigante más po­deroso. El que jugaba con montañas, rocas y mares. El que resplandecía en la luz y la oscuridad. El que creaba palomas de plomo y flores de estrellas. El que soñaba quimeras y le­vantaba montañas con sólo mover uno de sus dedos. El que abría las cordilleras que guardaban el fuego y hacía correr los ríos ardientes para formar mables rojos, azules y platerescos.
Pero, ¿dónde estaba el hombre? Y la pregunta quedó pal­pitando en el aire anaranjado. El hombre aún no había sido formado. Todavía los creadores y forjadores del Universo es­taban absortos en otras creaciones y en sus mentes aún no había aparecido la criatura que después se erigiría como rey de la Creación Total y Absoluta.
-¡Kabrakán, Kaabraaakáaannn, Kaaaabrrraaaakánnnnnnnn!
De nuevo el eco resonó en todo el orbe como el sonido de miles y miles de trompetas de plata. De nuevo, ríos, océ­anos, mares, arroyos, espesuras, volcanes, montañas, valles, gargantas, desfiladeros, colinas, llanuras, senderos, caminos y trochas, lo llevaron de un lado a otro. Lo dejaron correr a sus anchas para que llegara, en toda su pureza e intensidad, al oído del gigante niño, que sabe jugar con todos los ele­mentos y que quizá con su Poder pueda llamar y abrir las puertas del cielo para contar los astros y las estrellas, para formar los plenilunios, para agarrar los meteoritos o detener la fugacidad de los cometas. O mezclar la luz y la oscuridad, y quizá construir el descomunal templo del que brotará la paz universal y la serenidad de las criaturas creadas y por crear. Esa paz dulce y eterna, que nada sabrá de las malas pa­siones, ni de rencores, ni de envidias, ni de odios, ni de hu­millaciones, ni de ese opaco y tenebroso instinto que brota y flota en lo más profundo. Por eso las montañas se enfure­cían y arrojaban el devastador fuego de sus entrañas, las es­pesas aguas convertidas en lavas destructoras y también purificadoras. El fuego purifica y cuando se apaga convir­tiéndose en cenizas, todo lo que ha tocado, se transforma en fertilidad, en vida, en la anciana savia de la tierra, en el le­cho donde todo germina y florece y donde las aguas sueñan y, en sus ensueños, producen la gran germinación que se mudará en eclosión exhuberante de ignoradas flores, de be­llos frutos y de titilantes estrellas.
-¡Kabrakán, Kabraaakánnnn, Kaaaabraaaakáaaannnn!
El eco sonó y brotó una vez más: se puso en pie como una mágica y firme varilla de flexible y destellante acero. Vibró una y mil veces, produciendo el ruido cabalístico y seco que llegó casi de puntillas al oído de Kabrakán.
En un principio, el sorprendente gigante apenas si movió ligeramente su rostro y se llevó una mano al oído, como que­riendo alejar lo que le molestaba en su profundo sueño. Sue­ño quizá de siglos.
La iguana y el lagarto azul se movieron ante el poderoso latido de su corazón de esmeralda y rubí. Las florecillas y la rama de pino que tenía en su mano suspiraron al sentirse li­bres y caer desmayadas sobre el húmedo suelo.
De nuevo, el eco puesto en pie vibró sonoramente con sus aceradas ondas que abrieron toda la faz del mundo casi re­cién creado. Los dioses, los enigmáticos dioses de todos los mundos, rodeaban a Kabrakán dispuestos a serle útiles en cuanto él decidiera abrir sus ojos y volver a jugar con todo lo creado.
Pero el sueño de Kabrakán era profundo y reparador. Era el premio al tremendo esfuerzo que había realizado corri­giendo montañas y mares. Tocando y cambiando la espesu­ra de la selva y el hosco rumor de unos océanos que querían extender sus aguas y la sombra de su piel sobre todo lo crea­do y lo aún por crear.
Allí estaba el fulgurante Quezacohuatl, Viracocha, Kanai­ma, Amalivacá, Tzakol, Bitol, Qaholom, Xochil, y hasta el maestro Mago del Alba, con su rico y brillante manto de luz y su rama verde llena de rojas estrellas. El Mago de la Noche prefirió quedarse en su grata niebla, buscando no se sabe qué mágicos signos para ponerlos en el cristal sin sueño de la os­curidad. Y el Mago de la Tarde aún buscaba el infinito don­de la luz y la sombra formaban una recta inquietante de horizontalidad perfecta.
Todos los maestros estaban contemplando al gigante Ka­brakán que, como misteriosa criatura, ostentaba y represen­taba el Poder inmenso y firme que le habían otorgado.
Dormía plácida, apaciblemente, para recuperar sus fuer­zas, ya que durante muchos, muchos días y horas, había le­vantado montañas, cerrado valles y cambiado lagos y ríos... y hasta intentó alcanzar las más bellas estrellas, no se sabe con qué fin, pues tenía en sus manos el poder creador y el poder destructor.
Y he aquí que Gucumatz, el más poderoso de todos los cielos, habló:
-Digo que Kabrakán debe dejar quietas las montañas, los valles y ríos. Porque si continua así, destruirá el orbe, arrui­nará todo lo creado y nuestro trabajo habrá sido totalmente estéril.
El Mago del Alba sonrió con suficiencia y dijo:
-Yo, que ilumino todo y mis ojos ven hasta el más escon­dido polvo de arena, digo que debemos hacer que duerma así, tranquilo, mientras los magos constructores terminan la obra.
-Tenéis razón -dijeron Qux Cho y algunos más, noso­tros, que como sabéis somos los espíritus de los Lagos, mu­chas veces hemos tenido que correr a refugiarnos en las grutas secretas, porque Kabrakán, al mover las montañas, cambia de lugar nuestros lagos.
-Es cierto -terció Quezalcohuatl, porque a veces, en mis vuelos y en mi continuo reptar, he tenido que esconderme en la región de Kakauel, lugar de la gran "Ocultadora".
Y así, uno y otro, todos los dioses contaron lo que les ocu­rría cuando Kabrakán, con su luminosa juventud y su podero­sa fuerza, corría de un lado a otro del planeta, modifican­do el paisaje, abriendo y ce­gando valles, levantando y aplastando montañas, plan­tando y arrancando árboles, jugando con los ríos, con los arroyos, con los lagos y has­ta con el mar y los océanos.
El Maestro de la Oscura Noche, el gran Mago de la Oscuridad y las tinieblas, di­jo con solemnidad:
-Yo le taparé los ojos de­jando en ellos el rostro de mi total oscuridad.
Ak-Tzys, el gran Mortifi­cador, también habló:
-Yo haré que su nariz y sus ojos le atormenten hasta el punto de que no pueda mo­ver sus manos, ni sus pies.
Pero Hun-Hunahpu, que era el supremo Maestro Mago, habló:
-Veo que estamos condenando a nuestra criatura. Noso­tros y otros señores dioses que están ausentes, somos quienes hemos creado a Kabrakán tal y como es. Y ahora, porque co­rre y juega por toda la Tierra y emplea su poder y su fuerza, nos sentimos molestos y queremos dejarle ciego y sin fuer­zas. Creo que eso no es justo. Si le hicimos así, debemos so­portarlo y aceptarlo.
-¡Pero es peligroso con tanto poder y tanta fuerza! -dije­ron apresurada-mente los Magos Arquitectos, que estaban ca­si furiosos, porque Kabrakán, a veces, deshacía su obra en un abrir y cerrar de ojos.
Camazotz, Murciélago de la Muerte, dijo:
-Sé muy bien que Rasca-Cakulha lo protege. Y si al­guien osara hacerle daño, vendrían todos los Magos y Gi­gantes Relámpagos y tendríamos que luchar contra ellos. Llevémoslo así, dormido, al lugar del Alba y que quede allá por un tiempito.
Todos callaron y siguieron contemplando perplejos y ad­mirados al joven gigante.
-¡Está bien! -dijeron los Magos Formadores, pero no debemos aprovecharnos de su sueño. Que sea despertado y hablaremos con él.
-No comprenderá, porque es libre, y lo que queremos es cortar su libertad. Atar sus alas...
-Es simplemente limitar su poder, no cortar sus alas, ni su libertad. Además, él no tiene en cuenta más que su capricho y su poder.
-Y también su fuerza.
-Lo hemos malcriado nosotros, que somos sus creadores.
-Debemos corregir nuestro error. Cambiemos su forma de ser.
-¡Un momento! Pensemos qué es mejor. Hagamos el cír­culo absoluto y pensemos con profundidad y cordura.
Hicieron el círculo después de trazar la raya mágica de la sabiduría y también paralizaron el sol y las estrellas. Unieron sus manos en señal de comprensión y hermandad, para que todos los pensamientos fueran uno solo.
Así estuvieron siete días con sus siete noches. Siete días en los que la Naturaleza permaneció dormida. Callada como si fuera un espejo sin azogue y con formas extrañamente deci­didas. Se hizo el silencio profundo como si fuera una hora inmóvil y la luz y la sombra se confundieron para dar cuer­po a la horizontal del infinito sin sueño y sin fronteras.
La raíz genital de todas las cosas cayó en el fondo del gi­gantesco útero del Universo, esperando convertirse en algo fabuloso y encantador.
Las alas del cóndor quedaron inmóviles sobre un tenue y transparente aire azul y, sobre los mares, los rayos del sol se convirtieron en doradas sendas.
El Pensamiento Universal creció elevándose por encima de lo creado y lo aún por crear. Su fuerza, poderosa e inaudita, buscaba la Verdad Absoluta para dejarla en el corazón ver­de-rojo de Kabrakán. Ahondaba en el infinito e interrogaba a las dormidas galaxias, donde flotaban los más extraños astros.
Los Creadores y Formadores de dioses se inquietaban porque el Pensa-miento Universal no tenía nada que ofrecerles, y menos aún darles la solución exacta para corregir a Kabrakán. Uno de ellos, casi silenciosamente y dentro de su quietud, murmuró:
-¿Y si fuera esa la perfección?
-¡No! -gritaron mares, océanos y montañas.
-¡No! -dijeron los pájaros y las flores.
-¡Quizá! -exclamó el mundo vegetal.
-¡No! -clamaron los metales y las aguas subterráneas.
-¡No! -susurraron las piedras preciosas ocultando sus colores.
-¡¡Pensemos, pensemos!! ¡¡Reflexionemos, reflexionemos!! –volvieron a decir Constructores, Maestros, Magos y demás dioses.
Y de nuevo buscaron en todas partes y hasta en los luga­res que estaban sin crear e iban tomando conciencia de ser.
Astros, soles, plantas, océanos, arroyos, mares, lagos, ríos, profundidades, cimas, flores y frutos, raíces y metales, aire y trinar de pájaros, rumores de creaciones menores y mayores, huracanes y vientos, brisas y céfiros, rayos y truenos, relám­pagos y oscuridades, tormentas y bonanzas... ¡todo, todo el Universo infinito!, quedaron quietos ante el Pensamiento Universal y la voz única del Absoluto Total.
Cansados y soñolientos, expectantes y casi prometedores, abrieron el círculo borrando de una sola vez y sin dejar se­ñales la línea mágica.
En todo el Universo y tal vez más allá de él, donde duer­men las fronteras de lo irracional y las sombras del sueño in­tegral, vibró la onda vital de la hermosura y la bondad eterna.
Todos, absolutamente todos, comprendieron que debían esperar un tiempo más, para que la voz, la palabra del TO­DO, se dejara oír, se dejara escuchar en la Paz Infinita.
Por eso, precisamente por eso, se miraron a los ojos y a las manos. Aún quedaba mucho que hacer y así fue cómo cada uno de ellos, con el silencio en el corazón y la dulce oscuri­dad en sus ojos, se fueron retirando a sus dominios para se­guir trabajando con las grandes fuerzas ocultas y los materiales universales que brindaba el espacio infinito.
El eco quedó sorprendido de la huida de los Maestros Construc-tores, de los felices y activos dioses, de los grandes Arquitectos de la bóveda celeste y los caminos del cielo.
Abrió sus grandes ojos. Cruzó los largos brazos sobre el ar­cano pecho. Cerró su boca y quedó quieto, inmóvil como una ingente roca, contemplando la salvaje belleza dormida del gigante Kabrakán.

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