Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 18 de junio de 2012

El topacio de los mil lados


El maestro había impartido la enseñanza a cinco discípulos a lo largo de muchos años y todos ellos habían obtenido una clara comprensión de la existen­cia, excepto uno de ellos, que estaba tan encerrado en la jaula de su ego que no era capaz de mirar más allá de sus cejas. El maestro, preocupado, se dijo: «No sé qué hacer con este aspirante. El ojo de su compren­sión está tan cerrado casi como el primer día que comenzó su entrenamiento espiritual.» No se trataba de que el discípulo no tuviera interés, sino de que sus estructuras egocéntricas eran muy rígidas. El aspirante no conseguía saltar fuera de la sombra de sus propias opiniones. El sadhana (entrena-miento espiritual) que había seguido durante muchos años no le había sido de gran ayuda. El maestro sabía que tenía que ayudar­le de algún modo y comprobaba que los modos tradi­cionales de enseñanza no terminaban de ser eficaces para dicho discípulo. Había, pues, que servirse de alguna licencia para ayudar a ese aspirante que sólo pensaba en sí mismo, incapaz de ver la transito-riedad de todos los fenómenos y trascender así su egoísmo. El maestro tenía como toda posesión un maravilloso topacio de mil caras que había heredado de la familia. Aquella noche reunió al torpe aspirante. Discípulo y maestro se sentaron junto al fuego, en la fría noche de las altas montañas.
-Un maestro es aquel que puede quitar la oscuridad de la visión de su discípulo -comentó el mentor.
-Por mucho que lo intento -dijo con franque­za el discípulo- no consigo abrir mi corazón ni superar mis innumerables apegos. Tú nos has dicho muchas veces que todo es transitorio excepto la subli­midad de la mente, pero no logro percibir ese co­nocimiento. A menudo me desespero y anhelo dejar la Búsqueda.
-Porque sé que te rige una motivación auténtica, pero porque sé también que tus karmas [1] son muy dificiles de resolver, voy a emplear contigo un método diferente. Es deber del maestro ayudar al discípulo como quiera que sea. Haremos un viaje juntos.
-¿Un viaje juntos? -repuso incrédulo el discípu­lo-. Ya hemos hecho juntos muchas peregrinaciones y no han servido de nada para mi evolución.
-Este viaje será diferente.
El maestro sacó el extraordinario topacio de una bolsita de tercio-pelo que llevaba colgada al pecho. El fuego se reflejó en los lados perfectamente tallados de la gema.
-Viajaremos por el topacio -aseveró el maes­tro-. Sígueme, no te quedes atrás.
El maestro entornó los ojos y se concentró muy poderosamente. El discípulo comenzó un viaje sin igual. Simultáneamente, a veloci-dad inmensa, se le pre­sentaban todo tipo de escenas en las mil caras del topa­cio. Pudo ver cómo había encuentro y desencuentro, seres de toda clase que entraban y salían de la vida de las personas, amigos que traicionaban a sus mejores amigos o desalmados que ayudaban a sus enemigos, amantes fieles e infieles, sus propios antepasados naciendo y muriendo; cómo el gusto de unos era el disgusto de otros, y lo que para unos estaba arriba estaba abajo para otros; vio monarcas que eran destronados y se con­vertían en mendigos y pordioseros que se convertían en reyes; contempló que donde había habido ciudades luego había dunas o lagos, y donde hubiera desiertos luego florecían espléndidas ciudades; comprobó cómo las cumbres más elevadas se tomaban planicies y las pla­nicies, desco-munales montañas; millones de seres de todas las formas y tamaños, muchos que jamás había visto, surgían por las caras del topacio y él mismo adop­taba las formas más distintas; los palacios más fastuosos se tomaban chabolas: donde un día hubiera vergeles, luego sólo había tierra calcinada; universos sin limite transitaban inestables y vacíos de sustancia ante sus asombrados ojos; para que unos seres vivieran agrada­blemente, muchos vivían en las peores condiciones; lo informe se tomaba forma y lo manifestado se disolvía a cada momento como una gota de rocío con los prime­ros rayos del sol; imperios surgían y declinaban; civiliza­ciones florecían y se extinguían; el que en una época era un bandido, luego se volvía santo y el santo se volvía el más cruel de los asesinos; millones de estrellas se disolvían y otros millones de estrellas surgían en una inmensidad sin límites; ora él era maestro de su maes­tro, ora era discípulo de su mentor; ora era un jefe de caravanas, ora un faldr o un príncipe o un harapiento mendigo o un esclavo al que habían robado la vista con hierros candentes; unos mataban a los otros y todos los seres vivos se comían entre ellos según sus diferentes escalas; a cada instante todo brotaba y se desvanecía; sus hijos habían sido sus abuelos o sus padres; sus concubi­nas sus madres, sus esclavos sus amigos. Millones de escenas, lugares, rostros y masas informes, naciendo y desvaneciéndose y todo ello simultáneamente en todos los lados del soberbio topacio.
Amanecía cuando el discípulo recobró su cons­ciencia ordinaria. Comenzó a llorar como si tuviera que rociar con sus lágrimas todo el dolor de los vas­tos universos. Había aprendido la lección. tA qué asirse? Miró los ojos tiernos de su maestro. El guía espiritual cogió el topacio y se lo obsequió a una campesina que al despuntar el día emprendía su dura tarea cotidiana. Los labios de la mujer eran como un rosal sonriente. Hizo una reverencia al maestro y, erguida como un poste, se perdió en los campos ama­rillentos.
-¿Alguna pregunta? -dijo con amorosa ironía el maestro.
Los labios del discípulo quedaron sellados. Sólo hubo un silencio perfecto.

El Maestro dice: En la pantalla del cinematógrafo aparecen fuegos e inundaciones, pero la pantalla ni se quema ni se moja.

Fuente: Ramiro Calle

004. Anonimo (india),

[1] Acciones del pasado; experiencias pretéritas que condi­cionan el presente.

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