Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 18 de junio de 2012

El rapto de sita


Para castigar a los demonios que, de tiempo en tiem­po, asolan a los mortales, el dios Vishnu, el protec­tor, el benefactor, adopta figura humana y encarna entre los hombres, para llevar a cabo su misión. Y durante el cumplimiento de la misma, está sujeto a las mismas pa­siones que éstos.
Esta es la historia del príncipe Ram, séptima encar­nación de Vishnu. Sus amores con la bella Sita son le­gendarios.
En la ciudad de Ayodhya vivía un rey, de nombre Dasharath, cuya fama de bondadoso y justiciero había traspasado los confines de su reino. El soberano tenía cuatro hijos; el mayor de ellos, Ram, reunía en sí todas las virtudes que puede acumular un mortal,y, por ello, era muy amado por su pueblo.
En el país vecino reinaba el poderoso monarca Janak, padre de una hermosa muchacha llamada Sita. Cuando ésta alcanzó la edad adecuada, su padre anunció en mu­chos reinos que iba a tener lugar la ceremonia de sva­yamvar, o elección de esposo para la joven. En este ritual la muchacha solía tener la prerrogativa de elegir marido, sin dar ninguna explicación para su elección. Pero Janak quiso asegurarse de que su yerno sería un gue­rrero capaz, e impuso una condición: La mano de la prin­cesa sería para aquel que consiguiera disparar el arco de guerra que sus antepasados habían recibido del dios Shiva. El peso, la fuerza y las dimensiones del arco eran suficientes para disuadir a cualquier mortal. Sin em­bargo, muchos fueron los príncipes que acudieron a la ceremonia, para al menos intentarlo.
Pero sus esfuerzos fueron inútiles. Ninguno de los príncipes llegados de los más lejanos confines de la tie­rra consiguió levantar el arco de Shiva y, mucho menos, tensarlo. Tras fracasar en la prueba, regresaban a sus reinos avergonzados. Finalmente el príncipe Ram, acom­pañado por su hermano Lakshman, se presentó en la ciudad y solicitó permiso para intentar armar el arco.
Desde un balcón, la princesa Sita contempló al joven príncipe y sintió de inmediato una atracción irresistible hacia él. Rogó a Shiva que ayudase a Ram a poder ma­nejar su arco, para así quedar unida a él.
Un gran carro transportaba el inmenso arco. Ram, ante la mirada expectante del rey Janak y de todos sus cor­tesanos, tomó el arco y lo alzó sin esfuerzo, provocando un murmullo de asombro y admiración entre todos los presentes.
Pero no se limitó a eso, sino que tensó su cuerda, para colocar una flecha, y lo hizo con tan vigor que el arco de Shiva se partió en dos, con un ensordecedor estruendo.
-Muchas son las virtudes de mi hija Sita –declaró Janak, tras presenciar esta gesta-, pero es ahora evidente para todos que no podría hallar un príncipe más mere­cedor de su mano-. Y, dirigiéndose a Ram, añadió-: Te la entrego, lleno de contento. ¡Que los dioses os bendi­gan!
Allí mismo se celebraron los esponsales de Ram y Sita, que, tras varios días de festejos, emprendieron el camino de Ayodhya.
Pero cuando todo parecía ir bien para los esposos, la madrastra de Ram comenzó a intrigar para conseguir privarle de su derecho al trono y colocar en él a su pro­pio hijo. Recordó a Dasharath una antigua promesa que le había hecho de concederle aquello que le pidiera y, cuando el rey accedió a cumplir su palabra, la mujer so­licitó que Ram fuera privado de sus derechos y condenado a catorce años de destierro en el bosque.
Esto sumió en la desesperación al anciano rey, pero tuvo que mantener lo prometido. Cuando supo lo acae­cido, Ram no se enojó, sino que consideró de impor­tancia suprema cumplir la palabra de su progenitor. Se preparó para ir al destierro y comunicó la noticia a su es­posa.
Sita, al saber lo sucedido tomó una tajante decisión:
-No iréis solo, mi señor. Bajo ningún concepto me se­pararé de vos. Sois mi esposo y mi lugar está únicamente a vuestro lado.
-Pero, Sita -objetó Ram-, el bosque es un sitio sal­vaje, lleno de bestias, de incomodidades y de peligros. Mi deseo es que permanez-cas en palacio y en él aguar­des mi regreso. Yo volveré a tu lado y, entonces, ambos disfrutaremos de nuestra mutua compañía y de nuestro amor.
-En ningún lugar de mundo podré disfrutar de nada, si vos no estáis a mi lado -replicó la mujer-. Es inútil que insistáis. Quiero acompañaros. ¡Os lo ruego! ¡No me abandonéis aquí! Para mí no existís más que vos y no podéis castigarme con vuestro desprecio.
Lakshman intervino:
-Hermano -rogó-, acceded. Sita muestra así su amor y no hace sino cumplir el deber de una buena esposa. No se lo impidáis.
Ram, en extremo complacido por lo que había escu­chado, accedió.
Tras despedirse de Dasharath, el príncipe, Lakshman y Sita trocaron sus vestimentas reales por ropajes de as­ceta y partieron hacia su destierro. Llegaron a un espe­so bosque, donde construyeron una cabaña de paja y vi­vieron allí durante un tiempo. Los dos hermanos se dedicaban a la caza, mientras Sita cuidaba de la cabaña y realizaba las tareas del hogar.
Un tiempo después, una comitiva real llegó al lugar donde se encontraban los tres. Era Bharat, el herma­nastro de Ram. Traía la triste noticia del fallecimiento de Dasharath. El buen viejo había cumplido su prome­sa a la reina, pero había muerto de dolor por la separa­ción de su hijo. Bharat reconoció el error de su madre y ofreció el trono a Ram, solicitando su perdón.
Pero Ram no quiso volver. Había dado su palabra a su padre de que estaría catorce años desterrado y pensaba cumplirla. Bharat reinaría hasta entonces en su lugar. El hermanastro volvió a Ayodhya y, colocando las san­dalias de Ram sobre el trono, de manera simbólica, se convirtió en el regente provisio-nal del reino.
Así transcurrieron catorce años. Durante ellos, Ram protegió a los ascetas de bosque y acabó con muchos de­monios que perturbaban los sacrificios de los hombres santos. Entre los demonios muertos por el príncipe se hallaban dos hermanos del gran Ravan, un demonio que reinaba en la isla de Lanka.
En el momento en que Ravan supo lo ocurrido, mon­tó en un carro volador y se trasladó por los aires al bos­que donde se encontraba el príncipe, dispuesto a ven­garse de él.
Escondido entre los matorrales, espió a la pareja y quedó sobre-cogido por la belleza de Sita. Decidió rap­tarla, para de esta manera llevar a cabo su venganza. Hizo que uno de sus seguidores se convirtiera en un cier­vo dorado, mediante su magia, para alejar a los hombres del lado de la princesa.
Cuando Sita vio al bello ciervo, ardió en deseos de te­nerlo y pidió a su esposo que se lo trajera.
Ram recelaba, pues un ciervo dorado era algo desu­sado. Sólo podría ser un demonio disfrazado, pensó. Pero su esposa no quiso escuchar razones. Tánto insistió que Ram, por complacerla, salió en persecución del ciervo.
Al cabo de un tiempo, Sita oyó la voz de Ram pidiendo auxilio.
-¡Escucha, Lakshman! -exclamó la princesa, angus­tiada-: Es la voz de tu hermano, que pide ayuda. ¡Ve en seguida a socorrerle!
Lakshman no estaba seguro de que todo no fuera un engaño.
-Sita: Ram no necesita mi ayuda para atrapar a un ciervo. De seguro que éste no es sino un demonio que ha tomado esa forma, por lo que no debo acudir a su lado, ya que, haciéndolo, te dejaría a ti indefensa.
-¿Sólo te interesas por mí? ¿Qué sentido tiene que me protejas, si Ram está en peligro? -preguntó ella-. Ve en su socorro, pues yo no podría vivir si algo le sucediera.
Lakshman se vio obligado a marchar en búsqueda de su hermano. Y esto era lo que Ravan había pretendido, pues así que la mujer estuvo sola, se presentó ante ella y, por la fuerza, la hizo subir al carro volador y partió con ella en dirección a Lanka.
Cuando Ram supo lo sucedido, creyó morir de dolor. Vagó durante mucho tiempo por el bosque, recriminan­do a Lakshman por haberla abandonado, recriminán­dose a sí mismo por no haberla protegido. Fue un tiem­po de gran angustia para el príncipe.
Por fin, su condición de guerrero se impuso a su pena y Ram decidió dedicar su existencia a rescatar a Sita. No tendría otra tarea en este mundo. Ambos hermanos co­menzaron a buscar al raptor y, con la ayuda de un pája­ro divino, que había intentado detener al demonio, su­pieron a dónde se había dirigido.
En Lanka, Ravan encerró a Sita en un recinto y pre­tendió gozar inmediata-mente de sus favores, aunque sin forzarla. Le ofreció su palacio y todas sus riquezas. Si se convertía en su esposa, sería la más poderosa de to­das las mujeres del mundo: nada le faltaría. Sita, apesa­dumbrada por la separación de su esposo, rehusó in­dignada todas las proposiciones de Ravan.
El demonio insistió y, para convencerla, le comu­nicó que Ram había muerto. Ella no lo creyó. Ram era parte de su ser, alegó. Si él muriera, ella inmediata­mente, lo sabría. No tenía sentido mentirle. El demo­nio, que deseaba que Sita se le entregara voluntaria­mente, prohibió que se le dieran alimentos y anunció que, si en el plazo de dos meses, no accedía a ser su esposa, la tomaría por la fuerza y después, la devora­ría.
Sita, viendo la inminencia de su muerte o su des­gracia, tomó la decisión de acabar con su vida. Consiguió un fuerte cordón de seda y, habiendo decidido quitarse la vida antes de ceder ante la insistencia de Ravan, buscó un momento en que la gentes que la vi­gilaba estaban descuidadas y se dispuso a llevar a cabo su propósito.
Entonces, desde la copa del árbol bajo el cual se ha­llaba, le llegó una voz:
-No lo hagáis, mi princesa. Ram no os sobreviviría.
Quiso Sita saber quién era el que así la interpelaba y dirigió su vista hacia arriba.
Allí se encontraba Hanumán, un dios-mono, de fuer­tes músculos y larga cola, que le explicó muchas cosas.
-Sabed, princesa, que vuestro esposo Ram, acompa­ñado por su hermano, salió en persecución de Ravan. En el camino se encontra-ron con nosotros, el pueblo de los monos, y ayudaron a su legítimo monarca a recobrar su trono, que le había sido usurpado. A cambio de su ge­nerosidad, decidimos ayudarle en vuestro rescate. Yo he venido aquí en misión de reconocimiento. Mi señor Ram, por quien tengo una devoción sin límites, no os ha olvi­dado. Viene a socorreros y sólo os pido que tengáis un poco de paciencia.
-Os lo agradezco de corazón -declaró Sita-, por mi parte y por la de mi esposo. Marchad a su lado y decid­le que aguardo ansiosa su llegada.
-Pero hay un medio más fácil -replicó Hanumán-. Montad sobre mi espalda e intentaré sacaros de aquí ahora mismo.
-No -atajó ella-. No debo escapar como una delin­cuente. Ram ha de llegar a la ciudad y castigar a Ravan por la afrenta que me ha inferido. Sólo de este modo quedará vindicado mi honor.
-Como deseéis -concedió el dios-mono.
-Tomad, amigo -dijo Sita, dándole un anillo-. Llevad esta joya a mi señor, para que tenga consigo algo de mí.
Hanumán abandonó el recinto donde se hallaba Sita y, para saber los planes de Ravan, atacó a sus guardias para llamar la atención. Combatió con ellos, se dejó apre­sar y fue conducido a la presencia de rey de los demonios. Habló con él y supo de sus intenciones y, cuando Ravan ordenó que prendieran fuego a su cola y le dejaran mo­rir, Hanumán hizo uso de su fuerza y escapó, extendiendo el fuego por la ciudad y creando el caos y la confusión en el reino de Ravan. Hecho esto, volvió junto a su señor, para llevarle el recado y el anillo de Sita.
La tropa de los monos construyó un puente con miles de piedras, uniendo la península con la isla de Lanka. Tuvo lugar entonces una larga y cruel batalla, llena de peripe­cias y de actos de heroísmo por parte de los dos bandos. Muchos demonios murieron y el ejército de Ram también sufrió innumerables bajas. El propio Lakshman fue al­canzado por una flecha y permaneció sin vida durante al­gún tiempo. Sólo unas hierbas milagrosas, que Hanumán trajo volando de los Himalaya, consiguieron salvarle.
Por último, tuvo lugar el combate definitivo entre Ram y Ravan. Las flechas surcaban los aires y no daban tregua al enemigo. Durante varios días los dos guerre­ros lucharon sin cesar hasta que la superioridad de Ram se impuso y consiguió vencer al demonio, cercenando sus diez cabezas.
Ram nombró un nuevo heredero para el trono de Lanka y marchó en búsqueda de su esposa.
Pero, en el momento en que ambos se reunieron, el príncipe pronunció unas palabras que sorprendieron a Sita:
-Amada esposa. Mi corazón está lleno de contento por haberte encontrado. Además, he acabado con Ravan, tu raptor, por lo que mi honor de guerrero ha quedado satisfecho. Pero queda aún mi honor de marido. A mi regreso a Ayodhya voy a ser rey y el pueblo debe respe­tarme sin reservas. Sin embargo, ningún hombre con­serva íntegro su honor si su esposa ha estado en poder de otro hombre. Yo no dudo de tu virtud, pero es im­portante que ninguna otra persona en mi reino pueda dudar. Por ello, aunque vivir sin ti me causa inmenso pe­sar, es inevitable que nos separemos.
-Entiendo vuestra posición, señor -declaró ella-. Es verdad que he perma-necido cautiva de un demonio que requería mis favores. Pero no es menos cierto que he preservado mi virtud y que, durante todo este tiempo, única-mente he pensado en vos. No desobedeceré vues­tras órdenes y, por lo tanto, no insistiré en que me lle­véis con vos. Pero para mí es imposible la vida sin vues­tra presencia. Como no me aceptáis a vuestro lado, quizá el fuego lo hará-. Y, dirigiéndose a Lakshman, añadió-: Hermano, prepara una pira funeraria, pues voy a entre­gar mi cuerpo a Agni, dios del fuego. Privada de la com­pañía de mi esposo, nada he de hacer ya en esta exis­tencia.
Antes de que Ram o Lakshman pudieran reaccionar ante estas palabras, un gran fuego se inició como por ensalmo junto a ellos y Sita, sin pensarlo ni un mo­mento, pronunció unas breves oraciones y saltó den­tro de él.
Ram quiso detenerla o arrojarse él también, mas su hermano se lo impidió. Y los dos héroes presenciaron entonces un prodigio. Aunque Sita se hallaba en medio del fuego, su cuerpo no ardía. Parecía estar en trance, sin enterarse de lo que estaba sucediendo y, aun así, las llamas no tocaban su cuerpo.
Todos escucharon unas palabras que provenían del fuego:
-¡Oh, Ram! -exclamó una voz profunda-. Tu celo y tu afán por salvar tu honor te ha llevado a poner a prue­ba a la más fiel y virtuosa de las mujeres. Yo, el mismo dios Agni, soy quien te lo dice. Nada ha habido de peca­minoso en su conducta. Ha pasado la prueba del fuego y yo te la devuelvo, para que ocupe a tu lado el lugar que le corresponde.
El fuego se desvaneció y Sita apareció intacta, ab­sorta aún en sus oraciones.
-Amada esposa -fueron las palabras de Ram al diri­girse a ella-: Ni por un momento dudé de tu virtud, pero un soberano debe ser más exigente con su vida y con los suyos que los demás hombres. Perdóname el sufrimien­to que te he causado y regresa conmigo a nuestra ciu­dad de Ayodhya.
El reinado de Ram y Sita fue largo y próspero y, por su justicia y bienestar, a su época se la considera una Era Dorada de la civilización hindú.

(Del Râmâyana de Vâlmikî)

Fuente: Enrique Gallud Jardiel

004. Anonimo (india),

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