Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 14 de mayo de 2012

Ahmed de ca'n beduia

Ca'n Beduia es hoy una pequeña porción de terreno rocoso, asomada al acantilado que mira sobre la marina de Valldemossa. No hay casas; una muy pequeña de aperos, guarda los pocos tre­bejos necesarios para el cuidado de la finca y algunos canastos donde se recogen las algarrobas y las almendras, único producto que se obtiene de aquel erial que, si es pobre en frutos del cam­po, es rico por su agreste, tranquila y solitaria belleza. En otro tiempo, bajo el nombre de Ca'n Beduia, de intensas resonancias árabes, se incluían los hoy predios de Son Más y Sa Torre, for­mados por sucesivas segregaciones de la finca principal.
Ahmed vivía en Ca'n Beduia y, a pesar de su condición de esclavo era considerado como uno más de la familia de aparceros que cuidaban la posessió, por su carácter bondadoso, su sumisión y la eficacia que mostraba en todos los trabajos que le encomen­daban. Pero Ahmed no podía olvidarse de aquellas gentes y aque­llas tierras que un día dejara en la lejana Africa, ni tampoco de aquella idea de libertad que acariciaba en sueños, consciente de que su destino estaba fatalmente condicionado a la servidumbre hasta el final de sus días.
También la sequía en este caso llegó para jugar una carta en favor del esclavo moro y también éste, como su homónimo de Pastoritx, debía poseer algún extraño poder, o conocía los desig­nios por los que se rige la naturaleza. Un día, cuando la tierra se resque-brajaba en mil resecas grietas y el campo agonizaba de sed, Ahmed aconsejó a su amo que hiciera arar las sementeras y es­parcer semillas hasta el más pequeño rincón aprovechable. Aque­lla noche y durante dos días más, el cielo derramó sobre las tie­rras de Ca'n Beduia una abundante lluvia.
El amo, agradecido, cumplió la palabra empeñada y devolvió a su esclavo la ansiada libertad. Para nadie, ni para el mismo liberto, fue alegre la despedida; todos querían a Ahmed y era co­mo si éste, en., su partida, se llevara un pedazo de las vidas de todos en su insignificante hatillo.
Pasaron los años y, una noche, cuando las gentes de Ca'n Beduin descan-saban de sus faenas cotidianas alguién golpeó en el portón y una voz nerviosa llegó desde fuera: «Abrid, abrid pron­to, soy Ahmed». El amo descorrió el cerrojo y se encontró frente a frente con su antiguo esclavo que se echó emocionado en sus brazos. Ahmed no tenía tiempo; en pocas palabras explicó que unas galeras le habían desembarcado, junto con un grupo de pi­ratas, en la costa y que éstos sabedores de su antigua condición, le habían encomendado la misión de adelantarse para explorar el terreno y ver si la ocasión era propicia para cometer sus trope­lías. «Por esto -siguió diciendo el moro- cuando dentro de un rato oigáis de nuevo llamar a la puerta no abráis. Yo os llamaré desde fuera y os imploraré que me dejéis entrar pero no abráis, no abráis por nada del mundo». El antiguo esclavo abrazó al amo y dióle un paquete para su esposa, la madona, de la que tan bue­nos recuerdos guardaba.
La puerta se cerró tras Ahmed y los hombres de Ca'n Beduia atrancaron todos los accesos a la casa y se aprestaron, en medio de la más absoluta oscuridad, a la defensa del predio.
Momentos más tarde, la aldaba golpeaba nuevamente y la conocida voz del moro llegaba desde el exterior pidiendo asilo:­
-Abrid, abridme, por favor. Soy Ahmed, ¿no os acordáis de mi? Quiero volver otra vez con vosotros, ¡abridme!, ¿es que no me conocéis?
Inútilmente renovó sus demandas el antiguo esclavo hasta que, al fin, el vozarrón del amo tronó desde dentro: «¡No nos en­gañaréis, moros del demonio! Ahmed se marchó libre hace años. No os abriremos para que entréis a robarnos. ¡Fuera de aquí!».
Los piratas, viendo frustrado su intento, se retiraron y Ahmed con ellos desapareciendo para siempre de Mallorca.
A la mañana siguiente, la madona de Ca'n Beduia abrió el paquete que le entregó su marido y quedó absorta al descubrir su contenido. Un cordoncillo de oro, de dieciséis palmos de largo, era el presente de su antiguo protegido. El cordoncillo de Ahmed ha pasado de generación en generación hasta nuestros días y aún hoy, en ocasiones, es lucido por su actual propietaria. Ella sabe bien que aquella joya es el tributo de un alma buena y agrade­cida.

Fuente: Gabriel Sabrafin

092. Anónimo (balear-mallorca-valldemossa)

El rey cangrejo

Cuento popular

Se dice vulgarmente que el león es el rey de los animales, pero cuando sucedió esto que vamos a contar no ocurría así.
Cierto es que el león fue siempre el rey de los animales, pero sólo de los grandes animales terrestres. La ballena era el rey de los animales marinos, y el cangrejo era el rey de todos los minúsculos habitantes de la tierra y de los ríos, e incluso animales mucho más grandes y poderosos que el cangrejo estaban bajo sus órdenes, como las serpientes, las tortugas y las ranas. Pero todos temían las poderosas pinzas del cangrejo y le obedecían sumisos.
El cangrejo, en vista del saludable temor que inspiraba con sus pinzas, abusaba de su poder y dictaba una serie de leyes que irritaban a sus súbditos. Una de ellas era que mientras dormía nadie podía hacer el menor ruido para turbar su sueño.
Los súbditos, cansados, decidieron sublevarse, y un día, mientras su poderosa majestad dormía, empezaron las ranas a croar y a reír muy fuerte, tanto que se despertó al oír el alboroto. Inmediatamente llamo a la libélula que era su mensajero, y mandó que las ranas comparecieran ante su presen­cia para inquirir la causa de sus risas.
Las ranas se excusaron de haber despertado al rey y dijeron:
-Hemos reído a causa de la tortuga, que tiene una figura ridícula con su casa a cuestas.
El cangrejo mandó a la libélula a buscar a la tortuga, y cuando la tuvo ante su presencia le preguntó por qué llevaba su casa a cuestas.
-Llevo mi casa a cuestas -contestó la tortuga- porque la luciérnaga despide fuego, y tengo miedo que me queme mi casa si yo estoy fuera.
El rey entonces mandó a buscar a la luciérnaga, y quiso saber por qué despedía fuego.
La luciérnaga contestó:
  El mosquito tiene la culpa. Se pasa todo el día tras de mí tratando de picarme y de aturdirme con su zumbido, y yo despido fuego para asustarlo y ­protegerme.
Entonces el rey, ya enfadado, mandó llamar al mosquito y le preguntó por qué atormentaba a la luciérnaga.
El mosquito entonces, en vez de contestar, se puso a zumbar en torno al cangrejo, y lanzándose veloz sobre él le picó en la frente. El cangrejo, furioso por la desvergüenza del mosquito, le dio un golpe en la frente y mató al animalejo.
Los demás mosquitos, al enterarse de lo que había ocurrido a su compañero, se unieron para hacer la guerra al rey. El cangrejo, asustado ante la nube de mosquitos que se le venía encima, hizo con sus pinzas un agujero en la tierra y se ocultó en él.
Los mosquitos, chasqueados, quedaron zumbando en torno al agujero, esperando que saliera el rey para atacarlo; pero el cangrejo no quiso atreverse a salir, y desde entonces vive en agujeros que cava en la tierra.
Los mosquitos se reúnen alrededor de cada agujero que ven, tratando de descubrir al cangrejo, sin conseguirlo.
Y mientras tanto, los pequeños animales de la tierra y de los ríos quedaron libres de su rey que los atormentaba.

093. anonimo (filipinas)

La coyota teodora

Cuento popular

La Teodora, que conocía el secreto de las tinieblas endemoniadas, era esposa de un buen hombre; de ésos sencillos y apacibles que se dedican calladamente a sus pequeñas labores agrícolas.
La pareja vivía muy pobre, pero a pesar de eso siempre había en la cocina abundancia de viandas sabrosas, y la cocinera, que era la misma Teodora, servía variados y jugosos guisos a su esposo.
Este, maravillado de aquellas suculencias, preguntaba a su "cara mitad" sobre la procedencia de los potajes, pero aquella le contes-taba siempre con evasivas o le decía que las compraba o que se las regalaban sus amigas; pero su esposo, a pesar de su sencillez, había entrado en sospechas, pues, se le hacía difícil explicarse la forma en que su señora adquiría aquellos alimentos, ya que no disponía de medios para ellos. Las sospechas aumentaban de día en día y, entonces, su esposo empezó a observarla por las noches y a seguirle sigilosamente los pasos para averiguar la procedencia de aquella abundancia de alimentos.
Desesperaba ya el pobre hombre de alcanzar su objeto. Fue una de las tantas noches, cuando vio que su mujer se levantaba cautelosamente y la oyó pronunciar entre la semioscuridad del cuartucho una serie de oraciones para él desconocidas.
La vio después dar tres vueltas a la derecha y otras tres vueltas a la izquierda, mientras tartajeaba sus mágicas oraciones, e irse convirtiendo poco a poco en una coyota.
Horrorizado ante aquella transformación, se refugió todo tembloroso en su tapesco tartamudeando una serie de oraciones, per-signándose febril­mente y encomendando su alma a san Antonio y a las benditas Animas del Purgatorio.
Al día siguiente notó que, como de costumbre, en la cocina había pollos y gallinas y hasta una chanchita al horno, sin que, al interrogar a su mujer, pudiera ésta dar razonables explicaciones de cómo había obtenido los animalitos mencionados.
Siguió en expectativa el labriego, atisbando por la noche a su mujer, y una de tantas, haciendo uso de las mismas artimañas mágicas, tranformose en coyota. Siguiola él con mucha astucia y así pudo comprobar que su mujer convertida en coyota se metía a los corrales, gallineros y cocinas ajenos a proveerse de lo que le hacía falta en casa.
Espantado el buen hombre de que su mujer fuese bruja de la expresa­da categoría, dispuso ir a donde el señor cura del pueblo, a quien comunicó detalladamente la transformación de su mujer.
El sacerdote, cumpliendo con su obligación de ministro de Cristo, le dio un cordón de san Francisco y un poco de agua bendita, para que en el preciso momento en que la bruja, de regreso de su incursión nocturna, quedara nuevamente transformada en mujer, le diera tres latigazos con el cordón de san Francisco y que le asperjara con el agua bendita, para que así nunca más volviera a convertirse en coyota.
El esposo cumplió con su cometido, según los consejos del sacerdote, pero aconteció, desgraciadamente, que al regreso de su correría, la coyota dio sus tres vueltas rituales, y ya estaba transformándose en mujer nuevamente cuando, anticipándose el hombre, le dio los latigazos que le había indicado y regó el agua bendita sobre el cuerpo monstruo, pues de mujer sólo tenía la cabeza y el pecho y de coyota, el resto del cuerpo, por lo que surtiendo los objetos sagrados los efectos predichos, paróse súbitamente la transformación de la coyota, quedando aquel cuerpo parte mujer y parte bestia.
Sucedió, pues, que la mujer, no habiendo podido recuperar su forma completa y siéndole por eso mismo imposible quedarse en su casa al lado de su esposo y de su hijo, se lanzó a los bosques en donde vaga eternamente, como ejemplo y castigo de brujos y hechiceros.
Se dice que en las noches oscuras se oyen los lastimeros aullidos de la coyota Teodora, entristecida y apesadumbrada por el abandono en que dejó a su esposo y a su hijo.

094. anonimo (honduras)

El agua de la vida

Cuento popular

Este era una vez que una humilde anciana vivía con sus tres hijos. Eran muy felices, hasta cuando cayó enferma la señora, y ya se estaba muriendo, pues, todos los curanderos del pueblo habían venido a Airarla, pero ninguno le quitó el mal.
Uno de los hijos hizo venir a una vieja curandera, casi olvidada por el pueblo. Esta, al llegar y ver a la señora, le dijo a sus hijos:
-Esta señora le queda muy pocos días de vida y con lo único que se puede curar es bebiendo el agua de la vida.
El mayor de los hijos de la señora, dijo:
-Yo seré el que iré a buscar ese remedio.
La vieja curandera le dijo que estaba bien, que ella le iba a decir dónde quedaba esa fuente del agua de la vida. Le dijo:
-Tienes que cruzar muchas montañas, derribar muchos dragones, y que si lo llamaran, que no volviera para atrás, y que si se encontra-ra con alguno, que no lo rechazara el hacer favores a alguno.
Así fue, y el día siguiente se fue el mayor que se llamaba Juan. Al llegar a una quebrada, una anciana estaba llorando y al ver a Juan, le dice:
-Buen muchacho, ¿llevas prisa? Hacedme el favor de cruzarme a la otra orilla.
Al verla Juan, le dijo:
-¿Qué crees, vieja, que estoy hecho para cargarte?
Y siguió su camino; la vieja, disgustada, lo maldijo.
Llegó la noche y Juan todavía seguía su camino. Ya había cruzado la, montaña de oro y la de plata. A la mañana siguiente, llegando al monte del dragón, oyó que le llamaban. Este, no queriendo obedecer los consejos de la vieja curandera, volvió a ver hacia atrás; en ese momento se convirtió en una piedra.
Pasaron dos días y no volvía Juan, y entonces Miguel dijo:
-Yo voy a buscar esa agua.
Y al día siguiente partía, pero le sucedió lo mismo que a Juan. Pasó otros dos días más y Pedro, viendo que no venía Miguel ni Juan, decidió irse. La vieja curandera le dio los mismos consejos.
Al día siguiente, muy temprano, partió Pedro. Al llegar a la quebrada, vio a la anciana llorando y le dijo:
-Buen muchacho, ¿lleváis prisa? Hacedme el favor de cruzarme a la otra orilla.
Al ver este pedido, Pedro le dijo:
-Llevo prisa, señora, pero le haré el favor de cruzarla al otro lado de la quebrada.
Así lo hizo.
Al llegar a la otra orilla, Pedro bajó a la señora y ésta le preguntó: -¿No te duele la espalda?
El muchacho le dijo:
-Sí, señora. Mire como está mi espalda toda cortada y derraman-do sangre. Fíjese como tengo la ropa. Pero no importa, ya le hice ese favor que me gusta habérselo hecho.
La señora lo llamó y le dio una piedra que ella le otorgara el favor. Pedro agradeció a la señora y se fue. Cruzó el monte de oro y el de plata y llegando al del dragón, sintió que le llamaban y acordándose de los consejos de la vieja curandera, no volvió su vista atrás.
Siguió su camino; al llegar al monte del dragón, se le apareció uno y venía el dragón encima y se acordó Pedro de la piedra y le pidió que cortara las siete cabezas del dragón y así sucedió. Pedro cruzó el monte y al llegar al otro lado oía una bulla inmensa: era el agua de la vida, y éste le pidió a la piedra que le concediera el deseo de poder llegar hasta donde se encontraba el agua, y así fue. Al llegar al arroyo, se encontró con un águila, que le dijo:
-Pedro, tomad esta jarra que está en el rincón, coged de esa agua y bebed. Llévate si quieres, y al ir en tu camino riega gotas de agua por donde pases, y no vuelvas a mirar atrás hasta que hayas llegado a tu casa.
Y así lo hizo Pedro, y por su camino regaba las gotas de agua.
Faltaba una hora para que la mamá de Pedro muriera si no bebía del agua esa, y ctiando llegaba Pedro le faltaba medio minuto. Al entrar en la casa, dice la vieja curandera:
-Ya era tiempo, muchacho, le falta muy poco tiempo de vida a tu madre; busca un vaso y sal de aquí.
Pedro fue en busca del vaso y se lo dio a la vieja curandera.
Esta le dio el agua, pronunciando unas palabras raras y la anciana recuperó vida; estaba como nueva.
Luego le dice la vieja curandera a Pedro:
-Asómate a la puerta y ya veréis algo que Dios te compensará, dándote bienes y fortuna. Al mirar Pedro, vio una multitud de gente, y entre ellos, Juan y Miguel, que él les había dado vida, regando gotas del agua de la vida.
Después de un tiempo, Pedro se casó, siendo muy feliz, cumpliéndose las palabras de la vieja curandera.

095. anonimo (panama)

Linda Blanca

Cuento popular


Había una vez un hombre muy rico que era viudo y que tenía una hija muy hermosa que se llamaba Linda Blanca; ella sentía una pena inmensa por ser tan guapa, porque todos la querían.
Pidió a su padre que la diese un vestido azul y ceniciento. El padre se lo dio. Después le pidió que le diese un vestido azul plateado. Tuvo al punto el vestido. Volvió a pedirle otro azul y dorado, y el padre cumplió su voluntad.
Tenía Linda Blanca una varita mágica, así es que la pidió que en aquel mismo instante la convirtiese en fea. Vestida con una pelliza y con una máscara muy fea, se marchó de su casa con intención de servir de criada.
Llegó a un palacio donde en aquel tiempo vivía un Rey soltero, y allí se quedó a servir de criada. Por aquel entonces los habitantes de la ciudad se juntaron para celebrar una gran fiesta que durase tres días.
Linda Blanca pidió a la Reina permiso para ir a la fiesta.
La Reina le dijo:
-Pídele permiso a mi hijo, pues sólo él es el que gobierna.
Ella fue a pedirle el permiso al Rey, que se estaba calzando las botas.
El la dijo:
-Mira que te tiro esta bota.
Después que el Rey se fue a la fiesta, Linda Blanca dijo:
-Varita mía, prepárame una carroza, pues quiero ir a la fiesta.
Se vistió de azul y de color ceniciento y se fue. Cuando la fiesta se acabó, ella trató de huir. El Rey y los otros señores fueron detrás de ella, pero sólo el Rey pudo cogerla de la mano, al tiempo que la preguntaba:
-¿De qué tierra sois?
Y ella contestó:
-Soy de la tierra de la bota.
Y salió corriendo. Cuando el Rey llegó a su casa, allí estaba ella como de costumbre. Al día siguiente, volvió otra vez a pedirle permiso al Rey, para ir a la fiesta, pero éste la dijo:
-Mira que te doy con este vergajo.
Linda Blanca fue vestida de azul y de plata. Cuando llegó allí, todos quedaron encantados de verla. Al terminar la fiesta, el Rey poniéndose a sus pies la preguntó:
  ¿De dónde es la dama?
Y ella repuso:
-Soy de la tierra del vergajo.
El último día, ella fue a pedir permiso para ir a la fiesta. El Rey tenía la toalla en la mano y la respondió:
-Mira que te doy con la toalla.
Linda Blanca esta vez fue de azul y oro. Al salir, el Rey cogiéndola la mano, la preguntó:
-¿De qué tierra sois?
Y ella contestó:
-Soy de la tierra de la toalla.
El Rey no comprendió lo que le decía, y se quedó muy triste por no saber de dónde era aquella hermosa dama. Tan grande era su tristeza que pidió a sus amigos que viniesen a pasear a la plaza del palacio. Linda Blanca, que ya estaba enterada de la pena del Rey, se vistió con el primer vestido de la fiesta y se asomó a una ventana.
Un amigo del Rey la vio y dijo:
-¡Oh, que cara más linda vi en una ventana de palacio!
El Rey miró, pero no vio nada. Encaminóse hacia palacio, y dirigiéndo­se a la Reina, la dijo:
-¿Quién hay aquí de fuera?
-Nadie -respondió la Reina- sólo la gente de costumbre.
El segundo día, aunque estaba con los ojos bien abiertos, en un momento que se descuidó, ella apareció con el segundo vestido y sólo los amigos del Rey la vieron. Encaminóse a todo correr a palacio, pero la Reina madre le dijo lo mismo que el día anterior.
Al tercer día, el rey estuvo muy atento y entonces vio a la misma dama de la víspera, con el vestido azul rameado de oro. Corriendo rápidamente logró coger a linda Blanca por el borde del vestido dorado y la dijo:
-Yo te ordeno que aclares todo esto.
Ella obedeció, y entonces el Rey pudo ver a la dama que tanto le encantó el día de la fiesta. Linda Blanca le contó el motivo de todo aquello, y durante tres días se celebraron las fiestas de la boda.

Y quien lo dice está aqui.
Quien quiera saberlo que se vaya allá.
Zapatitos de manteca.
Se escurren, pero no se caen.

096. anonimo (portugal)

El tigre del sumpul

Estaba allí. Negro bajo las ramas, salpicada de luna la faz siniestra. Se le distinguía claramente por las tres plumas de guaral[1] que llevaba en la frente; era el Tigre del Sumpul, aquel río solitario y perdido que se arrastra bajo peñas y entre raíces, el río de los crímenes que se ha teñido tantas veces en sangre y ha escuchado tantos gritos de angustia y de dolor. ¡Río de cadáveres y de huesos!
Allí mismo, aquel hombre que se ocultaba tras el tronco de aquel nudoso tigüilote[2], había robado a los viajeros y había abonado sus márgenes con sangre. Era de origen maya. Se había criado en las montañas, en las altas montañas de Chalatenango, donde la confederación pipil había detenido el avance del imperialismo ulmeca. Desde el alto Cayaguanca hasta el tétrico Sumpul, había recorrido cometiendo crímenes.
En la orilla de los caminos quemaba una mezcla de hojas de "tapa" (datura) y de tabaco, cuyo humo produce sueño, delirios y debilidad física instantánea; hacía caer a sus víctimas por medio de ese violento veneno de la daturina.
Quién sabe por qué circunstancias estaba ahora en tierras pipiles. Y seguía siendo el criminal de antes.
Era bastante entrada la noche. El silencio engrandecía el ruido de las lagartijas que corrían.
Y se oyeron unos pasos apagados por el polvo del sendero. Un mancebo avanzaba. Un indio querido de todo él pueblo, Malinalli (yerba retorcida). A la luz de la luna se le veía, cruzado sobre el pecho, el valioso tejido de piel de chichintor, que acostumbraba a llevar siempre; venía distraído, cantando una vieja canción, cerca ya del tigüilote fatal.
Detrás del tronco nudoso, el Tigre del Sumpul prepara su cerbatana, un carrizo[3] largo con el que dispara dardos envenenados. Apunta, y en el momento en que Malinalli pasa frente al árbol, sopla en la cerbatana.
Y el joven cayó. El veneno, quizá demasiado viejo, no produjo efecto inmediato, porque el indio pudo defenderse por algún tiempo sin que la parálisis nerviosa lo imposibilitara. Tras corta lucha, el Tigre del Sumpul sacó una cuchilla de obsidiana, y bajo la mirada inocente de Metxi, la hundió en el pecho de su víctima. Salió la sangre, manchando el suelo, y con un ademán violento arrancó el tejido de piel de chichintor que llevaba en el pecho.
Y se alejó del lugar.
la desaparición de Malinalli causó mucho pesar en el pueblo.
Todos aseguraban que sería vengado por su nahual[4]: una furiosa culebra Masacuat, que, según aseguraban algunos, ostentaba la señal de una gran mancha blanca sobre su lomo negro.
Pasó el tiempo.
El Tigre del Sumpul había huido de tierras pipiles, asustado por los frecuentes encuentros que tenía con una Masacuat larga con una mancha blanca sobre el lomo negro. Está ahora en el peñón de Cayaguanca.
Era de noche. La luna se paseaba sobre la selva silenciosa. De la montañas vecinas venía un aire frío.
Por la orilla de una ladera escueta, entre un ralo grupo de árboles, caminaba un hombre con una flecha al hombro. En el tronco de un nudoso tigüilote, la luna dibujaba sobre el suelo la figura como de una rama que se movía. Avanzó el hombre, y al pasar frente al árbol, algo se alargó, enrollán­dosele rápidamente al cuello. Se oyó un grito. Allí, contra el árbol, había un hombre apretado al tronco.
De pronto quedó libre.
Y por la ladera escueta rodó un cadáver.
En la frente se le distinguían tres plumas de guara.
Rodó, rodó por la ladera escueta, bajo la infantil mirada de la luna.
Del tronco se desprendió una culebra.
Se deslizó rápidamente por el sendero.
Una gran mancha blanca se distinguía sobre su lomo negro.

Cuento popular

097. anonimo (el salvador)

[1] Guara: Papagayo.
[2] Tigüilote: Nombre que dan en Honduras y Guatemala a un árbol indígena, cuya madera es utilizada en tintorería.
[3] Carrizo: Caña común.
[4] Nahual: El animal que como compañero inseparable tiene una persona.

El caballito de siete colores

Cuento popular

Este era un padre que tenía tres hijos. ia vida de ese padre estaba en una hierba, y todos los día venía el caballito de site colores y se comía la vida; y esto causaba una gravedad al padre.
El padre, dijo al hijo mayor que él tenía que coger el animal que se comía la hierba, que era la vida de su padre. El hijo compro una lira, una hamaca y un papel de alfileres. Se puso a cantar y le cogió el sueño y no pudo ver el animal que se comía la vida de su padre, que se estaba muriendo.
Dijo el segundo.
-Ya que mi hermano se durmió y no pudo coger el animal, yo lo cogeré.
Hizo lo mismo que el otro, pero también se durmió y no vio el animal que aniquilaba diariamente la vida del buen padre.
El hijo más pequeño hizo lo mismo, y tuvo la suerte de no dormirse y coger al caballito de siete colores. El caballito le suplicó que lo soltara, prometiéndole no volver a comerse la vida de su padre. Juanico le dijo que no, que lo llevaría donde su padre. El caballito le dijo que cuando llegara donde su padre lo dejara irse, que su papá lo mataba.
-Ya yo estaré listo con una silla y freno, y tú te vas conmigo a comer tierra.
Así lo hizo y se fueron. Cuando no corrían por tierra, iba volando; porque el caballito volaba. En una ocasión que iban volando, Juanico cogió una pluma en el aire y se la enseñó al caballito. El caballito le dijo que por esa pluma lloraría muchas lágrimas.
Llegaron a un pueblo y se hospedaron donde un rey. La reina se enamoró de Juanico y lo enamoraba constantemente, pero él se negaba y le dijo que no, porque el rey se ponía bravo; que él no le hacía eso al rey.
Ella, por vengarse del desprecio que le hacía, le dijo al rey que Juanico decía que él se atrevía a coger el pájaro de la pluma que tenía en el sombrero. Entonces el rey llamó a Juanico y le dijo:
-¿Es verdad que tú dices que te atreves a buscar el pájaro de esa pluma que llevas en el sombrero?
-Yo no lo he dicho -dijo él-, pero si usted quiere yo lo hago.
Se fue donde el caballito y se puso a llorar. El caballito le preguntó que tenía, y él le dijo que la reina le había dicho al rey que él iba a conseguir el pájaro de la pluma.
-¿Ya ves, Juanico -le dijo el caballito- que yo te dije que sufrirías por esa pluma? Móntate y vámonos.
Se fueron, y llegaron a una laguna donde había muchos pájaros ponzo­ñosos. El caballito le dijo a Juanico.
-No te metas que eres perdido -y se fueron a otra laguna, y le dijo el caballito:
-Coge el pájaro ahí, pero cuando te veas apurado llámame.
Juanico se metió en la laguna y le cayeron todos los pájaros.
Cuando ya estaba muy apurado dijo:
-Caballito de siete colores, ¿dónde estás? ¡Váleme!
Vino el caballito y le dijo:
-¿Por qué no me llamabas? Coge el pájaro y vámonos.
Se fueron y le llevó el pájaro al rey.
Entonces la reina, más enamorada que antes y más desdeñada que antes, le dijo al rey que Juanico decía que se atrevía a coger la hembra. Lo llamó el rey otra vez y le dijo:
  Ve y búscala.
Volvió de nuevo Juanico donde el caballito. Este le preguntó que tenía, y le dijo lo que le pasaba.
-¿Yo no te lo dije, Juanico, que ibas a llorar por esa pluma? Súbete y vámonos.
Se fueron y llegaron a otras lagunas. El caballito le dijo que si veía los animales con los ojos abiertos y que si se veía apurado que lo llamara.
Se metió y le cayeron todos los pájaros, y ya casi estaba muerto cuando se acordó del caballito y dijo:
  ¡Caballito de siete colores, váleme!
Enseguida se presentó el caballito y le dijo que por qué no lo llamaba.
-Era que no me acordaba, tan atormentado como estoy.
Por fin se fueron con la hembra del pájaro.
Y cuando la reina vio que la llevó se enamoró mucho más de él, y al verse desdeñada, le dijo al rey que Juanico decía que se atrevía a rescatarle una hija que le habían robado los moros en una ocasión. El rey, aunque lo dudó, mandó a buscar a Juanico y le dijo que si era verdad lo que decían de que él rescataría su hija.
-No lo he dicho -dijo Juanico-, pero si usted quiere, yo la rescato.
Se fue a llorar donde el caballito, y él le dijo:
-Vámonos, Juanico, yo te voy a llevar para que traigas esa muchacha.
Se fueron volando, volando, atravesaron el mar y llegaron. Cuando estaban volando en la ciudad, la muchacha lo vio y se enamoró del caballito.
  Mire, papa, qué bonito caballito, ¡cómpremelo!
El papá le dijo que si se lo vendían o se lo alquilaban para ella. Juanico dijo que ni lo alquilaba ni lo prestaba, que si él le tenía confianza, lo que podía hacer era montar con ella.
Tocaron un bando para reunir el pueblo para cuidarla. Se montaron, y el caballito levantó el vuelo y se llevó la muchacha. Le tiraron con cañones y carabinas y ninguna bala pudo alcanzarla.
Juanico se enamoró de la muchacha e iba todo el camino enamorándo­la, y al pasarle una sortija, se le cayó al mar en el momento en que iban pasando por él. Cuando llegaron, la reina estaba aún más enamorada de él. Entonces fue donde el rey y le dijo:
-Marido, dice Juanico, se atreve a traernos la sortija que se cayó en el mar.
Cuando el rey le dijo a Juanico de traerle la sortija, se fue otra vez a llorar donde el caballito. Este le preguntó qué tenía, y le dijo lo que le pasaba.
-Coge un cordel, un machete y una sábana v móntate y vámonos.
Cuando llegaron al mar, le dijo el caballito que lo matara. Juanico le decía:
  ¿Cómo te mato, caballito? ¿Cómo te mato?
  Mátame y amárrame bien en la sábana, que no se me salga ni un pedacito de mí, amárrame con el cordel y tírame al mar, diciendo: "Caballito de siete colores, váleme aquí. Caballito de siete colores: váleme aquí". Así hasta que salga.
Cuando él estaba muy afanado diciendo: "Caballito de siete colores, váleme aquí. Caballito de siete colores, váleme aquí", se le aparecío el caballito por detrás diciéndole:
-Mírame, Juanico, y mira el anillo.
Se fueron, y cuando llegaron donde el rey, lo casaron con la hija, y la reina se quedó sin él. El rey le cedió su corona y fue Juanico el rey de ese pueblo.

098. anonimo (santo domingo)