Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 15 de mayo de 2012

El gnomo hilador

Hubo una vez una pobre viuda que tenía una sola hija, muy bonita, agradable y simpática, pero la dominaba una pereza tal que nunca su madre podía conseguir que se dedicara a los trabajos de la casa. En cambio, se pasaba largos ratos ante el espejo probándose cintas, cuellos y adornos de mil clases que preparaba ella misma con los retazos que encontraba en la casa. Y, cuando le parecía estar adornada y a su gusto, se asomaba a la puerta de la casa y tomaba el huso como si se dispusiera a hilar; pero, en realidad, no hacía nada mas que esperar el paso de alguna amiga o conocida que pudiera verla muy bien ataviada o para darle envidia, y tampoco veía con malos ojos la aproximación de algún joven conocido suyo que le dirigiera algunas palabras amables. Y así, a veces, se entablaba alguna conversación muy grata para aquel y la muchacha; pero muy molesta para su madre, porque veía como su hija pasaba largas horas sin hacer nada y ella en cambio, había de cargar con todo el trabajo de la casa.
De día en día estaba más colérica la pobre mujer contra la invencible pereza de su hija. En vano le reconvenía por ella y aun a veces, la castigaba, no dejándola salir de su cuarto con la esperanza de que así, pudiera corregirse un tanto. Pero todos sus esfuerzos fueron vanos, porque Alicia, pues tal era el nombre de su hija, parecía ser cada vez más perezosa, a medida que transcurría el tiempo.
La buena mujer estaba desesperada. En cierta ocasión le habría convenido que su hija hilase algunos copos de lino que tenía para ir a vender el hilo al mercado y obtener una suma de dinero que buena falta le hacía, pero Alicia apenas había iniciado aquel trabajo.
Cuando llevaba diez minutos ocupada en él se le ocurrió ponerse una cinta de color azul en torno de su cabello y ni corta ni perezosa, puesto que se trataba de su propio adorno, dejó el huso a un lado y pasó largo rato ante el espejo, probándose una y otra vez aquella cinta que anudaba de mil maneras, haciendo diversos lazos hasta que por último quedó satisfecha. Y entonces, sin acordarse ya más de lo que le había encargado su madre, se apoyó en el antepecho de la ventana asomando la cabeza para mirar quien pasaba por delante de la casa.
Así transcurrió un buen rato, hasta que la madre quiso ver que hacía su hija. Y, al darse cuenta de que no había hecho nada y de que seguía entregada a la pereza, ya no pudo contener su pena y su dolor y volvió a la planta baja, derramando abundantes lágrimas.
Sin dejar de llorar, salió a barrer el umbral de la puerta. Y de pronto, agobiada por la pena, se sentó en el poyo que había a un lado e inclinó la cabeza, sumida en intensa tristeza.
En aquel momento acertó a pasar la carroza real. Dentro iba el monarca. Era muy joven todavía, guapo, apuesto y elegante. Y no había contraído matrimonio porque deseaba determinadas condiciones en la que había de ser su mujer, eran tales que, con toda seguridad, ninguna de las princesas que se hallaban en estado de merecer las reunía ni por asomo. Y, al ver a la pobre y humilde mujer que estaba con la cabeza tristemente inclinada sobre el pecho, mandó detener la carroza se asomó a la ventanilla y la interpeló diciendo:
-¿Qué os pasa, buena mujer?
Levantó la cuitada la cabeza y al darse cuenta de la calidad del personaje que la interpelaba, se puso presurosa en pié y de momento, no supo que contestar. Luego le dió vergüenza decir la verdad confesando que tenía una hija aquejada de una pereza invencible. E impulsada por el amor de madre, se decidió a mentir para decir lo contrario.
-iDios mío, señor! -exclamó. Tengo una hija que no para de hilar. Ha acabado ya con todos los copos de lino que teníamos en casa. Y ahora me pide más, pero no puedo dárselos porque somos muy pobres.
-¡Caramba! -exclamó el Rey muy interesado. No sabéis cuanto me gusta oír eso. Hacedme el favor, os lo ruego de llamar a vuestra hija. Quisiera verla.
No costó gran cosa lograr que Alicia obedeciese aquella vez a su madre. Ya había notado el paso de la carroza y disimuladamente, la estaba observando al amparo de los vidrios de la ventana. Y como siempre iba muy limpia y lo mejor adornada posible y además, era hermosa y simpática, cuando hizo una reverencia al Rey, éste quedó prendado de su gentileza y de su hermosura.
Había tenido ocasión la madre de advertir a la muchacha de la respuesta que había dado al Rey y así, cuando éste interpeló a Alicia preguntándole si, en efecto, tenía tanta afición a hilar como aseguraba la madre, la joven contestó afirmativamente, sonrojándose de vergüenza por la mentira que estaban contando al Rey. Pero a él le dio la impresión de que aquel rubor, era simplemente, hijo de su cortedad.
-Pues, mira -añadió- precisamente yo no me he casado todavía porque quiero una mujer hacendosa. Veo que eres bonita y pareces buena. De modo que, si quieres y en el caso de que tu madre consienta, te tomaré por esposa.
Las dos mujeres se quedaron atónitas al oír aquellas palabras. De momento no se atrevieron a creer lo que estaban oyendo; pero luego, se rehicieron comprendiendo que el monarca había hablado en serio. Y, como es natural, se apresuraron a aceptar.
Poco después habían subido las dos a la carroza y se dirigían a palacio en compañía del Rey. Este se iba enamorando por momentos de la hermosa Alicia y le dirigía miradas llenas de amor a las que ella correspondía con otras tímidas, al mismo tiempo que sonreía dulcemente.
Cumplió el Rey su palabra porque, pocos días más tarde, celebró su boda con Alicia, entre grandes festejos en los que tomaron parte todos los cortesanos y también los súbditos del monarca, porque la nueva reina había conquistado la simpatía y aun el afecto de todo el mundo.
La madre quedó alojada en una serie de habitaciones de palacio, rodeada de toda clase de comodidades y de cuanto pudiera antojársele, de modo que la buena mujer bendecía al Cielo por haberle proporcionado aquella ocasión de terminar su vida sin pensar ya más en los agobios de la pobreza y en las privaciones a que siempre se viera sujeta.
Transcurrieron algunos días en que los recién casados acudieron a todos los bailes, fiestas y banquetes que se dieron y de igual modo pasearon por toda la capital del reino en una carroza magnífica, de oro puro, y tirada por ocho caballos ricamente enjaezados. El paso de los reyes suscitaba el entusiasmo popular y Alicia llegó a creer que nunca había sido una muchacha pobre y que la suerte inmensa que le correspondiera era algo natural y muy razonable. Su marido la trataba con bondad y afecto y podía considerarse feliz.
Pero todo acaba en este mundo y la dicha más pronto que otra cosa cualquiera. La reina continuaba viéndose rodeada de toda clase de atenciones y de comodidades, pero, una tarde aciaga, su marido la tomó de la mano y la condujo a una vasta estancia, cuyas paredes estaban ocultas por una cantidad enorme de copos de lino. Al ver aquello la joven reina se echó a temblar, porque adivinó lo que sucedería. Y, en efecto, no se engañó, porque el rey le dijo:
-Mira, querida mía, ya sabes que, ante todo, decidí tomarte por esposa a causa de tu laboriosidad. Aquí tienes todos esos copos de lino y un torno de hilar. Quédate, pues, en esta habitación, empieza a trabajar y procura que, mañana por la mañana, a las nueve, esté todo concluído. En caso de que no sea así, me veré obligado a condenarte a muerte.
La expresión de su rostro indicaba claramente que estaba dispuesto a cumplir aquella terrible amenaza. Y, sin decir una palabra más, dio media vuelta, salió y corrió el cerrojo exterior de la puerta.
La reina continuaba en el centro de la estancia, inmóvil, como si se hubiera convertido en una estatua. Estaba anonadada. Luego, comprendiendo que su muerte era inevitable, se dejó caer sobre un escabel y empezó a llorar amargamente. .
Los sollozos agitaban su cuerpo y eran tan abundantes sus lágrimas que llegaron a formar un charquito en el suelo. Lloraba ya su propia muerte, que juzgaba inevitable y no podía hallar consuelo, porque, en efecto, no lo tenía.
Cuando más sumida estaba en su pena horrenda, se abrió la ventana de la habitación, se oyó el ruido de algo que caía al suelo y ella, asustada, levantó la cabeza. Vio a un gnomo extravagante y de feo aspecto. El recién llegado se volvió a ella y, con voz áspera y ronca, le preguntó cuál era el motivo de su llanto.
No tuvo la reina el menor inconveniente en confesárselo. Se lo refirió todo, sin omitir ningún detalle y terminó diciendo que estaba segura de su muerte al día siguiente y que, por lo tanto, no podía consolarse. El gnomo la escuchó con la mayor atención y, cuando ella hubo terminado de hablar, le dijo:
-Mira, yo puedo sacarte del apuro. Mañana, antes de las nueve, estarán hilados todos esos copos de lino, pero, a cambio de eso, es preciso que me hagas una promesa.
-¿Cuál?
-La de entregarme el primer hijo que tengas, al día siguiente de su nacimiento.
Alicia no contestó en seguida, pero luego se dijo que tal vez no tendría ningún hijo y, por otra parte, tuvo en cuenta que, aun en caso contrario, eso tardaría bastante en ocurrir y que, por lo tanto, quizá se presentase el medio de eludir aquella promesa. Además, estaba tan desesperada y segura de su muerte, que se resolvió a acceder y así se lo manifestó al gnomo.
-Está bien -contestó él-. Ahora siéntate y no te acuerdes ya más de ese peligro de muerte.
A su vez tomó asiento delante del torno, apoyó el pie en el pedal y la rueda empezó a girar rápidamente. Él, sin cesar, tomaba un copo tras otro y lo hilaba en un santiamén. Y así continuó durante toda la noche, con tal prisa y diligencia que no parecía sino que, por arte de magia, disminuyera el número de los copos y aumentase, en cambio, proporcionalmente, la cantidad de hilo producido.
Alicia, durante algunas horas, contempló, embelesada, aquel trabajo tan rápido y maravilloso, pero luego, vencida por el cansancio, se sumió en el sueño.
A la mañana siguiente, al despertar, ya no estaba el gnomo. Habían desaparecido también todos los copos de lino y, en cambio, vio gran número de ovillos de hilo blanco, perfecto y cuyo aspecto no podía ser mejor.
A las nueve en punto entró el rey en la estancia. Y al ver que, efectivamente, estaba hilado todo el lino que el día anterior llenaba la habitación, no pudo contener el contento que experimentaba. Se acercó a la reina, le dio un cariñoso abrazo y le dirigió grandes alabanzas por la agilidad de que había dado muestras.
-Bien veo que no me engañé -exclamó. Eres una mujer ideal y la perla de todas las hilanderas del mundo.
Alicia quedó muy satisfecha de lo ocurrido, porque no solamente se libró del peligro de muerte que la amenazaba, sino que, además, el rey quedó muy complacido y la trataba mejor que nunca. Creyó, pues, que aquella prueba de su laboriosidad sería más que suficiente y ya no se acordó de los terrores que experimentara.
Pero, un mes más tarde, y cuando ya no sospechaba nada en absoluto, el rey volvió a encerrarla en la misma estancia que estaba nuevamente llena de copos de lino y la conminó que se dedicara a hilarlo antes de las nueve de la mañana siguiente, advirtiéndole al mismo tiempo que, si no terminaba aquel trabajo, sería condenada a muerte.
Tuvo Alicia el mayor desengaño de su vida, pues, como ya se ha dicho, confiaba en que bastaría la primera prueba. Por eso se echó a llorar con más desconsuelo que la primera vez, y también, cuando menos lo esperaba, se presentó aquel extraño gnomo ofreciéndose a llevar a cabo el pesado trabajo.
Aceptó Alicia, dirigiéndole numerosas expresiones de agradecimiento. Él, en tono gruñón, replicó que únicamente deseaba la recompensa prometida, es decir, el primer hijo que tuviera la reina.
Y sucedió lo mismo que la primera vez, de modo que, a la mañana siguiente, estaba todo el trabajo listo y el rey quedó complacido a más no poder.
A partir de entonces, todos los meses veíase Alicia condenada a llevar a cabo aquel trabajo. Y, cada vez que ocurría eso, se presentaba el gnomo para llevarlo a cabo, marchándose luego sin que la joven reina lo viese, porque estaba profundamente dormida.
Así continuaron las cosas durante algún tiempo. Por fin la reina comprendió que, en breve, tendría un hijo y, entonces, pensó en la promesa que había hecho, y se arrepintió de ella, porque, aun antes de nacer, quería ya entrañablemente a su hijo.
Cuando hubo nacido, la madre, orgullosa y feliz, estaba acariciándolo y, en un momento determinado, sus camaristas y damas de compañía la dejaron sola con el pequeñín. En aquel momento, y sin que supiera de dónde hablo salido, se presentó el gnomo provisto de una manta, porque, a pesar de su fea catadura, tenía muy buenos sentimientos y, dirigiéndose a la reina, le exigió el cumplimiento de la promesa que le hiciera.
En vano fué que la pobre madre le dirigiera toda suerte de súplicas para que desistiera de su petición. El gnomo, duro y despiadado, se negó a ello. Más tantas fueron las insistencias de la madre que, al fin, acabó diciendo:
-Mira, voy a darte una oportunidad para que sigas conservando a tu hijo. Si, en el plazo de tres días, consigues saber cómo me llamo, podrás quedarte con él y nunca más te lo reclamaré.
Dicho esto, dió un salto, atravesó la ventana y desapareció.
La reina reflexionó largo rato y luego llamó a una de sus damas y le dió el encargo de que mandase numerosos mensajeros en todas direcciones con objeto de averiguar cuáles eran los nombres más raros que se conocían en el reino. Por la noche volvieron los emisarios con largas listas que fueron a parar a manos de Alicia. Y, así, cuando al día siguiente compareció de nuevo el gnomo, ella leyó aquellos extraños nombres con la esperanza de que uno de ellos fuese el de tan extraño ser. Pero, a cada uno de los que pronunciaba, el gnomo daba un salto de alegría exclamando:
-No, no me llamo así. No lo adivinas.
Y se terminó la lista sin que la reina hubiese alcanzado el éxito que deseaba.
Aquel mismo día salieron otra vez los mensajeros en busca de nombres raros. También por la noche presentaron una larga lista a la soberana. Había allí unos nombres verdaderamente desconocidos y raros, y la reina no dudó de que alguno de ellos pertenecería al gnomo, pero cuando llegó éste al día siguiente, se repitió la escena del día anterior y, cuando se hubo marchado aquel ser diminuto y feo, la reina se quedó apenadísima y se entregó al llanto, mientras acariciaba a su hijito, que estaba muy ajeno a la mala suerte que lo amenazaba.
Los emisarios de la reina se dirigieron aquel día a puntos mucho más lejanos que los anteriores. Por la noche regresaron con unas listas de nombres más extraños y desconocidos aún. Pero uno de los enviados solicitó hablar con la reina y en cuanto estuvo en su presencia, después de haberla saludado con el mayor respeto, dijo:
-Esta tarde, señora, recorría un bosque situado a varias leguas de la capital cuando pude ver a lo lejos una casita de rojo tejado, muy linda. Me acerqué y pude ver que, ante la puerta, había un hombrecillo muy feo, barbudo y que daba grandes saltos de alegría en torno de una hoguera. Y al mismo tiempo, cantaba muy satisfecho:
Desde mañana no estaré solo:
Tendré conmigo al Principito,
Porque jamás sabrá la Reina
Que me llamo el Gnomo Garapito.
-¡Oh, gracias, muchas gracias! -exclamó Alicia llena de felicidad.
Y, para manifestar su gratitud, ordenó que dieran a aquel hombre una talega de monedas de oro.
A la mañana siguiente se presentó el gnomo muy satisfecho y provisto de su manta. Se dirigió a la reina, confiado, y exclamó:
-¿Ya sabes cómo me llamo?
-Vamos a ver si lo acierto -contestó Alicia fingiendo que dudaba. ¿Te llamas Atanasio?
-¡No, no! -contestó el gnomo saltando de alegría.
-¿Te llamarás, pues, Atenodoro?
-¡Tampoco, tampoco! -contestó el gnomo empezando a girar sobre sí mismo y haciendo algunas piruetas.
-Curiambro -aventuró la reina.
-No -replicó él iniciando un paso de baile y con los ojos chispeantes de alegría.
-En tal caso no tienes más remedio que llamarte el Gnomo Garapito -dijo Alicia.
Interrumpió el gnomo su bailoteo y dió una patada en el suelo, tan fuerte, que se le hundió el pie en el entarimado. Lo sacó a duras penas, no sin lastimarse, y luego gritó, enfurecido:
-¡Sin duda te lo han dicho las brujas! ¡Malas pécoras! ¡Ya las arreglaré!
Y, sin pronunciar una palabra más, quiso arrojarse hacia la ventana, pero estaba tan ciego de cólera que dio contra el muro. Y era tanto el empuje que llevaba que lo atravesó de parte a parte, dejando un agujero que reproducía fielmente su silueta.
La reina era tan feliz y estaba tan contenta que, al ver aquello, se echó a reír y profirió unas carcajadas interminables, hasta que se llenaron de lágrimas sus ojos. Luego recordó lo que le había comunicado su mensajero. Comprendió que aquel gnomo no era un malvado, sino un pobre solitario que deseaba compañía, porque tal vez vivía demasiado solo. Y sintió el deseo de ayudarlo. Así, pues, al día siguiente volvió a llamar al mensajero que le revelara el nombre del gnomo y le entregó un lindo perrito acabado de nacer, la cosa más mona que se pueda imaginar, con el encargo de que fuese a llevarlo a la casita del gnomo.
Así lo hizo el enviado. Encontró al Gnomo Garapito sentado, con la cabeza apoyada en una mano y, al parecer, muy triste. Pero cuando vio el obsequio que le enviaba la reina y contempló el lindísimo perrito, olvidó todo su disgusto y, tomándolo en sus brazos, empezó a hacerle caricias.
Y ya nunca más volvió a ser desgraciado. Vivía muy satisfecho en compañía de su perro y, con frecuencia, iba a visitar a la reina y al principito. Así, entre los tres, llegó a reinar una sincera amistad. Y, en adelante, todos fueron felices.

021. anonimo (gran bretaña)

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