Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 6 de enero de 2015

El rey tacaño y el muchacho listo

Había una vez un rey que era tan tacaño como rico. Vivía en un gran palacio y se pasaba los días contando sus bolsas de monedas de oro, mientras sus súbditos vivían en la mayor pobreza. A veces hacía llamar a su paje para que le preparase tu carroza real y así, exhibiéndose en su gran carruaje dorado, salía a supervisar su reino. Además de tremendamente rico, el rey era también muy vanidoso. Cuando pasaba ante sus súbditos mientras éstos trabajaban en el campo, le gustaba que se inclinasen ante él y le dedicasen halagos como «¡Qué buen aspecto tiene hoy su Majestad!» o«¡Cómo os favorece el color rosa, señor!». Se te llenaba la cabeza de vanidad y pensaba: « La verdad es que mi pueblo me adora». Pero a pesar de todos los halagos, el pueblo odiaba a su rey. Sentían un gran resentimiento hacia él, ya que se rodeaba de lujo mientras sus súbditos vivían en la miseria.
Hasta que un día los campesinos celebraron una reunión secreta.
-¡Firmemos una petición para reclamar nuestros derechos! -gritó un hombre.
-¡Y salarios justos! -gritó otro.
Todos aplaudieron.
-¿Quién escribirá nuestras peticiones? -preguntó una anciana.
De repente se hizo el silencio, pues nadie sabía leer ni escribir.
-Yo sé lo que podemos hacer en lugar de escribir -dijo una voz desde el fondo. Todos se volvieron y vieron a un muchacho harapiento. ¡Pongámonos en marcha hacia el palacio!
-¡Sí! -rugió la multitud.
Cuando la muchedumbre llegó al palacio, el rey la vio e hizo salir a sus perros guardianes. Los campesinos tuvieron que huir, con los perros pisándoles los talones, para proteger sus vidas. Hasta que no desapareció de su vista el último campesino, el rey no hizo regresar a sus perros.
A partir de entonces, la vida del pueblo empeoró. El rey se había puesto en guardia y ya no salía por el reino si no era acompañado de sus sabuesos. Finalmente, se convocó otra reunión secreta.
-¿Qué podemos hacer? -preguntaba la gente. Jamás podremos pasar con esos perros salvajes.
-Tengo una idea -dijo una voz familiar. Se trataba del muchacho harapiento. Por un momento, la multitud lo acusó de haber puesto en peligro su vida. Por favor, confiad en mí -rogó el muchacho. Ya sé que os defraudé, pero esta vez tengo un plan muy bien preparado para conseguir que el rey nos dé su dinero.
Finalmente, los campesinos escucharon el plan del chico y decidieron apoyarle.
Al día siguiente, el muchacho se escondió en la rama de un árbol que colgaba sobre el jardín del palacio. Había llevado galletas para perros, en las que había puesto un potente somnífero, y las arrojó al césped de palacio.
Al poco rato salieron los perros del rey y devoraron las galletas en un santiamén. En cuestión de segundos dormían todos profundamente. El muchacho bajó del árbol, se envolvió en una capa negra y se presentó en la puerta principal del palacio.
-Buenos días -dijo. Soy Víctor, el famosísimo veterinario. ¿Tenéis algún animal que necesite cuidados médicos?
-No -contestó el centinela, cerrándole la puerta en las narices. Pero entonces se oyeron voces en el interior y el centinela volvió a abrir la puerta, diciendo: Nos acaba de surgir un problema. Entra.
El centinela condujo al muchacho hasta el césped, donde el rey sollozaba sobre los cuerpos de sus perros.
-¡Ayúdame, por favor! -exclamó. Necesito a mis perros, de lo contrario caeré en manos de mi propio pueblo.
El muchacho hizo como que examinaba a los perros y dijo al rey: -Lo único que puede curar a tus animales es oro líquido.
-¿Y de dónde voy a sacar oro líquido? -preguntó el rey.
-Tengo una amiga que es bruja y convierte las monedas de oro en oro líquido. Si permites que le lleve los perros, los curaré. Pero tendrás que darme un saco de oro para que se lo lleve y -dijo el chico.
El rey estaba tan preocupado que aceptó sin dudar. Cargaron los perros dormidos en un carro tirado por un caballo y el rey entregó al muchacho una bolsa de oro.
-No tardes en volver, mis perros son lo que más aprecio -le dijo.
El muchacho fue a su casa y sus padres le ayudaron a descargar los perros, que estaban empezando a despertarse. Les dieron los cuidados necesarios y al día siguiente el muchacho regresó al palacio.
-La buena noticia es que el remedio está haciendo efecto -dijo al rey. La mala noticia es que el oro sólo alcanza para revivir a un perro. Necesitaré todo el oro que tengas para curar a los otros.
-Llévatelo todo -gritó el rey. La única condición es que mis perros estén de vuelta mañana.
Y, abriendo la cámara del tesoro, cargó todas sus reservas de oro en otro carro que el muchacho se llevó. Aquella noche, el muchacho repartió bolsas de oro entre los súbditos del rey y a la mañana siguiente llevó los perros a palacio. Pero, para su sorpresa, el rey no los quiso, puesto que como ya no tenía oro, tampoco necesitaba perros de guardia. Al ver que el rey había aprendido la lección, el muchacho le contó lo que había sucedido realmente. Por fortuna, el rey decidió que sus súbditos se quedaran con el oro. Los perros se los quedó como simples mascotas y él se volvió mejor persona.


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