Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 6 de enero de 2015

El oso goloso

No hay cosa en el mundo que más guste a un oso de peluche que los bollos, los grandes y pegajosos bollos de pasas cubiertos de azúcar y con un jugoso relleno. Un oso de peluche está dispuesto a hacer casi cualquier cosa por un bollo. Pero para el osito Felipe estuvieron a punto de convertirse en su perdición.
La muñeca de trapo preparaba los mejores bollos que pueda hacer un cocinero de juguete. Los hacía grandes y pequeños, glaseados y con pasas, con almendras y de crema, pero siempre calientes y crujientes. Los repartía entre todos los juguetes del cuarto y a todos les encantaban. Pero a quien más le gustaban era a Felipe.
-Si me das tu bollo, te limpio las botas -ofrecía al soldado de hojalata.
Y a veces, si el soldado de hojalata no tenía mucha hambre, accedía. Siempre había alguien que daba a Felipe su bollo a cambio de un favor y en algunas ocasiones Felipe llegaba a comerse cinco o seis bollos en un solo día. Por eso siempre estaba ocupado lavando vestidos de muñeca, cepillando el pelo del perro
Scotty o limpiando el coche de policía de juguete. ¡Una vez incluso se estuvo quieto mientras el payaso le arrojaba pasteles de nata!
Así que ya ves, Felipe no era un oso perezoso, pero sí un oso goloso, y a pesar del ajetreo que llevaba, se estaba convirtiendo cada vez más en un osito glotón bastante rollizo. Todos aquellos bollos se le iban notando en la cintura, y la piel se le empezaba a estirar por las costuras. Un día, Felipe entró corriendo en el cuarto de juegos muy emocionado. Eva, su dueña, le había dicho que a la semana siguiente lo iba a llevar a una merienda de osos de peluche.
-¡Me ha dicho que habrá bocadillos de miel, helado, galletas y montones de bollos! -contó Felipe a los otros, frotándose las patas. ¡Me muero de impaciencia! Y todo este ajetreo me está dando hambre. Me parece que me tomaré un bollo.
-Y sacó un bollo grande y pegajoso que había escondido antes debajo de un cojín.
-¡Felipe! -le dijo el conejo. Un día de éstos vas a explotar.
-¡Alégrate de que no me gusten las zanahorias! -le respondió Felipe con una sonrisa.
Esa semana Felipe estuvo más ocupado que nunca. Cada vez que pensaba en la merienda le daba hambre y tenía que convencer a alguien pura que le diera su bollo. Se comió un bollo tras otro y no hizo caso cuando la muñeca de trapo le advirtió de que la espalda se le estaba empezando a descoser.
Por fin llegó el día de la merienda. Felipe bostezó y se desperezó sonriente. Pero al estirarse tuvo la sensación de que el estómago le explotaba, y al ir a incorporarse notó que no podía moverse. Miró hacia abajo y descubrió que la costura de la tripa se le había reventado y se le había caído el relleno por toda la cama.
-¡Socorro! -gritó. ¡Estoy explotando! En ese momento se despertó Eva.
-¡Felipe! -gritó cuando lo vio. ¡Así no te puedo llevar a la merienda de los ositos!
Eva se lo enseñó a su madre y ésta dijo que había que llevarlo al hospital de los juguetes. Felipe estuvo fuera toda una semana, pero cuando volvió estaba como nuevo. Le habían quitado un poco de relleno y lo habían vuelto a coser. En el hospital había tenido mucho tiempo para pensar en lo glotón y tonto que había sido. ¡Qué pena le daba haberse perdido la merienda! Los otros ositos le dijeron que se lo habían pasado como nunca y que Eva había llevado al conejo en su lugar.
-Fue terrible -se lamentó el conejo. No hubo ni una sola zanahoria. Pero te guardé un bollo.
-Y se sacó un bollo del bolsillo.
-No, gracias, Conejo -dijo Felipe. ¡Se acabaron los bollos!
Por supuesto que al cabo de un tiempo Felipe volvió a comer bollos, pero nunca más de uno al día. Además, ahora, cuando hace favores, es sólo porque quiere hacerlos.


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