Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 28 de mayo de 2012

San jorge y el dragón

Hace muchos siglos había en una ciudad catala­na un poderoso Rey, bueno y justo. Su amurallada ciudad resultaba inexpugnable, cuando mandaba cerrar sus puertas, y no había memoria que enemi­go alguno hubiese rendido el valor de los habitan­tes.
Plácido y alegre vivía aquel pueblo entre las bon­dades de su Rey, alabando la singular belleza de la princesa.
En la fortificada ciudad entraban sin cesar, caballeros y mercade-res, aventureros, peregrinos y mendigos, muchas personas de varias razas y len­guas entraban y salían desde el amanecer hasta el anochecido. A todos se les permitía entablar tratos con los habitantes, pero era severamente expulsado el que intentaba engañar, encarcelándole antes, o quitándole los bienes, si era del país.
Muchas veces paseaba el Rey sin escolta por su ciudad. Montado en blanco caballo, seguido de la yegua negra en que iba su bellísima hija. El fuerte y valiente Monarca no quería que le guardase nadie; muchas veces había dicho a sus capitanes, rehusan­do la escolta que intentaban darle:
-Un Rey ha de ser Rey y pueblo a la vez para que ni el Rey tema al pueblo ni el pueblo tema a su Rey.
-Pero, señor -replicó un cortesano-, hay otros peligros mayores.
-Pues en ese caso el Rey es un hombre como cualquiera de sus vasallos...
Y por esto, y otras cosas, sus súbditos tenían por él gran admira-ción y respeto y le aclamaban en cuanto le veían pasar.
Siempre en compañía de su hija, a la que quería mucho, salía por la puerta de las murallas y galo­paba hacia los próximos bosques hasta llegar a un fresco río, donde descabalgaban para charlar mien­tras los caballos pacían tranquilos. La princesa, sentada a la orilla, gozaba viendo cómo se reflejaba el azul del cielo en las límpidas aguas y preguntaba a su padre:
-Decid, padre mío, ¿por qué aman los hombres la guerra?
-Porque no saben gozar de lo que tienen, sino ambicionar lo quejes falta.
-¿Debemos entonces conformarnos con lo que tenemos?
-Lo que debemos hacer es adorar a Dios que nos lo da y resignar-nos con los males que nos envía, para que nuestra paciencia se con-vierta en virtud.
Un día en que padre e hija regresaban a la ciu­dad al paso, vio la princesa un pajarillo muerto a la orilla del camino.
-¡Qué triste es la muerte, padre mío!
-No es triste, hija mía. Sólo perecen los malos, para los buenos la muerte es la continuación de la vida. Ya ves que decimos que el río muere en el mar..., mas sus aguas siguen viviendo en el inmenso, océano.
-Pero queda el dolor como el que sentiré cuan­do la muerte os arranque de mi lado.
-Piensa entonces que seguiré estando contigo, pues si Dios perdona mis muchas faltas, Él y yo estaremos junto a ti.
Un día, ya anochecido, cuando el toque de clari­nes anunciaba el cierre de las puertas de la ciudad, apareció un jinete corriendo al galope y agitando la diestra casi con desesperación. Diéronle paso y entró como una chispa y, dejando el caballo a unos cien pasos de la entrada, se acercó dando traspiés al puesto de guardia de las murallas, donde si no le sostienen dos soldados hubiera rodado por el suelo.
Le sentaron en un banco y al punto se acercó el jefe de las fuerzas preguntando:
-¿Qué os pasa, caballero?
Mas al ver el estado en que se encontraba le levantó la cabeza. El rostro del recién llegado aparecía pálido, tenía revueltos los cabellos bajo el birrete de cuero. El jefe le reconoció, era un rico mercader que iba por los pueblos de las cercanías vendiendo sus mercaderías.
-¿Qué tenéis? -le preguntó después de haberle hecho beber un cordial.
-¡El dragón...! ¡el dragón...! -tartamudeó-. Aseguro que me atacó un dragón, devoró las caballerías y siguió tras de mí... ¡Cerrad las puer­tas!
La noticia se extendió con rapidez y algunos sol­dados curiosos subieron a las murallas para otear el camino, y el oficial ayudó mientras tanto a otros a encajar las pesadas puertas.
-¡Ahí llega! -gritó uno de los que estaban en las murallas.
Inmediatamente cerraron la otra puerta y el cla­mor de miedo corrió por la ciudad. Un capitán lle­gó hasta las puertas, y, desmontando, subió rápido a las murallas. Desde ellas vio la verdad: un terrible dragón, despidiendo llamas por las fauces y nari­ces, se acercaba despacio, ágil a pesar de su enor­me tamaño y de la tremenda cola, que derribaba los árboles que se interponían en su camino.
Cuando sólo le separaban de la muralla unos quinientos pasos se dio cuenta de la presencia de los soldados y lanzó terrible silbido que hizo estre­mecerse de miedo a todos los presentes. A una señal del capitán habían acudido los soldados con las ballestas y esperaban la orden de disparar. El dragón levantó las pesadas alas y dio un salto de trescientos metros lanzando altas llamaradas; des­pués avanzó rastreando como inmenso saurio, rugiendo sin cesar. Cuando estaba a pocos pasos de la fortaleza dispararon los soldados las ballestas a una orden del capitán, pero todas las flechas rebotaron en la dura piel del monstruo que, con un tremendo salto, embistió las puertas con tal fuerza que la fortaleza entera se tambaleó.
Llenos de pánico y confusión estaban los solda­dos, mientras temblaban puertas y crujían los tra­vesaños ante la furia del dragón, que, convencido de que no podía destrozarlas, se alejó rugiendo.
El dragón se refugió en el bosque, pero todos los días intentaba asaltar la ciudad y, como estaba por los alrededores, los habitantes no se atrevían a abrir las puertas, con lo que iban faltando los ví­veres, que todos los días entraban en ella.
Los soldados y los nobles caballeros se reu­nieron con el Rey para determinar lo que podían hacer.
-Caballeros nobles -dijo el Rey-, es preciso echar a suertes para que uno de nosotros salga a entretener al dragón y, mientras tanto, puedan entrar en la ciudad los trajinantes y mercaderes que nos traen los víveres necesarios para la vida. El que vaya no ha de presentar batalla hasta que llegue la noche. Si no ha regresado para la hora de queda, será señal de que ha perecido. Lo haremos así todos los días hasta que el elegido por Dios acabe con el monstruo.
Todos aceptaron con entusiasmo con la sola condición de que el Monarca no tomara parte en el sorteo, pues por su mucha sabiduría y bondad le consideraban necesario para el gobierno del pue­blo.
Y el Rey, aunque a regañadientes, aceptó en bien de todos. Al día siguiente se abrieron las puertas y un valiente caballero salió, lanza en ristre, despedi­do con los mayores honores; pocas fueron las  entradas y salidas de la gente, pero nada turbó la paz de la ciudad, que esperó en vano al audaz caballero.
Al llegar la hora de queda sonaron los clarines y, mientras se cerraban las fuertes puertas, de todos los corazones salió una oración por el que no había podido escapar del furor del monstruoso dragón... Y así, uno tras otro, en los siguientes días, los valientes caballeros perdieron la vida en la empre­sa. El entusiasmo de los primeros días se fue ami­norando, tanto más cuanto que ya habían perecido los mejores guerreros y el sacrificio debilitaba al reino, sin que por ello terminase la empresa.
Otra vez se reunió el Consejo de nobles y ancia­nos con el Rey para deliberar y, al final, leyeron al pueblo lo acordado:
«En vista de que el dragón, en cuanto no sale nadie a entretenerle, se presenta a las puertas de la ciudad con riesgo de entrar algún día en ella, hemos resuelto que se proceda a sortear la salida entre los habitantes, sin distinción, jóvenes o viejos, hombres o mujeres, pues estamos convencidos de que hay que saciar su ferocidad con una víctima diaria. Es una prueba terrible y estoy dispuesto a pagar mi tributo en ella, así como mi hija la prince­sa: correremos la misma suerte que todos. ¡Espere­mos en la ayuda de Dios!».
Silenciosamente se aceptó esta decisión y un día llegó la terrible prueba para el Rey, pues la suerte designó como víctima a su hija.
Padre e hija se despidieron sin demostrar vacila­ción, pero con la emoción más desgarradora pinta­da en los pálidos rostros:
-¡Valor y resignación, hija mía! -murmuró el triste Rey mientras la ayudaba a montar en la yegua negra, con la que tanto habían paseado por aquellos contornos.
-¡Padre! -contestó valerosa-, ahora la resigna­ción se convierte en virtud y la muerte en vida, ¿no es cierto?
-Cierto es, hija mía..., haces bien en darlo...
Y mientras los clarines tocaban silencio en honor de la hija amada del Rey, contempló el pueblo tris­temente cómo se alejaba la rubia princesa, con las trenzas deshechas sobre la blancura del traje, y ancha cruz de oro en el pecho. Al atravesar las puertas se volvió con intensa mirada al padre y a los vasallos, y dijo con firme voz:
-¡Siempre estaré con vosotros!
Y, poniendo la yegua al galope, se perdió como un rayo de luz en la verde espesura del bosque.
Cuando la princesa se vio en el interior de la sel­va sintió que su valor desaparecía pensando en el monstruo, pero el recordar las palabras de su padre le dio nuevas energías para proseguir la marcha.
Anduvo más de una legua hasta llegar a un bello paraje; a lo lejos un alegre torrente dejaba llegar hasta allí su murmullo; al otro lado del monte le pareció ver una especie de caverna rocosa. En aquel momento la yegua empezó a inquietarse y la doncella sintió el temor de la proximidad de la fiera, que sólo había visto una vez desde las murallas.
Pero recorrió todo el claro sin encontrar nada extraño; se detuvo entonces entre dos inmensas rocas, que parecían dar entrada a un gran círculo rodeado de montes. Dudó en penetrar en él, pues sabía que hasta el atardecer no debía enfrentarse con el dragón, dejando que durante el día pudieran entrar y salir en la ciudad los que porta-ban los ví­veres.
La yegua permanecía tranquila y nada hacía pensar en la fiera. ¿Se habría equivocado acaso? Decidió ver lo que había al otro lado del pasadizo y lo franqueó al trote, encontrándose en seguida ante la negra boca de una gran caverna. Si la fiera se encontraba dentro de ella, aún tenía tiempo de escapar, pero ella no sabía de los ardides de los aguerridos caballeros; sólo pensaba aterrada en todos los que habían perecido de la misma manera que iba a perecer ella, llena de juventud y de vida, y embargada en sus pensamientos, no se dio cuenta de la súbita inquietud de su montura.
Antes de que pudiera pensar en huir sintió un fuerte resoplido a su espalda y, al girar la yegua, vio al dragón, que le cerraba el paso. La montura dio un respingo que la dejó en el suelo, y libre de la carga corrió enloquecida intentando atravesar el pasadizo, pero un terrible coletazo del dragón la dejó al punto tendida sin vida.
La infeliz doncella retrocedió unos pasos; por su imaginación pasaron en atropellado desfile todas las cosas bellas y buenas que abandonaba para siempre. Cerró los bellos ojos murmurando una oración, pero cuando volvió a abrirlos algo sor­prendente y extraordinario apareció ante su vista.
Frente a ella, entre las rocas que había atravesa­do un momento antes, estaba un caballero montan­do blanco caballo, cubierto de resplandeciente armadura, al viento el airón de su cimera. Con la visera del yelmo levantada la miraba con serenos ojos que infundían valor y confianza. Su guantelete empuñaba recia lanza y el brazo sostenía rico y pesado escudo, con una hermosa cruz grabada en él.
Con dulce sonrisa saludó a la princesa mientras el dragón, en el centro del círculo, lanzaba tremen­das llamaradas y densa humareda por boca y nariz.
-¡Aparta, doncella! -clamó con voz varonil y vibrante...- ¡Te protejo en nombre de Dios!
Y al mismo tiempo dejó caer la visera y se apres­tó al combate. La princesa subió a la roca mirando asombrada ante sí. Al oír la sonora voz del paladín el monstruo lanzó un fuerte rugido y dio una rápida vuelta sobre sí mismo, mientras el caballero, con el trote de su caballo, se guardaba de ser alcanzado por la cola del monstruo dando pruebas de una destreza y serenidad milagrosas. La fiera rugía haciendo remolinos, levantando las alas, pero sin poder alcanzar al atrevido jinete.
El dragón huyó impotente, abriendo las tremen­das fauces en agudo silbido y el caballero aprove­chó el momento para hundir velozmente en la gar­ganta del monstruo la aguda y pesada lanza. El animal retrocedió arrojando bocanadas de sangre por la nariz y por la boca. Entonces el caballero desmontó, arrojó lejos la lanza y, sacando un enor­me y reluciente sable, acuchilló los ojos de la fiera, que retrocedía con rugidos poderosos levantando la cabeza para librarse de los tremendos golpes de su enemigo; esto era lo que sin duda esperaba el va­liente caballero, porque al ver descubierto el rugoso cuello lo degolló de un solo y certero tajo. Cayó el monstruo a tierra, dando con la enorme cola pos­treras sacudidas en el aire y quedó muerto.
La princesa, que había seguido angustiada las fases del combate, vio acercarse al gentil caballero y, con asombro, vio que tenía la espada limpia como si no la hubiera empleado. El héroe la metió en la vaina diciendo con voz armoniosa y nunca oí­da:
-¡Bella princesa, permitid que os acompañe has­ta las puertas de la ciudad!
La princesa le miró; era bello y viril como un San Miguel, y había en su mirada una seguridad de protección y confianza.
-Mi vida os pertenece, caballero -murmuró-. ¿Cómo agradecer lo que por mi habéis hecho?
-Nuestra vida pertenece únicamente a Dios, señora. A Él debemos toda gratitud y sacrificios...
-Veo que me conocéis, pues me habéis llamado princesa. ¿De dónde venís, y cómo sabíais que me encontraba aquí?
-En todo el reino de vuestro padre se sabía que hoy iba a ofrecer su vida al monstruo la más bella y buena de todas las princesas.
-Sois muy generoso, caballero, al juzgarme y en obrar como habéis hecho. Podemos partir cuando os parezca.
El caballero se inclinó y montó luego en su caballo, apoyando la lanza en el suelo, en un solo salto de maravillosa agilidad. También tenía la lan­za limpia y brillante, sin que gota de sangre empa­ñara sus destellos, y la princesa tuvo la intuición de que aquel héroe original era un enviado del cielo.
El caballero se acercó a ella y unas manos sua­ves e invisibles la ayudaron a sentarse a la grupa de su corcel.
Notó el suave balanceo como si el caballo se meciera en el aire, y le pareció que volaba. El valiente paladín iba en silencio y ella, al volver la cabeza para admirar su gallardía, vio su rostro reflejado en el reluciente espaldarón de su arma­dura, como si fuera en claro espejo. Un rayo de luz hirió sus pupilas; era el rayo de oro de la cruz que llevaba en el pecho, al reflejarse en la espalda del guerrero. Recordó entonces a su padre.
-¡Es triste morir! ¿verdad? -susurró su pensa­miento.
-¡Sólo mueren los malos! -contestó el misterio­so caballero, como si hubiera leído en su mente-. Cuando tenemos tranquila la conciencia, porque hemos realizado nuestra misión, la muerte es conti­nuación de la vida.
La princesa permaneció muda de asombro por­que eran las mismas palabras que le había dicho su padre. No tenía ya duda de que estaba con ella un enviado de Dios. Y pudo verlo otra vez cuando lle­garon a las puertas de la ciudad.
El jinete la depositó suavemente en el suelo di­ciendo:
-Estáis en vuestro pequeño reino, princesa; no olvidéis el gran Reino de Dios.
La multitud, que los había visto acercarse, los contemplaba extrañada. La princesa apoyó su me­nuda mano en el guantelete de acero del ca­ballero y le preguntó:
-¿No vais a decirme quién sois?
-Mirad la cruz de mi escudo -contestó besán­dole la mano-. ¡Yo estaré siempre con vosotros!
Dicho esto partió veloz como el viento, y se esfu­mó en la espesura del bosque.
-¡San Jorge...! ¡Es San Jorge! -exclamaron muchas voces.
Y en acción de gracias por tan extraordinario hecho milagroso fue venerado San Jorge desde entonces como Patrón de Cataluña.

103. anonimo (cataluña)

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