Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 28 de mayo de 2012

El pescador urasima

En un pueblecillo de la costa del mar del Japón vivía un joven pescador, llamado Urashima, que no tenía rival en la comarca por el buen humor de que siempre hacía gala y por la habilidad con que conseguía coger grandes cantidades de pescado.
Gracias a esto podía mantener a sus padres y a sus hermanos menores, sin que careciesen de cosa alguna. En la cabaña de Urashima reinaba la abundancia, en comparación con lo que suele ocurrir en las viviendas de los pescadores que a veces han de sufrir necesidades cuando hay temporales de larga duración o los peces espada persiguen los bancos de otros peces de menor tamaño, pero aún en los casos en que los compañeros de Urashima no podían coger cosa alguna, él siempre se arreglaba de manera que volvía a casa con lo necesario para comer, por lo menos, y en los días de fuerte temporal vendía los peces que había cogido en sus redes en otras ocasiones y que guardaba en un vivero practicado en las ro­cas de la costa en previsión de estas circunstancias desfavorables.
No era, pues, de extrañar que Urashima fuese un joven muy estimado en la comarca, y que la mayoría de las muchachas de su aldea lo mirasen con buenos ojos, pero él no hacía caso de ninguna, ni se ocupaba en nada que no se relacionase con su trabajo.
Así transcurrió el tiempo y algunos años más tarde los hermanos de Urashima podían ya ayudarle a trabajar, de manera que el joven no había de esforzarse tanto en buscar en el mar lo necesario para mantener a la familla. A veces incluso podía permitirse el lujo de salir a dar un paseo y de no afanarse demasiado en pescar. Buenamente tomaba lo que caía en sus redes o lo que picaba, en su anzuelo, y también atravesaba con su fisga al pez de gran tamaño y excelente carne que, por casualidad, pasara cerca, de su lancha.
Cierto día salió en su barca para pasear y con objeto de buscar solamente un pescado sabroso para la comida. Había dispuesto la red a la rastra, por si en ella quedaba cogida alguna buena presa, cuando se dio cuenta de que había caído un animal de gran tamaño.
Se apresuró a recogerla y vio que se trataba de una tortuga de mar, de tamaño extraordinario. Su caparazón era en extremo grueso, y su cabeza sus patas y su cola, únicas cosas que se veían de su cuerpo estaban arrugadísimas, como si aquel enorme quelonio tuviese una edad muy respetable.
Ciertamente las tortugas marinas viven muchos años, tanto, que hay quien asegura que llegan a cumplir un millar de ellos, y por eso Urashima, al ver su presa, recordó esta circunstancia, y pensó:
‑Es una lástima privar de la vida a un animal que todavía puede seguir viviendo ochocientos o novecientos años. Un pez cualquiera me serviría igualmente para comer y hasta quizá mi madre lo prefiriese. Así, pues, será mejor devolver la libertad a esa pobre tortuga.
Y, sin pensarlo más, volvió a echarla al agua, y el animal se alejó nadando pausadamente.
Mientras tanto, Urashima se hallaba a cierta distancia de tierra y como el calor era bastante fuerte, sin darse cuenta, se quedó dormido a la sombra de la pequeña vela que impulsaba su nave. En aquellos momentos el viento había cesado del todo, y el joven calculó que tendría tiempo sobrado de volver a tierra antes de la hora de la comida. Por esta razón dejose vencer por el sueño y se quedó muy pronto dormido y mecido por las levísimas ondulaciones del mar, que casi parecía un espejo.
Urashima no supo jamás si lo que ocurrió luego era soñado o verdadero. El caso es que de entre las aguas salió de pronto una doncella de hermosura maravillosa y acercándose al bote, del que se hallaba a poca distancia, subió a él, ante el asombro extraordinario del pescador, y, dirigiéndole una encantadora sonrisa, le dijo:
-Has de saber que soy la hija del dios del Mar y que, en compañía de mi padre, habito el palacio del Dragón marino, en lo más profundo de las aguas. Y me he presentado a ti, con objeto de decirte que hace poco rato no pescaste una tortuga verdadera, sino que aquel animal era yo misma, que me dejé prender por tu red para saber si eres un buen muchacho. Ahora, en vista de que arrojaste al agua la tortuga, mi padre, que me ordenó hacer esta prueba y también yo misma, estamos convencidos de que tienes excelentes sentimientos y de que te repugna hacer mal a nadie. Esta es la causa de que yo haya venido a buscarte. Si quieres, podrás casarte conmigo y viviremos millares de años, felices en extremo, en el palacio del Dragón marino, situado en el fondo del mar azul e inmenso.
Como es natural, Urashima se quedó atónito al oír tales palabras. De momento le pareció que soñaba, mas era tanta la realidad de la escena que presenciaba y de cuanto se hallaba a su alrededor, que, por fin, ya no pudo seguir dudando. Por otra parte, le pareció tan hermosa y atractiva la hija del dios del Mar, que no se atrevía a creer en la realidad de sus palabras, ni que aquella joven de maravillosa belleza pudiera llegar a ser su esposa. Después de unos momentos de éxtasis, de incredulidad y de pasmo ante lo que lo ocurría, disponíase ya a contestar en sentido afirmativo, cuando, de pronto, se le ocurrió la idea de que no podía desamparar a su familia. Por esta razón, en vez de las palabras que, sin duda, esperaba la gentil princesa, contestó:
-Te agradezco mucho cuanto acabas de decirme y mi corazón me inclina a aceptar, pero temo no poder hacerlo.
‑ ¿Por qué? ‑preguntó la princesa.
-Es muy sencillo. Mis padres son ancianos y no están en situación de ganarse la vida, y mis hermanos apenas tienen fuerzas suficientes para mantenerlos.
-Si no es mas que eso, no te apures ‑contestó la hermosa joven-. Puedo asegurarte, desde juego, que tus hermanos hallarán, sin gran esfuerzo toda la pesca que necesiten para ellos mismos y para sostener a tus padres, hasta que llegue la hora de su muerte. Y, además, te aseguro que el mar respetará siempre las vidas de tus hermanos. Acerca de este particular puedes estay tranquilo. Te doy mi palabra de que será así.
Urashima se hallaba, realmente, ante una muchacha desconocida, cuya seriedad no le constaba; pero, sin embargo, se dejó convencer, sin exigir más pruebas de que cumpliría lo ofrecido, por consiguiente, contestó diciendo que sería feliz aceptando las proposiciones que acababa de hacerle la hija del dios del Mar, y ésta le expresó su contento por medio de una gentil y adorable sonrisa.
En el acto la joven hizo un ademán, pronunció unas palabras en lengua desconocida y empezó a soplar una brisa favorable que impulsó la embarcación en la dirección deseada.
La princesa tomó el timón y se ocupó en el gobierno de la pequeña nave, que surcaba las aguas con una velocidad nunca experimentada por Urashima; el joven iba sentado en la regala y tan pronto fijaba los ojos en su hermosa prometida como en el mar inmenso que parecía animado de extraordinaria velocidad, en tanto que la nave estaba quieta, pues apenas se notaba balanceo alguno, a pesar de la rapidez del viaje que efectuaban.
Largo rato hacía que perdieran de vista la tierra. Ni siquiera volaban las gaviotas en todo cuanto alcanzaba la mirada, y esto probó a Urashima que debían de hallarse en alta mar y a gran distancia de la costa más cercana.
Pasaron de esta manera varias horas. La embarcación proseguía su raudo vuelo por encima de las azules y tranquilas aguas, y la brisa favorable que la impulsaba no se debilitaba ni tampoco aumentaba su ímpetu. La princesa dirigía una tierna sonrisa a su prometido cuantas veces cruzaba con él su mirada, quien, sin atreverse todavía a creer en la realidad de lo que le sucedía, correspondía tímidamente a aquella demostración de afecto. Por fin y cuando el sol empezaba a descender hacia el horizonte, se perfilaron hacia poniente las formas vagas de una costa que creció rápidamente de tamaño, hasta convertirse en una isla de reducidas dimensiones, pero dominada por un alto picacho de roca.
‑Hemos llegado casi a nuestro destino dijo la doncella­. Por estas rocas llegaremos a los dominios de mi padre, pues, como todavía no eres mi esposo, no pueden arrojarte al agua sin peligro de ahogarte. Luego, como yo misma, podrás respirar con la misma comodidad entre las aguas o rodeado por la atmósfera terrestre.
Poco después que la joven hubo pronunciado estas palabras atracaron en la abrupta costa del islote y los dos jóvenes se acercaron al acantilado, cuyas rocas no ofrecían la menor rendija ni abertura que permitiera el paso, no ya a una persona, sino que ni siquiera a un pequeño animal. Sin embargo, se acercó la princesa, pronunció unas palabras en desconocido idioma y, en el acto, apareció una entrada capaz para una persona. Y en cuanto hubo permitido el ingreso a Urashima y a su compañera, volvió a cerrarse, como si ésta hubiese pronunciado algún conjuro.
El joven pescador viose entonces en una caverna de reducidas dimensiones y alumbrada por una luz tenue y azulada. A sus pies no tardó en distinguir un hueco cuya profundidad no pudo conocer y la princesa le dijo sonriendo:
-Ahora tendremos que bajar por una larguísima escalera que arranca de aquí. Supongo que no estarás fatigado.
Urashima sonrió a su vez, divertido por aquella observación injustificada, dado su vigor y su extraordinaria resistencia, según había probado mil veces, y luego se dispuso a seguir a la princesa, que ya se había aventurado por la estrecha escalera.
Esta resultó ser larguísima, sin cesar se hundía más y más en las entrañas de la tierra de manera que Urashima creyó que debían de hallase ya a una profundidad considerable desde la superficie, pero no por eso divisaba ni remotamente el fin. Aquel lugar se hallaba alumbrado por la misma luz vaga y azulada suficiente para que se pudiera ver dónde se asentaban los pies, y el pescador seguía a su compañera, aunque apenas cruzaba con ella algunas palabras para comentar lo largo del descenso.
Por último y cuando llevaban ya varias horas bajando, le pareció a Urashima divisar el fondo a considerable distancia. Aquel lugar parecía más iluminado que la escalera y cuando preguntó a la princesa si habían llegado ya al fin de su viaje, ella le contestó que estaban casi a punto de terminar la escalera, pero que luego quedaba una pequeña excursión que, sin embargo, se realizaría con mayor comodidad.
En efecto, pocos minutos después llegaron a una especie de sala, donde desembocaban los últimos peldaños de la escalera. Allí reinaba una luz más viva, aunque también de tono azulado. Esperaban a la princesa varios servidores de ambos sexos, magnífica y lujosamente vestidos y, al verla, le hicieron una profunda reverencia en espera de sus órdenes.
Ella les dirigió la palabra en aquel idioma desconocido y los criados se apresuraron a acercar una hermosa carroza, en la que entraron la princesa y Urashima.
‑Hemos de llegar en este vehículo hasta el palacio de mi padre ‑explicó ella‑, porque para eso habremos de atravesar las aguas del mar que todavía no puedes afrontar impunemente. Esta carroza tiene cierres herméticos, de manera que no hay peligro de que las aguas penetren en ella.
Apenas la joven hubo pronunciado tales palabras, cuando el vehículo empezó a moverse y Urashima miró el cristal delantero. Sin que él supiera cómo, vio que tiraban de la carroza cuatro magníficos caballos marinos y que los guiaba un extraño cochero que tenía cuerpo de pez. Por lo demás, las escamas de su cuerpo eran brillantísimas y de tonos muy elegantes. De igual manera observó que los lacayos que montaban en la trasera del coche eran unos peces de gran tamaño, parecidos a delfines por su corpulencia, pero igualmente cubiertos de irisadas escamas, de efecto deslumbrador.
Por las ventanillas pudo notar que la carroza corría a velocidad enorme, pues los peces que hallaban al paso huían rápidamente hada atrás, como si fuesen papeles de colores arrebatados por el huracán. Mil destellos fugitivos se aparecían de vez en cuando a los maravillados ojos de Urashima y unas masas sombrías, que divisaba de un modo impreciso, parecíanle bosques y montañas, que pasaban ante él sin darle tiempo para fijarse en sus detalles.
En fin, el espectáculo era sencillamente maravilloso, y tanto era su pasmo al contemplarlo que, por un momento, casi olvidó a la joven princesa que estaba sentada a su lado.
‑ ¿Qué te parecen mis dominios? ‑preguntó ella‑. ¿Te gustan?
‑Poco he podido ver hasta ahora ‑contestó él‑, pero, a juzgar por lo que puedo divisar, dada la gran rapidez de nuestro viaje, me parecen sencilla-mente encantadores.
‑Más te gustarán todavía cuando puedas recorrerlos a tu antojo. Entonces verás cuáles son los tesoros que encierra el mundo submarino, mucho más bellos y ricos que todos los que puede ofrecer la tierra.
‑ ¿De manera que podré recorrer ese país cuando quiera?
‑Sin duda. Además, podrás distraerte cazando.
‑ ¿Cazando?
‑Si lo prefieres, diremos pescando. Naturalmente, aprenderás a conocer los peces, porque claro está que no se puede perseguir a los fieles súbditos de mi padre. Todos los demás podrán ser tus víctimas.
‑No puedo negar que esa especie de caza o pesca me parece algo peligrosa.
‑Lo sería -contestó ella- para un hombre que, por milagro, pudiese perseguir a los animales marinos tal como tú lo harás, pero debes saber que, en cuanto seas mi marido estarás protegido contra todos los peligros del mar y que ninguno de sus habitantes podrá inferirte el menor daño.
Todo lo que sucedía era demasiado maravilloso para Urashima, de tal manera, que más de una vez se pellizcó los brazos para averiguar si estaba dormido o despierto, y tuvo, al fin, que convencerse de que todo aquello era real y verdadero. Mientras tanto sus ojos seguían contemplando maravillas y cuando ya habían transcurrido varias horas desde que subiera a la carroza, oyó la argentina voz de la princesa, que le decía:
‑Estamos a punto de llegar. Vas a conocer a mi padre. Ahora fíjate, porque hemos entrado ya en la capital de nuestro reino y la carroza ha disminuido la marcha.
Urashima, todo ojos, acercó el rostro a una de las ventanillas. Notó que, en efecto, el vehículo avanzaba a una velocidad moderada, pero nada de lo que vio pudo darle la sensación de ciudad. No vio ninguna casa, aunque si muchos peces que iban y venían reposadamente y que, al cruzarse con la carroza, agitaban con rapidez sus aletas, al mismo tiempo, que doblaban la cabeza cual si quisieran hacer una reverencia. Aunque sin duda alguna, era de noche en la Tierral a juzgar por las horas transcurridas, la ciudad estaba bien alumbrada por una serie de peces fosforescentes, que iban de un lugar a otro, como ocurriría en nuestras calles si los faroles públicos también tomasen parte en el paseo de los transeúntes, y aunque, como ya hemos dicho, Urashima no pudo ver casa alguna, en cambio divisó multitud de rocas a una y otro lado, sin duda provistas de abundantes huecos o madrigueras, puesto que muchos eran los peces que entraban y salían sin cesar.
Aquellas rocas dejaban una calzada ancha y recta que entonces seguía la carroza y poco después Urashima pudo ver a poca distancia algo que parecía, efectivamente, un edificio de formas semejantes a las de los de la Tierra, pero con la diferencia de que estaba muy alumbrado y resplandecía como un ascua de oro y con variados colores gratos a la vista. La carroza se encaminó directamente hacia allá y no tardó en penetrar en un patio anchuroso y lleno de criados, algunos con la forma humana y otros con la de peces de diversas clases.
‑No puedes bajar todavía ‑dijo entonces la Princesa a Urashima-. Para ello hemos de aguardar la llegada de mi Padre, que te pondrá a salvo del peligro de morir ahogado.
Poco tuvieron que esperar, porque no tardó en aparecer un lucido cortejo, al frente del cual iba un anciano de majestuoso porte, barba blanca y simpático rostro. Se acercó sonriente a una de las portezuelas de la carroza y, al abrirla, debió de valerse de algún conjuro, porque no por eso las aguas penetraron en el interior del vehículo sino que se quedaron inmóviles y formando un brillante muro semiesférico. El anciano, que, sin duda, era el dios del Mar, dirigió una sonrisa a su hija y a Urashima, y luego volviéndose a éste, le ordenó:
‑Abre la boca, hijo mío. Así podré darte la facultad de respirar en el agua.
Urashima obedeció maquinalmente, y entonces el anciano sopló tres veces al interior de su boca y dijo:
‑Ya no hay cuidado. Podé­is bajar, hijos míos.
Urashima descendió del vehículo y aunque notó que le envolvían las aguas no experimentó la más pequeña molestia, ni siquiera la sensación de humedad. Movíase con tanta o mayor facilidad que en la Tierra y se asombró de ser capaz de percibir clarísimamente hasta los más pequeños ruidos que se originaban a su alrededor.
Mientras tanto, la princesa hacia a su padre una relación puntual de todo lo sucedido y luego, su padre, volviéndose a Urashima, le dijo:
‑Me alegro mucho, hijo mío, de que hayas consentido en venir. Desde luego, puedo asegurarte que tu vida será feliz entre nosotros y que no echarás de menos la Tierra de que acabas de salir. Y como ahora estás fatigado, será mejor que aplacemos hasta mañana nuestra conversación y la realización de nuestros planes. Ve, pues, y pide lo que quieras a tus servidores.
Urashima se alejó escoltado por dos criados con figura humana, que lo llevaron a una rica estancia de paredes de plata y oro. No había en ella ninguna lámpara, propiamente dicha, pero las mismas paredes eran luminosas. Los muebles eran de maderas diversas, de nácar, de metales preciosos y estaban adornados de infinidad de brillantes, rubíes y esmeraldas. Y en cuanto a la cama, que divisó en un rincón de la estancia era lo más rico que se podría imaginar.
Los dos criados indicaron a Urashima que tomara asiento y acto seguido le sirvieron una espléndida y sabrosísima cena. Luego, sin que supiera de dónde procedía aquella música, se deleitó con un magnífico concierto y, al fin, sin fuerzas para más, fué a tenderse en la cama, en la que se quedó profunda-mente dormido.
Despertó unas horas más tarde y, a juzgar por la luz suave que procedía del exterior, creyó que sería de día en la Tierra. Se puso el magnífico traje que halló a su disposición y se vio tan elegante y distinguido, que no se reconocía a sí mismo. Luego, los dos criados de la víspera fueron a buscarle entre grandes manifestaciones de respeto y lo llevaron a una sala enorme, donde aguardaba una distinguida y numerosa concurrencia. En un trono, vio sentados al dios del Mar, quien le hizo una seña para que se acercara. Entonces observó que a menor altura había otros dos tronos y que la princesa ocupaba uno de ellos.
El dios del Mar le preguntó si quería por esposa a su hija, y, en vista de su respuesta afirmativa, les ordenó darse las manos y declaró que quedaban desposados. Los circuns­tantes, entre los que había hombres y peces, prorrumpieron en estentóreos vivas y en ex­clamaciones de entusiasmo, y acto seguido se celebró un banquete de gala, cuya magnificen­cia no podríamos describir.
Los festejos duraron varios días, mas como todo tiene su término en el mundo, también aquéllos dieron fin. Urashima era en extremo dichoso con su esposa, y cuando ella le indicó que podía ir a pasear por donde quisiera y en­tregarse al placer de la caza acompañado por numerosos y fieles servidores, entretuvo sus ocios persiguiendo a los monstruos marinos, cuyas feroces costumbres los habían hecho aborrecibles a los súbditos del dios del Mar. Además, admiraba los magníficos bosques submarinos, las hermosas flores de delicados matices que ni siquiera sospechamos en la Tie­rra, el misterio de las lejanías de tono azulado, cruzadas por multitud de peces fosforescentes, que en la penumbra parecían joyas vivas.
En una palabra, su vida era placentera y agradable, y pasó tres años en la mayor felicidad. Varias veces había preguntado a su esposa por sus padres y sus hermanos que dejara en la Tierra, y ella le aseguraba que no tenía ningún motivo para inquietarse por ellos. Por fin, Urashima no pudo seguir conteniendo su impaciencia y un día rogó a su mujer que le permitiese ir a la Tierra para hacer una visita a sus padres y hermanos, pues quería convencerse de que nada les faltaba.
‑Mucho me apena que quieras separarte de mi lado­ -contestó la princesa‑, porque temo que te ocurra alguna desgracia. Mejor harías contentándote con la seguridad que te doy, de que tus padres y tus hermanos no carecen de nada y de que están a cubierto de toda necesidad.
Mas Urashima insistió en su propósito, de tal manera que la princesa no pudo seguir negándose. Dio, por fin, el permiso solicitado a su marido, aunque añadiendo:
-No puedo oponerme a tu marcha, por más que me consta que es absoluta-mente innecesaria. Prométeme que volverás cuanto antes y que obedecerás todas mis órdenes, que solamente tienden a tu bien.
‑Te lo prometo ‑contestó Urashima,
-Aquí tienes esta caja. Ella te permitirá salir sano y salvo de los dominios de mi padre y regresar sin peligro a mi lado. Ve a tu pueblo visita la casa de tus padres, y luego, sea lo que fuere lo que hayas visto, apresúrate a volver. Mas te ruego por nuestro amor y por cuanto más puedas querer y reverenciar, que te guardes muy mucho de abrir esa caja, porque, de hacerlo, no podrías volver a mi lado y te perdería para siempre más.
Urashima prometió seguir escrupulosamente sus consejos, y después de despedirse tiernamente de su esposa y del dios del Mar, que le deseó buen viaje y a su vez le recomendó la mayor prudencia, partió en la misma carroza realizó a la inversa igual viaje que hiciera al llegar.
Al cabo de un día entero desembarcó en la playa de su pueblo, con la ilusión de abrazar a sus padres y hermanos, si aun vivían, como le hacían suponer las palabras de su esposa. Pero en cuanto llegó al pueblo le llamó la atención observar que se había transformado en gran manera, tanto, que sólo pudo reconocerlo por la situación de las montañas y la forma de la costa, mas no por sus casas ni por sus calles.
Al pasar por éstas miraba a todos los transeúntes, y le extrañó observar que no conocía a nadie, a pesar de que antes de marcharse del pueblo ni uno solo de sus habitantes era extraño para él. Por fin, llegó ante su cabaña y con el mayor dolor de su alma la vio convertida ruinas y desierta, como si por ella hubieran pasado muchísimos años.
Se oprimió su corazón, presintiendo alguna desgracia horrible y, dirigién-dose al primero que pasó por su lado, le preguntó si conocía el paradero de la familia de Urashima.
‑ ¿De Urashima, dices? No conozco a ninguna familia ni persona alguna que así se llame. Sin duda, me hablas de alguien muerto hace mucho tiempo. Yo no puedo decirte cosa alguna; pero, si quieres, ven a mi casa y mi abuelo, que es ya muy viejo, tal vez podrá darte razón de lo que preguntas.
Allá fue Urashima con el corazón apesadumbrado y cuando hubo repetido su pregunta a un viejo encorvado que estaba sentado ante el fuego, el anciano se quedó pensativo y luego dijo con voz cascada:
‑Me extraña que preguntes eso, porque ese nombre me recuerda una viejísima historia que me refirió mi abuelo. Creo que la cabaña que has visto destruida perteneció, efectivamente, a un pescador llamado Urashima.
Me parece que murió ahogado. Pero de eso hace mucho, muchísimo tiempo, tal vez trescientos o cuatrocientos años.
-¿Y sus padres? ¿Y sus hermanos? ‑pre­guntó el desgraciado Urashima.
-¿No te he dicho que eso ocurrió hace tres o cuatro siglos? ¿Adónde crees que puedan estar? ¿Has visto alguna vez personas de trescientos o cuatrocientos años? ¿No habrás bebido demasiado o quieres burlarte de mí?
Dispénsame, abuelo, pero soy víctima de una desgracia horrenda. No he querido burlarme de ti, según saben muy bien los dioses. Perdóname, pues, y permite que me aleje,
Se marchó y lentamente, sin fuerza apenas para mover las piernas, volvió a la playa. Se dejó caer sobre la arena, vencido por el dolor.
Tras de unas horas, en las que no se dio cuenta de nada, calmose un poco su turbado ánimo y fué capaz de reflexionar. Compren­dió que el reino del dios del Mar debía de for­mar parte del país de las hadas, y que allí un solo día equivaldría a muchos años de la Tie­rra, de manera que los tres años que pasara con su esposa fueron, en realidad, varios siglos terrestres.
En fin, ya no había remedio. Después de dedicar un recuerdo cariñoso a sus padres y a sus hermanos, comprendió que no podía hacer otra cosa sino volver al lado de su mujer, pues no tenía a nadie más en el mundo. Con este objeto convenía tomar la barca que hasta allí lo llevara. Se levantó para acercarse al lugar en que la había dejado, mas no pudo encontrarla. Buscó bien con la mirada, pero en vano, pues solamente vio las barcas de los pescadores, varadas en la playa y que desde luego no se parecían en nada a la suya.
Este descubrimiento lo dejó atónito. ¿Cómo podría volver al lado de su esposa?
Dedicó largo rato a encontrar el modo de lograrlo, mas no se le ocurría nada, ni sabía cómo ir a la isla de la que partía la escalera que era preciso descender. A pesar de su costumbre de vivir en el agua, no se atrevía a sumergirse en el mar, porque de sobra le constaba el largo y difícil viaje que tendría que hacer por el fondo; y, por otra parte, desconocía la dirección que había de tomar.
La situación era, en verdad, apurada. Por fin, se le ocurrió que tal vez abriendo la cajita que le entregara su esposa, averiguaría lo que tanto le importaba o dispondría de medios de llegar a su lado. Sacó del seno la cajita en cuestión y no le costó nada en absoluto abrir la tapa. Más cuando lo hizo no salió de ella sino un vapor blanquecino, que se extendió por el ambiente, como una nube. Urashi­ma comprendió que, al mismo tiempo que se difundía aquel vapor en la atmósfera, perdía la única esperanza que le restaba e hizo es­fuerzos para volver a cerrar la cajita; mas en vano, porque el vapor siguió saliendo por entre las rendijas y, al fin, se desvaneció en el aire.
Entonces Urashima experimentó una extraña sensación. Miró sus manos y vio que enflaquecían con extremada rapidez, hasta quedar solamente con la piel y el hueso. Sus cabellos encanecieron en un abrir y cerrar de ojos. Perdió la fuerza, el vigor y la salud, se encorvó su cuerpo, se doblaron sus rodillas y, al fin, cayó al suelo, convertido en un anciano decrépito y extenuado. Y, en efecto, dos segundos más tarde dio el último suspiro, pronunciando con voz temblorosa los nombres de su esposa, de sus padres y de sus hermanos.

040 Anónimo (japon)

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