Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 28 de mayo de 2012

El anillo prodigioso

Había una viuda que tenía un hijito pequeño. No poseía nada más que una casita con su jardín. La pobre viuda no podía trabajar porque estaba tullida, así que ella y su hijo vivían de la caridad ajena.
Cuando el pequeño creció, le dijo un día a su madre:
-Verdaderamente es una vergüenza, madre, que mendiguemos ahora que, gracias a Dios, ya soy un buen mozo; déjame que venda nuestro jardincito para comprar un caballo, entonces podría acarrear leña, tendríamos para vivir los dos y no molestaríamos a nadie.
-¡Ay!, hijo mío -le dijo su madre-, si ahora yo vendo el jardin­cito para comprar un caballo, temo que, si tú no cuidas bien del caba­llo y se lo come el lobo, entonces no tendremos ni jardín ni caballo.
Cierto, pero la verdad es que el muchacho no cejó en su empeño, venga a porfiar hasta que la madre accedió a vender el jardín y com­pró el caballo.
Cuando el muchacho consiguió el caballo, empezó a acarrear leña y a venderla, así iban sobreviviendo su madre y él. Aunque no les sobra­ba nada tampoco les faltaba qué comer ni con qué encender el fuego.
Una mañana mandó a su hijo que trajera a casa leña seca pues ese mismo día quería hacer la colada con agua hirviendo.
-Bien -dijo el mozo, y como de costumbre besó la mano de su madre y se fue al bosque.
Al llegar al bosque ató en un prado al caballo para que pastara y él se fue a recoger leña por el bosque. No había pasado mucho tiem­po cuando oyó un espantoso quejido y un silbido: salió corriendo a ver qué era. Llegó a un valle y veréis lo que sucedió. Un culebrón se había tragado a un ciervo, pero se había atragantado con los cuernos, que no pasaban ni para adelante ni para atrás, así que estaba pasan­do un mal rato y gemía. En cuanto que vio al muchacho le dijo:
-¡Escucha, buen mozo! En nombre de Dios en el que todos somos hermanos y que ahora te envía a mí con esa hacha, te imploro que cortes los cuernos de este ciervo y me libres de esta desventura.
Entonces el ciervo le dice:
-No lo hagas si es que temes a Dios, mata al culebrón porque de otra forma no quedaría yo con vida.
El muchacho se quedó pensando, piensa que te piensa: si se pone a pegar a la culebra, quizá ésta arroje al ciervo y lo devore a él, ade­más ella ha sido la primera en jurar por Dios y en implorarle como a hermano, conque decidió ayudarla a ella. A toda prisa se lió a hacha­zos con los cuernos del ciervo ¡zas!, ¡zas! hasta que logró despren­dérselos, entonces el culebrón se lo tragó sin ningún estorbo.
Una vez engullido el ciervo, le dijo el culebrón:
-Hermano, tú me has librado de la muerte y ahora me toca a mí devolverte el favor. Mi padre es el zar de los culebrones, así que vamos a verlo, él te recompensará corno es debido. Pero no te equivoques, te ofrezca lo que te ofrezca no lo aceptes, pídele sólo un anillo.
Conque se puso en camino y el muchacho se fue con él, lo con­dujo, mis queridos hermanos, a una cueva. Atravesaron la cueva y llegaron a una enorme pradera, en medio de la pradera había una gran mesa y en ella el zar de los culebrones estaba tumbado a la bartola en tanto que, por todas partes, pululaban los culebrones. Cierto es que, cuando los culebrones vieron al hijo del zar, se apartaron dejándole un camino muy ancho y así nuestro mancebo se tranquilizó un poco, pues se había asustado al ver tantas alimañas. El culebrón se acercó a su padre y le contó todo tal como había sucedido, cómo aquel mozo lo había salvado y que se habían hecho hermanos y que lo trae aquí para que sea recompensado. Al oírlo, el zar les dijo en seguida a los reclutas que cargaran doce sacos con alhajas y se los dieran al man­cebo pero, cosa extraña, el mancebo no quiso ni mirarlo, sino que le dijo al zar:
-Gracias, zar, por las alhajas. Si es que quieres darme algo dame un anillo y si no me das el anillo no aceptaré ninguna otra cosa.
El zar le ofrecía de todo lo habido y por haber, excepto el anillo, y él que si quieres, o el anillo o nada. El zar finalmente le contestó que el anillo no podía dárselo, así es que se marchó después de des­pedirse del zar y de su hijo. En cuanto que se fue, el culebrón, el hijo del zar, salió tras él.
-¿Adónde vas tú? -le preguntó su padre.
-¿Cómo que adónde? Me voy con mi hermano por el mundo ya que tú no le quieres recompensar tal como se merece.
Al zar le dio lástima de su hijo, tened en cuenta que era el único, conque hizo volver al mancebo y le dio el ansiado anillo. Entonces el culebrón acompañó a su hermano del alma hasta el lugar en el que se habían encontrado por primera vez, y le dijo:
-Siempre que necesites algo, acerca el anillo al fuego y tendrás lo que desees.
El mozo iba ensimismado pensando en el caballo y no volvió a acordarse del anillo; cuando llegó a donde había dejado atado al caballo, de éste no quedaba ni rastro, sólo la albarda y cuatro herraduras, pues al caballo se lo habían comido los lobos. ¡Oh miserable! ¡Oh des­graciado que no tienes a dónde ir! Se echó la albarda al hombro y las cuatro herraduras se las colgó del cinto, conque a duras penas, más muerto que vivo, llegó a casa bien entrada la noche. ¡Caramba!, todo había ido bien hasta ahora, pero verás a partir de ahora qué desdi­chas cuando su madre lo vio llegar sin el caballo y cuando se enteró de que se lo había comido el lobo, empezó a reñirle y a echar sapos y culebras por la boca, pero no terminó con esto sino que agarró una vara y le molió a palos. No le quiso dar de cenar ni le dejó dormir en la habitación. Así que el pobre desdichado, dolorido y magullado, muerto y requetemuerto de hambre, se acurrucó un poquito y de tan cansado que estaba se quedó dormido, mas cuando empezaron a sonarle las tripas se despertó. En ese momento se acordó del anillo, lo acercó al fuego y aparecieron dos moros delante de él:
-¿Qué se te ofrece, amo?
-Os ordeno que me traigáis inmediatamente toda clase de man­jares y leña para llenar el patio, pero que esté bien seca para que mi madre tenga con qué hacer la colada.
-Así será, amo.
Hicieron una reverencia y se marcharon. En menos que canta un gallo como quien dice todo se había cumplido tal como él ordenó; así pues, hambriento como estaba, se acercó a aquellas variadas golosi­nas y se pegó un atracón; después con esta leña seca atizó el fuego, se tumbó junto a él y se quedó profundamente dormido. A la maña­na siguiente su madre madrugó mucho pues tampoco ella había podi­do dormir -¡no es broma, se acabó el caballo y se acabó la vida!-, salió a la puerta de casa y ¡veréis lo que sucedió!: el patio lleno de leña. Se va ahora a despertar al hijo, entonces lo encuentra rodeado de man­jares y de prodigios, lo despierta y le dice:
-¿Y qué es todo esto, hijo?
-Lo que ves, madre, te lo he traído a cambio del caballo.
-¿Y por qué no se lo dijiste a tu madre anoche para que no te aca­riciara así las costillas?
Pues te lo digo ahora, y dime tú si con esto quedamos en paz. Durante cierto tiempo vivieron así madre e hijo en la abundancia, mas un día se dijo:
¿Por qué he de vivir en esta casucha tan estrecha? -conque acercó el anillo al fuego y aparecieron los dos moros frente a él.
¿Qué se te ofrece, amo?
Quiero que en tal prado me construyáis un palacio como el del zar, y que amuebléis el palacio igual que el de zar, y que cuando esté todo terminado nos trasladéis allí a mi madre y a mí.
Hicieron una reverencia y se fueron, de modo que su madre y él durmieron en su pequeña casita, pero cuando despertó ¡veréis lo que sucedió!: todo se había cumplido tal y como él lo había ordenado y además los habían trasladado a él y a su madre sin que se diera cuen­ta de nada. Entonces se acomodó en el palacio y ordenó a su madre que dejara entrar sólo al que estuviera hambriento, para darle de comer, al sediento, para darle de beber, al descalzo, para calzarle y al desnudo, para darle con qué vestirse. «Pues con lo que Dios nos ha dado -dice- que vivan también los pobres.»
Estaba una tarde sentado y se decía para sí:
Y habiéndome dado Dios tanto, ¿por qué no me voy a casar para no estar solo? -y se estuvo pensando pensando hasta que se le ocurrió algo, acercó el anillo a la vela y aparecieron los moros como siempre:
-¿Qué se te ofrece, amo?
-Quiero que me traigáis a una sultana, a la hija más hermosa del zar.
Hicieron una reverencia y desaparecieron; en un santiamén helos aquí de nuevo trayendo a la sultana. Él le dio la bienvenida encanta­do y empezó a acariciarla; por cierto que ella, al ver tantas riquezas como en casa de su padre, pensó que el mancebo era o un zar o un zarévich y también ella empezó a acariciarlo, así que se casaron como Dios manda y vivieron felices.
Cuando el zar se enteró de la desaparición de su hija, se puso a buscarla y a preguntar por todas partes, pero no la podía encontrar en ningún sitio, como si se la hubiera tragado la tierra. Entónces el zar prometió dar grandes riquezas a quien supiera algo de su hija; oyó esto una vieja sirvienta que era bruja, conque se fue de ciudad en ciu­dad, de puerta en puerta hasta que la encontró y se enteró; luego inmediatamente fue a ver al zar y acordó con él la enorme recompensa que recibiría por traerle viva a su hija. Una vez puestos de acuerdo, cogió la vieja una piel y una vara y ¡tac, tac!, otra vez de puerta en puer­ta hasta que llegó de nuevo delante de aquel palacio. Cuando estuvo cerca del palacio reparó en ella aquel que hasta hace tan poco no tenía donde caerse muerto, que va y le dice a su mujer:
-He aquí una pobre mujer, desnuda y descalza, dile a mi madre que la deje entrar, que la vista, que la calce y que le dé de comer.
-¡Por Dios, deja en paz a la abuelita! -y empezó a disuadirlo su mujer, pero él le dijo:
-No quiero yo que nadie que pase por mi puerta esté hambriento ni desnudo. Pues si Dios me ha dado a mí ¿por qué no habría de dar yo a los pobres?
La mujer, como mujer, tiene que obedecer al marido, así que bajó a abrir a la vieja y le dijo a su suegra que le diese buena comi­da y vestidos. Cuando la suegra se fue en busca de la ropa, la bruja le dijo:
-En nombre de Dios, sultana, dime si es un marido cariñoso.
-La sultana se extrañó y le contestó:
-Por Dios, que sí lo es, pero me extraña mucho que sepas que soy sultana.
-¿Cómo no habría de saberlo, si yo lo sé todo? Incluso yo te he ayudado para que llegaras a él. Ahora escúchame, ve y tráeme su ani­llo para que vea una cosa, de modo que tu marido sea diez veces más cariñoso de lo que hasta ahora era.
Sabido es: la mujer, pelo largo y juicio corto, conque creyó a la abuela y no le faltó tiempo para correr al dormitorio. Para su des­ventura él se había quedado dormido, y ella, sin ninguna dificultad, le quitó el anillo del dedo y a él le puso el suyo, así que se fue a mos­trárselo a la abuela, que en cuanto consiguió el anillo, le dijo:
-Ven a sentarte, corazón, junto a mí en esta piel.
Se sentó y la abuela pegó con la vara por debajo de la piel y ambas salieron volando. No es cosa de broma, hermanos, ¡a la bruja y a sus poderes que se los lleve el diablo cuanto más lejos mejor! Y ella vuela que te vuela hasta que volando llegó al palacio del zar, la abuela le devolvió la hija y recibió la recompensa.
Cuando el infeliz se despertó, llamó a su mujer. La llamó pero ella no estaba. Llamó a su madre y le preguntó por su mujer; ella le res­pondió:
-De veras que no sé nada, yo he ido a buscar algo con qué ves­tir a esa abuela y al volver a ninguna de las dos he encontrado, así que creía que estaba contigo en el dormitorio.
-Esté donde esté, yo la voy a traer aquí -e inmediatamente se echó mano al anillo, pero al mirarlo, no tenía su anillo, sino el de su mujer.
Y ahora, de repente, como si le hubiera fulminado un rayo, ¿quién había más desgraciado que él? Sabía en qué había sido engañado, pero podría asegurar que no es su mujer la que lo ha engañado, así que a toda prisa se vistió unas humildes ropas y se marchó por el mundo sin rumbo. Por dondequiera que fuese, llegó a Estambul, pero ¿cómo reunirse ahora con la sultana? Piensa que te piensa, pensó ir directa­mente al palacio del zar y apoyarse en la puerta. Lo vio el cocinero jefe, pensó que estaría hambriento y le preguntó:
-¿Qué estás esperando aquí?
-No tengo trabajo, pero podría trabajar aquí si me aceptarais en la cocina, aunque sólo fuera a cambio de la comida, lavaría los platos.
-Bueno, bueno -le dice el cocinero jefe- entra que tendrás trabajo.
Conque aquí se instaló y acomodó y en unos cuantos meses apren­dió el oficio y se convirtió en el primer cocinero después del jefe. Los otros cocineros eran del lugar y todos se iban a sus casas a pasar la noche, pero como él era forastero se quedaba solo en la cocina. Para no estar tan solo durante la noche, se procuró un gato y un perrillo y de ambos cuidaba con mucho cariño. En el palacio del zar había una esclava que estaba encargada de llevar la comida de la cocina al harén, con ella congeniaba bien y ambos se estimaban mucho. En cierta oca­sión le dijo a ella:
-Por cierto, hermana, que yo te pediría un favor si me dieras tu palabra de no decirle nada a nadie.
-Palabra de honor, hermano, habla sin recelo.
Entonces le dice él:
-¿Ves este anillo? Yo lo voy a meter aquí, a este lado del arroz, y que la fuente le llegue a la hija del zar.
-Por ti haría eso y más.
Así que metió el anillo de la sultana en el arroz y la esclava se fijó bien en el sitio en el que lo había metido y colocó aquella parte delan­te de la sultana, la hija del zar. La hija del zar, a la segunda cucharada que dio se encontró con el anillo. Nada más verlo, lo reconoció, ¿cómo no iba a reconocer su más querida joya? Rápida-mente escondió el ani­llo para que nadie lo viera y se lo guardó en el bolsillo. A la noche, cuando se iba a dormir, llamó a aquella esclava que entraba en las cocinas y le preguntó:
-Tú que entras en las cocinas sabrás si hay algún forastero allí.
-Hay uno -dijo- que lleva aquí tres o cuatro meses, lo recogió el cocinero por piedad y él ha aprendido tan bien el oficio que ahora es el primero después del cocinero jefe.
-¿Y no sabrás dónde duerme?
-Claro que lo sé, duerme en la cocina.
-¿Y duerme con él alguien más?
-No, nadie, salvo un cachorro y un gato que tiene.
-¿Y sabes algo de este anillo? -se quitó el anillo y se lo mostró. La esclava se sonrió un poco al responder:
-Algo sé. Él es un hombre honesto y bueno con el que me he hermanado y, después de hacerme jurar que no se lo diría a nadie, me pidió que colocara el arroz de manera que tú encontraras el ani­llo.
-Está bien, ahora dame tu palabra de honor de que tendrás la boca bien cerrada y te aseguro que conmigo serás afortunada.
-Mi palabra es más firme que una roca, habla sin recelo.
-Pues si es así, has de saber que ése era mi marido, conque toma este vestido de mujer y llévaselo a la cocina, que se lo ponga y que venga a verme contigo.
Dicho y hecho, arrebujó el vestido bajo el brazo y se fue a la coci­na. Cuando se lo contó a él no había hombre más feliz: se vistió de mujer y, despacito, detrás de la esclava, fue al aposento de su mujer. ¿Podía haber alguien más feliz que aquellos dos cuando se encontra­ron? Pero pasada la primera alegría, preguntó a su mujer por el anillo.
La verdad es que se lo había llevado aquella vieja -y le contó todo tal como había sucedido.
-De mal en peor -respondió él- nunca más podremos volver a nuestra casa.
-Pues aquí podemos vernos en secreto y vivir tan ricamente.
Y así fue. Él pasaba el día en las cocinas y la noche en la alcoba de la sultana. No pasó mucho tiempo -¡qué puede uno hacer cuan­do todas las cosas siguen su curso!- y se empezó a notar en la sul­tana su pecado. Al saberlo el zar le entró gran preocupación -no es cosa de broma una vergüenza tan grande en el palacio del zar y ade­más a la hija del zar- así que le empezó a preguntar y hasta la tortu­ró para que confesara con quién había pecado, pero ella siempre salía con lo mismo:
-No sé nada, sólo que algo se me acerca mientras duermo pero no sé quién ni cómo.
El zar hizo torturar y degollar a muchos servidores, pero todo fue en vano, pues nadie iba a confesar lo que no había hecho. Por fin, el zar llamó a aquella vieja, se lo contó todo y ella le dijo así:
-Tienes en la cocina a un forastero. Él es el mismo que se había llevado a tu hija, hace mucho que yo lo he reconocido.
El zar llamó en seguida al cocinero principal y le ordenó que le llevara al forastero que estaba en la cocina. Cuando el forastero com­pareció delante del zar, éste lo condenó a muerte sin preguntarle ni escucharle. Va la vieja y le dice al zar:
-Zar, dame dos verdugos, que yo me encargaré de él.
El zar se los dio, conque entre los verdugos y la vieja condujeron a mi pobre forastero hasta una gran montaña y lo colocaron frente a un pozo muy hondo. La vieja ordenó que lo arrojaran al pozo y tras él echaran una enorme roca. El gato y el perrillo se habían ido con él y mandó la vieja que también a ellos los tiraran al hoyo. Pero a quien
Dios quiere ayudar nadie le puede hacer daño y eso es lo que le ocu­rría a él.
Cuando lo tiraron al pozo, no cayó hasta el fondo, sino que se enganchó en un escalón y allí se resguardó un poco hasta que se oyó el estampido de la roca contra el suelo. En eso cayeron tam­bién el perro y el gato. Te guste o no, ahora vienen las desgracias, no había qué comer y no se podía salir de allí, conque el infeliz y hambriento se puso a acariciar al perro y al gato, también ham­brientos, y a charlar con ellos. Pasaron dos días, hasta que una vez que tentaba en la oscuridad notó que el perro y el gato habían desa­parecido. Así le resultaba aún más difícil aguardar su destino, pero no duró mucho, al poco volvieron y se acurrucaron a sus pies. Al acariciarlos notó que tenían la tripa llena, se dijo, pues: «Vive Dios que han encontrado algo que comer; esperaré hasta que vuelvan a tener hambre y me iré detrás de ellos a ver si yo también encuen­tro mi salvación».
Al poco, perro y gato se pusieron en marcha, él se agarró bien al rabo del cachorro y los siguió a gatas como pudo. No habían avan­zado mucho cuando llegaron a un claro en no sé qué país. Allí no había más que ratones. El gato y el perrillo, como tenían mucha ham­bre, se abalanzaron sobre ellos y empezaron a estrangularlos, todos los ratones corrieron hacia su zar. El zar, al verlo a él, gritó:
-Por el amor de Dios, detén a ese ejército y a cambio pide lo que quieras.
Llamó a su lado al perro y al gato y le dijo al zar:
-Lo único que quiero es cierto anillo que tiene cierta vieja.
El zar en seguida llamó a dos viejos ratones, los envió con aque­lla misión y no había pasado mucho cuando volvieron trayendo unos cincuenta anillos de distintos tamaños, y todos se los habían quitado a aquella vieja. Miró los anillos pero el suyo no estaba.
-Aquí no está mi anillo y, como no lo consiga ahora mismo, man­daré inmediatamente a uno de estos criados míos en busca de un gran ejército.
-No le quedan a la vieja más anillos salvo uno que esconde bajo la lengua y ése tampoco nosotros se lo podemos robar.
-¡Pues traédmelo como Dios os dé a entender o mando ahora mismo por el ejército!
A esto, un ratón pequeño, cojo, temiendo que si llegaba el ejérci­to a él le tocaría el primero, dijo:
-¡No lo llames, por lo que más quieras, yo iré y que sea lo que Dios quiera! Pero tú, zar, dame dos compañeros fuertes y leales, y que ellos me lleven, pues cojo como soy no podría ir.
Se los dio el zar al instante y ellos lo llevaron al aposento de la vieja. El ratoncillo meó en la basura que había detrás de la puerta y restre­gó el rabo en ella, luego les dijo a los compañeros: «En cuanto le quite el anillo, agarradme vosotros a mí y huid», conque, sin hacer ruido, se acercó a la vieja, que estaba durmiendo, se le subió por el pecho a la barbilla y con la cola sucia le dio en la nariz. La vieja estornudó y el anillo salió disparado. El cojo a toda prisa atrapó el anillo y sus com­pañeros a él, así escaparon antes de que la vieja volviera en sí, esca­paron alegres y contentos y llevaron el anillo para alegría de todos.
Cuando el desdichado vio el anillo se alegró muchísimo. Pero ¡atiza!, ahora no tenía fuego, y sin fuego no se puede hacer nada. Cavi­lando qué haría... hasta que se acordó de algo y empezó a rebuscar­se en los bolsillos; entonces, para su buena fortuna, dio con un par de eslabones, hizo saltar chispas y acercó el anillo; al instante apare­cieron los moros:
-¿Qué se te ofrece, amo?
-Os ordeno que nos saquéis de este mundo a mí, a mi perro y a mi gato.
En lo que canta un gallo estaban los tres en la boca del pozo. Otra vez frotó los eslabones y ordenó a los moros que le llevasen a la vieja, luego sacaron aquella enorme roca que la vieja había arrojado tras él. Lo primero que hicieron fue echar a la vieja al pozo -¡hala, querida!, ¡ahora agárrate al viento con los dientes!- y detrás de ella echaron a rodar la roca. Vuela la vieja, vuela la piedra, hasta que ¡plaf! al abis­mo sin fondo y allá que se quedó para siempre.
Ahora, ya sin preocupaciones, tomó el anillo y se fue hacia Estam­bul, estando cerca se alojó en una posada. Por la noche, cuando se durmieron todos, acercó el anillo al fuego, aparecieron los moros y les ordenó que lo llevaran a la alcoba de la sultana. Ella, al verlo, se alegró y se entristeció al mismo tiempo: se alegró porque continuaba con vida pero se entristeció temiendo que se enterara el zar y les cor­tara el cuello a los dos.
-Ya no tienes nada que temer -le dijo él- he recuperado el ani­llo -y se puso a contarle todo lo que había padecido, cómo había matado a la vieja y se había apoderado de nuevo del anillo.
Con esto se les fueron las penas; al rayar el día él no quiso mar­charse, así que los criados lo reconocieron y avisaron al zar. El zar en seguida llamó a dos verdugos y se fue hasta donde estaban para matarlos. Cuando vio al zar con los verdugos, corrió él a atizar el fuego y acercó el anillo: aparecieron los moros y ordenó que cua­tro verdugos fueran contra los dos del zar. Al ver el zar tal maravi­lla, gritó:
-Detén a tus verdugos que yo detendré a los míos y podremos hablar.
No se hizo de rogar, detuvo a sus verdugos y el zar le preguntó quién era y de dónde era. Él se lo contó todo al zar: quién era, de dónde era y lo que le había pasado -tal como yo os lo cuento a voso­tros- y al final le dice:
-Majestad, hasta ahora Dios me ha protegido, quiero a tu hija y ella me quiere a mí, ¿por qué no nos das tu bendición para que nos casemos?
El zar se lo pensó un poco y le contestó:
-Así está escrito. Te la concedo bajo la condición de que te que­des a mi lado.
-Está bien, majestad, sólo te pido que me des permiso para ir en busca de mi madre, alegrarla con esta noticia y traerla aquí.
Se lo permitió el zar, así que se llevó a su madre, el zar los casó y dio un gran banquete en el que hubo salvas al aire. Si aún están vivos, todavía serán felices.

090. anonimo (balcanes)

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