Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 28 de mayo de 2012

Blanco espino

¡Machaho!
¡Tellem Chaho!

Érase una vez un hombre apasionado por la caza. Al nacer el día se iba al bosque a cazar y no volvía hasta la noche.
En una ocasión atrapó una perdiz macho viva, la llevó a casa y se la confió a su mujer diciéndole:
-Cuida mucho a esta ave y trata sobre todo de que no se vaya volando. En la prima­vera lo usaré de reclamo para atraer a las per­dices.
El hombre y la mujer tenían solamente una hija. Como ésta se aburría de estar siempre sola en casa, le pidió a su madre que le diese la perdiz para jugar con ella. La mujer al princi­pio se negó pero, ante los llantos y los ruegos de su hija, acabó por ceder, aunque con mu­chas advertencias:
-Átale la pata con una cuerda larga, cierra todas las salidas para que no pueda escaparse pues, si la pierdes, tu padre nos echará de casa a las dos.
La joven prometió vigilar con mucho cuida­do a la perdiz. Todos los días la sacaba de la jaula, se encerraba con ella en un cuarto y ju­gaba hasta cansarse. Una tarde, después de ha­berla hecho correr, bailar y revolotear sujeta a la cuerda, sintió que ardía de sed. Abrió la puerta para ir a beber y ¡frrr!...: la perdiz se precipitó por la salida que se le ofrecía y echó a volar, llevándose la cuerda consigo.
Cuando esa noche volvió el cazador, su mu­jer le sirvió la cena y, ya dispuesto a irse a dor­mir, advirtió que la perdiz no estaba en el lugar de siempre.
-¿Habéis cambiado la perdiz de lugar? -preguntó.
Su mujer quedó paralizada por el miedo.
-Oye -dijo él-: ¿qué has hecho con la perdiz? No la veo.
Ella tuvo que confesar la verdad.
-¿Cómo? -gritó el cazador, furioso-. Te había advertido...
-Tu hija tenía sed, abrió la puerta sólo un instante y...
-Ella abrió la puerta, pero fuiste tú quien le dio la perdiz. Siendo así, saldréis las dos a bus­carla y no volveréis hasta que la hayáis encon­trado.
A pesar de las lágrimas y las súplicas de su mujer, el hombre no quiso saber nada.
-¡Saldréis en seguida!
-Es de noche. ¿Adónde vamos a ir? Ni tu hija ni yo conocemos la región. Mañana, cuan­do amanezca...
-¡No! -gritó el cazador-. ¡Ahora!
La mujer despertó a su hija, hizo un hato de prisa con unas pocas provisiones y las dos salie­ron a la noche oscura. Marcharon un buen tiempo por el bosque. Iban por los senderos, con miedo de toparse con animales salvajes, pero no vieron la perdiz en ninguna parte a esa hora de la noche. Al fin entraron en un monte espeso, donde encontraron a una liebre en ac­titud vigilante.
-¿Qué hacéis vosotras a esta hora en el bosque? -preguntó sorprendida la liebre.
-Buscamos una perdiz que hemos perdido -dijo la mujer.
-¡Desdichadas! Estáis ahora en los domi­nios de las fieras. Ahora se encuentran cazan­do en el bosque. Hoy me ha tocado el turno de custodiar su refugio. Pero volverán al alba y, si os encuentran aquí, os comerán.
-¡Huyamos! -gritó la joven.
-Es demasiado tarde -dijo la liebre-. ¿Adónde iríais? Los animales ya están camino de vuelta y es probable que os encontréis con ellos.
-¿Qué hacemos, entonces? -preguntó la mujer.
-¿Veis ese árbol? -dijo la liebre-. Es alto y frondoso. Tendréis que trepar y ocultaros en el follaje, lo más alto que podáis. Os quedaréis allí todo el día. Al llegar la noche, los animales saldrán de nuevo. Entonces bajaréis y os esca­paréis de aquí.
Ambas mujeres treparon hasta la copa del árbol. Allí se instalaron lo más cómodamente posible, la hija un poco más arriba que la ma­dre. Muy pronto rugidos, gritos, silbidos, rui­dos de ramas rotas anunciaron el regreso de las fieras. A medida que iban llegando, se instala­ba cada una en su rincón durante el resto del día. El león fue el último en llegar:
-¡Hum! -dijo-. Huele a carne fresca.
-Mientras estabais ausentes -dijo la lie­bre-, me preparé una comida ligera: he aca­bado hace poco.
Las fieras se dumieron.
En la copa del árbol, la mujer estaba muerta de miedo. La joven no paraba de llorar, de tal modo que una lágrima acabó por caer... en los bigotes del león:
-Compañeros -rugió-, hay alguien en el árbol. Acaba de caerme una gota en los labios.
-Llueve -dijo la liebre.
-Hormiga -dijo el león-, sube al árbol a ver qué pasa.
La hormiga subió. En la cima del árbol se topó con la pierna de la mujer y la mordió. Ella la aplastó, por temor a que fuese a picar a su hija y le arrancase un grito de dolor.
La joven seguía llorando y de nuevo cayó una lágrima, esta vez en la frente del tigre, que gritó:
-Compañeros, este árbol está habitado. Acaba de caerme una gota en la frente.
-Es que está nublado -dijo la liebre-, y caen algunas gotas de lluvia.
-Chacal -dijo el león-, sal a ver qué tiempo hace.
El chacal volvió en seguida.
-¿Y? -preguntó el león.
-Hace un tiempo espléndido -dijo el cha­cal-, y no hay una sola nube en el cielo y la luna ilumina tanto que parece de día.
-Serpiente -ordenó el león-, sube al árbol.
La serpiente reptó por el tronco y luego, de rama en rama, llegó hasta la copa. Dio con la pierna de la mujer y la picó. Se oyó en seguida un aullido de dolor y al instante cayó el cuerpo de la madre a tierra. Las fieras se precipitaron, la despedazaron en un santiamén y se repartie­ron los trozos para devorarlos. En el vientre de la mujer encontraron un bebé, que la liebre muy pronto reclamó como presa suya:
-No tengo dientes -dijo-; sólo podré masticar la carne tierna del bebé.
El león se lo dejó y ella lo colocó en un rin­cón, sobre un lecho de hierbas, con lo que que­daba de los huesos de la madre.
-Lo comeré esta noche -dijo-, cuando os hayáis ido.
Al caer la tarde, las fieras comenzaron a des­pertar de su sueño y, una tras otras, fueron sa­liendo de nuevo en busca de caza en el bosque. Antes de partir, tuvieron que establecer el tur­no de guardia de ese día.
-Hoy estoy cansada -dijo la liebre-; así que de nuevo os cuidaré la casa. De todos mo­dos, tengo comida para toda la jornada.
Los animales se dispersaron. Cuando el últi­mo hubo desaparecido, la liebre juntó lo que quedaba de los huesos de la mujer, les quitó el tuétano y llenó con él unas cañas. Luego se volvió hacia la joven:
-Baja, desdichada -le dijo.
Bajó la joven, con los ojos desorbitados por el espanto y enroje-cidos por el insomnio. La liebre le tendió el bebé:
-Éste es tu hermano -le dijo-. Llévalo, cuídalo mucho, críalo hasta que crezca y pueda serte útil.
-¿Cómo podré alimentarlo? -preguntó la joven.
-Tomas estas cañas. Dentro va el tuétano de tu madre. Cada vez que tu hermano llore, moja tu dedo en el tuétano y dáselo a chupar. Cuando ya no quede tuétano, encontrarás le­che. Y ahora vete, sálvate y no vuelvas nunca por estos parajes.
La joven cogió el bebé, las cañas y echó a correr, tan rápido como se lo permitían sus piernas. Cuando su hermano lloraba, ella mo­jaba el dedo en el tuétano y se lo hacía chupar. Se preguntó qué nombre le daría y, recordan­do que el antro de las fieras donde lo había recogido estaba en medio de un espeso monte de espinos blancos, lo llamó Blanco Espino.
Ella erró mucho tiempo de una región a otra, hasta que un día llegó a un pueblo cuyos habitantes, conmovidos por su desgracia, le ofrecieron hospitalidad. Le dieron una peque­ña choza con un huerto que ella podía cultivar para vivir.
Se sentía muy feliz de haber encontrado al fin un hogar y medios de subsistencia. Pasaron los años y se convirtió en una hermosa joven. Muchos mozos fueron a pedirla en matrimo­nio, pero ella no quería abandonar a Blanco Espino mientras no tuviese edad para valerse por sí solo.
Un día en que estaba escardando el huerto, la herramienta, al dar con un objeto duro, es­tuvo a punto de romperse. Cavó a su alrededor y, al cabo de un instante, desenterró una pe­queña vasija, llena hasta el borde de piezas de oro y plata. Se puso muy contenta y la llevó a la casa.
Por la noche, después de cenar, ella dijo:
-Hermano mío, si te diese cien piezas de oro, ¿qué harías con ellas?
-Compraría canicas, peonzas... Me haría escopetas de bambú...
-¡Ay! -pensó la joven-. Mi hermano es muy joven todavía.
Esperó uno o dos años más, hasta que un día le hizo a su hermano la misma pregunta.
-Me compraría un buen caballo, y lo mon­taría a todas horas.
-Mi hermano crece -se dijo la joven. Varios meses después, le preguntó de nuevo:
-Hermano mío, si te diese cien piezas de oro...
-Me compraría una buena casa con un bo­nito huerto. Luego me casaría y mi mujer y tú trabajaríais en el huerto.
-¡Gracias a Dios! -exclamó ella-: ¡aho­ra, hermano mío, eres un hombre!
Ella fue hacia un rincón de la casa y volvió en seguida con una pequeña vasija, la destapó y aparecieron las monedas, blancas y amari­llas, relucientes al sol: había más de cien. Blan­co Espino no daba crédito a sus ojos. Su her­mana le contó cómo había encontrado la pe­queña vasija. Luego él salió en busca de una casa más espaciosa y más bonita que la pobre choza donde vivían los dos. Poco tiempo des­pués eligió una novia en la vecindad y dio una espléndida fiesta de boda.
Vivieron los tres muy felices en su gran casa nueva. Pero la flamante esposa, viendo que su cuñada era mucho más guapa que ella y que Blanco Espino, además, la seguía queriendo tiernamente, se puso loca de celos. Buscó des­de entonces un medio de separarla de su her­mano y de, a ser posible, desterrarla para siempre.
Un día en que fueron ambas a cortar leña al bosque, la mujer de Blanco Espino encontró siete huevos de serpiente, que aún no se ha­bían abierto, y los llevó a la casa. Hizo con ellos una tortilla, preparó otra con siete huevos de gallina e invitó a su cuñada a comer. Le sir­vió la tortilla de huevos de serpiente, comió ella de la otra y esperó.
Al cabo de un tiempo, los huevos se abrie­ron en el vientre de la joven. Las serpientes crecieron y pronto comenzaron a armar un buen jaleo. Era lo que esperaba la flamante esposa. Loca de conten-to, fue al encuentro de su marido:
-Tu hermana va a tener un niño -le dijo.
-¡Imposible! -dijo Blanco Espino.
-Si no me crees -dijo la mujer-, puedes comprobarlo tú mismo.
-¿Cómo?
-Apoyando la cabeza en las rodillas de tu hermana y escuchando.
Al día siguiente, al volver del bosque adon­de había ido a cazar, Blanco Espino pretextó un gran cansancio. Se acostó a descansar y le pidió a su hermana que se sentase cerca de él, para que pudiera apoyar la cabeza en sus rodi­llas. La joven, confiada, se acercó. Muy pron­to llegaron a oídos de Blanco Espino los ruidos de la zarabanda que las serpientes producían en el vientre de su hermana. Se quedó estupe­facto y, al cabo de un instante, fue a ver a su mujer:
-Jamás lo habría creído -dijo.
Ella fingió estar muy triste:
-¿Qué nos pasará cuando los lugareños se den cuenta? Ya no podrás salir fuera de casa.
-¿Qué hacer? -preguntó Blanco Espino.
-Hay que librarse de ella.
-¡Nunca! -exclamó-. Fue ella quien me salvó de las fieras, quien me educó, me cuidó y alimentó hasta que me hice hombre. Sin ella no me habría casado contigo.
-Entonces debemos irnos nosotros.
-¿Adónde podríamos ir?
-Sin embargo, hay un medio muy sencillo -dijo ella pérfidamente.
-¿Cuál?
-Irás con ella al bosque y la abandonarás allí. Seguro que alguien la recoge.
Al día siguiente, Blanco Espino despertó muy temprano a su mujer y a su hermana y les dijo que irían a cortar leña al bosque, durante todo el día, para hacer la provisión del invier­no. Cogió las hachas, las cuerdas, las destrales, un mazo, una calabaza y, seguido de su perra, a la que mantenía atada, se dirigió hacia el bos­que. Una vez que hubieron llegado, se instaló en un sitio con su mujer e indicó a su hermana otro un poco más lejos:
-Ve a cortar a ese monte espeso -le dijo-. En cuanto nosotros hayamos acabado, te lla­maré y volveremos al pueblo.
La joven se quedó todo el día cortando leña en la zona que le habían asignado. A lo lejos oía los ladridos de la perra de Blanco Espino y los golpes de su destral en los troncos de los árboles. Pronto se ocultó el sol, pero Blanco Espino seguía golpeando.
«Mi hermano y su mujer quieren hacer en un día la provisión para todo el invierno», pen­só la joven.
Luego la noche fue cayendo y ella comenzó a dar voces:
-¡Blanco Espino! ¡Blanco Espino!
Pero el monte era demasiado denso y Blan­co Espino no oía.
Estaba a punto de volver a llamar cuando, del otro lado del espeso monte, le llegó un rui­do de cascos en la tierra y apareció un caballe­ro montado en un caballo negro:
-Quienquiera que seas -dijo-, te pido que me dejes pasar. Se hace tarde y mis hijos me esperan.
-Soy un ser humano como tú -dijo la joven.
-En ese caso -dijo el caballero-, ¿qué haces tú sola a esta hora en el bosque? Dentro de poco saldrán los animales del bosque y te comerán.
-Mi hermano y su mujer están cortando leña muy cerca de aquí. Has debido encontrar­los en el camino.
-Muy cerca de aquí, en mi camino, no he encontrado a nadie..., salvo una perra ladran­do tanto que parte el alma.
-Es de mi hermano. Los golpes que oyes son los de su hacha. Anda, caballero, sigue tu camino y déjame. Pronto vendrá mi herma-no a recogerme y volveremos al pueblo.
El caballero se alejó. Poco tiempo después apareció otro, que hizo a la joven las mismas preguntas. Ella le dio las mismas respuestas. Ya la noche estaba oscura y era hora de volver. Cuando pasó el tercero, la hermana de Blanco Espino se sobresaltó: apenas percibía la silueta en la oscuridad.
-Quienquiera que seas -dijo el recién lle­gado-, dime quién eres.
-Un ser humano como tú.
-¿Y qué haces tan tarde en medio del bosque?
-Ya lo ves: estoy cortando leña.
-¿Sola?
-No estoy sola: mi hermano y su mujer es­tán aquí cerca, cortando leña también para nuestra provisión de invierno. ¿No los oyes?
-¡Desdichada! No hay nadie aquí cerca, salvo una perra que ladra atada a un tronco. Yo soy el último hombre que hace hoy este ca­mino.
La joven esta vez tuvo miedo. Volvió a llamar:
-¡Blanco Espino! ¡Blanco Espino!
Pero sólo le respondió el eco de su voz, am­plificado por el silencio de la noche y mezclado con los locos ladridos de la perra y con los gol­pes sordos de la destral de Blanco Espino en los troncos. Le rogó al caballero que la siguiese al claro donde debía estar su hermano. Así lo hicieron pero, en el sitio donde ella lo había dejado, no había nadie..., salvo la perra, que tiraba frenética-mente de la correa y, colgados de las ramas de un árbol, el mazo y la calabaza que el viento hacía chocar y... entonces com­prendió. Blanco Espino y su mujer la habían abandonado en el bosque. Todo era una estra­tagema que habían imaginado para desemba­razarse de ella. Habían atado a la perra al tron­co del árbol adrede, adrede habían colgado el mazo y la calabaza a merced del viento del bos­que: lo que ella tomaba por ruidos de destral, era el choque de ambos cuando el cierzo los agitaba.
-Estoy perdida -dijo.
-Si quieres -dijo el caballero-, puedes pasar esta noche en mi casa. Mañana, cuando sea de día, irás donde mejor te parezca.
La joven pensó que, dentro de lo que cabe, era una suerte para ella que el caballero le ofreciese alojarla esa noche, así que montó en la grupa detrás de él. Cuando llegaron, bajó y el hombre advirtió que la mujer que acababa de salvar en el bosque era de una belleza sor­prendente. Le hizo contar su historia. Ella refi­rió todo, desde aquel lejano día en que, jugan­do con una perdiz, la había dejado escapar:
-Los huevos de serpiente -dijo- se han abierto dentro de mí. Mi hermano me cree en­cinta y por ello me llevó para abandonarme en el bosque. Fue allí donde me encontraste.
El caballero estaba a la vez conmovido e in­trigado. Como era poco probable que la mujer quisiese volver a su tierra, después de lo que acababa de ocurrirle, le habría gustado despo­sarla, pero primero había que librarla de las serpientes que vivían en su interior y no sabía cómo hacerlo. Así que fue a consultar al sabio de la aldea.
-Pues bien -dijo el anciano-, te diré cómo tienes que actuar. Vas a ir al mercado a comprar una gran cantidad de carne y la sala­rás en abundancia. Dásela a comer a esa joven hasta que quede saciada. Entonces tendrá sed. No le permitas beber una gota de agua durante tres días. Al cuarto día cógela y cuélgala por los pies de la más alta viga del techo. En el suelo, justo debajo de ella, pon un gran plato de madera lleno de agua. Luego sostén un cu­chillo con una mano y una varilla con la otra. Con la ayuda de la varilla agita el agua, de ma­nera que se le oiga hacer glugú; después man­tén tu cuchillo preparado y espera.
El hombre hizo como le había dicho el sa­bio. Compró la carne, la saló, la asó y al fin se la dio a la joven, que comió a más no poder. Una sed intensa se apoderó de ella, pero pidió en vano de beber durante tres días. Al cuarto, el caballero la colgó por los pies, llenó de agua un plato de madera que colocó justo debajo de ella; luego, con la ayuda de una varilla, se puso a dar pequeños golpes en el agua. El ruido cris­talino y fresco se difundía en todo el cuarto.
Las serpientes, alteradas, comenzaron a ha­cer gran estruendo; intentaban lanzarse hacia abajo para beber. A medida que aparecían, un rápido golpe de cuchillo las cortaba; los trozos palpitantes caían en el plato con un ruido sua­ve. Cuando hubo salido la última, el caballero desató a la joven, que ya no podía más.
Durante varios días más se ocupó de cuidar­la, porque la larga estancia de las serpientes en su seno la había dejado sin fuerzas. Al cabo de unos días, viendo que se había recuperado, le preguntó:
-Ahora que estás restablecida, ¿qué quie­res hacer? ¿Quieres volver a tu tierra o prefie­res quedarte aquí?
-¿A mi tierra? -dijo-. Ya no tengo tie­rra: mi hermano y su mujer me abandonaron en el bosque.
-Si es así -dijo el caballero-, ¿quieres ca­sarte conmigo?
La joven, feliz de haber sido salvada a la vez de las fieras y liberada de las serpientes que vivían en su seno, aceptó. Se casó con el caba­llero y vivieron felices varios meses. Luego tra­jo al mundo un niño, que era el vivo retrato de ella.
-¿Qué nombre le pondremos? -le pregun­tó su marido.
-Llamé a mi hermano Blanco Espino por­que nació entre espinos blancos. A éste lo lla­maremos «el Afortunado» porque nació en la riqueza.

Pasaban los años y, aunque ella no volvió a oír hablar de Blanco Espino y de su mujer, a veces era presa de un violento deseo de verlos otra vez, sobre todo a su hermano, porque ha­bía vivido toda su vida con él y no estaba segu­ra de que fuese del todo feliz con su esposa.
Su hijo, mientras tanto, había crecido. Aho­ra salía todos los días a jugar con los chicos de su edad. Era vigoroso y guapo y no carecía de nada. Un día, sin embargo, su madre lo vio volver a casa bañado en lágrimas.
-¿Por qué lloras? -le preguntó.
-Los chicos se burlan de mí -dijo-. Ha­blan de sus tíos maternos; dicen que van a visi­tarlos y tú nunca me has llevado.
El corazón de la joven se estremeció, pues era lo que ella deseaba desde hacía mucho tiempo.
-Esta noche -dijo-, cuando tu padre vuelva, pídele que te deje ir conmigo a casa de tus tíos. Si se niega, insiste y llora hasta que te lo conceda.
En cuanto se sentaron a cenar, dijo el niño:
-Padre: me gustaría ir a casa de mis tíos maternos.
-¿Tus tíos maternos? -se asombró su pa­dre-. Pero... tú nunca los tuviste: yo encontré a tu madre en el bosque.
El Afortunado comenzó a lamentarse:
-Todos los niños van a visitar a sus tíos. Yo quiero ir también, yo quiero ir con mi madre.
-¡Muy bien! -dijo su padre-. ¿Queréis ir? Pues bien: id, pero os advierto que iréis so­los. Yo no iré a casa de tus tíos, porque sé que ellos son las fieras del bosque.
Al día siguiente, no obstante, la mujer hizo que el Afortunado se vistiese con su hermoso traje de gala y le puso encima unos harapos. El niño iba a protestar.
-Tranquilízate -le dijo su madre-. En cuanto hayamos llegado, te quitaré el abrigo sucio y aparecerás con tu hermoso traje ante tu tío.
El Afortunado se calmó tan pronto como vio que su madre también se cubría con andrajos el magnífico vestido que se había puesto.
El padre los vio tomar el camino del bosque por donde su mujer había llegado tiempo atrás, y pronto desaparecieron.
Marcharon un buen trecho. De vez en cuan­do preguntaban a otros viajeros por su camino. Hacia la noche, llegaron por fin a una región que la mujer reconocía. Se detuvieron.
-Pronto estaremos en cada de tus tíos -dijo la joven a su hijo-. Ahora escúchame bien. Hace mucho tiempo que no veo a mi her­mano: no sé si me reconocerá. A ti, desde lue­go, no te conoce. Así que haremos lo siguien­te: nos presentaremos en su casa como mendi­gos. Si tu tío me reconoce y nos recibe, nos quitaremos estos viejos andrajos y nos mostra­remos con nuestra ropa buena...
-¿Y si te ha olvidado?
-En ese caso debes prestar atención. Le pe­diré que nos deje pasar la noche en su casa, como mendigos. Una vez que nos hayamos ins­talado, me pedirás que te cuente un cuento. Yo simularé negarme. Insiste hasta que yo acepte.
Sacó de su alforja una vieja escudilla de ma­dera, cortó una rama de un árbol y se hizo un grueso bastón nudoso y entraron en la aldea. Anduvieron así de puerta en puerta. La joven se movía con desenvoltura por las callejuelas, como si las hubiese recorrido la víspera. Reco­nocía a casi todas las mujeres, apenas un poco enveje-cidas, que iban a llevarle cuscus, tortas, aceite, pero bajo esos viejos andrajos de men­diga ninguna de ellas la distinguía. Cuando lle­gó ante la vivienda de Blanco Espino, su cora­zón latió más deprisa. El aspecto exterior no había cambiando...: era la misma casa grande que habían comprado con el dinero que ella había encontrado en el huerto. Del interior le llegaban voces de niños que jugaban.
Ella se armó de valor:
-¡Por el amor de Dios! -gritó lo más fuerte que pudo, para cubrir la voz de los niños.
-¡Espera un poco! -dijo una mujer desde adentro.
La madre reconoció la voz de su cuñada. Poco después salió una niña con un plato lleno de cuscus.
-¡Dios os lo pague! -dijo la falsa mendiga. La niña hizo ademán de irse.
-Vosotros vivís en una casa grande -conti­nuó-. Pregúntale a tus padres si mi hijo y yo podemos pasar la noche aquí. No sabemos adónde ir.
-Sigue tu camino, mendiga -se oyó decir a la cuñada-. Te hemos dado de comer, pero no tenemos sitio para ti en la casa.
-Sólo una noche -respondió la mujer-... ¡Por el amor de Dios! Está oscuro, mi hijo es muy joven, tiene frío y no conocemos a nadie. Háganos un pequeño lugar, aunque sea en la entrada, por favor. Mañana, antes de que se despierten, nos habremos ido.
Por fin se oyó la voz de Blanco Espino:
-Deja que la mendiga y su hijo pasen la no­che en casa. No nos molestarán.
Los hicieron entrar. La mujer lanzó una rápi­da mirada a Blanco Espino: no había cambiado mucho. Él apenas la miró. Ella ocultaba lo más posible su semblante, para no ser reconocida tan pronto. Comieron el cuscus que la niña acababa de darles y luego el Afortunado dijo:
-Madre, cuéntame una historia.
-¡Una historia! -exclamó la joven mujer, aparentemente muy irritada-. ¡Lo único que nos faltaba! Estamos los dos metidos hasta el cuello en historias... ¿y quieres todavía que te cuente las ajenas?
-Pero hoy -lloró el Afortunado-, hemos comido y bebido bien; vamos a dormir en una buena casa. Quiero una historia.
-¡No tienes vergüenza de hablar así delante de esta buena gente, que ha sido tan amable al darnos albergue esta noche!
Los hijos de Blanco Espino llegaron al ves­tíbulo dando gritos:
-Por favor, buena señora, cuéntenos una his­toria antes de dormir.
-¿Y no estarán cansados vuestros padres?
-Si conoces algún cuento -dijo Blanco Es­pino-, cuéntaselo a los niños, que lo disfru­tarán.
-Conozco uno que es un poco largo -dijo la mujer.
-No tenemos prisa -respondió Blanco Es­pino.
-Poneos frente a mí -dijo a los niños la mendiga, dando la espalda a la habitación don­de se encontraban sus padres.
Y comenzó:

«Machaho!»
«Tellem chaho!»

Los niños se habían reunido a su alrededor. Blanco Espino y su mujer, en la habitación, fingían no escuchar pero oían todo. La mendi­ga se dirigía a su hijo, porque era él quien le había pedido un cuento:
«Afortunado, Afortunado, hijo mío:
había una vez un cazador que amaba apasiona­damente la caza y un día consiguió una perdiz, que confió a su mujer recomendándole que no la dejase volar. Pero su hija, jugando con el ave, la dejó escapar, así que el padre echó a las dos mujeres de su casa.
»Afortunado, Afortunado, hijo mío:
en el bosque los animales salvajes despedaza­ron a la mujer, y la joven se fue por los cami­nos, con el bebé que habían encontrado en el vientre de su madre. Cuando su hermano fue grande, se casó.»
Mientras contaba la historia, la madre echa­ba de vez en cuando un vistazo a la habitación y, a medida que hablaba, veía cómo su herma­no y su cuñada se hundían poco a poco en el suelo: hasta los tobillos, hasta las pantorrillas, hasta las rodillas, hasta los muslos. Ya estaban ahora enterrados hasta la cintura.
«Afortunado, Afortunado, hijo mío:
pero su cuñada, celosa de ella, le dio de comer huevos de serpiente, que pronto se abrieron en su seno y su hermano la creyó encinta.
»La joven miró: la tierra había absorbido una parte del vientre.
»Afortunado, Afortunado, hijo mío:
se fueron al bosque con ella y la abandonaron allí, en medio de las fieras, con una perra que ladraba, un mazo y una calabaza que chocaban entre sí, y en plena noche.
»Afortunado, Afortunado, hijo mío:
ella habría sido devorada si un caballero que pasaba por allí no la hubiese recogido y llevado a su casa. Él logró hacer salir a las serpientes que ella llevaba en su interior y la desposó.»
La narradora miró de reojo detrás de sí: de Blanco Espino y de su mujer sólo asomaban las cabezas, que surgían del suelo como redon­das calabazas.
«Afortunado, Afortunado, hijo mío:
tuvieron un hijo que creció y un día volvió de la plaza llorando, porque sus compañeros iban a visitar a sus tíos maternos, y él nunca había oído hablar de ellos.»
En ese instante, la mujer vio que las dos ca­bezas habían desaparecido: en el lugar había dos mechones de cabellos, unos largos y los otros, a su lado, más cortos. Sintió que su cora­zón se estremecía. Se levantó, agarró la cabeza de Blanco Espino por el pelo y tiró con todas sus fuerzas. El cuerpo al principio resistió, pero la joven, con sus miembros temblorosos, no cejó en su esfuerzo. La coronilla de Blanco Espino, luego la cabeza entera, los hombros, el torso, la cintura, las piernas, las rodillas, los pies, fueron por fin desen-terrados.
Cuando Blanco Espino, lívido y muy dolori­do, se irguió frente a su hermana, ella se preci­pitó para abrazarlo. Luego fue a buscar un mazo y, golpeando a toda prisa lo que quedaba del cuerpo de su cuñada, la hundió para siem­pre en la tierra.
A continuación, hizo ir allí a su marido. Blanco Espino volvió a casarse y vivieron los tres muy felices en su pueblo.

¡Machaho!

Fuente: Mouloud mammeri

109. anonimo (bereber)

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