Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 28 de mayo de 2012

El gorrión de la lengua cortada

Era otoño y estaba amaneciendo. El bosque se hallaba encendido con el rojo de los arces. Las grullas se deslizaban hacia los campos pantano­sos de arroz para desayunar; en las orillas del río las ranas croaban a grito pelado; y el monte Fuji, envuelto en nubes, resollaba ociosa y tranquila­mente en el lejano horizonte. Era una estación y una mañana que penetraba deleitosamente en el corazón del viejo leñador, y ni su pobreza ni la cortante lengua de su irascible esposa perturba­ban su quietud y felicidad al cruzar el bosque en busca del combustible diario con su espalda en­corvada y llevando en su mano un fornido palo.
Como los pájaros lo conocían y sabían que era un amigo amable y cortés, trinaban a su paso o saltaban de rama en rama a lo largo de su camino en espera de que les echase al suelo los-granos de mijo que siempre llevaba para ellos en una pe­queña bolsa que le colgaba del cinto de su qui­mono. Se había acabado de parar para echarles el grano en el suelo cuando por encima de sus gor­jeos escuchó el plañidero lamento de «¡chi-chi-chi! ¡chi-chi-chi!» Parecía proceder de unos ma­torrales cercanos pero no se veía nada. El leña­dor, pensando que algún pájaro estaba en un aprieto, fue raudo adonde parecía provenir el la­mento y apartando los matorrales, vio a un pe­queño gorrión tirado en el suelo, quejándose con temor e incapaz de mover-se. Levantándolo sua­vemente con ambas manos para examinarlo, comprobó que una de sus patas estaba herida. Metió al gorrión en su pecho a través de su qui­mono y regresó inmediatamente a su casa con el fin de asistir a aquella pequeña e infeliz criatura.
Su mujer estalló en improperios contra él al saber la razón de su retorno y le puso de hoja de perejil al conocer el proyecto de tener que ali­mentar otra boca, aunque fuese tan pequeña como la del pájaro. El leñador, ya acostumbrado a su viperina lengua, se movía silenciosa e indife­rentemente, sólo con el propósito de atender al gorrión. Depositó al animal en un viejo trozo de ropa que había en un rincón y le dio de comer arroz hervido y blandos granos de mijo. Día tras día cuidó del pequeño pájaro, y con tan inque­brantable devo-ción, que cuando cayeron las pri­meras nieves, tenía la pata curada y el cuerpo totalmente restablecido.
Mientras que estuvo enfermo, el gorrión rara­mente salía de la jaula que el leñador le había confeccionado, pero al irse fortaleciendo empezó a aventurarse más. Solía posarse sobre la estera de paja o sobre el pórtico de madera que había en el exterior, pero siempre con un ojo alerta sobre la mujer del leñador que lo aborrecía y no perdía oportunidad de atacarlo con la escoba y de amon­tonar sobre su cabeza la ira de los siete dioses del trueno.
Con el leñador en cambio era diferente. El gorrión adoraba a su gentil salvador y el viejo hom­bre por su parte amaba al animal con todo el calor de su tierno corazón. Cada noche se posaba en el tejado de cañas de la choza para esperar su vuelta del bosque. Cuando le veía salir de los oscuros árboles, lanzaba una excitada bienvenida con su «¡chun-chun-chun!» y volaba alrededor de su ca­beza, se sentaba en su hombro y!e cantaba en el oído.
Por las mañanas era distinto. Tan pronto como el gorrión veía que el anciano se preparaba para salir, se ponía a alborotar en el rincón de la jaula y a cantar su lastimero «¡chi-chi-chi! ¡chi-chi-chi!». El leñador, igualmente triste por tener que aban­donar a su amigo, cogía blandamente en sus ma­nos al pequeño animal, le acariciaba las suaves plumas y le decía:
-¡Bueno, bueno! ¿Crees que te dejo para siem­pre? Tranquilízate, amigo. Volveré antes de que la última luz abandone los árboles.
Una mañana el anciano se fue como siempre, después de haberle dicho a su esposa que cui­dase muy bien al gorrión y que le diese algo de comer durante el día. La vieja mujer se limitó a lanzar un gruñido, murmuró una maldición, y empezó a hacer los preparativos para lavar los quimonos de primavera. Sacó agua del pozo y llenó el gran balde de madera, y dentro de éste colocó los delicados quimonos de algodón para lavarlos. Luego tuvo que limpiar los tendedores con el fin de colocarlos de rama a rama de los árboles. Sobre ellos tenían que extenderse de manga a manga los quimonos para que se seca­ran rápidamente con la suave brisa que soplaba a través de, las hojas. Después colocó una cantidad de su precioso suministro de harina de arroz en una olla y la mezcló con un poco de agua para que se convirtiera en una blanca pasta. Hoy llevaba un especial cuidado en la preparación de esta mezcla porque estaba disponiendo los mejores quimonos que tenían ella y su marido para el advenimiento ceremonioso de la primavera, y era su costumbre empaparlos en la pasta de arroz con el fin de que recibieran una lustrosa brillan­tez. Aunque su provisión de comida era normal­mente escasa, siempre se las arreglaba para apartar la suficiente cantidad de esta harina para el ritual anual.
Después de dejar la olla en el exterior, se aplicó por entero a la larga tarea de frotar y empapar, empapar y frotar, hasta que los quimonos estu­vieron limpios y frescos como jóvenes cañas de bambú. Ya era bastante más de mediodía cuando terminaba la tarea, y el pobre gorrión, ahora ham­briento, cantaba lo mejor que sabía para ganarse el corazón de la mujer y los granos de mijo.
Pero como si nada. Ella continuaba con su co­lada como si el pájaro no existiera y las agrias líneas de su cara le decían que ella no tenía inten­ción de darle nada para comer. Desesperado, voló hasta el pórtico y al ver la olla se posó en su borde. Sea lo que fuere la pasta que había dentro, tenía buen aspecto, olía bien, y... «sabe delicioso; ¡chun-chun!» trinó el gorrión al mismo tiempo que metía su pico en la rica pasta y ésta acariciaba su lengua.
-¡Oh qué plato! ¡Vaya descubrimiento! -gor­jeó con deleite.
Y bajó una y otra vez su pico y no se sintió satisfecho hasta que el fondo de la olla apareció pelado y limpio en el sol de mediodía del in­vierno. El gorrión voló desde la olla hasta la ve­fanda y estaba disponiéndose a echarse un sue­ñecito bajo la luz del sol cuando la vieja mujer regresó con los quimonos para sumergirlos en la pasta. Al ver la olla vacía todo su cuerpo empezó a temblar de odio y de cólera, y agarrando al gorrión antes de que éste tuviera tiempo de esca­par, aulló:
-¡Has sido tú, has sido tú! ¡Has sido tú, glotón y comedor de basural Pero voy a acabar para siempre con esas canciones que nos dedicas. ¿Lo oyes? ¡Para siempre!
Con la voz elevada hasta el límite, sacó un par de ti jeras de su bolsillo, obligó al gorrión a abrir el pico, le cortó la lengua con las afiladas cuchillas y arrojó a la pobre criatura al suelo. El gorflón le­vantó y agitó el polvo, batiendo con sus alas el suelo en agonía. Los gritos de dolor se formaban en su garganta, pero ningún sonido salía de su pico. Muchas veces intentó levantarse de la tie­rra, pero sus sufrimientos parecían haberle an­clado allí. Girando y girando luchó y revoloteó. Luego, con un último esfuerzo de su pequeño cuerpo lleno de dolor, se levantó en el aire y desapareció por entre las copas de los árboles.
Cuando el leñador regresó a casa aquella no­che se sorprendió muchísimo al no oír la usual bienvenida al acercarse a la choza. Su amigo no. se veía por parte alguna. Y ningún alegre «ichun-­chun-chun!» rompía el silencio de la noche. Dis­gustado e intranquilo fue derecho a la jaula, pero la encontró vacía. Volviéndose a su mujer, pre­guntó:
-¿Dónde está nuestro pequeño Chunko?
-La puerca criatura se comió toda la pasta de arroz; así que le he cortado la lengua y lo echado a la calle. Será mejor que se quede donde esté ahora; porque ya no puedo soportar más a ese miserable -replicó colérica la mujer.
-¡Qué despreciable eres, qué despreciable! -gritó angustiado el leñador, como si su lengua hubiese sufrido el destino de la del pequeño go­rrión-. ¡Qué cosa tan cruel y malvada has hecho! ¡Pero lo vas a pagar muy caro! ¿Dónde estará ahora mi pequeño amigo? ¿Adónde se habrá ido?
-Por mi parte, cuanto más lejos esté mejor -saltó la mujer, indiferente a la pena de su ma­rido-, ¡que bastante hemos hecho por él!
Aquella noche el leñador no pudo dormir. Se volvió y agitó ansiosamente pensando en su pe­queño pájaro, llamándolo de vez en cuando con la esperanza de que pudiera contestarle. Cuando por fin llegó la luz de la mañana, se levantó y se vistió rápidamente para marchar en seguida al bosque a buscarlo. Durante un buen rato estuvo vagando y gritando:
-Gorrión de la lengua cortada, ¿dónde estás? ¿dónde estás? Ven aquí, pequeño Chunko.
Pero sólo oía las respuestas del croar de las ranas, los chillidos de las cigüeñas que volaban sobre su cabeza y los trinos de los pájaros del bosque. El alegre y sencillo canto de «¡chun-­chun-chun!» no se oía por ninguna parte. Du­rante toda la mañana y parte de la tarde estuvo buscando al animal, olvidándose de comer o del cansancio y con el pensamiento puesto única­mente en encontrar a su pequeño amigo. Cuando la oscuridad empezó a adueñarse del bosque, transformando los sombreadores árboles en for­mase de amenazado-res gigantes y bestias feroces, el hombre se sentó al pie de un árbol, exhausto y desesperado, pero aún llamando a voces:
-Mi pequeño Chunko de la lengua cortada, ¿dónde estás? ¿Dónde estás?
Atribulados por la tristeza de la voz del leñador, algunos gorriones que se habían posado en las copas de los árboles por encima de él, descendieron para saludarle y hablar con él. El anciano se puso contentísimo al verles y les preguntó por su amigo. Los pájaros esta-ban hondamente conmo­vidos por la pena que dejaba notar el leñador, y después de cuchichear entre ellos, le dijeron:
-Abuelo San, conocemos muy bien a tu Chunko y sabemos donde vive. Síguenos y te conduciremos hasta su casa.
El leñador, olvidándose de cualquier pensa­miento acerca de su cansancio, se puso en pie y anduvo detrás de los gorriones. Durante largo rato les estuvo siguiendo en la oscuridad, hasta que por fin llegaron a un claro en el que, debajo de un techado de musgo, y rodeado de renuevos de bambú, había una casa alegremente ilumi­nada con lámparas que colgaban de las vigas del techo.
Inmediatamente salió a saludarle una bandada de gorriones que se alinearon ante él y se inclina­ron reverentemente hasta que sus picos tocaron el suelo. Lo introdujeron con toda cortesía en la casa y lo ayudaron a quitarse los zuecos y a po­nerse unas suaves zapatillas en los pies. Después lo condujeron a lo largo de un pasillo de brillante madera de cedro hasta una habitación que tenía una alfombra completamente nueva. Aquí se quitó cortésmente las zapatillas y entró descalzo. Los gorriones corrieron las cortinas de una sala interior en donde se encontraba el pequeño Chunko rodeado de una bandada de sirvientes, sentados en el suelo y esperando su llegada.
-¡Oh, pequeño amigo! ¡Al fin te he encon­trado! Te he estado buscando en cada árbol del bosque con el fin de llevarte conmigo a casa y consolarte y pedirte perdón por la maldad de mi esposa. ¿Ytu lengua? ¿Está ya curada? ¡Cómo he padecido por ti! Estoy conten-tísimo de volver a verte -dijo el leñador con las lágrimas corrién­dole por las mejillas.
-¡Gracias, gracias, abuelo! Estoy completa­mente curado, gracias. También yo siento mucho placer al volverte a ver -lloró el pequeño gorrión que voló hasta el hombro del leñador para que éste le acariciara suave y tiernamente.
-Pero ven que te presentaré a mis padres -dijo el pequeño Chunko.
Y diciendo esto, el gorrión lo condujo a otra alcoba donde le presentó a sus padres que ya sabían del rescate de su hijo de la muerte y la gran bondad que había mostrado el leñador durante los largos días de su enfermedad. Inclinándose reverentemente, los pájaros padres expresaron su agra-decimiento al anciano, murmurando con profunda gratitud que la obligación que ahora tenían con él jamás podrían pagársela. Llamaron a los pájaros sirvientes y les ordenaron que pre­parasen una fiesta. Como invitado de honor que era, sentaron al anciano muy cerca de la alcoba en la que colgaba un rollo de seda con la inscrip­ción de un poema. El viejo leñador estaba muy sorprendido por la esplendidez de la mesa y de sus viandas. Los palillos eran de marfil puro, las tazas de la sopa estaban bañadas en oro, y las fuentes procedían de las mejores caleras de la tierra. Un plato exquisito seguía a otro plato ex­quisito y todo era servido con delicadeza y buen gusto.
Después del banquete entró un grupo de jóve­nes gorriones elegantemente vestidos con qui­monos de alegres colores, y para acompañar a los dos pájaros más viejos -uno tocaba las cuer­das de la samicen y el otro cantaba la letra de la canción- ejecutaron la famosa y clásica danza «El viento entre las hojas del bambú».
En aquel momento se levantó un ligero viente­cillo en el bosque de bambú del exterior que meneaba las hojas en armonía con las dulces voces de los bailarines que se juntaban a la letra de la canción. Cuando la danza hubo terminado y murió el viento de entre las hojas, los bailarines se inclinaron reverentemente antes de desapare­cer en la habitación interior. Casi inmediata­mente apareció un segundo grupo cuyos compo­nentes llevaban unos parasoles al son de «tom, tom, tom». Y las lámparas que colgaban de las vigas seguían el ritmo de la danza. Los ojos del leñador se avivaron, de vez en cuando seguía el compás con sus palillos y se hallaba perdido en la alegría de la maravillosa escena.
La música se acabó y los bailarines saludaron y se marcharon. El hombre empezó a pensar en su esposa y con disgusto dijo a sus anfitriones que debía regresar a casa. Los gorriones se apenaron muchísimo y trataron de disuadirlo por todos los medios para que no se fuera, pero el leñador dijo que no estaría bien dejar por más tiempo sola a su esposa y que debía volver a su casa. Nunca antes había sabido que la vida pudiera ser tan buena, tan alegre, tan agradable. Nunca jamás olvidaría aquella noche y la rara bondad de sus honorables anfitriones. Pero ahora tenía que marcharse. Por eso no le presionaron más. Luego el pájaro padre habló:
-Honorable y gentil leñador, sabemos de tu grandeza de corazón y del cariñoso cuidado que prestaste a nuestro hijo único. Has llegado a amar a Chunko como si fuera tu hijo y Chunko te quiere como si fueses su padre. Queremos recordarte que nuestro humilde hogar siempre será el tuyo, que nuestra indigna comida será tu comida y que todo cuanto poseemos estaremos siempre dispuestos a compartirlo contigo. Mas esta noche queremos que aceptes un regalo nuestro como prueba de nuestra ilimitada gratitud.
Al decir esto los pájaros servidores trajeron dos cestas de mimbre que depositaron en el suelo, a los pies del anciano.
-Ahí tienes dos cestas -continuó el pájaro pa­dre-, una es grande y pesada; la otra es pequeña y ligera. Cualquiera que escojas, honorable amigo, es tuya, y te la damos con los mejores deseos por parte de todos nosotros.
El leñador se hallaba profundamente emocio­nado y las lágrimas anegaron sus ojos. Durante mucho tiempo estuvo mirando al pájaro padre sin poder articular palabra. Al fin dijo:
-No quiero muchas posesiones de este mun­do. Soy viejo y frágil y mi tiempo sobre la tierra no será demasiado. Mis necesidades son muy pe­queñas. Así que aceptaré agradecido la cesta más pequeña.
Los pájaros sirvientes llevaron la cesta hasta la salita de la entrada y allí la cargaron a la espalda del anciano y le ayudaron a ponerse los zuecos. Todos los gorriones se congregaron a la puerta para despedirle.
-¡Adiós, mis pequeños amigos! ¡Adiós, pe­queño Chunko! ¡Cuídate mucho! Ha sido una no­che maravillosa que jamás olvidaré, dijo el an­ciano, y saludó cortésmente muchas veces. Con un movimiento final de su mano abandonó el bosquecillo y desapareció en las tinieblas del bosque con una bandada de gorriones volando delante de él para señalarle el camino.
Cuando llegó a su casa las nubes ya centellea­ban con el sol de la mañana. Encontró a su esposa tan enfadada debido a su larga ausencia como una tormenta de noviembre, y su furia se desató sobre la cabeza del pobre leñador. De pronto, al ver la cesta que llevaba a la espalda, su cólera se detuvo.
-¿Qué es eso que llevas en la espalda? -dijo llena de curiosidad.
-Es un regalo que me han hecho los padres del pequeño Chunko -replicó el marido.
-Bien, ¿porqué entonces te paras ahítan estú­pidamente y no me lo cuentas todo? ¿De qué se trata? ¿Qué te han dado esas criaturas? ¡No te quedes ahí parado como si estuvieses muerto! ¡Baja la cesta de la espalda y mira qué tiene den­tro! -regañó con su violenta voz. Y cogiendo las correas, bajó la cesta de su espalda y abrió en seguida la tapa.
Un resplandor de confusa brillantez cegó mo­mentáneamente sus avariciosos ojos, porque dentro había quimonos tan suaves como el rocío de la mañana y teñidos con los pétalos de las flores silvestres, rollos de seda extraída de las plumas de las cigüeñas, ramas de coral proce­dentes de los mares del cielo, y ornamentos más centelleantes que los ojos de los amantes. Los­dos estuvieron mirando en silencio, sorprendi­dos y extasiados. Todas eran riquezas que sobre­pasaban la imaginación.
-Los sueños de un poeta -murmuró el an­ciano, y otra vez penetró en el silencio.
La mujer sumergió sus manos en la cesta y dejó que los orna-mentos le pasaran por entre sus tem­blorosos dedos.
-¡Somos ricos, somos ricos, somos ricos! -re­petía una y otra vez.
Posteriormente el anciano relató la historia de su aventura desde el principio. Cuando su esposa escuchó que había escogido la cesta pequeña cuando podía haberse quedado con la grande, estalló furiosa:
-¿Qué clase de estúpido marido tengo? Traes a casa una cesta pequeña cuando con un pocoo más de molestia podías haberte traído dos veces esta cantidad de tesoros. Seríamos el doble de ricos. Hoy mismo iré yo en persona a visitar a los pájaros. No tendré tan poco sentido como tú. Ya me las apañaré para regresar con la cesta grande.
El anciano leñador discutió con ella y le rogó que se conformase con lo que ya poseían. Tenían más riquezas que muchos reyes, lo suficiente para ellos y para todas las generaciones de pa­rientes: Pero los oídos de la mujer estaban distraí­dos por los pensamientos de su mente avari­ciosa, y agarrando su bata salió disparada hacia la casa de los pájaros.
Como quiera que su marido le había dado una buena descripción de la situación de la casa de los gorriones, antes del mediodía estaba ya en sus inmediaciones.
-Gorrión de la lengua cortada, ¿dónde estás? ¿Dónde estás pequeño Chunko? ¡Ven aquí! -gritó.
Pero su voz era cortante y ni siquiera sus blan­das súplicas podían ocultar su naturaleza pen­denciera. Pasó bastante tiempo antes de que apa­reciesé ningún pájaro. Al fin dos gorriones vinie­ron volando desde la casa para preguntarle lacó­nicamente qué era lo que quería.
-He venido a ver a mi pequeño amigo Chunko -respondió la taimada.
Sin añadir nada más, los gorriones la conduje­ron a la casa donde salieron a recibirla los pájaros sirvientes quienes, callada y reservadamente, la llevaron a lo largo del pasillo hasta la habitación interior. Tenía tanta prisa que rehusó detenerse para quitarse los zuecos de madera, con lo que los gorriones quedaron horrorizados ante moda­les tan insolentes y de mala educación. Cuando la vio el pequeño Chunko, voló aterrorizado hasta una viga del techo.
-¡Ajá! Ya veo que estás completamente recu­perado, mi pequeña cosa. Ya sabía yo que en realidad note había hecho mucho daño -di jo con voz melosa.
Después se olvidó de toda modestia femenina y de la fría atmós-fera que la rodeaba, para decir:
-Tengo mucha prisa. Por favor, no os moles­teis en bailar para mí. Y tampoco dispongo de tiempor para comer nada. Pero como he venido desde tan lejos, por favor, dadme, rápidamente un regalo como recuerdo de mi visita, y en seguida me marcharé.
En silencio, los pájaros sirvientes trajeron dos cestas, una grande y pesada y otra pequeña y ligera, y las colocaron delante de ella.
-Como regalo de despedida -dijo el pájaro padre-, acepta por favor una de estas cestas. Como ves una es grande y pesada; la otra pe­queña y ligera. La que elijas será tuya.
Casi sin esperar a que el pájaro padre terminara de hablar, la anciana señaló inmediatamente la cesta grande.
-Es tuya -dijo el pájaro gravemente.
En la salita, con muchos suspiros y soplidos, los gorriones colo-caron la cesta sobre la espalda de la mujer y la saludaron en silencio a las puertas de la casa. La vieja no perdió tiempo en inclina­ciones sino que marchó apresuradamente hasta el cubierto del bosque, doblándose bajo el peso de la enorme cesta.
No bien estuvo fuera del alcance de la vista de los gorriones cuando se bajó la cesta de la espalda y abrió inmediatamente la tapa. Tuvo que retroceder horrorizada al ver que de la caja salían unos monstruos y demonios cuyos ojos echaban llamas, las bocas humo y los oídos emitían nubes sulfurosas. Algunos tenían siete cabezas con cuernos que colgaban y rodaban sobre sus cuer­pos, otros tenían brazos que se movían como serpientes, ondulantes y buscando a ciegas a tra­vés del sulfuroso aire. Los cuerpos, delgados, espigados e hinchados con los cuernos de las conchas del gran mar, flotaban arriba y abajo; entre ellos había uno que tenía el semblante de una muchacha con pelo negro ondulante cuyo único raago era la cuenca de un solo ojo colocada en el centro de una cara blanquísima. Todos ellos subían y bajaban y se movían sobre el horrori­zado cuerpo de la vieja mujer.
-¿Dónde está esa ambiciosa y malvada mujer? -gritaban, y los serpen-teantes brazos la tentaban y le retorcían todo el cuerpo.
De repente, todos los monstruos chillaron jun­tos con una voz ruidosa y estridente.
-¡Ahí está! ¡Ahí está esa vejarrona de mal co­razón! Echemos sulfuro en sus ojos para que nunca más sean avariciosos. Abracé-mosla contra nuestros hinchados pechos para destruir la mal­dad de su carne. Piquémosla y mordámosla con nuestras agudas lenguas hasta que se muera, ¡se muera!, ¡se muera!
Llena de pánico, sintiendo su cuerpo helado, la vieja mujer salió huyendo. A través del bosque, de las zarzas y del agua corrió a la velocidad del viento, mientras los monstruos la perseguían alocada-mente.
-¡Piquémosla, mordámosla, echemos sulfuro en sus ojos, pinche-mos su carne con nuestros endurecidos pechos! -iban gritando.
-¡Oh, Buda, sálvame! ¡Sálvame de estos dia­blos! -gritaba la mujer.
Sus cuerpos flotaban por encima de ella, sus culebreantes brazos se alargaban para cogerla. De repente hubo un estallido de luz entre los árboles. Era el sol que se ponía y que hacía apare­cer el cielo rosado y dorado. A medida que el resplandor dorado invadía el bosque, los mons­truos retrocedían con gritos desmayados, y vol­viéndose despavoridos, se desvanecían en la os­curidad de los árboles donde ya no se vieron más.
La vieja mujer se detuvo, sin aliento y tem­blando, blando, y su cuerpo enfermó por cada poro. La brillantez del bosque estaba ahora decayendo, y temiendo el retorno de los monstruos, se marchó en seguida, exhausta y temblando a cada paso.
Cuando llegó a su casa su marido, conmovido por su lastimoso estado, salió corriendo para ayudarla hasta el pórtico, donde se sentó palpi­tando antes de poder hablar.
-¿Qué te ha ocurrido? ¿Qué te ha ocurrido? Por favor, dímelo -rogó el anciano.
Su mujer, después de relatarle la historia, dijo:
-Durante toda mi vida he sido de mal corazón y avariciosa. Esta es la retribución que me me­rezco. He recibido mi lección, amarga, pero qui­zás no tanto como la vida que yo te he dado a ti. Ahora sé lo mala que he sido. Pero desde este momento reformaré mis caminos. Trataré de ser una mujer más bondadosa y más dócil, y una mejor esposa para ti, querido marido.
El hombre colocó su mano sobre su hombro y los dos comprendieron que los malos días habían pasado para siempre. Durante los años que les quedaban ni un mal deseo ni una mala palabra pasarían jamás por los labios de la mujer.
Los gorriones se convirtieron en sus mejores amigos y los unos se devolvían las visitas a los otros. Mucho tiempo después los ancianos mu­rieron, y los gorriones conmemoraron la historia del anciano y la anciana en una canción, y hasta donde yo sé, todavía la siguen cantando a sus hijos.

Traducción: Angel García Fluixá

040 Anónimo (japon)

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