Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

8-2-2015 a las 21:47:50 10.000 relatos y 10.000 recetas

10.001 relatos en tiocarlosproducciones

10.001 recetas en mundi-recetasdelabelasilvia

Translate

lunes, 28 de mayo de 2012

Los ogros

¡Machaho!
¡Tellem Chaho!

Había una vez dos hermanos, uno de los cuales tenía siete hijas y el otro siete hijos. El padre de los siete niños era muy rico: tenía ex­tensos campos, numerosos rebaños, una servi­dumbre abundante, joyas y bienes de toda cla­se. Al padre de las siete niñas, por el contrario, le faltaba de todo y, como para colmo perdió a su mujer, acabó en un estado lamentable. Así que fue a ver a su hermano:
-Tú eres rico -le dijo-, y sólo tienes hijos varones. Mientras tú vives en la abundancia, fíjate que yo soy muy pobre y a duras penas proveo a la subsistencia de mis siete hijas. Además acabo de perder a su madre y, a pesar de todo, nunca se te ha ocurrido acudir en mi ayuda.
El hombre rico consideró que su hermano llevaba razón y sintió mucha vergüenza por ha­berse mostrado tan egoísta hasta ese mo­mento.
-Es verdad -dijo-: yo he estado en extre­mo ocupado acumulando cada vez más rique­zas, pero desde ahora tú y tus hijas recibiréis, todos los días, vuestros alimentos de la noche y de la mañana.
Fue de inmediato a ver a su mujer y le pidió que de ahora en adelante enviase a su hermano y a sus hijas las dos comidas de cada día. La mujer no quería demasiado a su cuñado. Así que por la noche, cuando entregó a su criada las ocho raciones, le dijo:
-Toma, ve a llevar esto a Tumba-de­-Comer.
Varios días después, yendo el pobre de nue­vo a ver a su hermano, le dijo:
-Prometiste enviarme todos los días dos co­midas.
-¿Y?
-Y ¿por qué no me las envías?
El hermano rico se quedó muy sorprendido:
-Le dije a mi mujer que te las hiciese llegar todos los días.
-Aún no he recibido nada.
El hombre rico volvió a su casa muy irritado:
-¿No te hice un encargo para mi hermano? -le preguntó a su mujer.
-Sí, y desde ese día lo he cumplido exacta­mente.
-¿Y cómo se explica que mi hermano no haya recibido nada hasta ahora?
Llamaron a la criada que llevaba los alimen­tos cada día.
-Pues yo hice lo que mi ama me decía -respondió ella.
-¿Y qué te decía? -le preguntó su amo.
-Cada vez que me entregaba los alimentos, me decía: «Ve a llevar esto a Tumba-de-Co­mer.» La primera vez no comprendí muy bien; luego caí en la cuenta de que las tumbas se en­cuentran en el cemen-terio. Y allí fui. Eché la comida siempre en el mismo sitio. Puedo mos­trároslo si queréis.
El hombre entendió que la criada había ac­tuado más por inocencia que por maldad y la perdonó. Desde ese día el hermano pobre re­cibió dos comidas diarias. Esto les permitía no morirse de hambre a él y a sus hijas pero, por otra parte, siempre les faltaba de todo... hasta que finalmente, harto de esta mise­ria, el padre decidió ir a buscar fortuna al ex­tranjero.
Sus hijas lloraron e intentaron retenerlo:
-Ya hemos perdido a nuestra madre y no tenemos a nadie más que a ti. Si tú también nos dejas, ¿adónde iremos a parar? Quédate: nuestro tío nos da el alimento de cada día. Por otra parte, Dios proveerá.
Pero él ya estaba hastiado de la extrema mi­seria que imponía sin querer a sus hijas, y tam­bién humillado por depender cada día para ali­mentarse de otra persona, aunque fuese su hermano.
-Saldré a buscar fortuna a otras tierras -dijo-. O vuelvo rico o bien encontraré la muerte y no por ello seréis más desdichadas que cuanto habéis sido hasta ahora.
Tomó entonces un cayado y un pequeño zu­rrón y se marchó. Anduvo un buen tiempo por el camino. Después de varios días encontró, al borde de la carretera, a un anciano y a dos hombres, uno acostado y el otro, junto a él, de pie. Les dirigió un saludo y luego dijo:
-Os ruego por Dios que me digáis quiénes sois.
-Somos personas como tú -respondió el anciano.
-Pero ¿qué hacéis aquí?
-Te esperábamos.
-¿Y quiénes son esos hombres que te acompañan?
-Éste -dijo el anciano -es tu destino: está acostado, por el suelo, y aquél el destino de tu hermano: está de pie y va a trabajar.
El hombre, sin pedir más explicaciones, si­guió su camino. Por la tarde llegó frente a una colina elevada, enteramente cubierta de un denso bosque. En la cima se perfilaba el con­torno de un castillo que dominaba el horizon­te. Caía la noche, el viajero tenía hambre y no sabía dónde pasar la noche.
-Mala suerte -se dijo-: voy a ir hacia ese castillo. Si está habitado por hombres, me alo­jarán; si son ogros, me comerán y habrán aca­bado mis desdichas en esta tierra.
Subió pero, al llegar frente al castillo, oyó que de él salían gritos, aullidos y toda clase de ruidos. Sus dudas pronto se disiparon: eran ogros los habitantes de ese lugar. Se ocultó en un hueco, no lejos de la entrada, y esperó.
Poco después, irrumpideron los ogros empu­jando violentamente la puerta. El hombre los fue contando mientras entraban: contó siete adultos que llevaban a siete jóvenes a horca­jadas.
Una vez que los ogros hubieron desapareci­do, salió de su escondite, fue hacia el castillo y empujó la puerta, que cerró tras sí. Pero se dio cuenta en seguida de que estaba en un verda­dero laberinto y tuvo que abrir y cerrar aún otras siete puertas antes de llegar a un salón donde, ante su asombro, vio siete platos gran­des de cuscus, siete perdices, siete cántaros con agua y siete cucharas. Como tenía hambre, cogió de cada plato un bocado, de cada perdiz un trozo, de cada cántaro un trago, y siguió avanzando.
Llegó a otra habitación y, maravillado, vio allí siete pequeños montones de monedas de oro que relucían en la oscuridad. Abrió su zu­rrón y de cada montón quitó algunas monedas. Luego volvió por donde había venido, abrió y cerró tras sí las siete puertas y se alejó pronto del castillo, antes de que los ogros volviesen de su cacería.
En el camino de regreso, vio a las mismas tres personas espe-rando en el borde de la ca­rretera y les pidió que le dijesen, por Dios, quiénes eran.
-Ya nos hiciste esa pregunta y yo te respon­dí -dijo el anciano-; el hombre por el suelo es tu destino y aquél, de pie, el destino de tu hermano.
El hombre no estaba del todo satisfecho con esa respuesta, pero no podía hacer nada y si­guió su camino. Al cabo de algunos días llegó a su aldea, donde sus hijas lo esperaban, muer­tas de ansiedad. Festejaron su llegada y las col­mó la alegría cuando él les mostró su zurrón lleno de oro.
-¿Cuánto hay? -preguntó la más joven.
-Los sabríamos mucho antes si lo midiéra­mos con un celemín -dijo el padre.
-Pero no lo tenemos.
-Ve a buscar uno a casa de mi hermano, pero... ¡atención! Si su mujer te pregunta qué vamos a hacer con el celemín, dile que es para medir harina.
La joven se dirigió a casa de su tía.
-¿Un celemín? -dijo ella-. ¿Qué vais a hacer con un celemín?
-Mi padre ha traído un poco de harina de cebada. Queremos saber cuánto tiempo nos va a durar.
Pero la joven no sabía mentir y su tía no quedó muy convencida: ¿para qué medir cuán­to les iba a durar la harina si, de todas mane­ras, ella les enviaba diariamente alimentos? Así que tomó la precau-ción de pegar un poco de pez en el fondo del celemín antes de entre­gárselo a su sobrina.
Por la tarde, cuando fueron a devolverle la medida, ella miró al fondo y... ¡oh sorpresa!: había un luis de oro pegado. Así que, en cuan­to llegó su marido, corrió a su encuentro y, sin darle tiempo a sentarse, le dijo:
-Mira... Mira lo que tu hermano ha traído de su viaje. Y tú te preocupabas por él... y to­dos los días ibas a preguntarles a sus hijas si no había vuelto.
-¡Imposible! -dijo su marido-. Hace apenas unos días que mi hermano se fue. En tan poco tiempo no puede haber ganado mo­nedas de oro.
-Además te digo que son tantas que las mide en un celemín.
-¿Cómo lo sabes?
Ella le contó la artimaña que acababa de emplear.
-Aunque sea verdad -dijo-, ¿qué te im­porta? Tú tienes todo lo que necesitas e incluso mucho más. Tienes los campos, las casas, el dinero, los servidores y las criadas...
-Pero yo no mido el oro con un celemín. ¿Y qué sentido tiene seguir hablando?... Te irás como él y, como él, traerás oro para que yo lo mida en el celemín. Si no, no seguiré vi­viendo en tu casa.
Aunque él intentó convencerla, ella se man­tuvo sorda a todos sus argumentos y tuvo que ir a ver a su hermano y preguntarle de dónde había traído tanto oro.
-De un castillo habitado por ogros.
-¿Cómo podré encontrarlo?
-Toma ese camino. Si al cabo de varios días encuentras a tres hombres: uno echado por el suelo, otro de pie y el tercero un ancia-no sen­tado, sabrás que vas por buen camino. Divisa­rás pronto una colina arbolada, en cuya cima hay un castillo. Es allí. Pero no se te ocurra entrar en seguida; asegúrate primero de que hayan salido los catorce ogros que allí viven: siete grandes que llevan a siete peque-ños sobre sus hombros. En el interior, pasarás siete puer­tas y luego accederás a dos grandes habitacio­nes. Allí están los alimentos y el dinero. Sólo toma un poco de cada plato, bebe un poco de cada cántaro coge de cada montón algunas mo­nedas de oro y, en cuanto hayas termina­do, vete, antes de que los ogros lleguen y te devoren.
Con estas recomendaciones, el hombre rico llevó consigo un zurrón grande y se marchó. Anduvo varios días y ya se estaba preguntando si habría tomado el buen camino cuando se vio frente a tres hombres que parecían esperar al borde de la carretera. Fue hacia ellos, los salu­dó y les pidió que les dijesen quiénes eran.
-¿Tú también? -dijo el anciano.
-El hombre que vísteis la primera vez es mi hermano.
-Entonces ya te ha dicho él quiénes somos.
-No.
-Pues bien, debes saber que el hombre de pie es tu destino y aquél, tendido a sus pies, el destino de tu hermano.
El viajero, aunque intrigado, reanudó la marcha satisfecho. Sabía que ahora ya no esta­ba muy lejos. En efecto, no tardó en llegar frente a la colina. Subió por el camino, se apostó junto al castillo y esperó. Un gran tumulto anunció al rato la salida de los ogros. Contó siete grandes que llevaban a siete pe­queños a horcajadas, esperó que desaparecie­sen del todo, se acercó al castillo y entró. Tras­puso siete puertas y llegó a la primera sala. Las fatigas y las privaciones del viaje le habían dado hambre. Se lanzó a comer de todos los platos para reponer fuerzas, se atiborró de cus­cus y de carne de perdiz, bebió de todos los cántaros, pero sobre todo tenía prisa por llegar al oro.
Cuando entró en la segunda sala, el espec­táculo lo deslumbró. Los pequeños montones relucían en la sombra. Primero se quedó atóni­to y luego, recobrando el sentido, se precipitó, abrió el zurrón y, febrilmente, se dedicó a lle­narlo lo más posible de monedas de oro. Las monedas se desparramaban por todas partes y él las perseguía por la habitación. Cuando hubo llenado el zurrón, intentó sostenerlo pero, a pesar de sus esfuerzos, no fue capaz. Quitó algunas monedas para aligerarlo pero al rato las volvía a poner, por miedo a no haber cogido suficientes. Abstraído como estaba en su tarea, se olvidó de la hora y, cuando oyó los primeros rumores de los ogros que volvían al castillo, ya era demasiado tarde. Se inquietó, miró hacia todos los lados en la sala para ver por dónde podría escapar o dónde podría es­conderse y, como no encontró lugar adecuado, bajó al sótano del castillo, donde los ogros arrojaban a sus muertos, y se tendió entre los cuerpos allí amontonados.
Los ogros entraron en seguida gruñendo, gritando, tropezando con todo lo que encon­traban a su paso. El hombre, espantado, oyó que uno de ellos decía:
-¡Hum! ¡Aquí huele a carne fresca!
Los demás furiosos, protestaban, a medida que descubrían los hurtos y el desorden en que había quedado su casa.
-Alguien ha entrado -dijo un ogro joven.
-¡Un hombre! -dijo otro.
-¡Tal vez aún está aquí!
Se lanzaron en seguida a buscar en todas las salas, movieron cielo y tierra, revisaron todos los alrededores, pero no encontraron nada.
Estaban a punto de renunciar cuando el más joven exclamó:
-Nos queda un sitio por ver.
-¿Cuál? -preguntaron todos los demás al mismo tiempo.
-El camposanto.
Cogieron un atizador, lo calentaron al rojo vivo y se dirigieron al sótano del castillo. A cada muerto que encontraba, el joven ogro le clavaba el atizador en el pie. El hierro, al hun­dirse en la carne, hacía el ruido del carbón cuando se apaga. Pero los muertos estaban bien muertos. Los ogros estaban a punto de renunciar cuando de golpe se oyó un aullido y, de entre los muertos, salió un hombre, un hombre vivo, que comenzó a revolcarse por el suelo y a retorcerse.
Los ogros se precipitaron sobre él. Iban a despedazarlo cuando él gritó para ahogar sus voces:
-¡Esperad! No me matéis todavía... no an­tes de que os haya contado mi historia.
Así lo hizo y concluyó:
-No me faltaba nada, pero siempre quería más. Fue la codicia la que me empujó hacia vuestro castillo. Y mi mujer, desde que vio todo el oro que os había robado mi hermano, no ha dejado de acosarme. Ya... Ahora podéis devorarme.
-¿Por dónde comenzaremos? -preguntó el mayor.
-Por la cabeza -dijo el hombre-, porque ella escuchó los consejos de mi mujer.
-Después de la cabeza, ¿qué comeremos?
-Los pies, pues ellos me trajeron hasta aquí.
-¿Después de los pies?
-El estómago, porque por su causa em­prendí esta expedición.
-¿Por dónde acabaremos?
-Por las manos, que no supieron poner fre­no a mi codicia.
Los ogros se echaron entonces sobre él, lo despedazaron y cada uno comió vorazmente una parte. Pronto sólo quedó del hombre una pierna, que el mayor les arrebató.
-Esta la guadaremos -dijo.
-Es ahora cuando está buena para comerla -gruñeron los demás.
-Sí, pero se puede hacer algo mejor que co­merla.
-¿Qué?
-Vamos a colgarla de la viga más alta de la sala del tesoro. Porque quien quiso robarnos no está solo. Antes de él, su hermano entró en el castillo a saquearlo. Cuando vea que éste no vuelve lo buscará y sin duda vendrá hasta aquí. Ya conoce los lugares. Verá la pierna y querrá llevarsela; nosotros seguiremos la huella de las gotas de sangre y éstas nos guiarán hasta su hermano, al que también comeremos.

En efecto, el padre de las siete muchachas es­taba inquieto porque no veía volver a su herma­no y ya hacía mucho tiempo que se había ido. Se dirigía diariamente a la casa de su cuñada para preguntarle si su marido había vuelto. Ella, en cambio, no mostraba ninguna inquietud.
-Mujer -le decía-, tu marido tarda en volver.
-El destino de todos los hombres es estar mucho tiempo ausentes.
-¿Y si corre algún peligro?
-Como todos los hombres.
-¿Y si ha muerto?
-Otros hombres han muerto antes que él. Anduviste corriendo caminos y trajiste celemi­nes de oro. ¿Por qué no podía ir a traerlos él también?
Esperó un tiempo más y decidió al fin ir al castillo de los ogros para ver qué había pasado con su hermano. Ahora conocía bien el cami­no. Así que se fue raudamente y llegó muy pronto al borde de la carretera donde estaban los tres hombres.
-Por favor -dijo después de haberlos salu­dado-, decidme quiénes sois.
-Ya es la tercera vez -dijo el anciano-, pero una vez más te responderé. ¿Ves a ese hombre de pie que va a trabajar? Es tu desti­no. ¿Y a éste echado junto a él? Es el destino de tu hermano.
Una sospecha estremecedora se insinuó en el corazón del viajero. Continuó, no obstante, su camino y pronto llegó al castillo. Esperó a que los ogros saliesen y entró. Abrió y cerró las siete puertas, llegó a la primera sala, comió un poco de cada plato, bebió un poco de cada cántaro, pasó a la segunda sala, cogió de cada montón de oro algunas monedas y las guardó en el faldón de su chilaba. Iba a salir a buscar por los alrededores del castillo cuando, alzan­do la cabeza, vio la pierna suspendida de la viga más alta. Sintió que se le helaba el cora­zón: los ogros habían devorado a su hermano, sólo habían dejado de él esa pierna, que reco­nocía, y que guardaban sin duda para comer­sela más tarde. La descolgó, la puso sobre el pequeño montón de monedas que había en su chilaba y se apresuró a salir.
Durante el camino de vuelta pensaba en la manera en que le anunciaría la noticia a su cu­ñada y a sus sobrinos, cuando se dejó oír una canción:

Si me das un poco,
cubro y recubro.
Y si no me das nada,
descubro y descubro.

La voz bajaba del cielo. El fugitivo alzó los ojos y sólo vio... un aguzanieves que volaba por encima de su cabeza y parecía seguir el mismo camino. Estaba intrigado por esas pala­bras, que no parecían salir de ninguna parte, y apuró el paso siguiendo un momento con los ojos al aguzanieves. De pronto la vio abrir el pico y le llegaron las mismas palabras. No ha­bía dudas: ¡era el ave la que las pronunciaba!
El hombre se sintió aliviado.
-¡Bien! -le dijo al aguzanieves-. Como ves, ahora no puedo dete-nerme: tengo prisa. Pero sígueme a mi casa y, en cuanto haya lle­gado, algo te daré.
Pero, ante su sorpresa, vio que el ave, en lugar de ir con él, desandaba camino para vol­ver hacia el castillo. La siguió con los ojos y la vio de vez en cuando bajar a la carretera, ara­ñar un poco la tierra y remontar vuelo: así lo hizo varias veces. El hombre estaba intrigado, pero no tenía tiempo de quedarse observando al ave para intentar comprender su actitud. Tal vez los ogros ya habían vuelto y, descubriendo que los había saqueado una vez más, se habían lanzado en su busca.
Tenía tanta prisa que no observaba las gotas de sangre que, mientras corría, caían regular­mente de la pierna de su hermano, y que le exponían al riesgo de que pudiesen seguir su rastro. Afortuna-damente, y aunque él lo igno­raba, el aguzanieves, en cuanto hubo recibido la promesa de tener su parte de botín, se puso a recubrir las manchas rojas con un poco de tierra. Por ese motivo había desandado camino y bajaba a la carretera de vez en cuando.
El hombre llegó pronto a su casa. Iba a en­trar cuando vio bajar del cielo al aguzanieves y posarse frente a él. No esperaba verla llegar tan pronto y se quedó un instante inmóvil. El pájaro, entonces, se puso a cantar la misma canción:

Si me das un poco,
cubro y recubro.
Si no me das nada,
descubro y descubro.

Pero el viajero había recobrado su ánimo y dijo:
-¡Vamos, fuera, vete de aquí! Ya ves que tengo otras cosas que hacer.
El ave echó a volar, cogió altura, siguió el mismo camino y el hombre la vio repetir la misma operación que había hecho antes. Pero estaba muy pre-ocupado como para prestarle atención. Si se hubiese tomado el tiempo de hacerlo, habría visto que el ave hacía esta vez justamente lo contrario de lo que había hecho antes: bajaba del cielo, apartaba un poco de tierra, remontaba el vuelo, aunque esta vez era para descubrir las manchas que antes había cu­bierto.
Pero el hombre no hizo caso. Entró precipi­tadamente en la casa de su hermano y arrojó la pierna en medio del patio:
-¿Empujaste a tu marido a que fuese a bus­carte celemines de oro? Esto es lo que queda de él -le dijo a su cuñada.
Ella se puso a llorar.
-No es éste el momento de lamentarse -le dijo él-. Tendrías que haberlo pensado mejor antes de enviarlo. Pero lo hecho, hecho está. Ahora hay que pensar en qué será de ti.
La mujer no paraba de llorar:
-No sé, no lo sé...
-Pues bien, te voy a proponer algo. Mi hermano ha muerto y yo hace tiempo que per­dí a mi mujer. Así que si tú quieres, me casaré contigo. Por otra parte, tú tienes siete hijos y yo siete hijas: podemos casar a unos con otros.
La mujer consideró que, en su desdicha, quedaba aún consuelo.
Los ogros, durante ese tiempo, habían vuel­to. Se dieron cuenta en seguida de que la pier­na había desaparecido y se pusieron a buscar en todo el castillo, para ver si por casualidad el ladrón se había escondido como el anterior, pero no encontraron nada. Registraron tam­bién el cementerio, pero esta vez, aunque clavaron el atizador en todos los cuerpos allí extendidos, ninguno reaccionó. Salieron a ins­peccionar los alrededores del castillo, pero en vano. Estaban a punto de volver cuando el más joven los llamó de lejos. Les mostró una man­cha de sangre en el suelo. Todos se pusieron a vociferar de alegría, buscaron en los parajes próximos, encontraron otras huellas rojas y las siguieron. Los condujeron justo enfrente de la casa de los dos hermanos, donde las manchas se detenían bruscamente. Les preguntaron a unos niños que jugaban a la puerta a quién pertenecía la casa y, en cuanto lo supieron, se disfrazaron de vendedores de aceite. Se pre­sentaron así en la plaza de la aldea, con sus medidas y sus odres.
-Bienvenidos, forasteros -les dijeron-. ¿Conocéis a alguien o sois huéspedes del pueblo?
-Somos vendedores de aceite -dijeron-, y estamos sólo de paso. Nos dijeron que hay alguien que podría alojarnos por la noche.
Dieron el nombre de aquel que les había ro­bado. Enviaron a un niño a buscarlo. Llegó, deseó la bienvenida a esos huéspedes que no esperaba y luego les pidió que esperasen allí mientras iba a prepararles la habitación donde dormirían esa noche.
Llegado a su casa, subió al camaranchón, donde guardaba las provisiones del año y tam­bién una parte de la paja con que alimentaba a sus animales. Trepó al tejado y, quitando algu­nas tejas, hizo un hueco en un sitio que resulta­ba difícil de ver. Sobre la paja echó un saco lleno de pólvora y luego volvió a la plaza. Les pidió a sus huéspedes que lo siguiesen a la casa, donde los hizo subir al camaranchón, que era alto y amplio. Se excusó por acogerlos en una habitación donde había tanta paja.
-Haremos con ella jergones -dijo el joven ogro.
-Mientras os instaláis, voy a avisar que nos preparen la cena.
Iba a salir pero se volvió:
-Hay algo que me precupa. Como sois ven­dedores de aceite, las personas malintenciona­das pueden creer que lleváis mucho dinero con vosotros. ¡Qué vergüenza me daría que os ocu­rriese algo en mi casa! Así pues esta noche, antes de dormir, no dejéis de atrancar todas las salidas. Esta puerta en especial sólo cierra por dentro. No olvidéis de echar el cerrojo, porque yo no tengo ningún medio de cerrarla por fuera.
Salió, volvió al rato con la comida de sus huéspedes y, cuando hubieron terminado, les recomendó de nuevo que cerrasen muy bien todo desde dentro. En cuanto estuvo fuera, oyó que los ogros hacían un jaleo espantoso y trajinaban junto a la puerta.
En el camaranchón, en medio de otras pro­visiones, se encontraban los odres llenos de aceite, que las mujeres usaban no sólo para co­cinar, sino también para untarse los cabellos y volverlos más flexibles y relucientes. Justa­mente una criada, que había estado ocupada todo el día, quiso aprovechar parte de la noche yendo a buscar aceite para su pelo. Abrió la puerta suavemente, tanteó en la oscuridad para encontrar los odres, dio con un bulto re­dondo y lo pinchó para ver si estaba blando.
-¿Que hay? -dijo una voz-. ¿Es hora de bajar a comerlos o todavía no?
La sirvienta estaba asustada pero, por si aca­so, dijo:
-Todavía no.
Bajó precipitadamente y, aún con miedo de ser regañada, fue a buscar a su amo y le refirió las extrañas palabras que acababa de oír.
El hombre, entonces, ya no tuvo dudas so­bre las intenciones de sus huéspedes. Cogió una gran llave, fue a cerrar por fuera la puerta del camaranchón pues, al contrario de lo que había dicho a los ogros, sólo desde el exterior funcionaba la cerradura. Luego reunió a su cu­ñada, a sus hijas, a sus sobrinos, dio a cada uno de ellos un tizón y les ordenó que lo arrojasen por el hueco que antes había hecho en el teja­do. La pólvora explotó en seguida. El fuego se extendió a la paja y pronto el camaranchón no fue más que una enorme hoguera, cuyas llamas agitaba el viento. Los ogros comenzaron a chi­llar. Se los oía correr en todos los sentidos, golpear contra la puerta, bramar, supli-car que les abriesen.
Cuando el fuego se consumió por sí solo, sólo quedaba del cama-ranchón una masa de cenizas, en medio de las paredes agrietadas y ennegrecidas. Todos los ogros habían perecido en el incendio, todos... salvo uno, el más pe­queño, al que descubrieron arrinconado en una zona que se había librado de las llamas. Los chicos iban a rematarlo cuando su tío in­tervino diciendo:
-¡Esperad! Es muy joven y además... está solo... No tenemos nada que temer de él... y vamos a dejarlo vivir con nosotros.
Lo salvó y, desde ese día, cogió gran afecto por él. Lo cuidó y alimentó. Todos los días ju­gaba con él y le enseñaba a vivir como un hom­bre. El joven ogro se restablecía y crecía a ojos vistas.
Un día en que lo llevaba a horcajadas sobre sus hombros y que disfrutaba escuchándolo parlotear, el hombre creyó oírle decir:
-Padre, qué rosadas y tiernas son tus orejas y cómo me gustaría crecer más rápido para co­merlas.
-¿Cómo? ¿Qué dices? -preguntó.
-Decía, padre, que cuando sea mayor tra­bajaré para ti y lo único que harás será comer y dormir, hasta que tus orejas se vuelvan rosadas y tiernas.
Un tiempo después, el hombre alzó de nue­vo al pequeño ogro sobre sus hombros y, de golpe, le oyó repetir las mismas palabras.
-¿Qué estás diciendo? -le preguntó.
-Decía que estoy impaciente por hacerme mayor, así trabajaré para ti y veré tus orejas tiernas y rosadas.
Pero esta vez el hombre estaba seguro de ha­ber oído bien.
-¿Así que no has olvidado las costumbres de tus padres, a pesar de haberte cuidado tanto?
Lo cogió y lo lanzó contra la pared. Así mu­rió el último ogro. En cuanto al hombre, des­posó a la viuda de su hermano, casó a sus siete hijas con sus siete sobrinos y desde ese día to­dos vivieron felices y ricos.

¡Machaho!

Fuente: Mouloud mammeri


109. anonimo (bereber)


La hija del carbonero (1)

¡Machaho!
¡Tellem Chaho!

Erase una vez un hombre pobre que, para poder alimentar a sus siete hijas ya mayores y a sus hijos pequeños, iba al bosque en bus­ca de carbón de leña, que luego vendía en la ciudad.
Seis de las hijas sentían vergüenza de su pa­dre, porque era pobre y, de tanto trabajar con el carbón todo el día, siempre estaba negro y muy pobre-mente vestido. Para demostrar que estaban por encima de esa miserable condi­ción, pasaban los días maquillándose y empe­rifollándose sin hacer nada. Dejaban todas las tareas de la casa en manos de su hermana me­nor, que se ocupaba de ellas de buena gana y con esmero. Por la noche, cuando su padre volvía cansado, ella le quitaba las sandalias y lavaba en seguida sus ropas llenas de polvo ne­gro para que pudiera usarlas limpias otra vez al día siguiente. Esta hija era famosa en la región por su inteligencia. Era capaz de comprender las palabras más oscuras y de resolver los enig­mas más difíciles.
Por otra parte, el rey de la región tenía fama de ser él mismo un gran aficionado a los enig­mas y, como era a la vez muy autoritario y capri­choso, los proponía a veces a sus súbditos, que debían resolverlos en un plazo fijo so pena de perder la vida. Justamente aca-baba de imaginar uno. Reunió también a algunos habitantes de la ciudad, entre los cuales estaba el carbonero.
-Tengo un árbol -dijo- con doce ramas, cada una de las cuales lleva treinta ramos. Cada ramo produce cinco hojas. Tenéis ocho días para decirme qué es. Si al cabo de ocho días no lo habéis descifrado, os haré cortar la cabeza.
Los súbditos del rey se fueron abatidos. Aunque se hicieron entre sí varias consultas y pidieron la opinión de hombres conocidos por su agudeza, no pudieron hallar la respuesta al enigma. Se acercaba el día en que había que presentarse de nuevo ante el rey, y el carbone­ro, habiendo averiguado en vano hasta la vís­pera, reunió a sus hijas para ponerlas al tanto de la situación. Les contó la prueba a la que el rey una vez más los sometía:
-Mañana debemos ir a palacio y, como nin­guno de nosotros ha acertado, sin duda nos condenará a muerte. Desde ese momento vo­sotras tendréis que ocuparos de vuestra subsis­tencia.
-Pero -dijo la menor de sus hijas-, no hay nada más fácil de resolver que el enigma del rey.
Al carbonero le costó creerlo, pero ella se lo explicó y, como no había otra solución, decidió proponérsela al rey tal como acababa de oírla.
Al día siguiente los hombres de la ciudad comparecieron ante el rey, quien los hizo des­filar uno tras otro. Por cada respuesta que reci­bía, se reía burlonamente y le decía al pobre infeliz que se pusiese a un lado. Minuto a mi­nuto crecía el grupo de los condenados. Al fin sólo quedó el carbonero.
-Y tú, carbonero, ¿qué has descubierto? -preguntó el rey riendo, pues estaba conven­cido de que el carbonero no podía vencer en lo que los demás habían fracasado.
-Majestad -dijo el carbonero-, sólo Dios y Vos mismo conocéis la respuesta al enigma. No obstante, yo creo que el árbol representa el año, las ramas los doce meses, los ramos los días y las hojas las cinco plegarias[1] de la jornada.
El rey exclamó:
-Carbonero, has salvado tu cabeza y la de tus compañeros, porque ésa es la respuesta co­rrecta.
Un murmullo de alivio recorrió el grupo de los hombres que ya se creían condenados.
-Pero -continuó el rey- no me dirás que has encontrado solo la respuesta al enigma. Alguien te ha ayudado a resolverlo o tal vez lo ha resuelto para ti.
El carbonero estaba perplejo: por un lado tenía miedo de que, revelando la existencia y sobre todo la inteligencia de su hija, el rey la sometiese a nuevas pruebas y tal vez peligro­sas, pero por el otro temía que el rey, descu­briendo que había mentido, le impusiese un te­rrible castigo. Ante el dilema, juzgó que era preferible decir la verdad:
-Es cierto, Majestad -dijo.
-¿Quién ha sido?
-Una hija -dijo el carbonero evasiva­mente.
-¿Una hija? Pues entonces quiero casarme con ella.
El carbonero se mostró perturbado.
-Pues bien -exclamó el rey-, ¿qué espe­ras para decirme dónde se encuentra esa hija?
-Es que -dijo el carbonero tartamudean­do-... ella es demasiado joven... y... de todas maneras... indigna de vos.
-¿Indigna?... ¿Indigna la hija que te ha li­brado de un lance tan difícil?
-Es que...
-¿Y bien?
El carbonero vaciló y dijo luego precipitada­mente:
-¡Es mi hija!... ¡No iréis a casaros con la hija de un carbonero!...
-¡Desde luego que sí! -dijo el rey. Le dirás a tu hija que se prepare. Le doy todo el tiempo... le doy el valor de mi árbol -añadió riendo. Dentro de doce meses, exactamen­te, mis hombres irán a buscarla y me casaré con ella.
El carbonero, pensando que la última pro­posición del rey sólo era un capricho de prínci­pe, se desinteresó y acabó por olvidarla.

Exactamente doce meses después de la reu­nión en palacio, los hombres del rey se presen­taron con una caravana cargada de regalos principescos. Su amo les había encargado que los entregasen a su prometida y también que le informasen si la futura reina era guapa.
-Y sobre todo -había dicho, sobre todo escuchad bien lo que ella os diga y venid a re­petírmelo exactamente, si no...
Durante el camino, los servidores habían en­contrado tan abundantes y preciosos los pre­sentes del rey que habían separado una parte para ellos.
Al llegar sólo vieron a las siete hijas del car­bonero, seis de las cuales estaban ocupadas acicalándose, ataviándose y mirándose en los espejos. La séptima se afanaba por recibirlos dignamente. Los servidores, al ver sólo a ellas en la casa, preguntaron:
-¿Dónde está vuestro padre?
-Ha ido a echar agua en el agua -dijo la menor.
Los servidores se miraron.
-¿Dónde está vuestra madre?
-Ha ido a ver lo que nunca ha visto.
-¿Vuestros hermanos?
-Han ido a dar golpes y a recibirlos...
Los servidores del rey estaban azorados. No comprendían nada de las palabras de la joven; algunos se preguntaban incluso si no había per­dido la razón, pero recordaron las órdenes del rey y tuvieron cuidado de retener todo lo que acababan de oír, a fin de transmitirlo fielmen­te. Entregaron luego los presentes que su amo les había confiado.
El padre, la madre y los chicos, cada uno por su lado, volvieron pronto. Se soprendieron mucho al ver en su casa a los hombres del rey, cuyas indicacio-nes habían olvidado. Afortuna­damente, la joven ya había preparado para sus padres y sus huéspedes la comida, que ella mis­ma sirvió.
Cuando llegaron los pollos, cogió uno de ellos y lo troceó. A su padre le dio la cabeza, a su madre la carcasa, a sus hermanas las alas, a sus hermanos las pechugas y a los servidores del rey... Las patas. Cada vez más intrigados, éstos se cuidaron muy bien de demostrarlo, por miedo a enfadar a quien pronto sería su reina.
Cuando estaban a punto de despedirse, la joven se volvió hacia el jefe de los servidores y le dijo:
-Cuando hayáis vuelto junto a vuestro amo, le presentaréis mis respetos y al mismo tiempo, os lo ruego, no olvidéis decirle exacta­mente lo que os voy a decir. Decidle que le faltan estrellas al cielo, agua al mar y a la per­diz el plumón.
Los servidores no entendían. Sin embargo, repitieron varias veces las palabras de la joven para retenerlas y transmitírselas al rey.
Encontraron a su amo impaciente por volver a verlos.
-¡Deprisa! -dijo. Contadme todo y te­ned cuidado de no olvidaros de nada.
Contaron todo con detalle, atentos a no de­jar traslucir su sorpresa para no indisponer al rey.
-Cuando le preguntamos dónde estaban su padre, su madre y sus hermanos, dijo que el primero se había ido a echar agua en el agua, la segunda a ver lo que nunca había visto y los últimos a dar golpes y recibirlos.
-Majestad -añadió el jefe de los servido­res, nosotros os trans-mitimos con toda exac­titud las palabras de la joven.
-Son claras -dijo el rey.
Los servidores se quedaron boquiabiertos.
-La madre -continuó el rey, fue a asistir a una mujer parturienta. Iba a ver, pues, a un niño que hasta entonces no había visto nunca.
-Fue lo que ella dijo al volver -dijo el jefe de los servidores estupefacto.
-El padre -continuó el rey, fue a des­viar el agua del río para accionar la rueda de su molino. El agua, cuando sale del molino, vuel­ve inmediatamente al río. El molinero, pues, volvió a echar el agua en el agua.
-¡Exactamente! -exclamaron dos o tres servidores al mismo tiempo.
-En cuanto a los hermanos pequeños, se fueron a la plaza a jugar a guerras con los chi­cos de su edad.
Los servidores, maravillados, convinieron que esto también era cierto.
-Hay algo más -dijo el jefe de los servi­dores.
-¿Qué?
Contó la extraña manera de repartir el pollo.
-El pollo estuvo muy bien repartido -dijo el rey.
-Probablemente, Majestad. Pero nosotros no hemos comprendido.
-Nada más fácil -dijo el rey. A su padre la joven le dio la cabeza, pues él es cabeza de familia; a su madre la carcasa, porque sobre ella reposa el peso de toda la casa; a sus her­manos las pechugas, porque ellos son la mura­lla y los defensores; a sus hermanas las alas, porque un día habrán de tomar marido y se irán; y a vosotros las patas, porque por vues­tros pies habéis llegado hasta ella y por ellos también debíais volver.
Los servidores estaban admirados y se felici­taban de que la joven, al menos, no hubiese advertido los hurtos que habían hecho en los regalos que le estaban destinados.
-¿Eso es todo? -preguntó el rey.
-Hay una última cosa -dijo el jefe de los servidores. Antes de despedirnos, la joven nos encargó que os repitiésemos sus palabras exactamente.
-¿Cuáles?
-Dijo que os dijéramos que al cielo le falta­ban estrellas, al mar el agua y a la perdiz el plumón.
-¡Miserables! -exclamó el rey. ¿Qué habéis hecho con mis presentes?
El jefe de los servidores se puso lívido.
-Los entregamos -dijo.
-¿Entregasteis todo? -gritó el rey.
Los servidores, viéndose descubiertos, se prosternaron en el suelo para solicitar el per­dón a su amo.
-Quitando las piedras preciosas de las jo­yas de la joven -dijo el rey, habéis privado a su cielo de estrellas. Tomando una parte de los perfumes, habéis quitado agua del mar. Y al apropiaros de las telas de oro y seda, habéis arrebatado el plumón de mi paloma... ¡De pie! -dijo. No quiero empañar con vuestro cas­tigo el recuerdo de este día.
Y los perdonó. Poco tiempo después, el rey celebró sus bodas. Las fiestas duraron siete días y siete noches. El carbonero vio mudar su condición de un día para otro. Apenas podía creer en el milagro que hacía de él el padre de la reina. El rey, por su parte, estaba muy feliz de tener en su palacio a una esposa que podría responderle y jugar con las mismas armas al juego de los enigmas y de los mensajes alegóri­cos. Pero al mismo tiempo se daba cuenta de que un día la reina acabaría por tener ventaja sobre él. Así que la puso en guardia desde el primer día:
-Yo sé que de todos los hombres y de todas las mujeres que habitan mi reino, tú eres la única capaz de, llegado el caso, ganarme la partida. Pero te advierto: soy el rey y nunca admitiré que tu palabra se imponga sobre la mía, cualquiera que sea la ocasión. Si esto lle­ga a ocurrir algún día, recuérdalo bien: ese día será el último que tú pases aquí, pues saldrás de este palacio para no volver nunca más.
-No lo olvidaré -dijo ella.

Tiempo después la reina, que había salido a tomar el fresco a una de las altas terrazas del palacio, oyó la conversación de dos hombres, a los que no veía, en la calle. Uno de ellos le contaba al otro su última desventura:
-Acabo de llegar a esta ciudad -le decía, donde soy forastero. Venía montado en un po­trillo que acababa de comprar. Durante el via­je me encontré con un hombre que también se dirigía hacia aquí, en mula, e hicimos el cami­no juntos varios días. Durante todo ese tiem­po, no dejó de prodigar sus cuidados a mi po­trillo y a su mula y logró que se familiarizaran tanto que al fin los dos animales ya no podían separarse. Al llegar ante la puerta de la ciu­dad, me dijo que estaba muy cansado por el largo viaje que acabábamos de realizar y me pidió que entrase en la ciudad a buscar aloja­miento, mientras él se quedaba allí custodian­do nuestras monturas. Lo hice y encontré dos casas muy adecuadas, y, además, contiguas.
»Volvía, muy contento de poder comunicar­le a mi compañero la buena noticia, pero, ante mi gran asombro, en el sitio en que lo había dejado no había nadie. Llamé, busqué por to­das partes en los alrededores, pero en vano. Se había marchado llevándose los animales con­sigo.
»Volví a la ciudad muy disgustado, pues an­daba justo de dinero. Planeaba la reventa de mi potrillo para conseguir un poco más, espe­rando ganar lo suficiente como para quedarme un tiempo. Pasé la noche pensando en diferen­tes medios de asegurar mi subsistencia. Por la mañana fui a la plaza, donde esperaba infor­marme. Cuál no sería mi sorpresa al ver al hombre, que deambulaba por allí con su mula y... mi potrillo, que ya tenía en venta.
»Me acerqué a él y le pregunté por qué, la víspera, no había esperado mi regreso a la puerta de la ciudad. Le rogué al mismo tiempo que me devolviese el potrillo.
»-No sé de qué me habla -me dijo. Este potrillo nació de la mula que aquí ve y los dos son míos.
»Aunque le recordé todos los detalles de nuestra convivencia de los últimos días, siguió sosteniendo que no me conocía y que, de todas maneras, el potrillo que yo reclamaba era hijo de su mula y, por tanto, suyo. Tomaba como testigo al grupo de curiosos que crecía a nues­tro alrededor y al que acabó por convencer de que yo era un estafador que pretendía perjudi­carlo.
-Hay que acudir a la justicia -dijo el hom­bre que escuchaba el relato de la desventura.
-Ya lo he hecho.
-¿Y dónde está el potrillo?
-En poder del otro, porque ha ganado el juicio.
-¿Es posible?
-Completamente -dijo el hombre. Sin embargo, yo estaba seguro de tener la razón cuando nos presentamos ante el tribunal. Ex­puse mi demanda y el rey le pidió a mi adversa­rio que presentase su defensa. El otro, que (me di cuenta de ello demasiado tarde) era un trapacero, se mostró muy humilde y sumiso. Dijo que se entregaba enteramente a la justicia del rey, que comprendía muy bien que un fo­rastero que llegaba sin medios y por primera vez a la ciudad usase de todos los recursos po­sibles para procurárselos, pero que no toleraba ser la víctima de semejantes artimañas.
»-Felizmente -dijo-, vuestra justicia está para defender a los inocentes de los ardides de los estafadores. Jamás he visto a este hombre hasta ahora. La mula y el potrillo, madre e hijo, me pertenecen. Los adquirí honestamen­te, con mi propio dinero, para venir a vuestra ciudad, donde sabía que podría comerciar li­bremente, bajo la protección de vuestras justas leyes, reconocidas incluso entre vuestros ene­migos.
»-¿Ninguno de los dos tiene testigos? -dijo el rey.
»-No -dijo mi astuto compañero, pero, si Vuestra Majestad permite que haga una su­gerencia, tal vez haya un modo de zanjar la cuestión.
»-¿Cuál? -preguntó el rey.
»-Pido de antemano perdón a Vuestra Ma­jestad, pero permitid que traigan ante vos a los dos animales, uno tras otro. Que luego se suel­te al potrillo: si va hacia este hombre, es por­que le pertenece, yo he mentido y estoy dis­puesto a sufrir el castigo que vuestra justicia juzgue adecuado infligirme. Pero si el potrillo va hacia la mula, considero que la causa está vista y pido que se me haga justicia.
»Habló así sabiendo que, durante todo el tiempo que había durado nuestro viaje en compañía, había hecho todo lo posible por ha­bituar a los dos animales a estar juntos y vol­verlos inseparables. Pero el rey no tenía otro medio de decidir. Dio la orden de que llevasen a las dos monturas y lo que tenía que ocurrir ocurrió: en cuanto el potrillo vio a la mula, co­rrió hacia ella dando brincos y ambos comen­zaron a mordisquearse y a lamerse.
»Los consejeros del rey y el mismo rey se echaron a reír. Asigna-ron el potrillo al falso santo que, durante toda esta escena, se mante­nía modesta-mente en un rincón, al par que yo enfurecía. Me condenaron además a pagar una importante multa, y con ello se me fue el poco dinero que aún me quedaba y aquí estoy, extranjero, solo y casi sin blanca, en esta ciudad donde, para colmo, no conozco a nadie.
A medida que el hombre refería las peripe­cias de su terrible desventura, el corazón de la reina se sublevaba de indignación. Así pues, una vez que él hubo terminado, se acercó al borde de la terraza y le dijo:
-No todo está perdido, forastero.
Los dos hombres alzaron la cabeza al mismo tiempo para ver de dónde venía la voz, pero no vieron nada.
-No tenéis necesidad de verme -dijo la reina. Lo esencial es que me oigáis y que prestéis mucha atención a lo que os voy a decir.
-Pero ya se ha dictado sentencia -dijo el extranjero.
-¿Qué importa? Han sorprendido al rey en su buena fe, porque tú no supiste defender tu causa.
-¿De qué manera podría defenderla otra vez?
-Haciendo lo que te voy a decir.
El forastero no pedía nada mejor que creer en esa voz que bajaba del cielo, puesto que, después del pago de la multa, estaba en las últimas.
-Me salvarías la vida -dijo.
-Mañana -dijo la reina- te presentarás de nuevo ante el tribunal del rey. Él te pregun­tará qué otra cosa pretendes y le dirás: «Majes­tad, he plantado junto al río un bancal de ha­bas. Pero los peces han salido y me lo han co­mido.» Él te dirá: «Eres un impostor, porque conoces muy bien el dicho...: el día en que los peces salgan del agua será el fin del mundo.» Entonces tú le responderás: «Es cierto, Majes­tad, pero ¿no se dice también que el día en que las mulas tengan potrillos el mundo será des­truido?»
El forastero estaba rebosante de alegría. In­tentó ver a la mujer que así le hablaba, para manifestarle su gratitud, pero ella había desa­parecido.
Al alba del día siguiente se presentó ante el tribunal y esperó paciente-mente que el rey sa­liese de sus aposentos para hacer justicia. El monarca, en efecto, no tardó, pero, en cuanto lo hubo visto se dirigió directamente a él, olvi­dando a los otros demandantes:
-¿Tú otra vez? -le gritó. Ya he juzgado ayer tu caso y has sido condenado.
Luego, volviéndose hacia sus servidores, ordenó:
-Que se le den veinte latigazos por atrever­se a volver ante el tribunal después de dictada la sentencia.
-Majestad -exclamó el extranjero: os pido perdón, porque no he venido por el caso de ayer.
-¿Así que es por otro? Pues... debes te­ner muy mal carácter... ¿Qué te ha pasado ahora?
-Majestad, vos me veis en las últimas por­que había plantado un bancal de habas junto al río. En el momento preciso de cosecharlas, sa­lieron del agua unos peces y se las comieron todas. Majestad, yo no tenía ninguna otra cosa y vengo a presentar la denuncia ante vuestra justicia.
El rey se volvió hacia su consejo:
-¿Qué opináis de este caso?
Después de algunas deliberaciones, los con­sejeros decidieron que había que tender una red en el río para atrapar a los peces ladrones. El rey pronto se dirigió a sus guardias:
-Que se detenga a todo el mundo, al de­mandante y a los consejeros.
Como los guardias no comprendían y vacila­ban en detener a los venerables consejeros del reino, el rey les dijo:
-Este hombre pretende que unos peces han salido del río para comerle sus habas; mis con­sejeros, cuando acudo a ellos, no encuen-tran nada mejor que recomendarme tender una red para atraparlos. ¿Os habéis olvidado del dicho?
Los guardias y los consejeros permanecían mudos.
-¿No se dice -continuó el rey- que el día en que los peces salgan del agua será el fin del mundo?
El hombre se precipitó de golpe para abra­zar las rodillas del rey e implorar su perdón.
-Es cierto, Majestad -dijo- que se dice eso de los peces pero, por favor, Majestad, ¿no se dice también que el día en que las mulas tengan potrillos el mundo será destruido?
El rey se sobresaltó como si lo despertasen de un mal sueño. Se pasó la mano por la frente.
-Es cierto, lo había olvidado y te agradez­co, forastero, por habérmelo hecho recordar. Pero ¿por qué no me lo recordaste ayer?
-Ha sido esta noche cuando me he percata­do de ello.
El rey miró al demandante y dudó de que él hubiese podido imaginar la estratagema que le había permitido restablecer la verdad y ganar su juicio:
-Pero -dijo-, la historia de los peces y de tu campo de habas, ¿la has inventado tú solo?
El hombre juzgó preferible no ocultar la ver­dad al rey:
-Majestad, una voz del cielo me la inspiró.
-¿Del cielo? -gritó el rey. ¿Te das cuen­ta, forastero, de que estás a punto de blasfe­mar? ¿Pretendes acaso que el cielo te eligió para comunicarse contigo?
-Lejos de mí ese descaro -dijo el hom­bre, pero he dicho la verdad. Además, no estaba solo y, si me dais permiso para ir a la ciudad, os traeré al hombre que estaba conmi­go cuando nos llegó la voz.
-¿Dónde estabais? -preguntó el rey.
El hombre indicó el lugar y dijo que la voz parecía salir de las terrazas que dominan la plaza. La verdad, que ya suponía, iluminó la mente del rey: sólo su mujer podía inventar un medio tan ingenioso. Hizo devolver al extran­jero la montura y también la multa que había pagado y al fin, citando a todos los demandan­tes para el día siguiente, entró de nuevo en pa­lacio.
Su mujer lo esperaba allí, impaciente por sa­ber qué solución había dado al caso.
-Pues bien -dijo el rey, he hecho que le devolvieran al forastero el potrillo.
-Sois un rey justo -dijo la reina: habéis dado al caso una solución digna de vuestra equidad.
-Sí, pero éste no es el fin de la historia -dijo el rey.
La reina, que conocía el carácter tiránico y vengativo de su marido, sintió al principio una viva inquietud. Luego creyó comprender lo que su marido quería decir.
-Al hombre de la mula -dijo ella, po­déis perdonadlo: tal vez se sintió apremiado por la necesidad.
-No es él quien me preocupa -dijo el rey. La ansiedad de la reina se hizo mayor:
-¿Y quién entonces?
-¡Vos misma!
-¿Yo?
-Me parece que tenéis muy poca memoria.
-No veo en qué -dijo la reina.
-¿Habéis olvidado...?
-¿Qué? -preguntó la reina.
-La primera noche en que entrasteis en este palacio.
-¡Nunca! -dijo la reina. La veo aún como si fuese ayer.
-En ese caso -dijo el rey, tal vez recor­déis la advertencia que os hice esa noche.
Un frío glacial recorrió el corazón de la rei­na: su esposo, pues, había descubierto la ver­dad. Era inútil esforzarse en ocultarla.
-Recordad -dijo el rey- lo que os dije: la primera vez que vuestra palabra se imponga sobre la mía... Ese día ha llegado. Así pues, actuad de manera que mañana, cuando me le­vante, no os vea en ninguna parte del palacio. Id a donde queráis. Llevaos lo más precioso que tengáis. Guardadlo en los baúles y partid.
La reina estaba desesperada. Intentó apla­car la cólera del rey pero... ¡en vano!
-Majestad -dijo al fin-, ya que me toca la desgracia de haberos disgustado, ¿puedo pe­diros que me acordéis un último favor?
-Siempre que no sea el de quedaros -dijo el rey.
-No, Majestad, pero concededme la gracia de venir a cenar a mis aposentos, a solas con­migo, esta noche, por última vez.
El rey accedió y la reina se afanó con sus criadas para preparar la última cena que haría en palacio con él.
Llegada la noche, se instalaron. Los platos comenzaron a desfilar frente a ellos, cada uno más rico y más refinado que el siguiente. Las bebidas eran numerosas y frescas; el servicio lo hacían únicamente las criadas de la reina en sus aposentos privados.
Al cabo de un tiempo, el rey sintió su ca­beza pesada; apenas podía mantener los ojos abiertos. La reina, las criadas, los manjares so­bre la mesa, todo le parecía flotar en una bru­ma cada vez más densa. El menor movimiento le pesaba y pronto cayó sobre la mesa, ador­mecido.
Las criadas no mostraron ningún asombro, porque la reina había hecho partícipe a todas de su secreto y ellas mismas habían echado el poderoso narcótico en las bebidas que debían servírsele al rey.
La reina hizo que encerrasen en seguida a su esposo en un cofre, que había preparado a tal efecto, cuya llave guardó con mucho cuidado. Hizo poner sus otros objetos en unos grandes baúles, que fueron cargados a lomo de caballos y de mulos, y la caravana salió al alba, por la gran puerta del palacio, hacia la casa que la reina había hecho comprar en la ciudad. Al lle­gar allí, los servidores descargaron todo el mo­biliario y la reina hizo transportar el precioso cofre a su alcoba.
Cogió la llave, abrió y levantó la tapa. El rey, al sentir el aire de fuera, comenzó a mo­verse: luego, poco a poco, logró abrir a duras penas los ojos, que se volvían a cerrar casi al instante. Sin embargo, el efecto del narcótico llegaba a su fin y pronto el rey pudo reaccionar dentro del cofre, estirar sus miembros entume­cidos y abrir por completo los ojos. Miró a su alrededor:
-¿Dónde estoy? -dijo.
-En mi casa -dijo la reina yendo hacia él y ayudándolo a salir del cofre.
-Éstos no son vuestros aposentos -dijo él.
-No -dijo la reina-, porque vos me echasteis de vuestro palacio.
-Pero ¿por qué estoy con vos? -se inquie­tó el rey.
-Majestad -dijo la reina, ¿os sentís en condiciones de recordar lo que me dijisteis ayer?
-Naturalmente.
-En ese caso, recordad. Me ordenasteis que abandonase el palacio, pero me permitis­teis llevarme al salir lo que tuviese de más pre­ciado, ¿no es cierto?
-En efecto -dijo el rey.
-Pues lo que yo tenía en el palacio de más preciado erais vos.
El rey no pudo dejar de pensar que una vez más su mujer había demostrado una inteligen­cia poco común. Al mismo tiempo se sintió muy conmovido por esta prueba de amor que ella así le daba.
Dio la orden de volver a cargar sobre los ani­males el mobiliario y los objetos preciosos que la reina había traído y de llevarlo todo de nue­vo a palacio.
-Majestad -dijo la reina-, si me lo per­mitís, vamos a guardar todo en esta casa, porque todo lo que he traído era para vuestro servicio. Así, cuando estéis cansado de las pe­sadas cargas del reino, podréis venir aquí para olvidarlas y, si lo deseáis, mucho placer me dará acompañaros.
El rey y la reina, seguidos por un largo cor­tejo de servidores y de animales sin carga, vol­vieron a palacio. Desde ese momento pasaron días felices, hasta que fue voluntad de Dios po­ner fin a sus vidas.

¡Machaho!

Fuente: Mouloud mammeri

109. anonimo (bereber)

[1] Los musulmanes rezan cinco veces al día.