Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

8-2-2015 a las 21:47:50 10.000 relatos y 10.000 recetas

10.001 relatos en tiocarlosproducciones

10.001 recetas en mundi-recetasdelabelasilvia

Translate

martes, 29 de mayo de 2012

El caballito blanco hühü

La abuela tenía un banquillo blanco, como un escabel, para poner los pies.
Lo tenía en gran estima, y Hansli lo estimaba también: era su caballito blanco Hühü. Con él podía cabalgar alrededor de la mesa redonda, y, cuando la puerta de la habitación contigua estaba abierta, corría hasta delante de la cama de la madre y volvía. Con esto, sin embargo, Hühü tenía bastante. Detrás de la cómoda estaba su establo. Allí podía dormir el caballito y comer avena, tanto como quisiera.
Un día estaba Hansli completamente solo en casa, mientras su madre y su abuela se hallaban en la lavandería. Sólo el caballito blanco Hühü estaba todavía arriba. Entonces sucedió que el caballito empezó a relinchar y a hollar con la pata.
-¿Quieres salir fuera? -preguntó Hansli.
El caballito blanco sacudió la melena y bailó sobre las cuatro patas. Sí, sí: el caballito blanco quería salir.
Hansli montó sobre él, y -hop-hop- atravesó el portal, y bajó los escalones, hasta el pequeño jardín delantero. El viento soplaba allí en los cabellos de Hansli, y las hojas secas jugaban al escondite en la calle.
-¿Quieres salir fuera? -preguntó Hansli.
El caballito relinchó más fuerte. Sí: quería salir. Así cabalgó Hansli por la ancha calle hasta llegar al pequeño parque, a través del cual fluía el alegre arroyuelo del jardín zoológico.
-¡Ah! Tú tienes sed y quieres beber agua -dijo Hansli a su caballito. ¡Pero cuidado no resbales¡ -gritó, insistiendo mientras Hühü descendía la empinada pendiente.
Pero ya era inútil la advertencia: Hansli estaba de cabeza en el agua, y Hühü se alejaba nadando por el arroyo. El caballito blanco, en vez de relinchar, daba vueltas y más vueltas sobre el agua; finalmente, se colocó sobre sus espaldas y elevó las cuatro patas al aire.
-¡Hühü! ¡Ay! ¡Ay! ¡Mi caballito blanco! -exclamaba Hansli.
Afortunadamente, en el parque había, mujeres y niños pequeños. Los niños pequeños rieron, y las mujeres, compasivas, sacaron a Hansli del agua. Entretanto el caballito blanco se hallaba ya lejos, muy lejos. Había llegado ya a la ciudad, y nadaba por entre las casas. Un poco más de navegación, y estaba ya en el grande y verde Rin. ¡Esto si que era una lástima!
Calado hasta los huesos, llegó Hansli a la lavandería. Lloraba que daba lástima, y, como de vez en cuando tosiera también, le metió su madre deprisa en la cama.
La abuela le dio el té a cucharaditas y le limpió las lágrimas, y tuvo que contarle una y otra vez, a diario, a dónde había ido a parar nadando el caballito blanco. Le contó que, finalmente, llegó hasta el lejano país de los indios. Los hijos de éstos le montaron por la selva virgen, y le veían corretear los monos que se hallaban subidos a los árboles. Un gran mono cogió una banana y se la arrojó al caballito blanco Hühü justamente en mitad del hocico abierto.
Entonces pudo reír de nuevo Hansli, ante las aventuras del caballito blanco.

061. Anónimo (suiza)

El bosque de los cuentos

Érase una vez una pequeña chiquilla que importunaba a toda la gente para que le contaran un cuento. Importunaba a su madre, a su abuela, a su tía. Quienquiera que encontrara en su camino, tenía que contarle un cuento. Pero no todos se sentían dispuestos a ello. Todos se deshacían del pequeño espíritu importunador.
Entonces se encaminó la niña tristemente hacia el bosque. Por fortuna, se extendía éste muy cerca, junto a la casa.
En el bosque se encontró con el cuclillo, que estaba sentado sobre una rama y gritaba:
-¡Cu-cú! ¡Cu-cú!
-¿Por qué cantas siempre la misma canción? -dijo la muchacha-. ¡Explícame más bien un cuento!
Entonces le contó el cuclillo la historia de cómo pone el huevo. El cuco lo lleva en el pico por el aire y lo coloca en un nido extraño. De este huevo sale luego un pequeño pájaro, que crece y crece, y se hace por último mayor que los pajaritos que le alimentan. Pronto se hace el nido demasiado pequeño para el cuclillo. Entonces arroja éste fuera del nido a todos los pequeños pajaritos, crecidos con él en el mismo nido. Pero el buen espíritu del bosque, que lo había visto todo, dijo: "Como castigo, no habrás de vivir tú nunca en un nido propio. Tus huevos habrás de llevarlos siempre en el pico por el aire, y tus hijos deberán clamar durante todo su vida por su madre perdida: ¡Cu-cú! ¡Cu-cú!"
El pájaro chilló.
-¿Es esto un cuento o una historia verdadera? -preguntó la niña.
-¡Cu-cú! ¡Cu-cú! -se oyó a lo lejos.
Entonces no supo la niña qué pensar, y penetró más profunda-mente en el bosque.
Así caminando, llegó hasta los sombríos abetos. Bajo sus pies crujía una alfombra de millones de pardas agujas. En lo alto rumoreaba el viento, entre las verdes copas de los altivos abetos gigantes. Pero junto a ellos se alzaban tres pequeños abetos en la oscuridad, los cuales no tenían una sola ramita verde.
-¿Por qué lleváis vosotros un vestido tan pardo de luto? ¡Oh, explicadme vuestra historia! - rogó la pequeña.
Entonces tomó la palabra el mayor de los tres jóvenes abetos y dijo:
-Nosotros somos los más jóvenes abetos de este bosque, y queríamos levantarnos juntos los tres hacia el sol; pues habíamos oído decir que era hermoso y bueno, y era un rey. Así, pues, nos pusimos nuestros vestidos de fiesta y extendimos los brazos; pero nuestros hermanos mayores nos cerraron el camino.
-¡A nosotros nos pertenece el Sol! -dijeron ellos-. Nosotros somos más grandes y hermosos que vosotros. Deberíais avergonzaros. ¡Ocultaos!
Orgullosos, se elevaron ellos cada vez más altos, más altos, hasta que llegaron al Sol. Entonces celebraron una fiesta e invitaron a todos los pájaros cantores del bosque.
-¡Hacednos también un poco de sitio! -rogábamos nosotros cada día.
No pretendíamos más que ver solamente el manto del rey Sol; pero nuestros hermanos mayores extendían rumoreando sus vestidos y nos ocultaban, para que el Sol no pudiera encontrarnos. Entonces dejamos caer nosotros el vestido verde de fiesta y nos vestimos de pardo luto. Este luto lo conservaremos nosotros hasta nuestra muerte, que bien pronto habrá de venir.
Entonces preguntó la niña:
-¿Es esto un cuento o una historia verdadera?
Los tres pequeños abetos guardaron silencio, pero dejaron caer sus agujas, y con esto pareció como si lloraran.
La pequeña muchacha fue a buscar una azada y arrancó con ella, uno después de otro, a los pequeños abetos y los plantó de nuevo en el borde del bosque. Buscó luego agua del manantial y les dio de beber. El Sol se asustó cuando vio a las tres criaturas del bosque con su vestidito de luto. Les acarició con sus rayos y les consoló:
-Pronto será mejor vuestro aspecto. Mis rayos tejerán para vosotros el más hermoso vestido de fiesta, y yo estaré a vuestro lado desde la mañana hasta el anochecer.
Siguió entonces la pequeña muchacha su camino. El sendero del bosque corría recto, y no parecía tener fin.
De repente, sintió la niña un escalofrío en las espaldas; en medio del camino yacía una pequeña ardilla que agonizaba a causa de una herida en el cuello.
-¿Por qué has muerto tú? -preguntó la niña-. Te hubiera rogado tan a gusto que me contaras un cuento...
Entonces empezó a hablar la roja sangre.
-Allí arriba, entre el verde reino de las hojas, hay una casita redonda. En ella vive una madre con sus cinco hijos. "No salgáis hasta que esté yo de nuevo en casa", dijo la madre cuando salió en busca de alimento para sus pequeños. Cuatro de ellos supieron obedecer. El quinto, sin embargo, miraba continuamente por la puerta redonda. Cien mil hojas le saludaban y le susurraban: "¡Sal! Te contaremos un cuento". Entonces salió fuera la pequeña ardilla. Escuchó y escuchó, tan pronto en éste como en aquel árbol, y finalmente quiso marcharse al bosque vecino. Pero en medio del camino fue víctima del pérfido ladrón. "¡Madre!", gritó todavía; pero la madre estaba muy lejos y no podía oírla. Entonces cerró la pequeña ardilla los ojos.
-¿Es esto un cuento o una verdadera historia? -preguntó la niña.
La sangre calló, y la muchacha contempló tristemente al pequeño animalito muerto.
-¡Madre! -gritó de repente la niña, y rompió a llorar.
Luego dio media vuelta y volvió sobre sus pasos. Corrió hasta perder el aliento, hasta que se encontró de nuevo en casa, abrazada a su madre.
A la mañana siguiente salió, sin embargo, de nuevo al bosque y así cada día; pues allí le explicaban cuentos todas las cosas. ¿O eran tal vez historias verdaderas? La pequeña muchacha no lo sabía, pero las escuchaba a gusto por su vida.

061. Anónimo (suiza)

El anillito del elfo

Tirado sobre la polvorienta carretera, yacía un ramo de dorados "dientes de león". Mucha gente pasaba por su lado sin fijarse en él. Algunos hasta le daban con el pie. Pero cuando Marlenchen lo vio dejó el pesado cesto en el suelo y levantó el ramo. Se dirigió con él al arroyuelo e hizo beber a los tallos.
Mientras mantenía el ramo así en el agua, y los rayos del sol jugueteaban en torno a la niña y las flores, surgió de dentro de una de las abatidas cabecitas de las flores un pequeño elfo, tan pequeño como un dedo, el cual, con una suave vocecita, dijo:
-¡Gracias, Marlenchen!
Se arregló la dorada corona sobre su cabecita, y apareció entonces a su alrededor un claro resplandor, como de una velita de Navidad. Este resplandor lo convirtió el elfo en un anillo para el dedo, fino como un cabello.
-¡Póntelo -en el dedo anular de la mano izquierda! -dijo a la niña-. Cuando tú le mires, relucirán tus ojos, y la persona a quien tú mires se sentirá alegre, y el que esté enojado recobrará su buen humor.
Cuando hubo acabado de hablar, el pequeño elfo desapareció, y Marlenchen no separó, durante el camino de regreso a su casa, sus miradas del anillo. No sentía ya el pesado cesto; ¡todo era tan ligero!...
Pero, cuando llegó delante del portal de la casa, oyó reprender en su interior a la madre, y pelearse entre si a las hermanas. Eran siete y daban mucho que hacer. Entonces miró Marlenchen de nuevo su anillito y entró decidida en la habitación.
A su entrada, todos levantaron la mirada. ¡Cómo resplandecía Marlenchen! De golpe se acabaron las riñas y las discusiones. La madre se dirigió gozosa al trabajo, y todo le salía fácil de la mano, y los pequeños jugaban con Marlenchen, y todos se querían entre sí.
Cuando se hizo de noche, regresó a casa el padre, cansado y abatido del pesado trabajo y del largo camino. Marlenchen salió a su encuentro. Al ver a la niña rió el padre; él mismo no sabía por qué, pero sentía su corazón repleto de alegría hasta lo infinito.
Nadie vio el anillo en el dedo de Marlenchen. Era invisible para los demás. Pero Marlenchen sí lo veía, y lo conservó en su dedo durante toda su vida. Cuando se despertaba por la mañana, a él dirigía su primera mirada, y a su vista lucía el sol en sus ojos. Este sol calentaba todo lo que estaba cerca de la niña. Si había alguien enfermo en la casa, o triste simplemente, o enfadado, mandaban a buscar entonces a Marlenchen, y todo se ponía nuevamente bien. La gente llamaba a Marlenchen "la niña del Sol". Ellos mismos no sabían por qué, pero no podían encontrarle otro nombre mejor.

061. Anónimo (suiza)

El espejo de la luna

Toc, toc, toc, sonó la aldaba varias veces.
Leoncio se dirigió pesadamente a la puerta por entre atados de esteras y canastos sin terminar, que a la mañana siguiente saldría a vender en el mercado del pueblo, y apoyándose en su bastón abrió la puerta. Era Roque.
Buenas, abue Leoncio -dijo el muchacho, quitándose el sombrero.
-Buenas -contestó el viejo; se sentó en la mecedora y alistó su tabaco. Callado y reservado, a Leoncio sólo se lo oía hablar los sábados de mercado, cuando negociaba sus esteras y sus canastos. Acostumbraba pasear, al caer la noche, por los alrededores de la vieja laguna, acompañado de su inseparable bastón. Mirando hacia la cordillera, Roque exclamó de pronto:
-¡Son dos, abue Leoncio! ¡Son dos! ¿O será que estoy viendo doble?
-¿Dos qué? preguntó el viejo.
-¡El arco iris! O mejor dicho, ¡los arcos iris! -contestó Roque.
Leoncio se acercó a la ventana y, simulando ver algo que en realidad sabía y recordaba, dijo:
-Sí, Roque, son los guardianes de la laguna. Nahua y Tatacoa cuidan sus tesoros y, a veces, después de los aguaceros, salen como aladas serpientes a tomar baños de sol, para luego zambullirse de nuevo en sus aguas. Dicen los antiguos que quienes aprecian la laguna más que sus fortunas, pueden observar en ocasiones las huellas que en el cielo dibujan los dos guardianes.
Los días en que esto sucede son los más propicios para la pesca.
Leoncio sacó su pulida caña, se la pasó a Roque, le entregó un cordel y unos anzuelos, y le dijo:
-Hoy la laguna puede regalarte sus mejores peces.
Sombrero y caña en mano, Roque se despidió de Leoncio y salió. Trepó por el camino real que serpenteaba cerro arriba y, evitando los charcos que había dejado el aguacero, llegó a su destino.
-¡Roque! ¡Roque alfandoque! -dijo una voz entre los arbustos.
El muchacho miró para todos lados, pero no vio a nadie; estaba seguro de haber escuchado esa voz, pero bien podía ser una chanza de sus compañeros de la escuela, que con frecuencia lo molestaban llamándolo de esa manera. Esto pensaba cuando, frente a él, vio una gran rana brillante que dominaba la entrada de la laguna. Sorprendido, Roque corrió en dirección a la gran roca en cuyo lomo había extrañas figuras. Se encaramó y, mientras se esforzaba por encontrar al fabuloso animal, oyó de nuevo la voz:
-¡Roque! ¡Roque alfandoque!
Ahora estaba bien seguro: la rana gigante le había hablado. Allí estaba dando saltos alrededor del florecido árbol de ayahuasca[1] que crecía cerca de la laguna. Roque podría jurar que la ranota se burlaba de él. Tomó su ruana[2] y saltó tras el animal, tratando de atraparlo. La rana saltaba, y saltaba el muchacho, hasta que, exhausto y sin aire, cayó tendido sobre el pasto, mientras el brillo del batracio se perdía de nuevo entre las rocas.
Un aroma dulzón emanaba de las flores e invadía el aire. Roque, ya recuperado, alcanzó a ver la rana parlante que desaparecía por la boca de la cueva formada por la gigantesca roca. Se levantó de un brinco con su ruana en una mano y la caña en la otra y caminó con cautela hasta la entrada. Al mirar hacia adentro, sintió miedo por primera vez; pero, recordando las palabras de Leoncio, se aventuró en el interior de la caverna, avanzando en la oscuridad. Se oyó el sonido de un trueno muy cercano. Roque se tapó los oídos y, en ese momento, cayó de bruces al suelo. Sintió que se precipitaba por un tobogán de caracol que no terminaba.
Como pudo, se dirigió hacia una luz que se agrandaba poco a poco, hasta que un resplandor enceguecedor lo hizo detenerse. Un caracol, tan grande como la iglesia del pueblo y más brillante que el sol, aparecía imponente ante él. A lado y lado de la entrada se erguían dos guerreros de larga cabellera y piel dorada, en cuyos rostros Roque creyó ver la cara del abuelo Leoncio con tabaco y todo. En sus manos sostenían una concha que soplaron arrancándole el atronador sonido que había escuchado anteriormente. Roque se acercó a unas láminas doradas que colgaban del techo y palideció: reflejada en ellas estaba, no su cara blanca de susto, sino la de una rana brillante como todo lo que allí había.
Desde el fondo de esa gran bóveda repleta de tesoros y joyas, a Roque le pareció oír una voz que lo llamaba haciéndole olvidar su apariencia ranesca. Allí, como una aparición, se encontraba una mujer cuyo cabello le llegaba abajo de la cintura. Al igual que el niño que la acompañaba, estaba ricamente ataviada. Dirigiéndose a Roque, dijo:
-Soy Suamena, princesa y guardiana de la laguna, y éste es mi hijo Nahua. Los hombres me conocen como Tatacoa.
-Pero abue Leoncio me ha dicho que ustedes son serpientes con alas que castigan a los hombres -dijo Roque.
-Hace mucho tiempo, hombres codiciosos destruyeron nuestro pueblo y torturaron a los sacerdotes, los mohanes, para arrancarles los secretos de nuestros antepasados. A sangre y fuego, con la espada del engaño, saquearon los templos y asesinaron a los niños. Ahora, cada vez que la laguna es profanada por la ambición de los hombres, nos vestimos de serpientes y castigamos a quienes se atreven a penetrar en estos dominios. El alma de nuestros niños se viste de rana y entre juncos y rocas juega mientras vigila la laguna -añadió la princesa.
Roque pensó en el abuelo Leoncio y en los inmensos peces que debiera haber atrapado, cuando oyó de nuevo el imponente trueno que salía de las caracolas y que lo hizo estremecer y caer bruscamente al suelo. Cuando abrió los ojos, encontró un cielo estrellado. Era muy tarde; debía haberse quedado dormido allí mismo, bajo el borrachero. Extendió la mano para agarrar la caña y sintió algo viscoso y resbaloso. Se miró de arriba abajo palpándose el cuerpo, descubrió aliviado que allí estaban sus piernas y no las de la rana.
-¡La rana! -exclamó asustado.
El reflejo de la luna y el olor a pescado lo hicieron cambiar de opinión; junto a él yacía un enorme pez, tan grande como sus piernas. Mientras intentaba levantarlo, oyó una voz familiar que lo llamaba:
-¡Roque! ¡Rooooque!
Era Leoncio, que, sentado sobre la inmensa roca, parecía esperarlo.
Por primera vez, Roque se dio cuenta de que aquella roca sobre la cual estaba el viejo y a la que tantas veces se había encaramado, semejaba, a la luz de la luna, la silueta de una gigantesca rana dispuesta a saltar a las aguas plateadas de la laguna.
Leoncio descendió en forma lenta pero segura mientras Roque le susurraba con complicidad:
-¡Abue! ¡La laguna está encantada! ¡Vi una rana gigante que habla y brilla como el oro!
Poniéndole una mano sobre el hombro, Leoncio le contestó en voz baja:
-Shhh, shhh. Es verdad, pero no se lo cuentes a nadie. De todas formas, no lo creerán; a la gente le basta con el pescado.
Y, cantando en voz baja, iniciaron el retorno a casa. A sus espaldas, la luna se miraba en el espejo.

070. anonimo (colombia)


[1] Ayahuasca: Árbol conocido vulgarmente como "borrachero", con el que se preparaban antiguas medicinas sagradas.
[2] Ruana: es una manta utilizada en tierras de clima frío para cubrirse contra él. En países como Colombia y Venezuela, es una prenda de forma cuadrada o rectangular, con un agujero en el centro para meter la cabeza y luego cubrir el cuerpo desde el cuello hacia abajo. Una manta parecida se usa en México en las zonas altas y montañosas.
En algunas regiones colombianas como el departamento de Boyacá, constituye un ícono regional.

De los fameliars

Bajo el puente de Santa Eulalia -el que en sólo una no­che construyera el Diablo -crece una minúscula hierbeci­lla, una especie de musgo, la noche de San Juan.
Aquella hierba tiene una vida efímera, muere nada más nacer y, a la mañana siguiente, no queda el menor rastro de ella.
Pues bien; en Eivissa cuentan que, el que pasa la vigilia de San Juan bajo el puente y consigue introducir una briz­na de aquella hierba en una botella negra, ha capturado un fameliar.
Tener un fameliar puede ser una buena cosa, pero pue­de, también, conver-tirse en un incordio. Es un espíritu, ge­neralmente bueno y sin intenciones aviesas que, adminis­trado correctamente, resulta de un valor inmenso en las faenas del campo. Y es precisamente allí, en la campiña ibi­cenca, donde los fameliars tienen mayor predicamento. Los buenos campesinos, con su proclividad a los relatos de es­píritus, son testivos vivientes -a veces, incluso, sin saber­lo- de un legado de tradiciones que afianzan las raíces de su idiosincrasia en remotísimas etapas de la historia.
El fameliar es -o ha sido- en Eivissa lo que los «ma­nes» en el lar romano; espíritus pertenecientes al clan a los que en la isla se les ha dado, sin embargo, una función es­pecífica: trabajar o comer. Cuando el fameliar sale de la botella -adoptando una imagen no precisamente hermosa, en forma de hombrecillo de cuerpo muy pequeño y cabeza deforme- lo hace repitiendo machaconamente: ¡feina o menjar! ¡feina o menjar! y no para hasta que se le ha dado en abundancia una de ambas cosas. Lo malo es que los fameliars son rapidísimos tanto para el trabajo como para la comida en la que, por otra parte, son bastante exigentes. Es necesario, pues, que el propietario de uno de esos espí­ritus tenga en perspectiva cuantas faenas mejor; de lo con­trario, se expone a volverse loco soportando la machacona cantinela de ¡feina o menjar! ¡feina o menjar! hasta conse­guir volverle al interior de la botella, operación que no siem­pre resulta fácil.
De los fameliars -que en Menorca son también conoci­dos aunque con el nombre de diables boets- se cuentan historias sin número: casas levantadas en una sola noche, sementeras aradas y sembradas en un santiamén, robustos puentes construidos en un abrir y cerrar de ojos y, en fin, toda clase de trabajos, los más duros y fastidiosos, ejecu­tados en menos tiempo del que se tarda en contarlo.
Pero también se cuenta de ellos algún chascarrillo, como el que le ocurrió a aquella mujer, tocada -¡cómo no!- de una incurable curiosidad.
Fue el caso que su marido, harto de no dar abasto a sus innumerables trabajos, decidió hacerse con la ayuda de un fameliar y se dio buena maña en conseguirlo. Un buen día se presentó en la casa, con el espíritu encerrado en la bote­lla, y, desde entonces, las cosas marchaban mucho mejor en la finca. El hombre no andaba siempre reventado, la mu­jer atendía mejor sus ocupaciones y al fameliar no le falta­ba trabajo.
En una ocasión, hallándose sóla la madona en el predio, decidió mandarle trabajo al duende de la botella. Su marido sé lo tenía prohibidísimo pero ella se creía muy preparada para repartir órdenes y, sin pensarlo dos veces, destapó la botella.
Al punto apareció el enano bramando: ¡feina o menjar! ¡feina o menjar!, saltando junto a ella, como un energú­meno.
La buena mujer se aturulló un poco pero se repuso en seguida. Primero le ordenó almacenar los sacos de trigo, luego recomponer las paredes de los bancales, más tarde cortar leña, encender el fuego, blanquear los muros... La madona no sabía qué más mandarle al enano que trabajaba sin descanso, con una rapidez endiablada.
Pensando, tal vez, que una buena manera de mantenerle entretenido sería dándole una abundante comida, la payesa le presentó el barreño con la ración preparada para los cer­dos. ¡A buenas horas iba a pensar ella que aquella repelen­te figura fuera tan remilgada! Aquí fue cuando se armó el cisco. El fameliar no quiso ni oler la bazofia y saltaba y gri­taba más que nunca, sin dejar de repetir su estribillo.
La apurada campesina tuvo que darle, al fin, todos los panes y quesos de la despensa y recurrir a todo su ingenio para manenerle enfrascado en algún trabajo, al menos hasta que regresara su marido.
-¡Feina o menjar! -gritaba ya el fameliar, limpiándose su bocaza con el dorso de la mano.
-Toma esta bolsa de lana negra -le dijo la madona-, ve a lavarla al arroyo y no vuelvas hasta no haberla dejado blanca del todo.
Allí lo encontró el payés, de regreso a su casa, renegando y fregando los mechones de lana, sin ver la manera de blan­quearla, hasta que, de alguna manera, el hombre consiguió convencerle para que abandonara y se metiera de nuevo en la botella.

Fuente: Gabriel Sabrafin

092. Anónimo (balear-eivissa)

De los barruguets

La pequeña colina, otro tiempo inmediata a la ciudad de Eivissa y hoy alcanzada ya por el continuo crecimiento de las edificaciones urbanas, es el Puig d’es Molins.
Desde que a la pitiusa mayor se la conocía como Ebes­sos y pasan-do por sus sucesivas denominaciones de Eresos, Ebusos, Ebussus, ínsula Augusta o Yebisah, el Puig mantu­vo siempre su función específica de lugar de enterra-mien­to. Curiosamente, allí no sólo reposaban los naturales de la isla, sino tambien los acomodados señores de la potencia que, a la sazón, la dominaba y que adquirían en la colina su sepultura a la que dejaban ordenado fueran llevados sus despojos, desde los más remotos confines del Mare Nos­trum.
La paradisíaca belleza de la isla, la secular bondad de sus gentes y lo tranquilo de su ambiente, eran apreciados por los magnates de la antigüedad que, con sus caprichosos deseos introdujeron -ya entonces- la costumbre de com­prarse unos palmos de terreno en Eivissa, con vistas a dis­frutar de su «parcela» por toda su eternidad.
Algo así como una lejana premonición de las actuales y no siempre adecuadas urbanizaciones, pero con un carácter evidentemente muy distinto.
Con el tiempo, se terminaron la paz y la quietud en la «casa de los muertos». Llegaron los salteadores de tumbas, olfateando los funerarios ajuares de los inquilinos del Puig y, uno a uno, de las más variadas formas, los sepulcros fue­ron abiertos y vaciados de su contenido, más o menos rico, más o menos valioso.
Eivissa pudo, no sin pocos esfuerzos, retener en su mu­seo alguno de aquellos importantes hallazgos.
El Puig d'es Molins, por otra parte y según la leyenda, fue desde siempre la guarida de otros espíritus domésticos de la particular tradición isleña: es barruguets. No es que éstos -llegados hasta aquí de la mano de las antiguas reli­giones- tuvieran, precisamente, aficiones necrofílicas. Los barruguets, por el contrario, donde más a gusto se hallaban era en compañía de los vivos, a los que gustaban de fastidiar con sus travesuras: revolver la casa mientras la gente dor­mía, esconder objetos en inverosímiles lugares, asustar a las bestias cuando se acercaban al abrevadero, esconderse en las cisternas e impedir izar los pozales con el agua, etc., etc. De todo esto, podían librarse también temporalmente aque­llos que tuvieran un barruguet en su casa, si tomaban la precaución de dejar siempre a su alcance abundantes racio­nes de pan y queso, su manjar preferido.
Ni cambiarse de casa con el mayor sigilo, daba resulta­do. Cuentan que una familia lo intentó, cansada de las pe­saduras de un invisible duende, y fue trasladando, día a día, sus enseres a un nuevo domicilio. Sólo quedaban, al fin, cua­tro cachivaches que cargaron entre todos y salieron, cerran­do cuidadosamente la puerta. ¡Al fin iban a verse libres de aquella pesadilla! A medio camino, sin embargo, la mujer advirtió su descuido: había olvidado la parrilla. No queda­ba más remedio que volver a por ella. «No importa que volváis -le dijo, como divertida, una extraña voz- la trai­go yo.» Y todos pudieron ver como la parrilla, suspendida en el aire, apocos palmos del suelo, les seguía en la mudan­za. Su barruguet particular no les había abandonado.
A diferencia del fameliar, el barruguet es, en las curiosas tradiciones ibicencas, el espíritu malo. Se hace, necesario, por tanto, adornarles con historias de mayor porte que las travesuras citadas y se les responsabiliza de actuaciones un tanto diablescas, intentando conferirles el deseado carisma maléfico. Pero, aún así, los barruguets no pasan de ser unos simples aficiona-dos en las artes del mal. Hoy calificaríamos aquellas actuaciones suyas como vulgares gamberradas.
Veamos algunas:
Una buena mujer, madre de una criatura de pocos días, regresaba a casa cuando advirtió abandonado en una cune­ta, cerca de la catedral de Eivissa, a un recién nacido que se desgañitaba, llorando de hambre. La buena mujer se compadeció, tomó la criatura en brazos y se la llevó a casa. «Donde come uno, comerán dos», pensó y, desabrochándo­se el corpiño, ofreció uno de sus pechos al niño. El hambre del pequeño parecía no tener fin y, por otra parte, la mujer notaba con extrañeza el contacto de unos dientes en su pe­zón.
-Tu ja tens dentetes per menjar favetes -le dijo.
-¡I dentasses per menjár favasses! -tronó el mamón, tomando la forma de un enano barbudo, fastidiado al verse descubierto prematuramente en aquella agradable función.
A la mujer, es de suponer el sofoco que le causó aquel barruguet que, olvidándose de su condición de invisible, practicaba con notable éxito actividades de auténtico trans­formista.
También fue mayúsculo el susto que se llevó el arcipres­te de Santa María por recoger, de noche, un cabritillo aban­donado, cerca de la Portella. El buen cura lo resguardó bajo su manteo y echó a andar hacia la iglesia. Al llegar a la puerta del templo, el reverendo resoplaba; nunca hubiera creído que aquel animal fuera tan pesado. Se paró, abrió su capa y casi se muere del susto al ver en sus brazos a un cabronazo, hecho y derecho, de retorcidos cuernos que, des­prendiéndose del cura, salió al galope, calle abajo, atronan­do la noche con los golpes de sus pezuñas.
¡A saber qué pretendía el barruguet, caracterizado de aquella forma, del infeliz reverendo!   

Fuente: Gabriel Sabrafin


092. Anónimo (balear-eivissa)

Crucificados sobre las murallas de medina mayurka

El conde de Ampurias, testarudo y tenaz, deseoso de termi­nar cuanto antes con el definitivo asalto a la ciudad, andaba hacía tiempo enfrascado en la excavación de una mina bajo los muros que la defendían. La fortifcación se resentía ya de los muchos embates recibidos y eran considerables los estragos obrados en las ya maltrechas murallas. Se abrían grietas, se desmoronaban torres y enormes brechas presagiaban a los sitiados una derrota que, aunque se aprestaban a vender cara, era de cada día más in­minente. Las máquinas de guerra batían a pedradas los muros y el interior de la ciudad, y los sitiadores en justa réplica, respon­dían con calderas de pez y aceite hirviendo, lluvias de flechas y quizás las mismas piedras lanzadas por los cristianos, eran de­vueltas con la misma agresividad por los almohades.
Advertidos los sitiados de que si la estratagema del de Am­purias daba resultado, abriría en las murallas un boquete irre­parable allí donde más duramente era castigada la ciudad, deci­dieron obrar con astucia para desviar de aquel lugar las embes­tidas del enemigo. El plan era atrevido y probablemente obra de Gil de Alagón, antiguo caballero cristiano, llegado a Mallorca años atrás, renegado y apartado de su fe, que servía ahora con el nombre de Mohamed al rey moro de la isla y en cuyo nombre llegó a parlamentar con los enviados de Jaime I en algunas oca­siones.
Empezaba al mes de Diciembre y no debía ser cómodo so­portar el frío del campamento, ni librar combates y escaramu­zas bajo la lluvia helada o el azote de la tramontana. Aquella no­che, como todas, se cargaron los trabuquetes, las catapultas y los fonevols con piedras de todos los tamaños, se prepararon las ballestas, los arietes y las torres de asalto y se dejó todo dis­puesto para, nada más clarear el alba, arremeter de nuevo contra la ciudad.
Mientras tanto, al otro lado de los muros, un puñado de pri­sioneros cristianos, eran sacados de sus mazmorras, desnudados y atados a unas cruces que, al amparo de las sombras, colocaron los sitiados sobre la parte más castigada de las murallas.
Grande fue el estupor del rey Jaime al despuntar el día y ver aquel escudo humano interpuesto entre sus armas y la ciudad que estaba acosando. Ningún soldado se atrevió a lanzar una sola piedra sino que, desconcertados ante la argucia del enemigo y parapetándose como podían, acercábanse al foso sobre el que se alzaban los crucificados y les tranquilizaban diciendo que no dis­pararían hacia ellos sus armas. Muy a pesar suyo sin embargo, ya que, obrando así no podrían tomar la ciudad y no sería bueno que por ellos la per-dieran. Los infelices prisioneros, ateridos de frío pero imbuídos en un espíritu altamente heróico, replicaron a sus compañeros que aquél día, más que nunca, debían redoblar sus ataques y que no fueran sus cuerpos crucificados obstáculo para su descargas. Si Dios les había reservado -decían- aquel final honroso en la cruz, estaban seguros de que su alma entraría directamente en la gloria como la de auténticos mártires por la fe.
El rey Jaime tuvo, entre tanto, el consejo de sus nobles y ca­pitanes que, más prácticos o menos escrupulosos, le conminaron a no flaquear ante aquel escarnio de los descreídos sarracenos. Convencido al fin, ordenó que aquel día combatieran todos con ardor nunca visto y se concentraran los tiros de todas las máqui­nas de guerra donde estaban los crucificados, a cuyos pies el conde de Ampurias estaba dando fin a su trabajosa y larga labor de zapa. Una lluvia de piedras se precipitó sobre aquellos infe­lices. Durante horas y horas silbaron las flechas y reventaban los pedruscos que, convertidos en mil proyectiles se esparcían por todos lados en medio de la algarabía del combate «e fou virtud de Déu que las pedras dels trabuchs si ferían entorn axi que'ls cabells ne menavan e no n'hi hach nengú que fos férit que menys ne valgués ne'n morís». Es decir, que no hubo muertos ni tan sólo heridos. Sólo algún ligero ondear de cabellos producido por alguna piedra que la providencia no alcanzó a desviar lo suficien­te para evitar el susto de aquellos infelices.
Entrada ya la noche y viendo los moros el fracaso de su artimaña, retiraron a los cristianos de las cruces y devolviéron­los a las mazmorras en espera, tal vez, de una mejor ocasión.

Fuente: Gabriel Sabrafin

092. Anónimo (balear-mallorca-palma)