Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 15 de junio de 2012

El peral de la tía miseria .085

85. Cuento popular castellano

Miseria era una mujer anciana, pobre, que dada su avanzada edad, se dedicaba para mantenerse a pedir limosna. Tenía un hijo que se llamaba Ambrosio (El Hambre), y andaba también por el mundo pidiendo. Y tenía un perrito, que se llamaba Tarro, que era el único que la acompañaba en la pequeña choza que tenía.
Así vivió varios años hasta llegar a una edad muy avanzada, disfrutando nada más que de lo que sacaba de las limosnas y el fruto de un peral que tenía próximo a la choza, del cual pocos años cogía fruto, debido a que los chicos le quitaban todas las peras. Como ella no corría, les embizcaba el perro, y los chicos huían; pero cuando no estaba ella, se las quitaban antes que lle­garan a sazonar.
Un día se presentó a la puerta de su choza un pobre, al ano­checer del día. Mas como estaba nevando, la tía Miseria le dijo que pasara a refugiarse, invitándole a cenar una sopa del poco pan que había recogido durante el día. Y luego después partió la saca donde ella dormía para dar parte al pobre. Y cada uno durmió en su saca de paja. Pero lo extraño del caso es que el perrito Tarro, que tenía la tía Miseria, era muy malo, y a todos los que se aproximaban a la puerta los ladraba. Y observó la tía Miseria que al recibir a este pobre en su casa, no sólo no le la­dró, sino que se arrimaba a lamerle los pies. Así pasaron la noche durmiendo, y al amanecer observó la tía Miseria que se levantaba el pobre con intención de marcharse. Mas como estaba nevando, no consintió que saldría. Y sí salió ella al pueblo inmediato, di­ciéndole:
-No saldrás de mi casa sin que antes desayunes, que ahora voy a recoger cuatro mendrugos de pan al pueblo. Y cuando ven­ga, almorzarás y marcharás.
Viendo el pobre la buena intención de Miseria, se conformó con lo que le propuso. Mas luego, cuando volvió y habían desa­yunao, la propuso el pobre a la tía Miseria.., y la dijo:
-En vista de tu bondadoso corazón, voy a hacerte un favor. Pídeme lo que quieras, pues aunque me ves vestido de pobre, no lo soy. Yo soy San Agustín. Y quiero pagarte el favor que me has hecho.
Dicha promesa rechazó la tía Miseria, diciendo que no quería nada; pero tanto la insistió el Santo que ella no tuvo más reme­dio que aceptar y pedir algo. Y le pidió que todo aquel que se subiera al peral que tenía, sin su permiso, no pudiera bajarse. Porque aunque daba muy buenas peras, no las recogía, porque se las quitaban los chicos. La contestó el Santo:
-Concedido. Con poco te conformas, mujer.
Pronto llegaron a sentirse los efectos de la concesión. Al año siguiente, tan pronto como llegaron las peras a media sazón, los primeros chicos que subieron a cogerlas quedaron allí presos hasta que llegó la tía Miseria. El primer día que quedaron pre­sos los chicos, al verles la tía Miseria desde lejos, ya les gritó:
-¡Ah, granujas! ¡Bien me las vais a pagar, que ahora no os escapáis de mis uñas!
Y llegando al pie del peral, empezó a golpearles con la cachava en que se apoyaba hasta que le dio lástima y les mandó bajar. A todo esto les embizca el perro y, agarrándoles de los pantalones, cuando al uno, cuando al otro, iban a sus casas llenos de jirones.
Este mismo año los chicos seguían yendo a comer las peras; pero después que se fueron dando cuenta de lo endiablado que estaba el peral, ninguno se acercaba. Al año siguiente ya pudo disfrutar la tía Miseria, con toda tranquilidad, de las peras de dicho peral. Así pasaron largos años hasta que un día se acerca a la puerta un hombre alto, seco, con una guadaña al hombro, que la llamó a la tía Miseria tres veces, diciéndola:
-Vamos, Miseria, que ya es hora.
La tía Miseria, que se acerca a la puerta y reconoce que es la Muerte, exclama:
-¡Hombre, ahora tan pronto, al mejor vivir! ¡Ahora que es­toy disfrutando del poco tiempo de tranquilidad que he tenido! (Y eso que tenía ciento y pico de años.)
Mas como la Muerte la insistía, la tía Miseria le suplicó un favor. Y la Muerte la dijo:
-Bueno, ¿qué es lo que quieres?
-Pues, que mientras yo me preparo un poco para el viaje, hagas el favor de cogerme esas cuatro peras que quedan en el peral.
Y la contestó la Muerte:
-Bueno, mujer, anda ligera. Prepárate.
A todo esto se dispuso la Muerte a coger las peras del peral. Subió al árbol; mas como estaban en lo más alto, tuvo que hacer grandes esfuerzos, a pesar de sus largos brazos, para cogerlas. Una vez cogidas, quería bajar del peral, y no podía desprenderse de las ramas. Se cansó de hacer esfuerzos por bajar, y no podía conseguirlo. A todo esto la tía Miseria, que asomada a la puerta le vio, soltó la carcajada, diciendo:
-¡Ja, ja, ja! ¡Bien estás ahí! ¡Déjame a mí, que ahora estoy segura!
Así estuvieron unos cuantos años, haciéndose sentir ya la fal­ta de la Muerte, pues había ancianos que a pesar de sus penosas enfermedades, ninguno moría. Pasaban de doscientos años. Suplicaban a los médicos que les dieran algo para acabar con la vida, que les aterrorizaba ya, y, a pesar de eso, nadie moría. Se, daban cuchilladas unos a otros; se tiraban de precipicios; queda­ban hecho una lástima; pero ninguno moría, pues la Muerte se hallaba colgada en el peral de la tía Miseria y no podía bajar de allí sin su permiso.
Cuando se llegaron a dar cuenta los pueblos irunediatos, em­pezaron a dar vueltas por todos los sitios para ver dónde podrían encontrar la Muerte. Hasta que un día el médico de Profundis, que así se llamaba el pueblo donde residía ese médico, observó que desde lejos le llamaba alguien que decía:
-¡Eh, médico de Profundis! ¡Ven acá!
Acudió a las voces y pronto observó que la Muerte estaba col­gada en el peral de la tía Miseria. Avisó a los vecinos, y todos, armados de hachas, se fueron a aquel lugar con el fin de derribar el árbol, que decían estaba endiablado. Pero por más que daban hachazos a un lado y a otro, las hachas no mellaban el árbol. Se cansaron de hacer por cortarle. Otros se subían al árbol, y aga­rrando de las manos a la Muerte, tiraban por ver si la despren­dían de allí. Pero no sólo no la pudieron arrancar de allí, sino que todos los que subían quedaban colgados como racimos. La tía Miseria se reía y decía:
-Inútil todo lo que trabajéis, pues nadie bajará sin que yo le dé el permiso.
Viendo esta fuerza tan poderosa de la tía Miseria, acudieron personalidades de distintos pueblos y provincias a suplicar a la tía Miseria que le dejara bajar de allí, porque era una lástima ver el mundo como estaba, que no se moría nadie por ningún si­tio a pesar de las horribles calamidades y sufrimientos de que muchos padecían. La tía Miseria, en vista de tanta súplica, y dándole ya lástima de la humanidaz entera, les propuso una condi­ción.
-¿Cuál es? -la dijeron.
Contestando ella que la condición había de ser de que no vol­viera a llamar la Muerte, ni se acordara de su hijo Ambrosio, mientras ella no le llamara tres veces:
-No te acuerdes de mí ni de mi hijo, Ambrosio, hasta que yo no te llame tres veces.
A lo cual accedió la Muerte, contestando que concedido lo te­nía, siempre que la diera permiso para bajar del peral. Acto se­guido bajó la Muerte del peral con todos los que a ella se habían agarrado. Y empuñando el hasta de la guadaña, empezó a cortar pescuezos por todos los sitios. Morían a millares, pues todo el que desde aquel momento se ocupaba de buscar la Muerte la encontraba inmediatamente.
Así transcurrieron largos años, viviendo la tía Miseria en su choza, mante-niéndose de los cuatro mendrugos de pan que reco­gía todos los días por la mañana y con las peras que el peral cria­ba. Y como todavía la tía Miseria no ha llamao más que una vez a la Muerte, todavía existe en el mundo. Y ella y su hijo, el Ham­bre, existirán siempre, pues no tienen intención de llamarla.

Herrera de Río Pisuerga, Palencia. Narrador VII, 25 de mayo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. anonimo (castilla y leon)

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