Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 27 de mayo de 2012

Olaf, el hijo de la sirena


Hace mucho tiempo vivía en Furreby, en el Skager Rack, un herrero llamado Rasmus Natzen. Era un hombre joven, vigoroso y guapo, pero se había casado muy joven y tenía numerosos hijos de corta edad. Por otra parte, en aquel pueblo apenas tenía el trabajo necesario y, por esta razón, toda la familia vivía casi sumida en la miseria. El herrero, sin embargo, era hombre industrioso y duro para el trabajo, de modo que cuando no tenía nada que hacer en la herrería, salía a pescar o se dedicaba a recoger los restos de naufragios que el mar arrojaba a la playa.
En cierta ocasión salio con su pequeño bote a fin de pescar algún bacalao. No regres6 aquella noche, ni al día siguiente, de modo que todos sus amigos y convecinos estuvieron persuadidos de que el pobre hombre se había ahogado. Pero al tercer día, Rasmus desembarco. Llevaba el bote lleno de pescado, de tamaño y calidad mucho mejores de lo que nunca se viera en el pueblo. El, por su parte, estaba bueno, descansado y satisfecho, y no se quejo de tener hambre ni sed. Al ser interrogado por sus vecinos y amigos, se limito a contestar que, de pronto, se había visto envuelto por una espesa niebla, cosa que lo desoriento y luego no pudo hallar el rumbo que había de conducirlo a tierra. Pero, en cambio, se abstuvo de dar cuenta del lugar en que había pasado todo aquel tiempo. Eso se descubrió únicamente seis años más tarde. Súpose entonces que cuando, en aquella ocasión, se hallaba en alta mar, fue cogido por una sirena que, mal de su grado, lo obligo a ser su huésped.
A partir de aquel momento, el herrero ya no volvió a salir de pesca, ni, al parecer, hubo necesidad de ello, porque el mar le ofrecía constantemente un rico botín en forma de restos de naufragios. De este modo se hizo dueño de varios objetos de gran valor y coma en aquella época todo el mundo podía hacerse dueño de lo que encontraba en el mar, no tardó el herrero en ser un hombre acomodado.
Cuando hubieron transcurrido siete años después de su ultima expedición pesquera, estaba una mañana Rasmus trabajando en la herrería, ocupado en reparar un arado, cuando entró un muchacho, muy guapo y, dirigiéndose a el, le dijo:
-Muy buenos días, padre. Mi madre, la Sirena, te envía muchos saludos. Y me ha dicho que, después que ella me ha criado y mantenido por espacio de seis años, cree muy conveniente que tú te encargues de mí durante igual espacio de tiempo.
Aquel niño desconocido era muy raro y cualquiera, al verlo, hubiese criado que tenía, por lo menos, dieciocho anos y no seis, porque aun era mucho mas alto, bien desarrollado y vigoroso que los jóvenes de aquella edad.
-¿Tienes hambre? -le pregunte el herrero.
Y cuando el niño Olaf, que así se llamaba, le hubo contestado afirma-tivamente, Rasmus encargó a su esposa que cortase una buena rebanada de pan para dársela al recién llegado.
La buena mujer obedeció sin replicar y entregó al niño el pan que acababa de cortar. Pero Olaf tomo la rebanada, se la tragó de un solo bocado y, dirigiéndose de nuevo a su padre, se quedo mirándolo.
-¿No te han dado bastante para comer? -preguntó Rasmus.
-No, padre - contestó, resueltamente, Olaf-. Apenas me ha bastado para probar a que sabía el pan.
En vista de tal respuesta, el herrero fué en busca de un pan entero, lo cortó en dos, a lo largo, unto de queso y manteca las dos mitades, y luego se lo entregó todo a su hijo.
Éste tomo el pan entero que se le ofrecía y, alejándose unos pasos, empezó a comer. A los pocos instantes volvió a presentarse a su padre, que le preguntó si ya estaba satisfecho.
-A un no -contesto el muchacho-. Todavía no he calmado el hambre. Y como ya preveo lo que me va a pasar aquí, me parece mucho mejor buscar algún lugar en donde me alimenten con mayor generosidad. Aquí pasaría mucha hambre.
Y se manifestó dispuesto a emprender inmediatamente la marcha, en cuanto su padre le hubiese facilitado una barra de hierro, en forma de bastón, pero exigió que fuese muy fuerte para que le durase algún tiempo. El herrero le entregó una barra de hierro del grueso que suelen tener los bastones, pero Olaf se la arrolló en torno de un dedo y dijo que no le servía. Entonces el herrero le presento otra barra de hierro, gruesa como la vara de un carro. Pero Olaf la doblo fácilmente sobre su rodilla y la rompió cual si fuese una caña. En vista de eso, el herrero tomo todo el hierro en barra de que disponía y con el hizo otra barra de un grueso extraordinario. Olaf la sostuvo por un extremo mientras su padre martilleaba por el lado opuesto y lo encorvaba en forma de cayado. En cuanto hubo terminado la operación, el muchacho levantó aquella barra de hierro y agradeció a su padre la molestia que se había tomado.
-Ahora voy a marcharme, padre -dijo. -Ya he recibido mi herencia.
El herrero se alegró de verse libre de aquel muchacho, capaz de sumirlo en la miseria por lo mucho que comía.
Olaf emprendió el camino y no tardo en encontrar acomodo en una granja, donde se ofreció a trabajar por doce hombres, aunque con la condición de que le diesen la comida destinada a otros tantos obreros.
Había llegado a la granja a última hora de la tarde, de modo que, después de cenar, se acostó. A la mañana siguiente se le pegaron las sabanas y el granjero fue a despertarlo.
-Dispensadme -dijo Olaf despertándose-. Me voy a levantar y, después de desayunar, estaré en disposición de emprender el trabajo.
El granjero había dedicado aquel día a trillar el grano y Olaf se encargó de una cantidad de trabajo verdaderamente extraordinaria. Pero era tanta su fuerza que rompió dos o tres mayales y no tuvo mas remedio que construir uno con la piel de un caballo y una viga del techo. Y como no tuviera espacio bastante para trabajar, quitó el tejado de la casa y luego se dedica a trillar con la mayor actividad. Terminada la faena volvió a poner el tejado en su lugar y fue a decir a su amo que ya había terminado su cometido.
El granjero se quedó asustado, y aunque la operación no estaba realizada a su gusto, no se atrevió a censurar a un obrero como Olaf, dotado de fuerza tan espantosa.
Sin embargo, consultó con su mujer acerca de como podría librarse de aquel muchacho verdaderamente terrible, porque el no se resolvía a despedirlo y, después de larga discusión, convinieron en que, al día siguiente, mandarían a todos los obreros al bosque a cortar árboles, advirtiéndose que el último en llegar a la casa seria ahorcado. Eso lo hacían con el propósito de que le correspondiese a Olaf este mal fin. Para ello se limitarían a dejarlo que durmiese cuanto quisiera y como saldría con mucho retraso, volvería. También después de los demás.
Olaf oyó sonriendo la condición impuesta por el amo. A la mañana siguiente se despertó muy tarde, cuando los demás habían partido ya hacia el bosque. Abrió por fin los ojos, se vistió y se desayuno sin darse prisa. Luego se dirigió a la cuadra y no encontró más que un carro viejo y dos caballos escuálidos y sin fuerzas. Sin embargo, se dirigió al bosque, al que llegaba siguiendo una estrecha garganta y Olaf, después de haber pasado, la obstruyo con una enorme roca. Al llegar al lugar en que se hallaban los demás obreros, fue objeto de sus burlas. Estaban ya cargados todos los carros de troncos y de ramas de árboles, pero Olaf no se apuro. Intento derribar los árboles con el hacha, pero como quiera que se le rompiese el mango de la herramienta, desistió de aquel medio y, abrazando el tronco de un árbol, lo desarraigó y lo arrojó sobre su carro. Continuo trabajando de esta manera y cuando el vehiculo estuvo bien cargado, emprendió el regreso. Pero los dos caballos que llevaba no podían con la carga. En vista de eso, Olaf los desenganchó y se cargó a la espalda el carro y los troncos.
Llegó de esta manera a la entrada de la garganta que él obstruyera poco antes con aquella gruesa piedra, de modo que sus compañeros se habían detenido allí sin poder pasar.
Él, sin embargo, quitó fácilmente la piedra y, continuando rápidamente su camino, fué el primero en llegar a la hacienda.
En cuanto el granjero lo vió cargado de aquel modo, se asusto tanto que se apresuró a cerrar y atrancar la puerta de la valla. Olaf llamó y en vista de que nadie acudía a abrir, tomó los troncos de árbol que había desarraigado y, uno a uno, los arrojo al patio por encima de la valla.
-Si no abro la puerta -pensó el asustado granjero al ver lo que ocurría -ese animal va a tirarme los caballos por encima de la cerca.
Para impedirlo, fue a abrir la puerta y Olaf entró. Al cabo de un buen rato llegaron los demás obreros y el joven, sonriendo, les preguntó cual de ellos habría de morir ahorcado.
-Sólo fue una broma -contestó el granjero-. Ya comprenderás que no podríamos cumplir tal amenaza.
Pero el granjero, su mujer y aun el alcalde del pueblo, estaban decididos a librarse de tan terrible obrero y, aquella noche, celebraron una conferencia, en busca de algún medio para conseguir sus fines.
-Podríamos hacer una cosa -propuso el granjero-. Mariana le haremos bajar al pozo seco para que lo limpie y, cuando este abajo, le arrojaremos una rueda de molino y de esta manera nos libraremos de él. Luego rellenaremos el pozo y ya no se hablara más del asunto.
En efecto, al día siguiente, encomendaron aquel trabajo a Olaf. El se manifestó dispuesto a realizarlo y bajo al pozo, en tanto que otros hombres se quedaban arriba, dispuestos, al parecer, a subir los capazos de tierra y piedras que, desde abajo, les mandara Olaf.
Al poco rato, y coma por accidente, dejaron caer sabre él una rueda de molino, seguros de que resultaría aplastado. Y, por si fuera poco, otros hombres hicieron rodar grandes piedras para dejarlas caer También al fondo del pozo.
 Pero, ¡cual no sería su asombro al oír que Olof les gritaba desde abajo que apartaran las gallinas, porque le arrojaban piedrecillas con las patas, cosa que le producía alguna molestia!
 Y en vista de que no le hacían ningún caso y de que seguían lloviendo las piedras sabre el, Olaf salió furioso, se quito de los hombros la piedra de molino por cuyo agujero había pasado la cabeza y, arrojándola a cierta distancia, se manifestó dispuesto a abandonar la hacienda.
 Aquella noche hubo en la granja otra larga discusión entre el granjero, su mujer y el alcalde del pueblo.
 -Se me ha ocurrido una idea -exclamó este- que quizá podría ser útil. Lo mandaremos a pescar al Lago del Diablo y con seguridad no saldrá vivo de la aventura, por que ya sabéis que el Demonio no consiente que nadie vaya a pescar en sus aguas.
De perlas pareció el consejo al granjero y a su mujer, y el primero se apresuró a ir en busca de Olaf, a quien aseguró que castigaría a los demás obreros por la broma pesada que le habían gastado y que le agradecería mucho que le hiciese un pequeño favor. Tratábase de ir a pescar al Lago del Diablo, para renovar la provisión de pescado ya terminada.
Olaf se manifestó, como siempre, dispuesto a encargarse de aquella faena y solo pidió que le diesen una buena cena fría para entretener el apetito.
Llegó al lago, se embarcó y, antes de empezar la pesca sintió apetito y se dispuso a comer. Pero cuando estaba más distraído surgió el Diablo del agua y lo agarró por el cuello, arrastrándolo hasta el fondo del lago.
Por suerte, Olaf tenía su bastón de hierro al alcance de la mano y se sumergió empuñándolo. Una vez hubo llegado al fondo del agua agarró al Diablo por el cuello y con el bastón le dio tan tremenda paliza que el otro acabo dándose por vencido y prometiendo que nunca más volvería a molestar a nadie.
-Antes de que lo suelte -le dijo Olaf- has de prometerme que mañana por la mañana llevaras a casa de mi amo todo el pescado que hay en el lago.
El Diablo no titubeo un momento en hacer aquella promesa y entonces Olaf lo dejo en libertad. Subió al bote, se dirigió a tierra, acabó tranquilamente la cena y luego volvió a la hacienda, donde se acostó.
A la mañana siguiente, cuando el granjero abrió la puerta de la cerca, vióse casi derribado por una enorme cantidad de pescado que se cayó al interior del patio. Asustado a más no poder, fué en busca de su esposa y le dio cuenta de lo que acababa de ocurrirle.
-No hay más remedio que librarse de ese terrible muchacho, como sea -dijo al fin.
Y ambos se entregaron a sus reflexiones, buscando la manera de alejar definitivamente de su casa al terrible Olaf.
Por fin tuvieron una buena idea. Lo enviarían al día siguiente al Infierno, para cobrar los intereses atrasados que el Diablo les debía.
Olaf no tuvo inconveniente en encargarse de aquella misión. Preguntó que camino había de seguir y, una vez se lo hubieron indicado, pidió las provisiones necesarias para el viaje, que le entregaron con el mayor placer y el, haciendo un fardo con todo, lo suspendió de la punta de su bastón de hierro, que apoyo en el hombre y emprendió el camino.
Después de andar por espacio de una jornada, Olaf llego a 1as puertas del Infierno. Llamó, golpeando la hoja de hierro con su bastón, y pacientemente espera a que alguien acudiese a abrir. Pero, al parecer, nadie lo había oído. Llamó de nuevo y otra vez esperó y, al fin, dándose cuenta de que, o no lo oían o no querían abrir, empuño su bastón y, con toda su fuerza, empezó a golpear la puerta, que no tardo en quedar destrozada.
Entró por la abertura y apenas había dado unos pasos cuando se le presento una legión de diablillos y uno de ellos le preguntó que deseaba.
-He venido -contestó Olaf- para ofrecer al señor Diablo los mejores saludos de parte de mi amo y luego a pedirle que me pague los intereses de tres años que le debe por las sumas recibidas en préstamo.
Los diablillos se echaron a reír y, juzgando equivocadamente acerca del vigor y del atrevimiento del recién llegado, lo rodearon dispuestos a hacerlo victima de sus bromas pesadas. Algunos quisieron tirarle de los cabellos y de las orejas, y otros pellizcarle las pantorrillas. Pero Olaf, desdeñando hacer uso de su bastón de hierro, se limito a repartir unos cuantos puñetazos, de modo que los diablillos se apresuraron a alejarse de él, gritando de miedo o de dolor. Y uno de ellos salió disparado hacia el interior del infierno, llamando a gritos al Diablo, que aún estaba tendido en la cama resentido de la paliza que le diera el mismo Olaf en el fondo del lago.
Por esta razó6n cuando le dijeron sus diablillos que acababa de llegar un mensajero del amo de la granja para cobrar los intereses vencidos de tres años atrás, y que a garrotazos había roto la puerta de hierro y que luego dió una paliza a varios de ellos, el Diablo tuvo un susto de muerte.
-Dadle los intereses correspondientes a diez años, poco me importa -exclamó-, pero no permitáis que llegue aquí. ¡De ninguna manera! Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa para no ver más a ese terrible muchacho.
Los diablillos, en cumplimiento de las órdenes recibidas, fueron en busca de tan extraordinaria cantidad de oro y plata que daba miedo de ver. Lo ofrecieron todo a Olaf que, con la mayor calma y parsimonia, lleno el saco que ya llevaba a prevención, se lo cargo a la espalda y emprendió inmediatamente el camino de regreso a la hacienda.
Algunas horas después se presentó ante su amo, quien al verlo tuvo un susto de muerte. Olaf, a pesar de su buena voluntad y de su inocencia, acabo comprendiendo las malas intenciones que durante los últimos días habían guiado los actos de su amo, de manera que ya no quiso trabajar más para él.
Por consiguiente le dio la mitad del oro y de la plata que le entregaron en el Infierno.
La otra mitad la regaló a su padre, el herrero de Furreby. Hecho esto, se despidió de él, diciéndole que ya estaba cansado de vivir en tierra y del trato de los hombres, de modo que le parecía preferible ir a vivir con su madre la Sirena.
Poco después se perdía de vista a lo lejos, y ya nadie más volvió a ver a Olaf, el Hijo de la Sirena.


031. Anónimo (dinamarca)

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