Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 27 de mayo de 2012

El peral maravilloso

En cierta ocasión un campesino se dirigió a la ciudad cercana, el día de mercado. Llevaba una carretilla cargada de peras excelentes que se disponía a vender.
Después de un largo viaje, dejó su carretilla en un rincón sombreado, secose el sudor de la frente y dirigió una mirada a su alrededor. Vio que abundaban los compradores que, en breve, hicieron corro en torno de su puesto, pues ya sabían casi todos que vendía unas peras excelentes, aunque solía pedir por ellas un precio bastante elevado.
Mientras el campesino pregonaba su mercancía a grito pelado, apareció un pobre sacerdote, anciano, andrajoso y con cara de hambriento. Detúvose ante la carretilla y, con la mayor humildad, se dirigió al vendedor diciéndole.
-¿Quisierais, digno amigo, darme una de vuestras peras? Tengo hambre y sed y a vos no os causará ningún perjuicio el regalo.
-¿Te has figurado, acaso, que cultivo mis peras para regalarlas al primero que llegue? -contestó el campesino, que era muy avaro y tenía un genio bastante malo-. Ten la seguridad de que no voy a darte ninguna.
Pero tales palabras no desanimaron al pobre sacerdote, que continuó en el mismo sitio y entonces el campesino empezó a dirigirle todos los insultos que se le ocurrieron.
-Tenéis muchos centenares en vuestro carro, mi querido amigo -contestó, afablemente, el pobre sacerdote-, y yo sólo os pido una. Ni siquiera echaréis de menos el valor de este regalo. Además, aun en el caso de que no accedáis a mi súplica, no por eso debéis encolerizaros.
-¡Dale una pera que esté algo pasada! aconsejó un individuo del público.
-¡El viejo tiene razón! -exclamó otro-. Ni siquiera la echarás de menos.
-¡He dicho que no se la doy, y lo sostengo! -gritó el campesino cada vez más enojado.
Entre los curiosos surgieron algunos rumores que, al fin, se convirtieron en gritos y tal fue, por fin, el escándalo que armaron, que el agente de autoridad del mercado, al oírlo, acudió presuroso. En cuanto se hubo enterado de lo que ocurría, tomó unas monedas de la cuerda que llevaba, compró una pera y se la entregó al pobre sacerdote. Lo hizo así por dos razones: primera, impulsado por la compasión, y luego a fin de evitar que el escándalo llegase a oídos de su superior que, precisamente, entonces andaba por el mercado.
El mísero sacerdote tomó la pera, hizo una profunda reverencia y, sosteniéndola con la mano en alto, la mostró al grupo, diciendo:
-Todos sabéis muy bien que no tengo casa ni hogar, parientes, hijos, ropa y comida, porque en cuanto me hice sacerdote renuncié a todo. Por eso me asombra el hecho de que alguien pueda ser tan egoísta y avaro como para negarme una pera. Yo, en cambio, soy muy diferente de este campesino. Tengo aquí algunas peras magníficas y me sentiré muy honrado si os dignáis aceptarlas.
-Pues ¿por qué no te las comías en vez de mendigar una? -preguntó uno de los individuos del grupo.
-¡Oh!-contestó el sacerdote-, antes es preciso hacer de modo que se produzcan.
Comióse la pera y sólo dejó una semilla. Luego tomó un pequeño pico que llevaba sujeto a la espalda, practicó un profundo agujero en el suelo a sus pies, puso allí la semilla y la cubrió de tierra.
-¿Querrá alguien hacerme el favor de ir en busca de un poco de agua caliente para regar esta semilla? -preguntó.
Los curiosos que le rodeaban se figuraron que sólo se proponía bromear, pero uno de ellos echó a correr en busca de un jarro de agua hirviente y, a los pocos instantes, regresó con él. Lo entregó al sacerdote quien, con el mayor cuidado, derramó el agua sobre el lugar en que había sembrado la semilla.
Entonces y cuando aun no había acabado de arrojar el agua, todo el mundo pudo ver cómo surgía de la tierra un diminuto tallo verde, luego otro; después una hoja, otra y mientras tanto la planta crecía rápidamente hasta alcanzar grande altura y convirtiéndose, de un modo gradual, en un arbolito provisto de algunas ramas y unas cuantas hojas; aumentó el número de éstas y luego aparecieron flores y, por fin, surgieron las peras, primero diminutas, pero aumentaron rápidamente de tamaño, maduraron, difundieron un olor delicioso y, por fin, fueron ya tan pesadas que las ramas se inclinaron hacia el suelo.
En cuanto hubo logrado este resultado, radió de placer el rostro del sacerdote y los curiosos empezaron a proferir voces de asombro.
El sacerdote arrancó las peras, una por una, hasta que el árbol quedó desprovisto de ellas y hecho esto ofreció los frutos uno a uno a todas las personas que formaban el grupo, haciendo, al mismo tiempo, una profunda reverencia. Luego tomó de nuevo el pico, golpeó el árbol por su base, hasta que cayó con un chasquido, se cargó el tronco al hombro y, haciendo una reverencia final, se alejó.
Mientras sucedió todo esto, el campesino olvidó por completo su carretilla y sus peras, pues fue a situarse al centro del grupo y aun se puso de puntillas y esforzó la vista lo más que pudo para darse mejor cuenta de aquel suceso maravilloso. Pero en cuanto se hubo marchado el viejo sacerdote y los componentes del grupo empezaron a diseminarse, el campesino se dirigió a su carretilla y, horrorizado, se dio cuenta de que estaba vacía por completo.
Habían desaparecido todas las peras, sin exceptuar una sola.
De pronto comprendió todo lo ocurrido. Las peras que el viejo sacerdote regaló con tanta generosidad, no eran otras que las del campesino. Y es más, una de las varas de su carretilla había desaparecido y su dueño estaba seguro de que, antes, estaba allí, pues no en vano había empujado el vehículo durante todo el camino.
El campesino estaba rabioso y echó a correr con toda la rapidez que le fue posible siguiendo la misma dirección que el sacerdote, pero cuando daba la vuelta a la esquina, vio, apoyada en la pared, una de las varas de su carro que, sin duda alguna, era el mismo peral que el sacerdote había cortado con su pico. Todo había sido una ilusión diestramente forjada para vengarse de él y engañar al público.
Y en cuanto la gente se enteró de lo ocurrido, hubo en el mercado un coro general de carcajadas, hasta el punto de que a muchos se les caían las lágrimas. En cuanto al viejo sacerdote, nadie volvió a verle.


026. Anónimo (corea)

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