Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 27 de mayo de 2012

El príncipe fhal el fhul que mató a trescientos sesenta ghul

El príncipe fhal el fhul que mató a trescientos sesenta ghul
Anónimo
(arabe)

Cuento

Érase una vieja que vivía en medio del campo y que era ciega. Poseía sólo dos cabras, pero tenía un hijo valiente y fuerte, y una hija muy bella, de una belleza jamás vista en este mundo. Su familia era conocida por ha­ber sido muy rica, pero su fortuna se había agotado, y como ya hemos di­cho, le quedaban sólo dos cabras.
Poseían, también, una fuente, donde iban a coger agua, pero estaba muy lejos. La joven, que se llamaba Fetfuda, iba a buscar el agua, molía el grano, lo amasaba y cocinaba. Su hermano estaba siempre fuera, cazando. Así es como vivían sólo de la caza. Una mañana que la joven había ido a la fuente como todos los días, dio la casualidad que el Príncipe pasó por allí a la cabeza de las tropas, y la vio mientras llenaba su cántaro. El Príncipe pensó ensegui­da raptarla y dio espuelas a su caballo; la joven, dándose cuenta, asustada se arrojó en la laguna que la fuente había formado en torno. He aquí que en esta laguna vivía un serpentón que en realidad era un genio. El serpentón co­gió a la joven y la arrastró bajo el agua. El Príncipe, que llegaba a galope, se detuvo cerca de la fuente, y no viendo a la joven, se turbó tanto que tuvo un desvanecimiento y cayó del caballo. Sus soldados le cogieron y lo llevaron a la ciudad. En Palacio fue preso de una gran fiebre y de temblores. Su madre y sus hermanas estaban asustadas.
-Quiero que hagáis venir al viejo consejero -dijo el Príncipe.
En el acto mandaron a buscarlo.
-Ven a ayudarnos con tus consejos -le dijeron-. El hijo del Rey tomaba parte en una marcha a la cabeza de sus tropas, cuando, de pronto, le ha sobrevenido una gran fiebre.
El viejo consejero fue inmediatamente, entró en la alcoba y, viendo que estaba dormido, trató con todas las precauciones de hacerlo salir de su sopor. Cuando el Príncipe se despertó, le dijo:
-Cuéntame qué te ha sucedido, ¡oh hijo de nuestro Señor!
-He visto una gacela -respondió-. La he visto con mis propios ojos, pero se hundió en la laguna y no volvió a aparecer. Yo caí del caballo y mis caballeros me trajeron aquí. Esto es lo que me ha sucedido. Nada más.
El consejero le dijo:
-Esa joven es nada más y nada menos que la Reina de las gacelas, pero ahora está en poder del serpentón y este serpentón no es otro que el hijo del Rey de los genios. Levántate y da tres pasos, monta a caballo y vete a casa de la vieja de las dos cabras, la vieja ciega que tiene un hijo que se llama Fetfat.
El consejero se retiró. El Príncipe se recobró y llamó a su madre y a sus hermanas.
-Os ruego que me preparéis provisiones para un viaje.
Enseguida le prepararon un envoltorio con las cosas que prefería. Montó a caballo y partió. Fue de ciudad en ciudad, de desierto en desierto, hasta que llegó donde la vieja ciega. Con ella encontró a su hijo, que había vuelto en aquel momento de la caza.
-¡He aquí los anfitriones de Dios! -dijo, presentándose con su sé­quito.
-Sed bienvenidos -le respondieron- y consideraos en vuestra casa.
En efecto, la hospitalidad era tradición en su familia. Apenas el Prín­cipe se bajó del caballo, abrazó a la madre de Fetfat, el hermano de la joven, y todos prorrumpieron en lágrimas. El Príncipe contó aquello que había visto en la fuente.
-Lo he visto con mis propios ojos, ha caído en la laguna, en aquel abismo misterioso.
-Era mi hermana -le dijo Fetfat-, era Fetfuda, la Reina de las jó­venes. De día desaparece de nuestra vista y pasa aquí la noche. Pero qué­date aquí, oh Príncipe, sé mi huésped hasta que decidamos qué vamos a hacer.
El Príncipe aceptó ser su huésped. Pero como la joven no aparecía, recurrieron a un mago vecino. Tenía más de cien años y le bastaba con so­plar a una montaña para que ésta se agrietase.
-El mago se ha retirado a vivir en una montaña y vive en una caverna -le dijo Fetfat-. Salgamos a caballo en su busca.
Tomaron todas las provisiones que pudieron, se armaron, dijeron adiós a la vieja y montados a caballo, se fueron.
Viajaron siempre entre bosques y montañas, y finalmente llegaron a donde vivía el mago. Al acercarse a la caverna oyeron voces, como si en la caverna se hubiera reunido una vasta asamblea. Se detuvieron a la entra­da, pero vieron que sólo estaba el viejo, que recitaba la oración de la tarde. Esperaron a que terminase de recitar la plegaria y luego le dijeron:
-La paz sea contigo, viejo de los viejos.
-Y que la paz sea también con vosotros, valerosos, que habéis venido hoy a la estancia de los genios.
El viejo les hizo entrar en la caverna y los dos le besaron en la frente y se sentaron con las piernas cruzadas.
-¿Qué deseáis? -preguntó el viejo.
-Señor -contó el Príncipe-, un día, yendo a la cabeza de las tropas de mi padre, pasaba delante de una fuente y vi una joven... ¡Sean dadas las gracias a Aquel que la ha creado y la ha formado tan bella! En una palabra, me volví loco. Corrí hacia ella, ella trató de huir de mí y se hundió en el es­pejo del agua que se había formado en torno a la fuente y desapareció. Quise retroceder para llamar a mis hombres, pero perdí el conocimiento. Me caí del caballo y luego fui preso de una fiebre que me hacía temblar como las hojas de un álamo. Mis hombres me recogieron y me llevaron a la ciudad. Hice venir a mi viejo consejero, que me dijo que la joven está en poder de un ser­pentón. He montado a caballo y me he dirigido donde el señor Fetfat que está aquí presente. Y ahora hemos venido en tu busca, señor de señores.
-Aquí sois mis huéspedes -dijo el viejo mago-. Mañana espero que Dios nos inspirará algún remedio.
Y, de pronto, apareció una mesa provista de todo aquello que se pue­de desear. El mago no quiso tomar parte en el banquete, pero ellos comie­ron hasta saciarse, y de pronto la mesa desapareció volando.
-Venid -dijo el mago-, paseemos un poco.
Los condujo a lo más profundo de la caverna, donde había suntuosas habitaciones con paredes recubiertas de oro y de plata, y jóvenes de una belleza sin igual. Mientras paseaba con el mago, el Príncipe tuvo sed y pi­dió de beber. Y en un abrir y cerrar de ojos se le presentó delante una jo­ven llevando una copa de oro.
-Toma y bebe, bello esposo -le dijo.
El Príncipe cogió la copa, pero su mano temblaba de gozo. Porque por más que bebía no lograba apagar su sed y la copa no se vaciaba jamás. Fue necesario que el mago pusiese el dedo en la copa, para que el Príncipe pudiera apagar su sed.
La bella copera la cogió y desapareció tan rápidamente que podía uno preguntarse si verdaderamente había estado allí.
Dieron unos pasos más y el mago le hizo entrar en una sala toda res­plandeciente de oro, donde había un trono, también de oro. El mago se sentó allí, luego cogió un libro y una pluma y se puso a hacer cálculos, murmurando y gruñendo como si estuviera hablando con alguno, al que no se veía. Finalmente dejó el libro y se volvió hacia el Príncipe.
-La equivocación es tuya. Has seguido a esa joven hasta la laguna y esto ha sido un acto de hostilidad contra el serpentón de la fuente. Tú le has ofendido demostrando no respetar su hospitalidad.
Ahora este serpentón es hijo del Rey de los genios y todavía no ha terminado de vengarse de ti por la injuria que le has hecho en la persona de Fetfuda.
-Señor -respondió el Príncipe-, te juro en el nombre de nuestro señor Salomón, que cuando he perseguido a la joven, estaba fuera de mí y no he visto al serpentón.
-Ciertamente, encontraremos un modo de defender tu causa -dijo el mago-, pero antes tienes que pedirle perdón. El serpentón que tiene en su poder a Fedfuda está sujeto a mi poder.
El mago se levantó llevando consigo su libro y todos salieron. Cuan­do estuvieron fuera de la sala, el mago empezó a murmurar y a refunfuñar y luego dijo:
-Cerrad los ojos, y no los abráis hasta que yo os lo diga.
Y luego:
-Dad dos pasos adelante y luego abrid los ojos.
Los abrieron y se encontraron a la orilla de la laguna, y también sus caballeros estaban con ellos. El mago dijo al Príncipe que se acercase. Co­gió agua de la laguna y la salpicó por encima. Apenas lo hubo hecho, el Príncipe se encontró en un saco bien atado. El mago echó el saco en tierra cerca de la laguna igual que se extiende una bestia por el suelo que se quie­re degollar; luego se acercó a la laguna y comenzó a murmurar conjuros. De pronto el agua se levantó hasta el cielo, luego volvió a caer y luego vol­vió a levantarse, mientras el nivel de la laguna aumentaba enormemente, hasta que salió un serpentón gigantesco y monstruoso que dio un grito se­mejante a un rugido. El mago le dirigió la palabra diciendo:
-¿Por qué no has querido dejarla en libertad para que volviese con los suyos? ¿Qué te ha hecho?
-Yo estaba tranquilamente en mi sitio -dijo el serpentón-, cuando
ella ha venido corriendo hacia mí y me ha pisado. ¿Por qué me regañas?
agua, por casualidad encontró al hijo del Rey que se enamoró de ella, y
ha querido seguirla. La joven se ha asustado y ha echado a correr, aterro­rizada, y te ha pisado. La culpa no es suya, sino del hijo del Rey que la ha seguido. Y ahora aquí tienes al culpable que viene ante ti, encerrado en un saco y atado, y confiesa estar sujeto a tu voluntad y solicita de ti el perdón.


-Esta joven -repuso el mago- fue mandada por su madre a coger
-Sea como quieres -le dijo el serpentón.
Entonces el mago se volvió hacia el saco y le dijo:
-Habla, hijo del Rey. Pide gracia a este valeroso serpentón y conjú­ralo en el nombre de nuestro señor Salomón.
El Príncipe habló con el serpentón y le pidió perdón. Entonces el ser­pentón volvió a sumergirse en la laguna y regresó llevando a la joven. La joven estaba más bella aún: iba vestida de oro, llevaba tantas joyas que no habría podido llevar más sin cansarse. Ella se dirigió al mago y le dijo:
-Señor, yo exijo que aquel que me ha seguido y me ha hecho pisar el serpentón, que traiga dos toros y los degüelle en la laguna. Esta es la condición para que yo sea liberada, de otro modo no podré salir de aquí. Pero si tú respondes por él, yo saldré inmediatamente.
-Sí -dijo el mago-, respondo por él.
Todo esto sucedía ante la vista del hermano de Fetfuda, que miraba y escuchaba todo, y del Príncipe, que encerrado en el saco, sólo podía oír las voces.
El mago lo hizo salir de su prisión y todos se fueron. El viejo encan­tador estaba con ellos. Cuando llegaron a casa de la vieja ciega, Fetfuda se echó al cuello de la madre y la abrazó.
Luego la joven preparó la comida y todos juntos comieron. Cuando terminaron el Príncipe se dirigió a Fetfuda y le dijo:
-Quiero tener en ti una esposa de buena familia y de buena fama.
-Seas bienvenido -le respondió el hermano.
El viejo mago fue escogido como intermediario y estableció la cifra de la dote y las condiciones del contrato matrimonial, con satisfacción de muchos. Luego, volviéndose al Príncipe, dijo:
-Fíjate bien de no olvidar lo que has prometido al serpentón, porque si lo olvidas saldré de mi escondite y raptaré a Fetfuda aunque la escondie­ses en el fin del mundo.
-Señor -le respondió el Príncipe-, apenas regrese a mi país traeré los dos toros.
Y de pronto no supo más dónde estaba el mago, si había volado, o si la tierra se lo había tragado.
El Príncipe y Fetfat volvieron con la vieja, que estaba en el colmo de la alegría, y le contaron todo lo que había sucedido.
-Pero me asombra -dijo- que habiendo entrado en la caverna del mago, en la residencia del señor de la magia, no se os haya ocurrido hablarle de mis pobres ojos, con el fin de que Alá, el Altísimo, pueda devol­verme la vista, y con el tiempo poder ver la luz.
-No se nos ha ocurrido -le respondieron-, estábamos muy turba­dos por todo lo que veíamos.
En fin, el Príncipe quería despedirse, pero su futura suegra no quiso: la hospitalidad del Profeta -decía- es de tres días. Así pues, el Príncipe permaneció con ellos otros tres días. Pero cuando llegó el día de la partida, él dijo a los parientes de su futura esposa:
-Debéis estar preparados. Vendré muy pronto con la dote y los de­más objetos requeridos en el contrato matrimonial. Haré que me siga mi ejército y os llevaré conmigo, no quiero que ninguno de vosotros continúe viviendo aquí.
Le dieron provisiones y el Príncipe montó a caballo y les dijo adiós. Siempre atravesando regiones deshabitadas, llegó a la ciudad de su padre. El Rey y sus ministros mostraron gran alegría por su regreso. El Príncipe dijo a su padre:
-Debes darme la dote para la mujer con la que voy a casarme, y los objetos requeridos por el contrato que he estipulado. Su padre le entregó la llave del tesoro y el Príncipe cogió todo lo que quería. Luego dio la or­den de dejar libre un ala del Palacio. Ordenó a sus tropas que se prepara­sen, mientras el Rey invitaba a sus ministros a acompañarle. Pasados unos días todo estuvo dispuesto. El Príncipe decidió que sus servidores llevasen los dos toros.
El Rey ordenó a los ciudadanos preparar la fiesta en la ciudad. En re­sumen, el Príncipe, los ministros y los soldados montaron a caballo mien­tras los toros caminaban delante de ellos, entre manifestaciones de júbilo de la gente y acompañados de la música de la orquesta. Llegados al lugar donde vivía Fetfuda, ataron los caballos.
El Príncipe, haciéndose preceder de los toros, se dirigió hacia la lagu­na donde debía sacrificar a los animales. Su suegra le dijo:
-Yo también querría asistir a la ceremonia.
El Príncipe llamó a la persona encargada de degollar a los animales y le dijo:
-Tienes que degollarlos en el centro de la laguna.
Los toros fueron llevados al centro del agua. Se le cortó el cuello al pri­mer toro y la sangre cayó toda sobre la laguna, pero el agua permanecía fría y límpida. Fue degollado, también, el segundo toro y sucedió lo mismo. Dos gotas de sangre, que salían de la laguna, salpicaron los ojos de la suegra del Príncipe, y la pobre ciega, súbitamente, vio la luz. La mujer saltaba de alegría, su hija y el Príncipe eran felices frente a un milagro como aquél.
Aquella noche la esposa fue pintada con henné. Fue una noche de fiesta y de alegría. Al día siguiente tuvo que salir a caballo junto a la madre y el hermano. Se dio orden al pregonero para que anunciase a la población que se daría un banquete a las costas del Rey.
Pasados siete días y siete noches, en vísperas del octavo día el Príncipe entró en la cámara nupcial. La esposa se quedó encinta y cuando pasó el tiempo del embarazo, dio a luz un varón... ¡Sean dadas gracias a Aquel que lo creó como modelo de hermosura! Nació perfecto en todos sus miem­bros y desde el primer día se hubiera dicho que tenía un año. Durante siete días se oyeron las músicas de la banda del ejército y de conciertos priva­dos. El séptimo día después del nacimiento le fue puesto el nombre: «El caballo de los caballos, que cuando sea mayor matará a trescientos sesenta ghul, Fhal El Fhul, caballo de los caballos, héroe de los héroes».
Fue entregado al ama de cría y cuando fue mayor fue confiado a un preceptor para que le enseñase todas las artes, incluso la de la caza. Apren­dió tan bien, que aunque fuese ahora un niño, nadie podía enorgullecerse de poder superarle en aquella época.
Un día que el Rey estaba sentado en el salón de la audiencia con el hijo a su lado, se presentó una vieja seguida de siete niños. Lloraba y su­plicaba:
-He venido a exponerte un asunto, pero primeramente te suplico que me permitas hablarte con plena confianza, mi Señor y Rey.
-Habla con plena seguridad y confianza.
-Yo tengo ovejas y cabras -empezó a contar la mujer-, de las cua­les obtenía lo que me servía para vivir a mí y a mis hijos, que ahora ves delante de ti. Mi marido es ya anciano, de él he tenido nueve hijos. Ahora me quedan los siete que ves, los otros han sido devorados por los ogros. Por eso vengo a lamentarme ante ti, mi Señor y Rey.
El Príncipe Fhal El Fhul tomó la palabra para decir a la vieja:
-¿Qué tienen de particular estos ogros?
-Hijo mío, apoya tu frente sobre tu mano y te lo diré. Estos ogros tienen la piel negra y son de estatura gigantesca. Raramente ven hombres, pero cuando los ven, se ponen a temblar de alegría, y si cualquier descen­diente de Adán cae en sus manos, lo hacen pedazos. Son seres horrendos.
Fhal El Fhul tenía asimismo una estatura colosal. Fue dominado por la cólera y se puso de pie.
-Por la verdad de los dioses La `si y Na `si y por el destino que Dios me ha escrito en la frente, te juro que iré en su busca. ¿Cómo es posible que habiendo en la tierra un hombre como yo, todavía haya ogros que co­man a los seres humanos?
Y volviéndose a su padre, le dijo:
-Padre mío, perdóname. Yo aspiro sólo a la aventura y a los comba­tes, quiero comprometer mi honor en proteger a los viejos. De esta empre­sa volveré humillado o volveré cubierto de gloria.
En vano el padre intentó retenerlo.
-Sólo sé una cosa -le respondió-, y es que estoy decidido a mar­charme.
Al instante fue en busca de su madre.
-Prepárame enseguida las provisiones para el viaje -le dijo.
Se despidió de ella y se fue con la vieja para informarse de dónde es­taban los ogros. Luego se fue a caballo.
Fue de ciudad en ciudad, de soledad en soledad, hasta que llegó a un bosque frecuentado por los ogros. Todos los seres que Dios ha creado se encontraban reunidos en aquel bosque. Lleno de rabia, empuñó la espada y empezó la masacre de todos los animales que se presentaban ante él, y así continuó durante toda la noche. Cuando se hizo de día, vio la tierra roja de sangre, y los que estaban muertos estaban muertos, y los que había herido, habían huido.
Salió a caballo y continuó su viaje. Ahora atravesaba sólo bosques y desiertos. Llegó, por fin, a un lugar donde aparecían muchas construccio­nes. Eran las cabilas donde vivían los ogros.
Entró en el pueblo de los ogros. Algunos estaban sentados en grupos y estaban celebrando consejo; otros estaban en círculo alrededor del pu­chero y preparaban la comida. Otros mataban animales y los degollaban. Cabalgó en medio de ellos gritando:
-¡Huéspedes de Alá!
Ellos levantaron la vista hacia él, que les miraba desde lo alto del ca­ballo. Los ogros se atemorizaron delante de un coloso semejante.
-Vamos a coger nuestras mazas -se decían los ogros unos a otros-. Pero Fhal El Fhul alzó la voz y dijo:
-¿Qué es lo que pensáis hacer con las mazas? Venid conmigo, os llevaré a un bosque donde encontraréis qué comer y además para llevaros.
Los ogros se levantaron, y sin armarse con sus mazas, le acompaña­ron, podían ser como un centenar. El Príncipe les condujo al bosque, don­de había hecho aquella carnicería de bestias salvajes.
Los ogros se arrojaron sobre los cadáveres extendidos por tierra. En­tonces Fhal El Fhul viendo a un viejo ogro de cabellos blancos, que había recogido de tierra una bestia muerta y la devoraba sin masticar, muy dis­gustado, le dijo:
-¡Ah, ogros, raza ávida! ¡En el nombre de Alá, voy a mataros a to­dos, hasta el último!
Y cogiendo la espada, lo primero que hizo fue matar al viejo ogro y luego a todos hasta el último. Recogió las cabezas e hizo una especie de pirámide, y luego se volvió al pueblo.
Los ogros que se habían quedado en el pueblo estaban reunidos co­miendo el cuscús. Tenían los ojos fijos en él y lo devoraban con la mirada.
-Alzaos -dijo-. Tenéis que oír lo que os mandan decir vuestros hermanos.
Aquéllos abandonaron todo y le siguieron. Llegaron donde había te­nido lugar la masacre de los otros ogros.
-Poneos a comer -ordenó.
Aquéllos se pusieron a devorar los cadáveres. Entonces el Príncipe empuñó la espada y empezó a atacarles, pero esta vez huyeron unos veinte. Todos los demás quedaron muertos en aquel lugar y sus cabezas se añadie­ron a la pirámide.
Regresó al pueblo, pero los ogros más viejos estaban ya dispuestos a recibirle con la maza en la mano. Fhal el Fhul desenvainó la espada y se arrojó sobre ellos y ya empezaba a cortar cabezas, cuando un ogro, co­giéndole por la espalda, logró desarmarlo. Los otros se arrojaron sobre él, lo ataron estrechamente y lo llevaron a casa de una vieja ogresa que podía tener dos siglos o más.
Fhal El Fhul, viéndose perdido, se echó a llorar derramando abundan­tes lágrimas y supo hacer tan bien la comedia que aquéllos le desataron; cuando llegaron a casa de la vieja él pudo saltar hacia ella, cogerle un seno y chupárselo.
-¡Ah, por Alá, si no hubieras chupado del pecho de Aixa y de Mus­sa... -le dijo la vieja-. Te concedo esta gracia. ¡Cuántos hijos de Rey, cuántos jóvenes valerosos como tú he salvado durante toda mi vida!
Desde aquel momento fue liberado y pudo salir de la casa de su pro­tectora. El aprovechó para cortar la cabeza a los ogros, luego volvió donde la vieja y le preguntó:
-Siempre me pregunto, ¿por qué coméis carne humana?
-Ah -respondió-, porque la carne humana es sabrosa y está bien salada. Pero también comemos bestias muertas y cadáveres putrefactos.
Le hizo entrar en una habitación donde vio una gran cantidad de ca­dáveres de hombres y de niños, y también una gran cantidad de vestidos y de objetos preciosos. El Príncipe dijo a la vieja:
-Tú no tienes nada que temer por mi parte. Quédate aquí en paz. Primero quiero volver a mi país y luego volveré a buscarte.
Una vez encontrado su caballo, montó en la silla y partió. Anduvo de país en país, hasta que llegó a su ciudad. La encontró toda pintada de blanco. Entró en la sala del trono: toda estaba cubierta de telas blancas. Incluso los miembros del consejo estaban vestidos de blanco. El Príncipe saludó a su padre y a los consejeros, y luego fue a ver a su madre. También ella llevaba vestidos blancos.
-Pero, ¿por qué toda la ciudad está pintada de blanco y todos los ciudadanos van vestidos de blanco?
-Hijo mío, así es desde el día que desapareciste. Sabíamos que te ha­bías marchado al país de los ogros, al país del terror, y no nos atrevíamos siquiera a predecir que pudieras volver. Te conside-rábamos muerto y la ciudad se ha puesto de luto por su Príncipe, pero hoy, hijo mío, todo aca­bó porque Dios nos ha concedido alegrarnos por tu regreso.
El Príncipe volvió al salón de audiencias, y le pidió al Rey que busca­sen a la vieja que había presentado sus quejas porque su marido y sus hijos habían sido devorados por los ogros. El Rey mandó un mensajero en su busca. Cuando la vieja llegó a la Corte, el Príncipe le contó el éxito de su expedición. La vieja dio muestras de la alegría más profunda.
-Y ahora vas a tener la satisfacción de ver las cabezas cortadas de los ogros.
Entretanto el Rey ordenó que adornasen la ciudad para los festejos y que se interrumpiese el luto, y la banda de los soldados y las orquestas pri­vadas se hicieron oír durante muchos días. Cuando las fiestas se termina­ron, Fhal El Fhul se dirigió al salón de las audiencias donde estaba reunido el Consejo.
-Padre mío -le dijo al Rey-, te pido que me des soldados y mulos con los que pueda traer las cabezas que he cortado a los ogros, junto a los tesoros que han robado a los hombres.
-Pero, ¿por qué motivo -le preguntó el padre- quieres exponerte a afrontar un nuevo peligro?
-Sólo sé que iría aunque estuviera seguro de morir -le respondió el Príncipe-, pero ésta será la última vuelta.
Entonces el Rey dio órdenes a la tropa de prepararse y de equipar a los mulos. Fhal El Fhul mandó buscar a la vieja cuyos hijos habían sido devora-dos por los ogros.
-Quiero llevarte conmigo para que veas todo con tus propios ojos.
-Que Alá te conceda la victoria, Príncipe -respondió la vieja-. Yo y mis hijos veremos, ciertamente, con gran placer, nuestra venganza.
Así caminaron de un desierto a otro. Un día, la vieja de pronto lanzó un grito:
-Señor Fhal El Fhul, que Dios tenga misericordia con mis parientes.
Entremos en este bosque.
Fhal El Fhul dio órdenes de penetrar entre los árboles. Cerca había una cabaña.
-Aquí vivíamos hace tiempo -dijo la vieja-, y los ogros vinieron a raptarme a mis hijos, a mi marido y a mis cabras.
Continuaron su camino hasta que llegaron al bosque donde Fhal El Fhul había amontonado las cabezas cortadas de los ogros. Luego se dirigió al pueblo donde había dejado a la vieja ogresa que le había liberado.
Entretanto la viuda veía cumplirse todos sus deseos y saboreaba la venganza, porque cuando sus ojos veían las cabezas de sus enemigos, era como si jamás hubiera perdido ni a su marido ni a sus hijos, ni a los ani­males.
Los soldados recogieron todos los objetos que estaban en el pueblo, hasta los pucheros. También la vieja ogresa tuvo que salir a caballo y todos regresaron a su patria. Los convidados corrieron a su encuentro. Las cabe­zas de los ogros fueron expuestas en el centro de la gran plaza. Las conta­ron: eran exactamente trescientas sesenta. Más tarde se cavó una gran fosa y las cabezas se echaron dentro.
Fhal El Fhul asignó a la vieja ogresa una casa aislada e hizo que le lle­varan comida y bebida hasta el día en que murió. Fue sepultada en un pozo.
Un día Fhal El Fhul le dijo a su padre:
-Quiero tomar mujer entre las hijas de los genios.
-Está bien -le repuso el padre.
Entonces Fhal El Fhul salió en busca del mago al que hacía tiempo su padre había ido a visitar a la caverna. Fue de país en país, hasta que lle­gó a la vivienda del mago y le encontró hablando con cuatro gatos blancos, pero apenas éstos le vieron descender del caballo, desaparecieron y el viejo encantador permaneció solo. Fhal El Fhul le saludó y le dijo:
-Vengo a contarte mis penas. ¡Oh mago famoso! Paso las noches muy angustiado, entre lloros y pensamientos tristes. Presta oído a mi dolor. Dicen que tú mandas a los genios y que por esto te llaman encantador. Abre tu li­bro, señor, y consulta la ciencia de los astros. Quiero que tú me busques en­tre las hijas de los genios a una que tenga las cejas arqueadas como la letra nun y con la boca redondita que parezca su contorno la letra mim, que tenga los ojos negros, la frente esplendorosa y las mejillas mórbidas.
El encantador le respondió:
-Amigo mío, veo que lloras y sueñas, perdido en tus pensamientos y que quieres zambullirte en el mar del amor. Procura seguir instruyéndote, sé gentil y cortés. Cuando estés en compañía de personas ancianas, mues­tra un semblante agradable y placentero y no frunzas el entrecejo. Refrena tu lengua cuando te dirijas a persona de gran experiencia. Te buscaré una hija de genios, concédeme siete días y luego ven a buscarme.
Fhal El Fhul volvió a casa y siete días después se volvió a presentar ante la caverna del mago. El mago salió y lo saludó:
-Te he encontrado una joven... ¡Alabemos a Aquel que la ha creado y que ha formado su belleza! Ahora cierra los ojos.
El joven cerró los ojos y cuando los abrió se encontró en las estancias suntuosas que en otro tiempo había visitado su padre. El mago le hizo en­trar en una sala donde estaban reunidas jóvenes de belleza incomparable. En medio de ellas un viejo de cabellos blancos, todo vestido de blanco, es­taba sentado sobre un sitial de oro. Y también las jóvenes estaban vesti­das de telas de oro unas sobre otras. El mago consultó sus libros, hizo sus cálculos, murmuró unos encantamientos y luego cerró el manuscrito.
-La que buscas no está aquí -dijo.
Entonces todas las jóvenes se levantaron, cogieron una copa de oro cada una, y se mostraron muy felices por el honor que les hacían. Pero, de repente, todas, viejas y jóvenes, desaparecieron ante sus ojos.
El Príncipe y el mago se pusieron en camino. Después de cierto tiem­po el mago le pidió al joven que cerrase los ojos y luego que los abriese. Fhal El Fhul se encontró en un Palacio más bello que el primero, donde había dos viejos todos vestidos de blanco, sentados en dos sitiales de oro.
-Sé bienvenido, Fhal El Fhul -le dijeron-, que has matado a tres­cientos sesenta ghul.
El joven se quedó asustado al oír estas palabras. Saludó a los viejos, que se pusieron a mirar en sus libros y a murmurar y a rezongar, pero lue­go dejaron los libros y dijeron al mago:
-La joven que pides no está aquí.
Entonces todas las jóvenes que estaban con ellos se levantaron, cogie­ron una ampolla de oro cada una y salpicaron de perfume la cabeza del joven. El mago pidió de nuevo al joven cerrar y abrir los ojos y Fhal El Fhul se encontró en un jardín lleno de pájaros, maravilla de la mano de Dios, y lleno de piletas de fuentes borboteantes.
Qué magnífico sería poder comer en un lugar tan espléndido, pensó Fhal El Fhul, y de pronto se encontró con una mesa bien provista. Estu­pefacto, el Príncipe casi no se atrevía a comer, pero un pájaro verde vino a posarse en su brazo y picoteándole en la mano derecha lo obligó a comer hasta que se sació. Luego el Príncipe, junto al viejo mago, se puso a pasear por el jardín, y todos los pájaros le siguieron durante su paseo con la ar­monía de sus cánticos. Pero, de pronto, todos se callaron y un pájaro verde se puso a hablar.
-Cierto es que Fhal El Fhul ha venido a desposarse con mi hermana, la bella de la copa de oro.
Otro pájaro, también con las plumas verdes, le hizo eco.
-Ahora se la daremos y aceptaremos las condiciones que nos pro­ponga.
En aquel instante el jardín desapareció ante sus ojos y el joven se en­contró en un castillo. Allí varias jóvenes corrieron a su encuentro para ofrecerle un sitial de oro, y el viejo mago se sentó a su lado. En medio de la sala había cuatro sitiales de oro y estaban vacíos.
El joven debía, de nuevo, cerrar y abrir los ojos. El Príncipe, enton­ces, vio cuatro viejos de edad avanzadísima, sentados en aquellos sitiales. Ninguno de ellos tenía menos de doscientos años. Tenían en la mano ma­nuscritos y hacían cálculos en voz baja. Cuando hubieron terminado, se volvieron hacia el joven:
-¡Que Dios bendiga este matrimonio, Fhal El Fhul, que has matado a trescientos sesenta ghul!
Dos pájaros de plumas verdes vinieron a arrellanarse sobre dos sitiales verdes. El mago preguntó:
-¿Estáis de acuerdo en dar en matrimonio a vuestra hermana a este ser humano, a Fhal El Fhul?
Los dos pájaros bajaron la cabeza hasta tocar tierra, tal como se hace cuando se prosternan en oración. A las demás preguntas que les hacía el mago, ellos siempre respondían inclinando la cabeza para decir: «Aceptamos».
Mientras tanto los otros viejos escribían el contrato. Cuando todo hubo terminado, los pájaros desaparecieron. Un momento después, las jó­venes salieron y volvieron enseguida con otras jóvenes... ¡Sean dadas gra­cias a Aquel que las ha creado y las ha formado en toda su belleza!
Delante de todos caminaba la esposa, con su madre, que tenía en la mano una copa de oro llena de agua. Apenas entraron, ella se la tendió a Fhal El Fhul, diciendo:
-Bebe de la copa de la cual ha bebido tu padre.
-¡Que Dios bendiga esta bebida! -dijo el Príncipe, y bebió. Pero cuanto más bebía, más sed tenía, y la copa no se vaciaba jamás. El mago puso el dedo en la copa y finalmente el Príncipe apagó su sed. La mujer­genio que se la había ofrecido y que era la madre de la esposa, era la misma que se la había ofrecido, un tiempo atrás, al padre de Fhal El Fhul, cuando venía a buscar a la joven raptada por el serpentón de la laguna, aquella que había sido la madre de Fhal El Fhul.
Pero éste permanecía deslumbrado, incapaz de decir palabra alguna ante la belleza de aquella que iba a ser su mujer. Las jóvenes condujeron a la esposa de Fhal El Fhul y comenzaron las músicas y los cantos seguidos de los genios. Se distribuyeron los dulces y luego todas las jóvenes vinie­ron a saludar a la esposa y al llegar a cierto punto, de pronto, todas desa­pare-cieron. Fhal El Fhul con su mujer, montados sobre dos caballos ver­des, se encontró ante el umbral de la caverna. El mago estaba de pie al lado de ellos y la joven tenía en la mano la copa de oro, donde había bebido el padre y donde había bebido, también, el hijo.
-Esconde esta copa -dijo el mago- y no se la dejes ver a ninguno. Cuando llegues a casa, dirás a tu padre que te has casado con la hija de aquella que le había ofrecido la copa de oro. Y tú podrás, al punto, mos­trársela.
El mago dijo a todos que cerrasen los ojos, y cuando los abrieron se encontraron en el castillo de Fhal El Fhul, sin que nadie le hubiese visto entrar.
De pronto los ciudadanos oyeron los gritos de alegría del cortejo de la esposa. Entraron en la sala y vieron dos sitiales de oro puestos en el cen­tro. Sobre uno estaba sentada la esposa... ¡Sean dadas gracias a Aquel que la ha creado y la ha formado tan bella! Al otro lado estaba sentado el es­poso, mientras los músicos hacían oír sus sones y cánticos. Pronto se en­teró el Rey, que acudió junto a sus ministros y con los miembros de su Consejo. Vio al Príncipe sentado al lado de una bellísima joven, rodeada de damitas de honor.
Fhal El Fhul se levantó para saludarlo, junto a su esposa. Las hijas de los hombres se mezclaron con las hijas de los genios, rivalizando en belleza con ellas.
Todos celebraron grandes fiestas durante siete días y siete noches. La víspera del octavo día el marido entró en la cámara nupcial. Al día siguien­te ya no se volvió a ver a las damitas de honor de la esposa, sin que nin­guno supiese decir si se habían ido volando al cielo o si se las había tragado la tierra.
Cuando hubieron pasado los siete días de la luna de miel, el Príncipe fue a la sala del Consejo, donde encontró a los ministros y a su padre reu­nidos en consejo. El Rey preguntó:
-¿Dónde has estado, hijo mío?
-He estado donde has estado también tú y he bebido en la copa don­de tú también bebiste antes que yo.
La nuera del Rey le trajo la copa. El Rey bebió, pero por más que bebía no lograba apagar su sed y la copa jamás se vaciaba. La joven señora echó unos polvos en la copa y de pronto el Rey apagó su sed. Entonces el Rey se la restituyó a su hijo, le besó entre los ojos y le felicitó por su valor, del que había dado pruebas enfrentándose con aquellos lugares lle­nos de magia.
-Era mi madre la que te dio a beber de esta copa hace mucho tiempo -dijo la esposa al Rey.
El Rey se sintió muy feliz. Volvió a la sala del Consejo y abdicó en favor de su hijo, que desde aquel momento hizo justicia desde su puesto. Y Fhal El Fhul vivió con su mujer, la hija de los genios, bajo la protección y la salvaguardia de Alá, hasta el día en que vino a buscarle el Rey de la muerte.

Contado por Khedija, de El-Asnam,
que lo había oído del marido, berebere del Rif de Marruecos.

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