Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 27 de mayo de 2012

El caballero de los acertijos

Tenia, un lejano país, una vez un rey que se casó con una gran señora que murió al nacer su primer hijo. Poco tiempo después el rey tomó otra esposa, y pronto tuvo otro hijo. Los dos muchachos crecieron altos y fuertes. Pero, la reina empezó a pensar que no sería su propio hijo quien heredaría el reino; y se le metió en la cabeza envenenar al hijo mayor. Mandó aviso a un cocinero para que pusiera veneno en la bebida del príncipe heredero; pero, ¡oh! fortuna, el hermano menor los oyó, y advirtió a su hermano que no tomara de la bebida ni una sola gota; y así lo hizo.
La reina se sorprendió de que el muchacho no muriera, mas pensó que habría sido por unas dosis insuficiente de veneno en la bebida, así que ordenó a la cocinera poner más la noche siguiente. Y así lo hizo ésta; y cuando preparó la bebida, le aseguró que no viviría después de bebérsela. Pero su hermano lo oyó otra vez, y advirtió al otro. El mayor puso la bebida en un botellín, y le dijo a su hermano: "Si me quedo en la casa, no hay duda de que me matará de un modo u otro, así pues, cuanto antes abandone la casa, mejor. Habré de arreglármelas por mí mismo, y, quién sabe la suerte que me espera."
Su hermano aseguró que se iría con él, y ambos se dirigieron a los establos, ensillaron dos caballos y se alejaron de allí.
No estaban muy lejos de la casa, cuando el her­mano mayor comentó, "todavía no sabemos si el veneno estaba realmente o no en la bebida, aunque nos hemos marchado. Pruébala en la oreja del caballo y lo veremos". El caballo no dio muchos pasos antes de caer. "Ese caballo estaba escuálido, de todos modos", dijo el hermano mayor; montaron los dos sobre el otro caballo y siguieron su camino.
"Pero", volvió a decir al cabo de un rato el her­mano mayor, "ape-nas puedo creer que ciertamente hubiese veneno alguno en la bebida; probémosla de nuevo en este caballo". Y lo hicieron, y no fueron muy lejos cuando el caballo cayó frío y muerto. Entonces decidieron quitarle la piel, para calentarse con ella durante la noche ya próxima.
A la mañana siguiente, cuando despertaron, vie­ron a doce cuervos venir y posarse sobre el cadáver del caballo; los doce al poco rato cayeron muertos. Entonces cogieron los cuervos, y los llevaron hasta la primera ciudad que alcanzaron; y allí se los dieron a un panadero, y le pidieron que hiciera una docena de pasteles con ellos. Tomaron los pasteles, y continua­ron su viaje.
A las puertas de la noche, cuando estaban en un bosque grande y espeso, les salieron al paso venti­cuatro ladrones que les exigieron entregaran sus bol­sas de dinero; pero ellos contestaron que no tenían ninguna bolsa, sino solamente un poco de comida que llevaban encima. "¡Buena es también!”, dijeron los ladrones, y empezaron a comerse los pasteles; pero, no habían comido gran cosa, cuando, súbita­mente, cayeron todos muertos por aquí y por allá. Cuando los hermanos vieron que los ladrones esta­ban muertos, saquearon sus bolsillos, y encontraron mucho oro y plata. Luego siguieron adelante, hasta que llegaron a la casa del Caballero de los Acer­tijos.
La casa del Caballero de los Acertijos estaba situada en el más bello lugar del país. Si su casa era bonita, más bonita aún era su hija que tenía doce don­cellas que sólo a ella podían compararse. No había en la superficie de la tierra quien la igualara, tan bella decían que era; y nadie podía casarse con ella más que el hombre que fuera capaz de formular una pregunta a su padre, que éste no supiera resolver. Los dos her­manos determinaron probar con una pregunta; y el más joven se hizo pasar por ayudante de caza del her­mano mayor.
Llegaron a la casa del Caballero de los Acertijos, y éste fue el que le propusieron: "Uno mató a dos, dos mataron a doce, doce mataron a veinticuatro y dos salieron vivos"; la tradición indicaba que debían ser tratados con grandes honores y majestad, hasta que él resolviera el acertijo.
Y estuvieron mucho tiempo en casa del caballero, mientras éste intentaba acertar el enigma. Uno de aquellos días, una de las doncellas de la hija del Caba­llero fue al ayudante de caza, y le pidió que le dijera la solución. El se quedó con su plaid [1] y la dejó mar­char, pero no le dijo nada. Lo mismo sucedió con las doce doncellas, día tras día; por fin el ayudante dijo a la última de ellas que ninguna criatura viviente tenía la respuesta al acertijo más que su señor.
Al día siguiente, la hija del Caballero fue al her­mano mayor, y, habiéndose ataviado para mostrar el máximo esplendor de su belleza, le pidió que le dijera la solución. Y él no pudo rehusarse, y se la dijo, pero se quedó con su plaid. El Caballero de los Acertijos le mandó llamar, le dio la respuesta y le planteó escoger entre dos posibilidades: perder su cabeza o ser aban­donado en un bote a la deriva sin comida, ni bebida, ni remo, ni paleta. A lo que el hermano mayor propuso: "Tengo otro acertijo que proponerte antes de que elija yo."
"Adelante", accedió el Caballero.
"Mi ayudante y yo estábamos un día cazando en el bosque. Mi ayudante disparó a una liebre, y ésta cayó, le quitó la piel y la dejó marchar; y lo mismo hizo con doce, quitarlas la piel y dejarlas marchar. Por fin, saltó una liebre grande y hermosa y yo mismo dis­paré; le quité la piel y la dejé marchar."
"Ese acertijo es difícil de resolver, muchacho", dijo el Caballero, en la certeza que el muchacho sabía que él no había adivinado el otro acertijo, sino que se lo habían dicho. Entonces le dio a su hija por esposa, para mantener las cosas en paz, y celebraron una gran boda que duró un año y un día. El hermano más joven volvió a casa, puesto que a su hermano todo le había ido tan bien, que le cedió todos los derechos sobre el reino que ostentaba su padre.
Sucedió sin embargo por aquel tiempo que tres gigantes que vivían cerca de la frontera del reino del Caballero de los Acertijos, ataban y asesinaban a súbditos del Caballero, para saquearlos después. Uno de aquellos días el Caballero de los Acertijos dijo a su yerno que, si había dentro de él el espíritu de un hom­bre, debería ir a dar muerte a los gigantes, quienes estaban causando tantas pérdidas al país. Bien, pues así fue; el joven fue al encuentro de los gigantes, y vol­vió a casa con sus tres cabezas, para arrojarlas a los pies del Caballero.
"No hay duda de que eres un muchacho capaz. Tu nombre a partir de ahora será el de Héroe del Escu­do Blanco." Y así el nombre del Héroe del Escudo Blanco llegó a todas partes, lejos o cerca.
Mientras tanto, el hermano del Héroe del Escudo Blanco recorrió muchos países y, al cabo de largos años, regresó a la tierra de los gigantes, donde ahora vivía el Héroe del Escudo Blanco, y con él la hija del Caballero.
El hermano llegó y le desafío a una covrag, o lucha de toros. Comenzaron a luchar, y siguieron cuerpo a cuerpo desde la mañana hasta el anochecer. Por fin, cuando ya se encontraban cansados, debilitados y exhaustos, el Héroe del Escudo Blanco saltó sobre una gran muralla, y propuso al extranjero que se vol­vieran a encontrar por la mañana. Este salto pareció avergonzar al otro que le dijo, "bien, puede que mañana, a estas horas, no estés tan ágil".
El hermano menor se retiró entonces a un peque­ño cobertizo que había cerca de la casa del Héroe del Escudo Blanco, cansado y somnoliento, donde des­cansó.
Por la mañana reanudaron la pelea. En cierto momento el Héroe del Escudo Blanco comenzó a retroceder, empujado por el otro, hasta caer de espal­das en el río.
"Debe correr por ti algo de mi sangre, para que puedas hacerme esto", exclamó el Héroe.
"¿De qué sangre eres tú?", preguntó el más joven.
"Soy hijo de Ardan, gran rey de Albann", ase­guró orgulloso.
"Entonces soy tu hermano."
Y se reconocieron, y se saludaron y abrazaron el uno al otro, y el Héroe del Escudo Blanco llevó a su hermano a palacio, y la hija del Caballero se alegró de verle.
Permaneció con ellos un tiempo, y después pensó que debía volver a su propio reino; y, cuando pasaba por delante de un gran palacio que se encontraba en su camino, vio a doce enormes hombres jugando al shinny [2] frente a él. Y decidió detenerse a jugar un rato con ellos; pero no llevaban mucho tiempo, cuando detuvieron el juego y el que parecía más débil de todos los jugadores le cogió y le zarandeó como si fuera un niño. Comprendió que era inútil intentar levantar una mano contra cualquiera de estos doce colosos; y les preguntó de quién eran hijos. Ellos con­testaron que todos eran hijos del mismo padre; el her­mano del Héroe del Escudo Blanco, del cual nada sabían desde hacía muchos años.
"Yo soy vuestro padre", exclamó abrazándoles; y les preguntó si vivía aún su madre. Ellos contestaron que sí y con ellos fue al encuentro de la esposa. Y nunca más dejó la casa, ni a sus doce hijos; y creo que sus descendientes han sido los reyes de Alba hasta nuestros días.

024 Anónimo (celta)


[1] Manta escocesa (n. del t.).
[2] Shinny: juego antiguo como el hockey, que se juega con bas­tones curvados, etc. (n. del t.).

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