Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 27 de mayo de 2012

El caballo negro

Once siglos atrás, había un rey que tenía tres hijos. Cuando el rey murió, los dos mayores no dieron al hijo más joven nada más que un rocín blanco, viejo y cojo.
"Si esto es todo lo que hay para mí", dijo él, "será mejor que lo coja y me vay”.
Y emprendió su camino, con el animal andando delante de él; a ratos caminaban, a ratos lo montaba. Cuando ya llevaba un buen rato cabalgando, pensó que el rocín necesitaría pararse a comer algo, y se apeó de él. Entonces vio, saliendo del corazón de una colina del oeste y dirigiéndose hacia él, a un jinete que montaba con altivez y elegancia.
"Salud, buen mozo", le saludó.
"Salud, hijo del rey", contestó el otro.
"¿Qué noticias traes?", inquirió el hijo del rey.
"Creo que", contestó el recién llegado, "está a punto de rompérseme el corazón, por montar este asno que tengo por caballo; ¿me cambiarías tu blanco rocín cojitranco por él?
"No", dijo el príncipe; "eso sería un mal negocio para mí".
"No te preocupes", añadió con voz amable el des­conocido, "la verdad es que tú podrás hacer mejor uso de él que yo. Tiene un fantástico don, y consiste en que no hay sitio en el que puedas pensar de las cua­tro partes de la rueda del mundo, donde este caballo negro no pueda llevarte".
Entonces el hijo del rey tomó el caballo negro, y entregó a cambio su blanco rocín cojeante.
Cuando lo hubo montado, no pensó sino en estar en el Reino Submarino, bajo las olas y antes del ama­necer del día siguiente, como por encanto, estaban allí. Cuando llegaron, sorprendió al hijo del Rey Sub­marino en una audiencia: la gente del reino se con­gregaba a su alrededor para ver si había alguno entre los reunidos que se atreviera a ir a buscar a la hija del Rey de los Griegos, para convertirla en la esposa del príncipe. Nadie se atrevía a dar aquel paso, cuando apareció el jinete del caballo negro.
"Tú, jinete del caballo negro", le espetó de pronto el príncipe, "te encomiendo, bajo cruces y conjuros, la misión de ir por la hija del Rey de los Griegos, y traerla aquí antes de que el sol salga mañana.
Salió, sin mediar más palabras, en su caballo negro, y apoyando el codo sobre sus crines dejó esca­par un suspiro.
"¡El suspiro del hijo de un rey bajo conjuros!", musitó el caballo; "pero no tengas cuidado; haremos lo que han puesto ante ti". Y partieron.
Ahora", dijo el caballo, "cuando estemos cerca de la gran ciudad de los Griegos, observarás que jamás las cuatro patas de un caballo fueron a esa ciu­dad antes. La hija del rey me verá desde el punto más alto del castillo, pues estará mirando por una ven­tana, y no estará contenta sin dar un paseo montada en mí. Tú le dirás que puede hacerlo, pero que el caballo no aceptará que ningún otro hombre, que no seas tú, monte en él delante de una mujer".
Llegaron a las proximidades de la ciudad, y adop­taron las más elegantes poses de equitación; y la prin­cesa, que en efecto estaba mirando por la ventana, vio al caballo. Le gustó la exquisita demos-tración y salió a su encuentro justo cuando hacían su entrada triun­fal en la ciudad.
"Déjame dar un paseo en ese caballo" solicitó.
"Desde luego", le dijo él, "pero el caballo no dejará que ningún hombre monte delante de una mujer sobre él, más que yo".
"Tengo mi propio caballero", contestó ella.
"Si es así, que lo intente", retó él.
Antes de que el mencionado caballero pudiera montar, cuando aún trataba de hacerlo, el caballo se levantó sobre sus patas traseras y lo apartó de una coz.
"Ve tú, entonces, y monta delante de mí", dijo ella; "no puedo dejar así las cosas".
El montó el caballo, y ella a la grupa detrás de él, y antes de que ella pudiera volver la vista, ya estaban más cerca del cielo que de la tierra y antes del amane­cer se encontraban en el Reino Submarino.
"Has venido", se maravilló el Príncipe Submarino.
"He venido", repitió él.
"He ahí mi héroe", dijo el príncipe. "Tú eres el hijo de un rey, pero yo soy el hijo del éxito. De todos modos, no nos retrasemos, no perdamos tiempo ahora, y pasemos a la boda."
"Más despacio", ordenó la princesa; "tu boda no está tan cercana como supones. No me casaré, hasta que tenga la copa de plata que mi abuela tuvo en su boda, y mi madre en la suya, porque es necesario que yo también la tenga en la mía propia".
"Tú, caballero del caballo negro", suplicó el Prín­cípe Submarino, "te envío, bajo cruces y conjuros, por la copa de plata. Ha de estar aquí mañana, antes de la salida del sol".
Salió, apoyó su codo sobre la crin del caballo, y suspiró.
"¡Suspiro de un híjo de rey bajo conjuros!", dijo el caballo; "monta firmemente y tendrás la copa de plata. La gente del reino de Grecia está reunida en torno al rey esta noche, porque éste llora la falta de su hija. Cuando lleguemos al palacio, entra y déjame fuera. Ellos se estarán pasando de mano en mano la copa por toda la compañía. Entra y siéntate en medio de ellos. No digas nada, y aparenta ser uno más del lugar. Pero, cuando la copa llegue a ti, ponla bajo tu axila, vuelve inmediatamente conmigo, y nos iremos".
Y partieron, y llegaron a Grecia, y él entró en el palacio e hizo todo como el caballo negro le había aconsejado. Tomó la copa, se la llevó y cabalgó, y antes del amanecer estaban de vuelta en el Reino Sub­marino.
"¡Has llegado!", exclamó el Príncipe Subma­rino.
"He llegado", dijo él.
"Entonces será mejor que nos casemos cuanto antes", dijo el príncipe a la princesa griega.
"Calma y sosiego", dijo ésta. "No me casaré hasta que tenga el anillo de plata que mi abuela y mi madre llavaban cuando se casaron."
"Tú, caballero del caballo negro", volvió a orde­nar, ya nervioso el Príncipe Submarino. "Hazlo. Ten­gamos aquí ese anillo mañana, antes del amanecer."
El muchacho regresó con su caballo negro, apoyó el codo en su cresta, y le contó lo que pasaba.
"Jamás me han puesto delante un asunto tan difí­cil como éste", replicó el caballo, "pero no se puede hacer otra cosa; de ninguna manera. Móntame. Existe una montaña de nieve, y una montaña de  hielo, y una montaña de fuego, entre nosotros y la captura de ese anillo. Será muy difícil para noso­tros pasarlas".
Y emprendieron su viaje, y cuando estuvieron como a una milla de la montaña de nieve, casi les mataba el frío. Cuando se aproximaron más a ella, el muchacho espoleó al caballo, y éste dio tal salto que se colocó sobre la cima de la montaña de nieve; al siguiente salto estaba sobre la cima de la montaña de hielo, y al tercer salto sobrevoló la montaña de fuego. Mientras cruzaban aquellas montañas, él se agarraba al cuello como si estuviera a punto de perderse. Des­pués el caballo descendió hasta una ciudad que relu­cía en el fondo de la profunda oscuridad.
"Desmonta", dijo el caballo negro, "ve a un herrero; y que haga una punta de hierro para cada saliente de hueso que hay en mí".
El príncipe fue y pidió que le hicieran las puntas, y regresó con ellas.
"Clávalas dentro de mí", dijo el caballo, "una punta para cada uno de mis huesos".
Así lo hizo él; clavó las puntas en el caballo.
"Hay un lago aquí", le explicó el caballo, "cuatro millas de largo y cuatro de ancho, y cuando yo entre en él, las aguas del lago se levantarán en llamas. Si ves al Lago de Fuego desbordarse antes de que salga el sol, espérame; si no, sigue tu camino".
El caballo negro se zambuyó en el lago, y el lago se elevó envu-elto en llamas. Durante largo rato estuvo nadando por él, batiendo sus palmas y rugiendo. El, día llegaba, y el lago no se desbordaba.
Pero en el mismo momento en que el sol comenzó a subir, las aguas del lago se desbordaron.
Y el caballo negro emergió en medio de las aguas con sólo una punta clavada, y el anillo alrededor de ella.
Alcanzó la orilla, y cayó allí en la ribera del lago.
Entonces acudió el jinete, tomó el anillo, y arras­tró al caballo hasta el pie de una colina. Le dio calor con sus brazos entrelazados alrededor de él, y mien­tras el sol ascendía, el animal se ponía mejor y mejor, hasta que, a eso del mediodía, pudo levantarse sobre sus patas.
"Monta", dijo el caballo, "y vámonos".
El montó sobre su caballo negro, y emprendieron el regreso.
Cuando llegaron a la primera de las montañas, hizo saltar de nuevo al caballo hasta la cima de la montaña de fuego. Desde la montaña de fuego, saltó a la de hielo, y desde la montaña de hielo a la de nieve. Y pasaron las tres, y, al despuntar la mañana, estaban en el Reino Submarino.
"Aquí estás", gritó lleno de júbilo el príncipe.
"Aquí estoy", dijo él.
"Ciertamente", añadió el Príncipe Submarino. "Tú serás el hijo de un rey, pero yo soy un hijo de la fortuna. No habrá más faltas ni dilaciones; nada más que retrase la boda esta vez."
"Ve con calma", dijo descorazonadora la Princesa de los Griegos. "Tu boda aún no está tan próxima como crees. Hasta que no hagas un castillo, no me casaré contigo. Pues no iré a vivir ni al castillo de tu padre ni al de tu madre; hazme un castillo que no tenga nada que envidiar al castillo del rey, tu pa­dre."
"Tú, caballero del caballo negro", ordenó de nuevo, el Príncipe Submarino, "haz eso antes de que vuelva a salir el sol de mañana".
El muchacho salió y apoyó su codo sobre el cuello del caballo, y suspiró, pensando que nunca podría hacer ese castillo.
"Nunca apareció en mi camino un obstáculo más fácil de salvar que éste", exclamó alegre el caballo negro.
El muchacho levantó la mirada, y vio una ingente multitud de albañiles y canteros trabajando, y así el castillo estuvo terminado antes de que el sol sa­liera.
Dio la voz de triunfo al Príncipe Submarino, para que se acercara a ver el castillo. Este se frotaba los ojos, creyendo que todo era un espejismo.
"Hijo del Rey Submarino", recitó el caballero del caballo negro, "no creas que se trata de un espejismo; la tuya es una visión auténtica".
"En verdad", dijo el príncipe agradecido. "Tú eres un hijo del éxito, pero yo soy un hijo del éxito tam­bién. Ya no habrá más fallos ni retrasos, sólo la boda ahora."
"No", concedió ella. "Ha llegado la hora. ¿No vamos a ir a ver el castillo? Ya es hora de que nos case­mos, antes de que llegue la noche."
Fueron al castillo, pero el castillo estaba desierto, sin un solo mueble, sin luz, sin un mísero cachiba­che de cocina.
"Creo", dijo el príncipe, "creo que uno desea, al menos vivir con cierta comodidad. De momento habrá que hacer un pozo dentro, para que no haya que ir lejos a coger el agua, cuando haya una fiesta o una boda en el castillo".
"Eso no estará mucho tiempo sin hacerse", dijo el caballero del caballo negro.
El pozo fue hecho, y tenía siete brazas de profun­didad y dos o tres brazas de ancho. Todos admiraron el pozo, camino de la boda.
"Está muy bien hecho", dijo ella, "pero tiene una pequeña falta allí".
"¿Dónde?", preguntó el Príncipe Submarino.
"Ahí", contestó ella.
El se inclinó hacia dentro para mirar. Ella se incor­poró, y puso sus dos manos en su espalda y le tiró adentro.
"Tú quédate ahí", exclamó ella. "Si he de ca­sarme, tú no eres el hombre indicado; sino quien ha hecho todas las proezas que se le han encomendado, y, si él quiere, a él escogeré."
Y se fue a celebrar su boda con el caballero del caballo negro.
Y, sólo al cabo de tres años, éste volvió a acordarse por primera vez del caballo negro, y de dónde lo había dejado.
Se levantó, y abandonó el palacio, y sintió mucho haberse olvida-do del mágico caballo negro. Más allí lo encontró, justo donde lo había dejado.
"La suerte sea contigo, caballero", le recibió el caballo. "Parece como sí tuvieras algo que te gusta más que yo."
"No tengo nada, ni lo tendré; pero sucedió que te olvidé", dijo él.
"No importa", añadió el caballo, "da lo mismo. Levanta tu espada y córtame la cabeza".
"No permitirá la fortuna que haga tal cosa con­tigo", terció él.
"Hazlo inmediatamente, o yo te lo haré a ti", demandó el caballo.
Y el muchacho desenfundó su espada y le cortó la cabeza al caballo; entonces, elevó sus manos y profi­rió un grito de dolor.
De pronto, oyó detrás de él una voz que decía: "Saludos, mi querido cuñado."
Miró hacia atrás, y ahí estaba el hombre más apuesto que jamás habían visto sus ojos.
"¿Por qué lloras de ese modo por el caballo negro?", preguntó el recién aparecido.
"Lloro", dijo el muchacho, "porque jamás nació de hombre ni de bestia alguna una criatura que qui­siese yo más en este mundo que a este caballo".
"¿Me tomarías a mí por él?", preguntó el ex­tranjero.
"Si pudiese imaginar que eres un caballo", con­testó el muchacho, "lo haría; pero como es imposi­ble, prefiero al caballo", terminó el jinete.
"Yo soy el caballo negro", dijo el desconocido, "y si no lo fuese, ¿cómo ibas a haber conseguido todas esas cosas que fuiste a buscar a la casa de mi padre? Desde que sufrí el encantamiento, muchos son los hombres a los que he acudido antes de queme encon­traras. Pero no eran hombres de palabra: no podían tenerme ni manejarme, y nunca estuve con ellos más de un par de días. Pero cuando llegué a ti, me tuviste el tiempo que había de cumplir bajo el encanta­miento. Ahora que ya se cumplió vendrás a casa con­migo, y celebraremos una fiesta en la casa de mi padre, pues recupera un hijo, obtiene otro y ve casada a su única hija con el mejor hombre del mundo".

024 Anónimo (celta)

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