Pues un
buen día amaneció el rey con deseos de salir a pasear al campo. La comitiva
regia pasó por cerca de la casa de un labrador tan arruinado, que no tenía
manera de proporcionar vestido a sus tres hijas, tan bellas como perlas, las
que, viéndose desnudas, se la pasaban en el zarzo de su covacha.
Las tres
doncellas, al sentir las voces de los paseantes, se asomaron a alguna
ventanilla que se habían fabricado en el empaje, y quedaron maravilladas ante
la elegante apostura y las distinguidas facciones del soberano. Tan grande fue
su asombro, que la primera dijo:
-Es tan
lindo y tan bello el rey, que si se casara conmigo, le pondría un castillo en
la mitad del mar, desde el cual se divisara toda la tierra!
Y la
segunda exclamó:
-Es tan
lindo y tan bello el rey, que si se casara conmigo, le haría con mis propias
manos una camisa tan fina que no tuviese puntada alguna!
Y la
tercera:
-Es tan
lindo y tan bello el rey, que si se casara conmigo le daría dos niños que
lloraran perlas y corales.
Pero uno
de los fieles servidores del monarca alcanzó a escuchar el primor de aquellas
voces y se adelantó a comunicar a su amo el suceso. El rey se devolvió al punto
y sin más ni más se entró a la casita de las doncellas, en donde encontró al
labrador, todo acoquinado por la miseria.
-Diles a
tus hijas que comparezcan ante mi presencia!
-¡Majestad!
Perdonadlas, que ellas no pueden salir porque mi pobreza es tan grande, que no
les puedo dar vestido y están desnudas.
Todo fue
oír el rey tan triste confesión y mandar a sus siervos a la ciudad a que
trajesen los más ricos vestidos que encontrasen.
Y los
vestidos llegaron, y las niñas se acicalaron lo mejor que pudieron. Al ir a
postrarse ante su soberano, toda la corte quedó alelada por la belleza no vista
de las hijas del labriego. Y el rey no se pudo sustraer a la fascinación
general. Y habló:
-Bellas
niñas: quiero escuchar de vuestros propios labios lo que dijisteis cuando con
mi comitiva pasaba.
Las niñas
se confundieron, pero al fin no tuvieron más remedio que dejar oír la música de
su voz. La primera dijo:
-Es tan
lindo y tan bello el rey, que si se casara conmigo, le pondría un castillo en
la mitad del mar, desde el cual se divisara toda la tierra!
Allí fue
el quedarse todos boquiabiertos por la armonía de aquella voz que con tanto
aplomo y misterio ofrecía al rey una obra tan fuera de usanza. Pero se quedaron
cortos en su admiración cuando oyeron a la segunda moza repetir:
-Es tan
lindo y tan bello el rey, que si se casara conmigo, le haría con mis propias
manos una camisa tan fina, que no tuviese puntada alguna!
No salían
de su embeleso, cuando oyeron a la última:
-Es tan
lindo y tan bello el rey, que si se casara conmigo, le daría dos niños que
lloraran perlas y corales!
El rey,
fuera de sí al contemplar la sin par belleza de la tercera doncella y su voz
angelical, en un arrebatado amor exclamó:
-Tú serás
mi mujer!
Y todos
se encaminaron a palacio, en donde se celebraron las bodas con tan magnífico
esplendor, que los banquetes se sucedieron sin interrupción durante quince días
seguidos y sin descontar sus noches.
Pero en
palacio quien se entendía con disponerlo todo era una negra de mal corazón, que
apenas vio a su soberana le cobró tal aversión, que desde ese momento determinó
perderla.
Muy
pronto el rey se vio obligado a hacer un largo viaje y, a pesar del gran cariño
que a su esposa profesaba, tuvo que dejarla. Dio entonces a la negra orden de
que si en su ausencia su mujer cumplía su promesa de darle dos niños que lloraran
perlas, le enviara entonces su caballo blanco y que, si por el contrario, no
realizaba su ofrecimiento, le hiciese llegar su caballo morcillo.
Pero aquí
es preciso decir que en aquella remota época lo más precioso que se conocía
eran las perlas y los corales.
Pronto la
reina dio a luz dos niños, bellos como soles y que lloraban perlas y corales.
Mas la negra, mientras su señora dormía, se los cambió por dos marranitos
acabados de nacer. Y mandó hacer la malvada mujer a un carpintero un cajoncito,
entre el cual colocó a los niños, para arrojarlos en seguida a la corriente de
un río.
Muy abajo
estaba un pescador atareado en su labor de echar el anzuelo, cuando alcanzó a
divisar la caja que venía entre los tumbos del río y derechamente se dirigió a
cogerla, y cuál no sería su sorpresa al sentir dentro el llanto de dos niños y
luego, al destaparla y ver que ellos lloraban tantas perlas y corales que, al
llenar la caja, ya casi se ahogaban.
Sin
dilación llevó a los niños para su cabaña, y su mujer por poco se muere de un
patatús, pues, fuera de no tener hijos, a pesar de habérselos pedido con ahínco
al cielo, vivía en estrecha pobreza con su buen marido.
Desde el
siguiente día fueron vendiendo en la ciudad vecina el tesoro que de los
infantiles ojos brotaba y quedaron ricos en grado sumo.
Los
niños, hombre y mujer, de una belleza incomparable, crecieron y a los antiguos
pescadores les tomaron tanto cariño como a sus propios padres. No había
atención que los adolescentes no les dispensasen, y por eso rogaron a aquéllos
que les permitiesen ir a la ciudad a vender la maravilla de sus lágrimas. Y los
buenos pescadores no pudieron negarles el permiso, no sin haberles hecho antes
una infinidad de recomendaciones.
Al
atardecer retornaron los niños muy contentos, porque habían logrado vender a
mejor precio que el alcanzado por sus padres. De ahí que volviesen al día
siguiente y en los demás días.
Al fin,
por causa de tantas idas, la fama de la belleza de los niños y de la finura de
sus joyas entróse por palacio y la negra cobró tan grande desazón, que ella
misma salió a buscarlos y a decirles:
-Estas
perlas y corales son muy bellos, pero lo serán más si al volver mañana entráis
a la laguna encantada y los laváis con sus aguas.
Iban al
día siguiente los inocentes niños hacia la laguna encantada a lavar sus perlas
y corales, conforme se lo había aconsejado la negra para perderlos; mas en la
mitad del camino encontraron a una viejecita que les dijo:
-¿A dónde
vais, buenos niños?
-A lavar
a la laguna encantada las perlas y corales para que tengan más precio.
-Sí,
andad -les dijo la abuelita, pero cuando lleguéis, no hay que tocar el agua
sino extender el brazo y con esta varita golpear el agua, la que saltará a
lavar las perlas y los corales. Hacedlo así porque allí hay un dragón que, de
otro modo, os comería.
Así lo
hicieron los niños como la vieja les aconsejó y vendieron a mejor precio su
mercancía, porque era más bella.
La negra
ya no esperaba que los niños volviesen y estaba muy confiada en que el dragón
se los hubiese comido. De ahí que cuando supo del regreso saliera toda afanada
y les dijese:
-Estas
perlas y corales son muy bellos, pero lo serán más si al volver mañana vais a
la laguna encantada y traéis el Pájaro Malver, que se encuentra en el centro de
la laguna.
Las
obedientes criaturas tomaron al día siguiente el camino de la laguna encantada,
cuando se toparon con la consabida viejecita:
-¿A dónde
vais, buenos niños?
-Vamos a
la laguna encantada en busca del Pájaro Malver.
-Sí,
andad, pero cuando lleguéis a la orilla, estirad el brazo con esta varita y
sobre ella se posará el pajarito.
Y
hablando así vieron los niños que la viejecita voló a los cielos porque era la Virgen.
Los niños
cumplieron lo que su consejera les mandara y pronto llegó el pajarito, el más
lindo de cuantos hayan visto ojos humanos.
Presurosos
tomaron entonces el rumbo de la ciudad, la que se conmovió ante la llegada de
los niños, porque aquel día estaban más bellos que nunca y se parecían, el
varoncito al rey y la mujercita, a la reina, la que había desaparecido sin
saberse cómo desde la vuelta del monarca de su largo viaje.
Y el
Pájaro Malver cantaba que era un primor y tan pronto estaba en el hombro del
niño como en el de la niña y con sus alitas multicolores los acariciaba.
Tanto
revuelo causó la escena, que el rey hizo comparecer a los niños ante su
presencia. La negra tembló, porque el pecado siempre acobarda.
Maravillóse
el rey ante el primor de las perlas y de los corales y en su corazón tuvo un
presentimiento, el que tomó cuerpo cuando se fijó detenidamente en las
facciones de los niños.
Ello fue
que inmediatamente el soberano ordenó a sus siervos que sirviesen un opíparo
banquete para agasajar a sus visitantes, de quienes quería saber su historia y
a quienes rogó se quedasen en palacio, pues querían regresar cuanto antes a su
cortijo.
Ya
sentados a la mesa, vino el primer plato, y fue entonces de admirar el afán con
que el Pájaro Malver volaba de un lado a otro y con sus paticas desocupaba los
platos de los niños, sin dejarlos probar bocado alguno. Y lo mismo aconteció
con el segundo plato y con el tercero.
Se hizo
tan notorio el hecho que el rey, adivinando alguna insidia, le preguntó al
pajarito:
-Pajarito
Malver, ¿por qué no dejáis comer a los niños?
Y el ave
prodigiosa, agitando sus alitas, dijo:
-Para que
mis niños no mueran envenenados. Echad los manjares a los perros y veréis lo
que sucede.
Hiciéronlo
así, y al punto cayeron muertos los mastines.
-¿Y quién
puso el veneno? -bramó lleno de ira el rey.
-La negra
que en palacio con todo se entiende. Y yo he salvado a los niños, porque son
tus hijos, que un día fueron arrojados por ella al río y por fortuna fueron
recogidos por unos pescadores.
-¿Y la
madre? -balbució el rey entre tembloroso y arrepentido, porque no las tenía
todas consigo.
-Tú la
emparedaste injustamente! Pero ella vive porque yo la alimenté y ahora está más
bella que nunca.
Todo fue
oír aquello y mandar el rey romper una pared, de donde salió la reina más
hermosa que se haya visto ni se verá en los venideros tiempos. Y allí vinieron
los abrazos, y los perdones, y los coloquios y las lágrimas.
A la negra malvada no le sucedió nada
distinto de un descuartizamiento en la plaza pública. Y en los magníficos
tapices de palacio esplendían las perlas y los corales que caían de los ojos de
los niños, y el Pájaro Malver cantó por la postrera vez y solamente dejó tras
de sí la sutil huella de su vuelo...
999. Anonimo
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