Parque de
La Draga
En las
postrimerías del siglo VIII, una bestia de terribles dimensiones se había
cobijado a orillas del lago de Banyoles, aprovechándose de una caverna de gran
profundidad.
El
monstruo, que era el último descendiente de las bestias prehistóricas que
habían habitado la comarca, tenía un aspecto terrible.
Tal y
como nos lo han descrito los cronistas de la época, le cubría el cuerpo una
gruesa piel de escamas provista de afiladas púas que lo hacían invulnerable a
las garras y a las ballestas.
A pesar
de sus grandes alas, su descomunal peso no le permitía alzar el vuelo, solo
podía caminar con sus patas, enormes como las columnas de un templo antiguo, y
al caminar, la tierra temblaba como si fuera a quebrarse de un momento a otro.
Cuentan
que sus ojos desprendían lenguas de fuego, y su aliento era tan pestilente que
de un soplido era capaz de secar las plantas, envenenar las fuentes, apestar
los campos i contagiar las enfermedades mas horribles a personas y animales.
Según los
testimonios, era una fiera con un apetito voraz, si por desgracia un rebaño se
cruzaba en su camino, a buen seguro que daba buena cuenta de los infortunados
animales.
El
pánico, aquella paranoia tan medieval, planeaba sobre Banyoles y sus
alrededores. Sus habitantes no hacían mas que acudir a las iglesias y ermitas a
rezar para que alguien les librase de aquella bestia que les envenenaba los
campos y les llenaba de terror. Nadie, por aquel entonces, osaba ir hasta el
lago, y algunos que lo habían intentado no volvieron jamás.
La
población vivía recluida dentro de las murallas donde, a diario, entraban
habitantes de los caseríos del contorno a refugiarse de la amenaza del Dragón.
En las
casas echaban el baldón mucho antes de que las gallinas se fueran a dormir, y
cuando obscurecía no se oía ni un respiro.
Todos
temían que, mas tarde o mas temprano, la fiera se cansara de hartarse de
corderos o jabalíes y se acercase hasta la muralla para degustar lo que todos
creían era lo que más le gustaba: la carne humana.
Lo cierto
es que cada noche una puerta de la ciudad era reventada y consecuentemente
desaparecía el ciudadano. Algunos de los que habían presenciado el rapto
hablaban de que una fuerza descomunal destrozaba la puerta por mas baldón y por
más muebles que hubieran detrás. Y que unas garras gigantescas se llevaban al
morador entre los espeluznantes gritos de las mujeres y de los chiquillos.
Aquella
constante sangría llegó a oídos de la soldadesca de Carlomagno que, en aquel
tiempo, había entrado en nuestro territorio para anexionar y saquear con alguna
excusa de trámite que entonces era la caza y captura de los sarracenos.
Los
soldados se paseaban ébrios de orgullo: Después de vencer a los de la media
luna se creían que la caza del Dragón seria un buen pasatiempo para esperar la
próxima batalla.
Una
columna de aquellos insensatos se plantó en "la Draga " (Terrenos donde
el Dragón tenía su morada, hoy convertidos en un magnífico parque) con sus
caballos, sus espadas y sus estandartes.
Todos
creían que sería tan fácil como cazar una zorra coja, pero una vez hubieron
llegado hasta la hendidura donde se refugiaba el Dragón, una vaharada vomitiva
les envolvió. De repente se hallaron enmedio de una nube tóxica que les hacia
toser y les cegaba.
Intentaron
dar media vuelta para alejarse de aquél espantoso vapor pero se encontraron,
cara a cara, con la bestia que salía a su encuentro. Algunos de ellos
redondearon su insensata acción esgrimiendo las espadas y encomendándose a su
patrón. Pero, como un jabalí que a su paso aplasta los zarzales y destroza los
sembrados, el Dragón convirtió aquella columna de bellacos en una alfombra de
pieles y escudos nobiliarios.
El
descalabro, el primero que habían tenido las tropas del emperador, fue
transmitida a éste de la forma en que a los reyes se les comunicaban las
noticias, magnificando la heroicidad de sus hombres y relatando que el enemigo
era cien veces superior.
El
emperador en persona quiso dirigir la revancha, lo cual ya indica que se trataba
de un tipo mas bien obtuso y bastante irresponsable.
Así,
Carlomagno capitaneó la flor y la nata de su tropa. Atravesaron la ciudad con
augurios de victoria y, eso si, se encargaron muy bien de exigir a los
ciudadanos comida, ropas y monedas de plata. Algunos, por sus adentros,
pensaron que aquella soldadesca era tanto o más voraz que el Dragón.
Cuando el
caballo del emperador pisó las tierras de "la Draga ", Carlomagno alzó
su mítica espada que a aquellas horas de la mañana brillaba como las aguas del
Lago.
Sus
hombres lo imitaron y entonces, sobre aquellas tierras cayó un resplandor como
de metal: El Dragón salió pausadamente de su guarida, parecía cansado, se movía
muy pesadamente. Carlomagno, embargado de ardor guerrero levantó su caballo y
galopó al acoso de la bestia.
Quería
degollar el animal delante de sus hombres y, seguramente, pretendía alimentar
su leyenda de héroe invencible.
De lo que
pasó a continuación nos han llegado dos versiones:
La de los
cronistas a sueldo de Carlomagno que explicaron que la batalla acabó en tablas.
Y la de los campesinos del "Lió" (lugar próximo a la
"Draga"), que siguieron la batalla desde la colina y vieron como la
bestia lanzó su aliento vomitivo sobre el caballero y éste cayó al suelo
abatido.
Sus
tropas, en lugar de ayudarle, huyeron hacia el pueblo, y el caballero, solo y
desamparado, se arrodilló y pidió perdón al animal enmedio de aquella nube
infecta, pero el Dragón se volvió a su guarida para no oír los lamentos de
aquel patético emperador.
Después de
aquel estrepitoso fracaso de las armas por doblegar al Dragón, continuó la
misteriosa desaparición nocturna de habitantes del pueblo.
Cuando ya
se contabilizaba un centenar de desaparecidos, una comisión de ciudadanos fue a
la búsqueda de un reconocido monje que había entrado con las tropas de
Carlomagno. Se trataba de un religioso narbonés conocido por el nombre de Mer (1)
y que se había ganado fama de hacer milagros.
El monje
accedió a las peticiones de los ciudadanos. Llegó a Banyoles y, rezando, se
encamino hacia la guarida del Dragón.
Cuando la
bestia salió de su refugio se quedó mirando aquel hombrecillo que no paraba de
rezar y, según parece, la bestia no hizo ningún gesto de ferocidad, al
contrario, siguió al monje como si de un cachorrillo se tratara.
Al llegar
a la plaza del pueblo, la multitud esperaba temerosa la reacción del animal, y
algunos de los presentes blandían toda suerte de armas.
-He aquí
a vuestra fiera maligna, el espantoso Dragón, -gritó el monje.
-Ya podéis
guardar las armas, no os hará nada.
La gente
se acercó hasta el animal que se los miraba complaciente. Y todos se
preguntaban que había hecho el monje para amansarlo de aquella manera.
Alguien
enmedio del gentío gritó:
-"Ahora
que lo tenemos amansado, matémoslo".
-Bien os
guardaréis de hacerlo -contestó el monje.
-Esta
bestia es inofensiva, solo come hierbas y raíces.
-¿Y la
gente que ha desaparecido?
-Todos
los desaparecidos están sirviendo a las órdenes de Carlomagno. Pronto volverán
a casa, no temáis.
-¿Y los
rebaños que se ha zampado?
-Carlomagno
sabe algo de ello, él y sus cocineros.
Un niño
salió de entre el público expectante, y se acercó a la bestia que lo miraba
cariñosamente. El niño acarició al animal, y después de él otros le imitaron.
Al final,
el monje volvió a conducir al Dragón a su guarida donde aún, de cuando en
cuando, cuando alguien osa perturbar su sueño lanza su vomitivo aliento.
(1) Sant Mer= San Emerio.
999. Anonimo
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