Narrador.-
Erase una vez un hombre que siempre tenía mala suerte.Los años iban pasando y
aunque se esforzaba mucho, todo era en vano, seguía teniendo mala suerte. Y así
pasaron muchos años años hasta que empezó a pensar de verdad en su situación.
Después de darle muchas vueltas durante un buen rato, llegó a la conclusión de
que necesitaba ayuda. Y... quién era más indicado para prestársela que Dios.
Así que el hombre decidió ir a ver a Dios para pedirle que le cambiara su mala
suerte. Metió todo lo necesario para el viaje en un atillo y se acostó.
A la
mañana siguiente se puso en marcha. Y caminó, caminó y caminó durante mucho,
mucho tiempo. Al cabo de algunos dias, nuestro hombre llegó a la selva y,
abriéndose paso entre la maleza, escuchó de repente una voz estridente:
El Lobo.-
"¡Oooooooh... oooooooohh!".
Narrador.-
Asombrado buscó el origen de esa voz pensando que a lo mejor alguien podía
estar necesitando su ayuda. Encontró un lobo y ¡cómo estaba el pobre
animalito!. Se le podían contar las costillas y el pelo se le caía a
mechones; daba lástima verlo.
El
Hombre.- ¿Qué te pasa lobo?
El Lobo.-
Estoy mal, de un tiempo a esta parte todo me va mal. No tienes más que observar
mi aspecto...
El
Hombre.- ¡No! no me cuentes nada más porque yo también tengo mala suerte. Por
eso voy a ver a Dios a pedirle que me cambie la suerte.
El Lobo.-
Por favor, pídele también un consejo para mí.
El
Hombre.- Muy bien, no te preocupes que se lo pediré. Hasta pronto.
Narrador.-
Y caminó, caminó y caminó, mucho, pero mucho tiempo. Por fin llegó a la sabana.
Hacia mucho calor. El sol quemaba y la sabana no parecía tener fin.
El
Hombre.- ¡Hay, que no daría yo por un poco de sombra!
Narrador.-
Nada más pensarlo vió a lo lejos un maravilloso árbol frondoso que invitaba con
su sombra. Pronto llegó y se recostó a descansar apoyándose en el tronco del
árbol. Nada más cerrar los ojos oyó una voz.
El Árbol.-
¡Oooooooohh! ¡Ooooooooohh!
Narrador.-
El hombre abrió sobresaltado los ojos pero no pudo ver a nadie que estuviera
quejándose. Nuevamente se recostó, y... ¡otra vez escucho aquella voz!
El Árbol.-
¡Oooooooohh! ¡Ooooooooohh!
Narrador.-
Así sucedió varias veces sin que averiguara la procedencia de aquellos
quejidos. Hasta que por fin se le ocurrió preguntar:
El
Hombre.- ¿Eres tú, árbol?
El Árbol.-
Sí, yo soy.
El
Hombre.- ¿Qué te pasa?
El Árbol.-
¡No lo sé!, de un tiempo a esta parte todo me va mal. ¿No ves mis ramas torcidas
y mis hojas marchitas?
El
Hombre.- ¡No sigas!. Ya sé de qué me estás hablando. Yo también tengo mala
suerte; por eso voy a pedirle a Dios que me la cambie.
El Árbol.-
Por favor, pídele también un consejo para mí.
El
Hombre.- Lo haré.
Narrador.-
Y con esa promesa se marchó. Y caminó, caminó y caminó, mucho, mucho tiempo.
Despues
de un tiempo, el hombre empezó a adentrase en unos cerros que había más allá de
la sabana. Un día, desde lo alto de una colina, avistó un maravilloso vale.
Parecía un paraiso: estaba lleno de árboles, flores, prados, un riachuelo,
pájaros,... Era una maravilla de lugar. Bajando al vale descubrió, en medio de
aquel precioso paisaje una casa muy acojedora. Se acercó y vió que en la
terraza, delante de la casa, estaba una mujer muy hermosa que parecía
esperarle.
Narrador.-
El hombre aceptó de buen grado. Pasaron una velada muy especial. Tomaron una
comida sabrosa y se contaron muchas cosas.
El
Hombre.- Te veo triste.
El
Hombre.- ¡No sigas!. Conozco la sensación, por eso voy a ver a Dios para que me
cambie la suerte.
Narrador.-
A la Mañana
siguiente el hombre emprendió de nuevo su viaje. Y caminó, caminó y caminó,
mucho, mucho tiempo. Al cabo de muchos días nuestro hombre llegó al Fin del
Mundo. Se asomó. Miró hacia abajo, a la derecha, a la izquierda y hacia arriba,
pero no pudo ver nada. Sólo había estrellas. De repente se formó una nube
enfrente de él que fue tomando la forma de la cara de un hombre.
El
Hombre.- ¿Tú eres Dios?.
Dios.- Sí,
yo soy.
El
Hombre.- Tu sabes que las cosas me van mal y he venido para pedirte que cambies
mi suerte.
Dios.- Muy
bien. Estoy de acuerdo. Sólo hay una condición: tienes que estar muy atento y
buscar tu buena suerte.
Narrador.-
El Hombre que estaba muy contento, se despidió de Dios. Quería llegar
rápidamente a su casa para ver si su suerte había cambiado realmente. Y corrió
y corrió y corrió durante mucho tiempo, hasta que llegó a aquel valle. Estaba
pasando de largo frente a la casa cuando la mujer lo vió y lo llamó.
El
Hombre.- He visto a Dios y me ha prometido que me va a cambiar la suerte. Sólo
me pidió que estuviera atento. Ahora tengo que irme, he de buscarla.
El
Hombre.- A ver... a ver si recuerdo... ¡Ah! sí. Me dijo que lo que te faltaba era
un hombre, un compañero que compartiera la vida contigo aquí en este valle.
Narrador.-
Con estas palabras a la mujer se le iluminó la cara y exclamó:
El
Hombre.- Me gustaría mucho pero no puedo. Tengo que seguir mi camino y buscar
mi buena suerte. Adios, me voy corriendo.
Narrador.-
Y corrió y corrió y corrió durante mucho tiempo. Después de varios días llegó
nuevamente a la sabana y pasaba corriendo al lado del árbol, cuando este le
paró e interrogó.
El Árbol.-
¿Qué ha pasado buen hombre?
Narrador.-
Nuevamente el hombre relató su historia y nada más terminarla quiso salir
corriendo; pero el árbol le preguntó:
El Árbol.-
¿Y para mí, para mí, Dios no te dió ningún consejo?.
El
Hombre.- A ver... a ver si recuerdo... ¡ah! sí, me dijo que debajo de tus
raices había un enorme tesoro que te impide crecer. Lo único que tienes que
hacer es sacar el tesoro; y todo te irá de nuevo bien.
Narrador.-
Despues de oir al árbol, el hombre quiso salir corriendo. Pero nuevamente el
árbol lo paró.
El Árbol.-
Mira yo no puedo sacar ese tesoro. Si tú lo quiere hacer por mí, te lo podrás
llevar y así ser muy rico. A mí no me sirve y únicamente quiero que mis raices
crezcan de nuevo bien.
El
Hombre.- Me encantaría ayudarte, pero tengo que seguir mi camino y buscar mi
buena suerte. Lo siento, adios.
Narrador.-
El hombre corriendo de nuevo se alejó. Corrió y corrió y corrió durante mucho
tiempo. Llegó a la selva y no pasó mucho tiempo cuando de nuevo oyó aquellos
temibles quejidos del lobo. Quiso pasar de largo, pero el lobo le llamó. El
hombre le contó de nuevo su historia. El lobo le preguntó:
El Lobo.-
¿Y para mí..., para mí no te dió Dios también un consejo?.
El
Hombre.- A ver... a ver si me acuerdo... ¡Ah! sí, me dijo que para ponerte de
nuevo fuerte sólo tenías que hacer una cosa: comerte a la criatura más estúpida
de la tierra, entonces te irá todo bien.
Narrador.-
El lobo se levantó con sus últimas fuerzas y se abalanzó sobre nuestro hombre
y... ¡Lo devoró!.
Y colorín
colorado este cuento se ha acabado.
999. Anonimo
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