I
La casa
de los fantasmas tiene una historia, mitad irrealidad y mitad silencio. Ahora
es una historia transformada, con olor a paraguas viejo que a veces se asoma
por algún ventanal.
Esa casa
vieja decía a nuestra infancia cosas terribles de imaginar y presentir, pero en
todo ello hay algo que es verdaderamente real: nuestro miedo, un miedo tan
grande que no nos atrevíamos ni siquiera a pasar por la puerta, ni a pisar su
vereda brotada de pastos amarillos.
Una vez,
Dalmacio, que era el mayor de todos los chicos, tuvo la audacia de pensar
en voz alta:
-¿Y si
entramos a la casa de los fantasmas para ver cómo es por dentro? Un
suspenso pálido hizo temblar la respuesta. Hasta que por fin Eufrasia,
haciéndose eco de todos, dijo:
-Tanto
como el interior no, pero podemos ir hasta el patio de atrás y sacar toronjas,
el árbol está lleno, al pasar por la esquina se alcanza a ver como brillan con
el sol.
-Está
bien, podemos llevar una canasta para bajar muchas toronjas.
II
Y de esa
manera, por primera vez tuvimos el atrevimiento de entrar; la puerta
herrumbrada, herida en sus goznes, no opuso mayor resistencia al grupo. Íbamos
todos muy juntos, azorados, por la vereda de cemento llena de grietas
En el
mediodía lleno de domingo el grupo fue acercándose al inmenso árbol de
toronjas.
-Suban
rápido y alcancen las más grandes -susurro Chela, con la mirada fija en una de
las puertas herméticamente cerrada. No podía dejar de pensar en qué momento se
abriría para permitir el paso a algún monstruo esquelético muy enojado por
nuestro atrevimiento de ir nada menos que a sacar toronjas.
Y
sucedió, en efecto, que muy lentamente se fue abriendo la puerta; el quejido
metálico hizo que cada uno permaneciera en su sitio, como estatuas de vidrio,
con las manos llenas de toronjas, las bocas abiertas, puro ojos, puro miedo,
cuando del hueco se dibujó un negrísimo movimiento de pelos erizados, cola
breve y mirar curioso, que se puso a ronronear amigable-mente.
-Un
gatito negro, ¡qué lindo es! Eufrasia lo alzó. Era lindo de veras, lleno de
pulgas y hambre.
-Llevémoslo
a casa -fue la proposición de todos. De pronto la puerta se cerró de golpe con
tal violencia, que hizo la punta de los pastos. El pánico se apoderó de todos y
comenzamos a correr hacia la salida. Llegamos a casa sin aliento, justo cuando
la campana llamaba para el almuerzo y justo para contar la aventura.
Anacleta
puso fin al relato diciendo que esa tarde iba a hacer dulce de toronjas, y acto
seguido se adueñó del gato para darle de comer. -Se llamará Mefistófeles -dijo.
Esa
tarde, por los tres patios se extendió el olor a dulce de toronjas, que por
supuesto, desde entonces, se transformó en el olor de los fantasmas.
Mefistófeles,
que tomó la costumbre de pasearse por el borde de las cornisas, continuamente
también me lo recordaba.
999. Anonimo
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