El Padre
Guardián de un convento, predicó una tarde un sermón en contra del Rey de
aquella monarquía, diciendo entre otros improperios, que era un fascineroso y
un ladrón de los pobres. Súpolo su Sacrarreal, y lo hizo llamar en el acto. El
Padre Guardián presentóse temblando de pavor, pues ya sabía la causa del
llamamiento.
-¡Hipócrita
Guardián! -díjole el Rey. ¿Conque has dicho en el púlpito que soy un ladrón, un
fascineroso y otros insultos más? ¿Qué contestas? Nada, ¿verdad? Bien, pues
mira: no te mando quemar vivo en el acto, aunque bien lo mereces, pero sí vas a
contestarme en el término preciso de veinticuatro horas, tres preguntas a
satisfacción mía y de toda mi familia y nobles de mi reino. Si no te presentas
o contestas mal a éstas preguntas, en el acto serás decapitado. Toma asiento y
escribe.
El Padre
Guardián con timidez y temblorosa mano cogió la pluma y se dispuso a obedecer.
Primera
pregunta: ¿Cuánto vale el Rey?
Segunda:
¿Hasta dónde llega el poder del Rey?
Tercera y
última: ¿En qué está pensando el Rey?
Después
de que el Padre Guardián escribió las tres, le dijo el Rey:
-Retírate
y ten presente la pena que tienes impuesta si no cumples con tu consigna.
Poco
faltó al Padre para caer privado de sentido; dobló el papel, saludó y se fue.
Llegó al convento, entró a su celda y se puso a estudiar aquellas tres
preguntas. Registró todos sus libros, para ver si podían darle alguna luz para
contestar aquellas frases. Pensó muchísimo, todo en vano. En la noche no rezó,
no cenó ni durmió por sólo pensar de qué manera contestaría aquellas preguntas
tan sumamente difíciles de resolver.
Amaneció
el día, y el temor y agitación del Padre Guardián crecieron doblemente. A las
doce de la mañana se cumplía el término fijado para contestar las preguntas y
por consiguiente para que diera fin su vida, pues no tenía qué responder. Como
a las nueve oyó tocar a su puerta. ¡Un salto le dio el corazón! Pero se serenó
luego al oír la voz del leguito que le servía, diciendo:
-Su
Reverencia, ábrame la puerta, soy yo. Le traigo su chocolatito.
-Qué
chocolate ni qué nada -contestó. Vete.
-Pero su
Reverencia, ¿qué cosa le sucede?
-¡Vete!
-Ábrame
la puerta.
-Que te
vayas.
-Pero su
Reverencia...
Por fin,
tanto suplicó el Lego que el Guardián le abrió la puerta para que no le
importunase más.
-Vaya,
entra -le dijo.
-Tome su
chocolatito.
-¿Eres un
tonto, o te gozas en desesperarme?
-Pero,
¿por qué, su Reverencia?
-¿Por
qué? ¿por qué…? ¡Anda vete!
El Lego
dijo entre sí:
-Desde
ayer está así. ¡No cabe duda, se ha vuelto loco!
-Y se
puso a llorar.
-Que te
vayas, te digo -exclamó el Guardián.
-Pero su
Reverencia, tome antes su chocolatito; desde ayer no come nada.
-¿Y qué
te importa?
-¿Pero,
dígame qué le sucede?
-Bien, te
lo diré para que me dejes. Te acordarás que prediqué hace dos días en contra
del Rey.
-¡Ave
María Purísima! Sí me acuerdo, y el Rey lo supo y...
-Sí, y me
van a decapitar dentro de pocos segundos; a las doce, si no le contesto unas
preguntas.
-¡Ay Dios
mío! ¿Y qué preguntas son?...
-Para qué
quieres saber, tú no me has de salvar.
-Quién
sabe, su Reverencia, quién sabe si…
-¡Quita
allá, iluso!
-¡Enséñeme
las preguntas!
-Eres
necio como pocos; ahí están.
Y le dio
el malhadado papel. El Lego leyó aquellas preguntas, arqueó las cejas, pensó
tres o cuatro segundos y terminó por soltar la carcajada.
-¿Acaso
estás loco?
-¡No, su
Reverencia, qué loco! ¡Deme sus hábitos!
-¿Qué vas
a hacer?
-A
contestar por su Reverencia.
-¡Eres un
zoquete! ¿Tú vas a contestar las preguntas?
-Deme sus
hábitos.
-Bien,
tómalos.
Y se
despojó el Guardián, vistiéndose el Lego.
-¿Y si te
reconocen?
-No
importa; si acaso por desgracia, que no lo creo, me va mal, yo doy con mucho
gusto la vida por su Reverencia. Pero no, no; voy a salir triun-fante. ¡Ya verá
su Reverencia!
-Adiós,
su Reverencia.
-¡Anda,
bendito de Dios!
El Lego
llegó al Palacio y al cruzar por los corredores, arrancó una florecita de una
de las macetas que había allí y se la ocultó en la manga. Al penetrar en el
salón donde se hallaba el Rey, no lo conocieron, porque llevaba puesto el
capuchón. En aquel suntuoso salón estaba el Rey con toda su corte, consejeros,
dignatarios, académicos, grandes nobles, distinguidas familias de la
aristocracia, todos invitados por su Sacrarreal Majestad, para escuchar las
dificilísimas respuestas que tenía impuestas el Guardián. A la mitad del salón,
estaba una tribuna, allí había de subir el Guardián. Cerca de la tribuna se
miraba la mesa del juez: éste y su secretario dispuestos a firmar la sentencia
de muerte. La situación del Lego era más que difícil. Temblaba de miedo, pero
hizo un esfuerzo inaudito y se repuso algo.
-Buenos
días, su Sacrarreal Majestad -dijo respetuosamente.
-¡A la
tribuna! -contestó el Rey.
El Lego
obedeció con resignada humildad.
-Comienza
con las preguntas -dijo- ya sabes que si no contestas ninguna de ellas se te
dará la muerte en el acto.
Tocan la
campanilla y se escucha una voz imperiosa:
-¿Cuánto
vale el Rey?
-Quince
reales nada más -contestó el Lego con seguridad.
-¡Quince
reales! ¡infame! ¡La sentencia!
Permítame
su Sacrarreal: voy a demostrarlo y os convenceréis.
-Bien,
contestó el Rey, y si no lo haces así, ya sabes que obrará la justicia.
-Sí, su
Sacrarreal. Cristo nuestro Dios ¿no es cierto que era Rey del Cielo y de la Tierra ? ¿Y en cuánto fue
estimado? ¿Verdad que en treinta reales lo vendió Judas? Pues sacad la cuenta:
Dios era Rey del Cielo y de la
Tierra ; vos, no lo sois más que de una Nación, ni siquiera de
todas. Así pues, os hago favor, y valéis quince reales que es mitad de treinta.
¿Estáis?
Un
murmullo de aprobación se levantó de todos los asientos.
-Me has
fundido -exclamó el Rey.
Suena la
campanilla para la segunda pregunta:
-¿Hasta
dónde llega el poder del Rey?
-Hasta...
¡nada! -respondió el Lego.
-¿Con qué
no tengo poder? Basta ya de insultos a mi real persona. Firma la sentencia -le
dijo al Juez.
-Un
momento su Sacrarreal. Voy a demostrarlo también.
El Rey
hizo una señal al Juez para que esperarse. Bajó el Lego de la tribuna, sacó la
florecita que cortó de la maceta de los corredores, y se acercó al Rey,
dándosela:
-Si
poderoso en su Sacrarreal, imíteme esta florecita en el acto.
La tomó
el Rey y se fue pasando de mano en mano. Todos hacían indicios de satisfacción
y no pudiendo contenerse, aplaudieron estrepitosamente al Lego. El Rey desesperado,
se mesaba los rizos de su cabellera y exclamaba:
-¡Ah,
maloso fraile! ¡Tienes talento, no hay duda! Pero en esta última pregunta sí no
escapas, prepárate a morir, y contesta: ¿En qué está pensando el Rey en este
momento?
-¿En que
ha de estar pensando? ¡En el Guardián que ha salido victorioso!
-¡Abajo,
abajo de la tribuna! Has triunfado por completo, cabalmente en eso estaba
pensando: ¡en tu talento! ¡vete pronto de mi presencia!
Una salva
nutridísima de aplausos y aclamaciones resonó en la sala. El Lego salió loco de
júbilo.
¿Cómo
quedaría el Rey? Se le ocurrió luego no dejar libre al dizque Guardián
saliéndose con la suya, como dicen, y tratando de vengarse, lo mandó llamar
inmediatamente.
Por la
escalera iba el Lego, cuando le salió al paso un vasallo:
-Llama a
su Reverencia el Rey.
El Lego
subió otra vez:
-¿Qué
manda su Sacrarreal?
-Ya que
tú me diste las contestaciones a mis preguntas y el auditorio quedó satisfecho,
ahora vas a dárselas a mi retrato que está en la pieza contigua, y con lo que
él te diga vienes a darnos razón: en la inteligencia de que si cuentas una
mentira, tienes pena de la vida.
El Lego
frunció el entrecejo como para querer condensar su pensamiento o tal vez para
demostrar lo difícil de su situación. Comprendió que aquello bien podría ser
una trampa. Y era de suponerse. El marco del retrato por sí solo no
respondería, pero podría estar combinado con alguna entubación acústica, y
entonces de lo que se trataba era de poner a prueba su valor, desde el momento
en que tenía que hablar con una materia inanimada. Además, él había derrotado
al Rey y éste trataba de vengarse. En conse-cuencia, aquello era un ardid por
el que tenía que caer irremisiblemente en las garras el vencido.
Su
situación era angustiosa, sumamente angustiosa.
De todo
el auditorio se cruzaban miradas y sonrisas al ver al pobre Lego que acongojado
y triste permanecía en silencio, inmóvil como estatua y sin saber qué
contestar.
El Rey,
impaciente ya de su silencio, con un tono severo le dijo:
-Os
espera el patíbulo si no me obedecéis. ¡Cumplid con lo que mando!
-Voy,
Señor, con vuestro permiso.
Como era
muy sabidillo, se le ocurrió un ardid muy ingenioso. Regresó a la sala del
juicio muy silencioso aparentando tristeza y dijo:
-Gran
Rey, tu retrato no me contestó palabra alguna, como tampoco le contestó el
caballo Bayardo al Conde Orlando cuando le preguntó por el paradero de su amo:
-Ay, buen
caballo, ¿dónde está Reinaldo?
¿Dime
dónde está? No me lo estés callando.
Así el
conde al caballo preguntaba.
Y no le
respondió porque no hablaba.
-¿Me
estás diciendo animal? -le preguntó el Rey muy indignado.
-Pues a
buen entendedor, pocas palabras -replicó el Lego.
-Gran
bestia -le dijo el Rey- ¿acaso los animales hablan?
-¡Gran
Rey! y qué… ¿los retratos hablan?
Una
nutrida salva de aplausos se dejó escuchar de todo el auditorio. El Rey quedó
bastante avergonzado, pero para no demostrarlo, tomó un semblante afable y con
gran entusiasmo le dijo al Lego:
-¡Un
abrazo! ¡Un abrazo! ¡No hay otra inteligencia como la tuya! Dejadle señores. Te
nombro mi secretario particular.
En este
momento, el Lego se descubrió el rostro, y dio las gracias al Rey diciéndole:
-Ya veis
que no soy el Guardián. Yo he venido por él, porque está enfermo; de modo que
haced de cuenta que él he sido yo.
-¿Y tú
quién eres?
-Soy su
Lego, su criado, y lo amo como a mi padre.
-Bien -repuso
el Rey- tu Guardián está a salvo, puesto que tú lo has desempeñado con
ingeniosa viveza.
-Gracias,
su Sacrarreal. Permitidme ahora que avise a mi pobre Guardián porque ha de
estar afligido, creyendo tal vez que he salido mal en las preguntas.
-Bueno,
vuelve, para darte tu despacho de secretario.
Y se fue
el Lego loco de dicha a dar parte a su Guardián de todo lo acaecido.
Al día
siguiente el Lego recibió su despacho y pasó a ocupar su cargo en la corte del
Rey, donde espera las órdenes del amable lector para recitarle otro cuentecito.
999. Anonimo
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