La
primavera había llegado, el jardín se empezaba a llenar de flores. Todas las
tardes la niña esparcía migas de pan viejo para los pajaritos que estaban
hambrientos, cerca de la fuente, al lado del columpio y entre las cañas.
Como cada
tarde, se sentó en la larga mesa rústica del jardín, y muy quietita esperó que
llegaran los sus pequeños amiguitos. El ruiseñor se posó junto a la niña, que
divertida y extrañada le preguntó:
Hola,
pajarito lindo, ¿No tienes miedo de mi?
El
ruiseñor cantó un poquito a modo de respuesta, dando saltitos para adelante y
para atrás. Se incorporó suavemente y se encaminó hacia la cocina, el avecilla
revoloteó delante de la pequeña cantando fuertemente a la vez que volvía a la
mesa, repitiéndolo varias veces sin dejar entrar a la chiquilla.
Pero...
¿Qué te pasa?, le preguntó, aunque no sabía como haría para entender la
respuesta cantora.
El
animalito voló rasante por encima de la mesa y volviendo por debajo de la
misma, cantó y cantó, altisonantemente. La niña se sentó donde estaba antes.
Parecía quererla llevar, a tironcitos con el pico a algún lado, estiraba de su
blusa y cantaba siempre los mismos tonos y el mismo ritmo:
Tiru-tu-tití
tiru-tu-tití
Se
levantó al mismo tiempo que el pajarito volaba algo más lejos y volvía hacia
ella con el mismo: tiru-tu-tití tiru-tu-tití cada vez que revoloteaba cera de
su nariz.
¡Está
bien! ¡Está bien!, dijo la niña, ya te sigo, ¿a dónde quieres llevarme?
El
pajarito volaba indicándole el camino. La niña trepó y trepó al árbol y el
canto del ruiseñor había cambiado, sonaba más triste:
Titi-tííí-tu
Titi-tííí-tu
Al mirar
entre las hojas, descubrió un nido del que casi no se oía nada, intentó llegar
más cerca, y vió algo muy triste: un montón de hijitos de la Ruiseñora que piaban
bajito, bajito, y otros que quizas estaban durmiendo o muertos... La mamá
pájara se paró encima del nido cantando muy muy triste.
¿Qué le
pasa a tus hijitos? preguntó apenada, ¿es que nunca llegas al pan de la tarde?
Bueno, espera que ahora voy a ayudarte, le dio esperanzas a la triste pájara.
Bajó
cautelosamente y corriendo entró en la cocina, casi gritando le dijo a su
madre:
¡Mamá,
mamá tenemos que salvarlos, hay que hacer algo!, decía atolondradamente,
los-hijitos-de-la-ruiseñora -están-muy-enfermos -quizas-muertos-algunos...,
tomó aire agitada.
Calma
Margarita, ¿de quién hablas, qué pasa?, le contestó tranquilizadora la madre
agachándose a la altura de la niña.
A la
ruiseñora no la han dejado comer pan los pájaros grandes, como ella es tan
pequeñita, y ahora han nacido sus pichones, están todos muy débiles, algunos
creo que están... muriéndose, dijo muy bajito como si no quisiera decir esta
palabra.
La madre
le dio un buen tazón con alpiste, un plato profundo con pan viejo mojado y
algunas galletas.
Margarita
salió como un rayo hacia el árbol, fue trepando con una cosa por vez y las fue
acomodando lo más cerca que pudo del nido, llamó a la ruiseñora y enseguida se
llenó de un alegre trinar cuando vio el banquete que tenía sólo para su
familia.
Cada
tarde Margarita traía nuevas proviciones al árbol e igual que si fuera una
doctora de pajaritos le preguntaba a la ruiseñora cómo se encontraban los
pequeñuelos, tarde a tarde se oía un coro cada vez más vigoroso en el árbol.
Hasta que
una tarde, cuando Margarita estaba sentada en la mesa -donde vio a la ruiseñora
por primera vez, aparecieron todos sus pequeños pacientes, crecidos y fuertes a
cantarle la más bella canción del Ruiseñor.
999. Anonimo
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