Erase un
principito que no quería estudiar. Cierta noche, después de haber recibido una
buena regañina por su pereza, suspiró tristemente diciendo:
-¡Ay!
¿Cuánto seré mayor para hacer lo que me apetezca?
Y he aquí
que, a la mañana siguiente, descubrió sobre su cama una bobina de hilo de oro
de la que salió una débil voz:
-Trátame
con cuidado, príncipe. Este hilo representa la sucesión de tus días. Conforme
vayan pasando, el hilo se irá soltando. No ignoro que deseas crecer pronto...
Pues bien, te concedo el don de desenrollar el hilo a tu antojo, pero todo
aquello que hayas desenrollados no podrás ovillarlo de nuevo,, pues los días
pasados no vuelven.
El
príncipe para cercionarse, tiró con ímpetu del hilo y se encontró convertido en
un apuesto príncipe. Tiró un poco más y se vio llevando la corona de su padre.
¡Era rey!
Con un nuevo tironcito, inquirió: -dime, bobina, ¿cómo serán mi esposa y mis
hijos?
En el
mismo instante una bellísima joven y cuatro niños surgieron a su lado. Sin
pararse a pensar, su curiosidad se iba apoderando de él y siguió soltando más
hilo para saber como serían sus hijos de mayores.
De pronto
se miró al espejo y vio la imagen de un anciano decrépito, de escasos cabellos
nevados. Se asustó de sí mismo y del poco hilo que quedaba en la bobina. ¡Los
instantes de su vida estaban contados! Desesperadamente, intentó enrollar el
hilo en el carrete, pero sin lograrlo. Entonces la débil vocecilla que ya
conocía, habló así:
-Has
desperdiciado tontamente tu existencia. Ahora ya sabes que los días perdidos no
pueden recuperarse. Has sido un perezoso al pretender pasar por la vida sin
molestarte en hacer el trabajo de todos los días. Sufre, pues, tu castigo.
El rey,
tras un grito de pánico, cayó muerto: había consumido la existencia sin hacer
nada de provecho.
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