Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 15 de mayo de 2012

El laúd maravilloso

La torre de las Infantas, residencia en otro tiem­po de las tres encantadoras princesas moras Zay­da, Zorayda y Zorahayda, estaba abandonada. Este abandono obedecía a que nadie se atrevía a habitarla, ya que, según se decía, la sombra de la joven Zorahayda, que murió en ella, se aparecía a la luz de la luna, junto a la fuente de la sala, tocan­do su laúd maravilloso.
Pero llegó un buen día en que una señora llama­da Fredegunda se fue a vivir a ella con su sobrina Jacinta, muchacha huérfana y muy bella, a la que se llamó «la Rosa de la Alhambra». Su tía no le per-mitía salir jamás de aquella torre y en ella se consumía su juventud.
Cierto día que paseaba por la Alhambra Ruiz de Alarcón, el paje favorito de los Reyes, con el hal­cón preferido de la Reina, advirtió que el ave de presa, al ver un pájaro sobre un árbol, se lanzó en su persecución. El joven siguió al pájaro en su vuelo, hasta que lo vio posarse en la alta torre de las Infantas. Creyéndola deshabitada, se dirigió hacia ella e intentó buscar alguna portezuela por donde poder entrar. Cuando lo estaba intentando, vio aparecer por una ventana un hermoso rostro de una muchacha, que desapareció en seguida. Esperó, para ver si podía verlo de nuevo, pero fue en vano; entonces se decidió a llamar a la puerta. Al poco tiempo apareció aquel rostro encantador en la ventana.
-¿Qué deseáis? -dijo.
-Quisiera subir a la torre para coger mi halcón, que está posado en lo más alto -contestó el paje.
-Perdonad, señor, que no os abra la puerta; mi tía me lo tiene prohibido.
Pero ante los ruegos del bello paje, la muchacha aceptó. Si sólo el rostro de la muchacha le había cautivado, al contemplarla ahora con su corpiño andaluz y su graciosa basquiña, quedó enamorado de ella. La joven, turbada ante su presencia, dejó caer el ovillo de seda que estaba devanando, el cual se apresuró a cogerlo galantemente el paje, y ofre­cióselo de rodillas. Estaban absortos uno y otro, cuando se oyó ruido fuera.
-Es mi tía, que vuelve de misa -gritó la mucha­cha-. Señor, os ruego que os marchéis.
El paje aseguró que no lo haría sin llevarse la rosa que llevaba ella prendida en su cabello. La muchacha se la dio, y él la cubrió de besos. Des­pués, poniéndose su bonete, se deslizó por el jardín, llevándose el corazón de Jacinta.
A los pocos días volvió el paje a la torre; la corte se ausentaba de Granada y venía a despedirse de su amada.
Jacinta se quedó en el mayor desconsuelo y no pudo disimular su pena, acabando por confesar a su tía su pasión por el paje.
Gran indignación se apoderó de la tía cuando supo que, a pesar de toda su vigilancia, se había entablado aquella tierna correspondencia entre los dos jóvenes.
Mientras así pensaba la pobre anciana, la sobri­na no olvidaba ni por un instante los juramentos de amor y fidelidad que le había hecho su amante.
Pasaron días, semanas y meses, y nada se volvió a saber del doncel de la Reina. Pasó el tiempo, y el paje no volvía.
La infeliz joven estaba pálida y melancólica; abandonó sus ocupaciones y entretenimientos. Sus madejas de seda se quedaron sin devanar. Su gui­tarra, muda. Sus flores, descuidadas. Ya no escu­chaba los trinos de los pájaros, y sus ojos, antes alegres y brillantes, se marchitaban llorando en secreto. Si hubiera de buscarse un lugar apropiado para alimentar la pasión de una triste doncella abandonada, no sería posible encontrar otro más adecuado que la Alhambra, donde todo parece evo­car tiernos y románticos ensueños. La Alham-bra es un paraíso de los enamorados.
-¡Ay, inexperta niña! -le decía, severa y casta, Fredegunda, cuando sorpren-día a su sobrina en los momentos de aflicción-. Ten la seguridad de que aunque ese joven se hubiera propuesto serte fiel, su padre, uno de los nobles más orgullosos de la corte, le prohibiría terminantemente su unión con una joven humilde y desheredada como tú. Toma, pues, una resolución enérgica y desecha de tu imagina­ción esas locas esperanzas.
Las palabras de Fredegunda sólo servían para acrecentar la melancolía de su sobrina; por lo que la infeliz criatura tomó el partido de entregarse a solas a su dolor. Cierta noche de verano, y a hora avanzada, después que la tía se retiró a descansar, quedóse la sobrina en el saloncito de la torre, junto a la fuente de alabastro, donde el desleal amante se había arrodillado a besarle la mano por vez pri­mera y le había jurado su amor. El corazón de la apenada doncella oprimíase con tan tristes recuer­dos y sus lágrimas caían abundantes en la fuente. Poco a poco comenzó a agitarse el agua y a bullir y formar burbujas, hasta que apareció ante sus ojos una hermosísima figura de mujer ricamente atavia­da con traje morisco.
Jacinta se asustó de tal manera que huyó del salón y no se atrevió a volver a él. A la mañana siguiente contó cuanto había visto a su tía; pero la buena señora lo creyó todo quimera de su imagina­ción, o que se habría dormido y lo habría soñado junto a la maravillosa fuente.
-Habrás estado meditando en la historia de las tres princesas moras que habitaron en otros tiem­pos esta torre -añadió-, y esto te habrá hecho soñar con ellas.
-¿Qué historia es ésa, tía? No la conozco.
-¿No has oído hablar nunca de las tres bellas princesas Zayda, Zorayda y Zorahayda, encerra­das por su padre en esta misma torre y que se fugaron con tres caballeros cristianos, aunque a la menor le faltó valor para seguirlas y fue la que, según cuentan, murió en esta misma torre?
-Ahora recuerdo haber oído esa historia -dijo Jacinta-, y muchas veces he llorado por la desven­tura de la infortunada Zarahayda.
-Hacías muy bien en dolerte de su desventura -continuó la tía-, pues el amante de Zorahayda fue uno de tus antepasados. Por largo tiempo lloró a su adorada princesa mora; pero el tiempo mitigó su dolor, y se casó con una noble dama española, de la cual tú eres descendiente.
Cerca de medianoche, cuando todo estaba en silencio, se fue Jacinta a colocar junto a la fuente del saloncito. No bien la campana de la lejana torre de la Vela anunció la hora de las doce, cuando la fuente se agitó de nuevo y empezó a bullir el agua hasta que apareció la extraña visión. Era joven y hermosa; sus vestiduras estaban adornadas de riquísimas joyas y llevaba en la mano un laúd. Jacinta quedó trémula y a punto de perder el senti­do; pero se tranquilizó al oír la dulce voz de la aparecida y al ver la cariñosa expresión de su melancólico y pálido rostro.
-¡Hija de los mortales! -le dijo- ¿Qué te aque­ja? ¿Por qué enturbia tu llanto el agua de mi fuen­te? ¿Por qué interrumpen tus suspiros y tus quejas el silencio de la noche?
-Lloro la ingratitud de los hombres y me quejo de mi triste soledad y abandono.
-¡Consuélate, hija mía! Tus penas pueden con­cluir. Mira en mí una princesa mora que, como tú, fue muy desdichada en amores. Un caballero cris­tiano antecesor tuyo cautivó mi corazón y hubiéra­me llevado a su país natal y al seno de tu Iglesia. Me habría convertido de todo corazón; pero me faltó valor que igualase a mi fe, y vacilé en el momento supremo, por lo que el espíritu del mal se apoderó de mi, y en esta torre estoy encantada has­ta que un alma cristiana quiera romper el mágico hechizo. ¿Quieres tú acometer esta empresa?
-¡Ay, sí, sí quiero! -contestó la joven, conmo­vida.
-Pues acércate y nada temas; mete tu mano en la fuente, rocíame con agua y bautízame según el rito de tu religión. Así concluirá el encantamiento y mi alma en pena alcanzará el descanso.
La tímida doncella se aproximó con paso vacilante, introdujo la mano en la fuente y, cogien­do un poco de agua, verificó la aspersión sobre el pálido rostro de la triste aparecida. Sonrió con ine­fable benignidad la bella visión, y dejando caer su laúd a los pies de Jacinta, cruzó sus blancos brazos sobre el pecho y se desvaneció, convirtiéndose en lluvia de gotas de rocío que caían sobre la fuente.
Jacinta se retiró del salón con cierto terror mez­clado de asombro. Dificilmente pudo conciliar el sueño aquella noche, y cuando se despertó, bajó al saloncito y vio confirmada la realidad de la apari­ción, pues al borde de la fuente encontró el laúd de plata.
Apresuróse a buscar a su tía y le contó lo que había ocurrido. La virtud del maravilloso laúd se hizo cada día más famosa. Jacinta pasaba el tiem­po tocando el laúd, y cuantos transitaban por el pie de la torre se detenían encantados, sin atraverse a respirar, como arrobados.
La fama de este prodigio cundió por todas par­tes. Los habitantes de Granada subían a la Alham­bra para oír siquiera algunas notas de la música sobrenatural, que, aunque débilmente, se percibía en los contornos de la torre de las Infantas.
La encantadora joven salió al fin de su retiro, pues los ricos y poderosos del país se disputaban a porfía el oírla y colmarla de distinciones.
Mientras que Andalucía se hallaba poseída de aquella vehemente pasión musical, otros vientos corrían en la corte de España, pues al Rey le daba por guardar cama semanas enteras, quejándose de dolencias imaginarias.
No se encontró otro remedio más eficaz para calmar las melancolías del augusto Monarca que el poder de la música.
En la época a que se refiere nuestro relato había­se apoderado del Rey una monomanía más rara aún que las anteriores: el rey se obstinó en que se le hicieran en vida las exequias fúnebres.
Encerrados se hallaban en este insoluble dilema, cuando llegó a la corte el renombre de la tocadora de laúd, que estaba causando la admiración de toda Andalucía, e inmediatamente despachó la Reina emisarios para que la trajeran a la corte.
Impaciente por hacer la prueba, la llevó a la habitación del Monarca. Las ventanas se hallaban cerradas. La oscuridad lo invadía todo, excepto los lúgubres resplandores de los cirios que rodeaban el catafalco, donde el Monarca se hallaba tendido, ensayando su última postura.
Jacinta fue introducida por la Reina en la cá­mara y le hizo tomar asiento. Enseguida la mucha­cha comenzó a tocar el laúd y todos se quedaron maravillados al oír su melodía. El Monarca levantó la cabeza y miró a su alrededor; sentóse en su fére­tro y sus ojos empezaron a animarse.
El triunfo del mágico laúd fue completo; el demonio de la melancolía fue arrojado del cuerpo del Rey.
Se abrieron las ventanas de la habitación y todos los ojos buscaron a la hermosa cantora. El paje Ruiz de Alarcón se echó a sus pies y la presentó a la corte como su prometida, y pronto se celebraron con gran ostentación las bodas de esta feliz pareja.
Aquel maravilloso laúd estuvo algún tiempo en poder de la familia; pero luego se cree que pasó a Italia, y allí, ignorando su valor, fundieron la plata y utilizaron sus cuerdas para un viejo violín de Cre­mona, las cuales han conservado siempre su mara­villosa virtud.

099. Anónimo (andalucia)

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