Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 15 de mayo de 2012

El aprendiz de zapatero

Hubo una vez un aprendiz de remendón, huérfano de padre y madre. Tenia un tío sacerdote, que se encargo de el. Sus padres habrían deseado que el muchacho siguiese la carrera eclesiástica, pero, por su desgracia, al quedarse huérfano y sin recursos, le fue imposible dedicarse al estudio, a pesar de la protección de su tío, porque el pobre hombre, por su parte, no tenia tampoco medios para sufragar aquellos gastos.
Y como era mucha la pobreza del tío y del sobrino, este no tuvo más remedio que entrar de aprendiz en el taller del remendón del pueblo.
En el momento en que empieza esta historia, el muchacho llevaba ya tres años al lado del maestro. Había recibido muchos correazos del remendón, cada vez que éste lo sorprendía inactivo o divirtiéndose en retorcer la cera entre sus dedos, para hacer muñecos de todas clases. También sufrió numerosos golpes por haber sido sorprendido en el momento en que hacia muecas a su maestro cuando él le había vuelto la espalda, o bien al interrumpir su tarea de clavar estaquillas de madera en las suelas de las botas, pues su inacción era notada en el acto por el remendón.
Este, a fuerza de golpes, llega a convertir al muchacho en un buen obrero, le enseño el oficio de cabo a rabo y aunque al joven nunca le había gustado aquella ocupación, sabía llevar a cabo todas las operaciones necesarias, tanto en lo que se refería a la confección de calzado nuevo, como a la reparación del ya usado.
Ocurrió, en una ocasión, que su maestro le dijo que podía tomar un día de fiesta y que, en vez de pasarse una serie de horas cosiendo piel y cuero, se fuese al bosque para cortar estaquillas, toda vez que no quedaba ninguna en el taller.
Aunque, como se ve, la amabilidad del maestro era, realmente, interesada, el muchacho salió muy contento y con toda la rapidez que le fue posible, pues le gustaba mucho correr, saltar y jugar al aire libre. Y una vez en el bosque, ya no se acordó más de las estaquillas. Se encaramó por todas las lomas y se hundió en todos los barrancos, en busca de nidos de pájaros y de frutas silvestres, o bien observaba los hormigueros o perseguía a las mariposas.
De esta manera, y sin que se diese cuenta del transcurso de las horas, pasa el día entero y no corto una sola estaquilla. De repente, sin embargo, al declinar la tarde, se acordó del objeto que lo había llevado al bosque. Muy preocupado, buscó, con la mirada, algunos álamos poco crecidos, porque de su madera hacen estaquillas los zapateros. Mas no encontró ninguno y era ya tan escasa la luz reinante, que ni siquiera pudo darse cuenta, con certeza, del lugar en que se hallaba. Y así acabó diciéndose que lo único interesante, por entonces, era buscar la salida de aquel obscuro bosque y volver al pueblo lo antes posible.
Echó, pues, a correr y aunque, sin duda, siguió un camino equivocado, tuvo por último, la alegría de contemplar, de nuevo, los dilatados Campos.
Precisamente en el momento en que salía del bosque, un perro enorme se acerco a él, al galope; al mismo tiempo ladraba con fuerza y lo más raro del caso era que el muchacho pudo entender perfectamente lo que le decía el can.
-iBub! iBub! Muchacho -le decía-, es preciso que me sigas inmediatamente al interior del bosque. Allí hay alguien que desea hablar contigo.
Al mismo tiempo el perro saltaba alegremente al lado del muchacho, sin dejar de ladrar, de modo que el pobre chico, asustado y receloso, no se atrevió a negarse, sino que echo a andar, en pos del can, que, en efecto, se internó en lo más espeso del bosque.
Cuando llevaban ya una hora de camino, el muchacho pudo ver, tendido en el suelo, un hermoso ciervo, provisto de gran cornamenta: el animal estaba muerto. A su lado, sosteniéndose sobre las patas traseras, vió a un enorme oso pardo, que dió un rugido. A corta distancia, y posado en una rama, hallábase un halcón, que también dejó oír su voz y, sobre un tallo de hierba, estaba una diminuta hormiga negra, cuya vocecilla pudo igualmente percibir el recién llegado, después de fijarse mucho.
En cuanto el muchacho se hubo repuesto del asombro que le causo aquella escena, el oso le dirigía la palabra y le ordena repartir el ciervo muerto entre los cuatro animales; cada uno de ellos se creía con derecho, a una parte, pero, hasta entonces, y aunque la discusión había sido larga, no lograron ponerse de acuerdo.
El muchacho empuño su cuchillo de zapatero, desolló el ciervo y luego corta la cabeza.
-Ahí tienes tu parte -dijo a la hormiga-. Es la que mejor te conviene- añadió-. Tiene tantos agujeros y puntos de entrada, que te servirán admira-blemente para penetrar dentro del cráneo y devorar cuanto encuentres al paso.
Luego abrió en canal el cuerpo del ciervo, saco todas las entrañas y se las ofreció al halcón, diciéndole:
-Esto es lo que te corresponde. Es carne blanda, que dividirás fácilmente con tu pico.
Cortó después las patas anteriores y posteriores, y se las dio al perro, diciendo:
-Esta es la parte más apropiada para ti, porque tiene carne y huesos, que podrás romper con el mayor gusto.
El tronco se lo dio al oso, diciéndole:
-Tu eres fuerte y corpulento, y estas dotado del vigor necesario para destrozar todo eso y comerte la carne y los huesos.
Aquel reparto equitativo dejo muy satisfechos a los cuatro animales, cada uno de los cuales empezó a comer su parte.
El muchacho se apodero de la piel, se la cargo al hombro y se alejó, pensando:
-En cuanto le de al maestro esta magnífica piel de ciervo, no me castigara por mi olvido, puesto que no le llevo las estaquillas que me encargo.
Pero cuando se hallaba a punto de salir del bosque, de nuevo se presente el perro y le dijo que debía regresar al lugar en que se hallaba el oso, que deseaba hablarle.
Mucho se asustó el aprendiz de zapatero al oír al perro, pues se figuró que los cuatro animales no le permitirían llevarse la piel del ciervo.
Manifestó al perro ese terror, añadiendo que, en el caso de haber obrado mal, llevándose la piel, arrepentíase de ello y estaba dispuesto a devolverla. Por otra parte, no tenia ningún deseo de verse, de nuevo, ante el oso, pues se dijo que, una vez devorado el ciervo, tal vez los cuatro animales quisieran atacarlo a el mismo. Pero el perro se apresuró a tranquilizarlo, asegurándole que el oso no quería otra cosa que hablar un poco con él. Y le aseguró que, desde luego, podría llevarse la piel del ciervo, en el supuesto de que le fuese útil.
En vista de eso, el muchacho no tuvo inconveniente en seguir otra vez al perro y en cuanto estuvo en presencia del oso, pudo notar que este lo acogía con la mayor cordialidad.
-Nosotros cuatro -le dijo, después de satisfacer el apetito, hemos decidido recompensar el servicio que nos has prestado, repartiendo con tanta equidad el cadáver del ciervo. Queremos hacerte un regalo. Y, por mi parte, te otorgo el don de transformarte, cuando lo desees, en un oso tan corpulento, vigoroso e inteligente coma yo mismo. Luego, en cuanto te lo propongas, podrás recobrar tu figura humana.
-A imitación de mi amigo el oso -dijo el perro-, te concede También el don de transformarte en un perro tan fuerte, rápido e inteligente como yo mismo y estarás dotado igualmente, de un olfato finísimo. Y, por descontado, podrás recobrar la figura humana en cuanto lo desees.
-Yo También -dijo el halcón- te doy la facultad de transformarte en halcón, provisto de plumas tan finas y de alas tan vigorosas como las mías, de ojos agudos como los que poseo y de una gran rapidez de vuelo. Y cuando quieras, como se comprende, podrás recobrar la figura humana.
-No puedo ser menos que mis amigos - exclamo la hormiga, con voz tan débil que apenas pudo el muchacho oírla, a pesar del silencio extraordinario que reinaba en el bosque-, por lo tanto, cuando lo desees, podrás transformarte en hormiga, dotada de todas mis cualidades, y, en el momento en que te parezca oportuno, recobraras la figura humana.
El muchacho, maravillado par lo que acababa de oír, dio las gracias a los cuatro animales y nuevamente emprendió el camino hacia el lindero del bosque. Aquella vez no se vió detenido por el perro y siguió adelante, a campo traviesa. Por ultimo llegó al pueblo y a la casa de su maestro. Por el camino había reflexionado largamente, diciéndose que si se viese obligado a manejar siempre mas la lezna y el hilo, durante todo el día, su vida sería, realmente, muy desdichada.
-¡Oh! -se dijo de pronto-. ¡Si pudiera convertirme en halcón!
Apenas había pronunciado estas palabras, cuando se vió metamorfoseado en aquel animal nombrado.
Extendió las alas y empezó a cruzar el aire con la rapidez de una flecha. De este modo recorrió un espacio inmenso, volando por encima de la tierra y del agua. Deseaba alejarse lo más posible de su país y, como emprendiera el vuelo hacia el sur, llego al cabo a España.
Una vez allí descanso en una de las ramas de un árbol y, dirigiendo una mirada a su alrededor, se quedo maravillado y extasiado ante todo lo que veía, montes y gargantas, pueblos y gente, porque todo le parecía muy raro, pero, al mismo tiempo, muy bonito.
Voló luego en varias direcciones, examinándolo todo a su sabor, gozando con lo que veía y sintiendo con delicia la suavidad del clima, el calor del sol y la frescura de la brisa. De este modo llego hasta un enorme castillo, mucho mayor y mucho más hermoso y espléndido que todo cuanto viera hasta entonces. Con toda evidencia aquella magnifica mansión pertenecía al rey.
Pero lo raro de aquel castillo era que todas las ventanas que miraban al este, al oeste y al sur, estaban tapiadas, de modo que el edificio solo recibía aire y luz por las ventanas que daban al norte.
Ante la fachada principal del castillo veíase un hermoso y soleado jardín, en el que respiraban las flores, saturando el ambiente de dulces perfumes. Allí gorjeaban numerosos pájaros de pintados colores.
El halcón revoloteo por encima del castillo y del jardín, para observarlo todo y, por ultimo, fue a posarse en una de las ramas de un árbol corpulento que se hallaba frente a una ventana abierta.
Desde su observatorio pudo notar que en el interior de la sala había numerosa concurrencia. En un extremo diviso a una hermosa y joven princesa, rodeada por sus damas de honor. También estaba allí el Rey. Como la Reina había muerto algunos años atrás y la Princesa era la única hija que dejo, el monarca la amaba extraordinariamente. Y a causa de la jovencita, había mandado hacer importantes obras en el castillo, de modo que el edificio no tuviese obras ventanas que las orientadas al norte.
Eso obedecía a que, cuando nació la Princesita, una maga profetizó que si, alguna vez, la alumbraba el sol antes de haber cumplido treinta años, inmediatamente sería raptada par un gnomo, a quien la Reina difunta la había prometido antes de su nacimiento.
La Princesa había cumplido ya quince años y durante aquel tiempo viose obligada a vivir dentro de las habitaciones del castillo. Tan solo por la tarde, cuando ya se había puesto el sol, podía pasear por los jardines, pero, a otras horas, érale forzoso permanecer en el interior del castillo.
Como se comprende, el halcón hizo buen use de sus ojos magníficos y de la agudeza de la visión de que gozaba entonces. El aprendiz de remendón nunca había visto ni sospecho siquiera la posibilidad de que existiese una doncella tan hermosa coma la Princesita, cuyo cabello era tan negro como las alas de un cuervo y el cutis tan blanco y resplandeciente como las albas plumas del halcón.
La Princesita fué la primera en descubrir al ave de presa y, dirigiéndose al Rey, su padre, exclamó:
-Mira, papa, que hermosa ave esta posada en una de las camas de ese árbol, sin duda procede de lejanas tierras.
-En efecto replica el monarca-, vale la pena de contemplar esa ave; en nuestro país es muy rara y esta, sin duda, procede de las lejanas tierras del norte. Es un ave majestuosa y, entre sus compañeras, goza casi de regia consideración. Si pudiéramos cogerla, la meteríamos en una jaula y la cuidaríamos conveniente-mente.
No cayeron en saco roto estas palabras, pues una de las damas de la Princesa, ya entrada en años y muy experimentada, se apresuro a replicar:
-Con la venia de Vuestra Majestad, yo conozco el modo de capturar a esas aves silvestres, de modo que si Su Alteza Real, la Princesa, me lo permite, haré lo posible por aprehender a ese hermoso halcón.
La Princesa sonrió satisfecha y se apresuró a dar el permiso solicitado.
La dama ató un cordel fuerte a la ventana, le puso en el otro extremo un cebo de carne, que dejo sobre el antepecho y luego salieron todos los ocupantes de la habitación, excepción hecha de la Princesa, que deseaba capturar por si misma a la hermosa ave.
Para lograrlo, se oculto en la estancia, sosteniendo en la mano el extremo del cordel. Luego espere pacientemente.
En cuanto el halcón fue a posarse en el antepecho de la ventana, la jovencita se apresuró a cerrarla y el ave quedo presa.
Pero, desde luego, no se dejo atraer por el cebo de carne, sino que fue a situarse sobre el antepecho de la ventana, al darse cuenta de que ya no podía ver a nadie en la estancia. Creyó que había sido desocupada, por completo y no pudo resistir la tentación de entrar en ella para averiguar a donde había ido la Princesa.
Así fue cogido, pero, al darse cuenta de que se hallaba en poder de la hermosa joven, no sintió el menor disgusto, sino todo lo contrario. Mostróse manso a más no poder y permitió a la Princesa lo acariciara con su manecita suave y lo metiera luego en una gran jaula dorada, como si fuera un loro.
Logrado que hubo este resultado, la Princesa se apresuró a llamar a todos los demás.
Entraron inmediatamente el Rey, las damas de honor y algunos cortesanos, y todos ellos rodearon la jaula en que estaba encerrado el hermoso halcón, cuya belleza los dejo pasmados. En cuanto a la Princesa estaba tan complacida y tan orgullosa de su captura, que se empeño en que la jaula permaneciese siempre en su propio dormitorio.
Pocas o ninguna molestia sufrió el halcón; la Princesa le daba para comer pan y carne, con sus propias manos, y le dirigía toda suerte de nombres y apelativos cariñosos. Mas a pesar de eso y de que estaba muy satisfecho de la frecuente compañía de la joven, el halcón acabó por cansarse de permanecer todo el día encerrado en la jaula.
Una mañana, muy temprano, en cuanto la luz alumbro la estancia a través de la ventana, y la Princesa estaba aun dormida, ocurriósele decir al halcón:
-¡Cuánto me gustaría transformarme en hormiga!
Con rapidez tan extraordinaria que a él mismo le dejo maravillado, viose convertido en una hormiga, de modo que, con toda facilidad, pudo salir de la jaula. Pero en cuanto se vió andando por el suelo, tuvo el deseo de recobrar, al fin, su verdadera figura. Un instante después vió cumplido su deseo y se halló en el centro del dormitorio de la Princesa.
En aquel momento la joven despertó y, al ver al desconocido, empezó a gritar y tiro del cordón de la campanilla suspendido al lado de su cama. Estaba asustadísima. Y al oír sus voces y sus campa-nillazos, las doncellas y las damas de honor penetraron, tumultuosa y rápidamente, en el dormitorio.
Mientras tanto, el muchacho, habíase convertido otra vez en hormiga; penetro en la jaula y, en cuanto estuvo allí, adquirió de nuevo su figura de halcón, de modo que las damas y las doncellas le vieron tranquilamente posado en uno de los travesaños de la jaula.
En cuanto le hubieron preguntado por el motivo de su susto y de su llamada, la Princesa contestó que había visto a un joven en su dormitorio; las damas y las doncellas buscaron por todas partes y registraron con el mayor cuidado los armarios roperos y aun por debajo de la cama, peso, natural-mente, no encontraron a nadie. Quedaron convencidos de quo la Princesa había soñado o que, quizá estaba enferma. Y, en previsión de que fuera esto ultimo, la obligaron a tragar multitud de píldoras y de polvos medicinales, y a permanecer todo el día en cama. Y, a la noche siguiente, una de sus damas de honor se quedó a velar su sueño.
Durmió aquella noche la Princesa con la mayor apacibilidad y cuando se levanto a la mañana siguiente, diose la mayor prisa en ofrecer algo que comer a su halcón; lo invitó a que se posara en su mano, Cosa que el hizo sin ofrecer la menor resistencia, y luego le acaricio las blancas plumas, lo besó y lo llamó luego su querido amigo, reconviniéndose a si misma por haberlo dejado abandonado durante el día anterior.
Con grande extrañeza y susto de la Princesa, el halcón tomo entonces la palabra y le hablo así:
-No tengáis ningún miedo de mí, encantadora Princesa,
-¿Como? -exclamó ella, admirada-. ¿Puedes hablar?
-En efecto -conteste él-, y si me prometéis no revelarlo a nadie, os diré alga importantísimo.
-Cuenta con mi discreción -contestó la joven-. Juro no comunicar a nadie lo que me digas.
Entonces él le refirió que, cuantas veces quisiera, podría con-vertirse, alternativamente, en hormiga, en perro, en oso y en halcón y que, cuando lo quisiera, También tenia la facultad de recobrar su figura humana. Al fin acabó confesando que, en efecto, había recobrado su forma habitual a primera hora de la mañana del día anterior y que ello fue causa del susto que tuviera la joven.
Ésta manifestó la mayor curiosidad y el más intenso deseo de presenciar aquellas transformaciones. Él se apresure a complacerla. La Princesa se río mucho al verlo convertido en hormiga, se entusiasmó ante el perro que se le apareció de pronto, tuvo bastante miedo al ver al oso, pero cuando conoció al joven, en su verdadera forma humana, no tuvo el más pequeño terror, sino que, por el contrario, su interlocutor le resultó muy simpático, pues si bien ella era una Princesa y él tan solo un aprendiz de zapatero, no se podía negar que era también muy guapo.
A partir de aquel momento, el aprendiz de zapatero ya no se vió obligado a permanecer siempre dentro de la jaula, sino que la Princesa le permitía acompañarla adonde quiera que fuese, en figura de halcón, como se comprende. El se posaba en el hombro de la Princesita cuando se sentaba en la regia mesa, comía de su mano y ella lo llevaba, posado en el puño, si, por las tardes, iba a pasear por el jardín, en compañía de sus damas de honor.
Pero cuando estaban los dos a solas, en el saloncito, el joven adquiría, de nuevo, su forma humana; tenían mucho que decirse y acabaron sintiendo el mayor afecto mutuo. Convinieron en casarse, aunque la Princesa sabía muy bien que su padre nunca le daría permiso de tomar por esposo a un aprendiz de zapatero y menos aun consentiría verla desposada con un oso, un perro, un halcón o una hormiga. Pero no se desanimo por eso, sino que buscó los medios de vencer aquella dificultad, aparentemente insuperable. Tras muchas reflexiones, acabo dando a su amigo una bolsa llena de monedas de oro, con el encargo de que se alejase al vuelo, asumiera su forma humana y se vistiese de un modo regio; luego habría de comprar magníficos caballos, contratar los servicios de numerosos caballeros y pajes, y en cuanto dispusiera de todo esto, habría de regresar con la mayor pompa y lujo, cual si fuese un verdadero príncipe, con objeto de pedir al Rey la mano de la Princesita.
Así fue como, cierto día, desapareció el halcón y nadie, a excepción de la Princesa, tuvo la menor noticia relacionada con su paradero. Ella fingió el mayor desconsuelo por la perdida de la hermosa ave, pero el Rey, tuvo verdaderamente un disgusto a causa de la desaparición del halcón, de extraña y lejana procedencia.
Pero no fue posible hallarlo, y el Rey acabó olvidando al ave. La Princesa, por su parte, recobro el buen humor y en el Castillo la vida continúo su ritmo habitual.
Cierto día se vió como un lucido cortejo penetraba en el patio del palacio. Pronto se supo en las regias salas que el hijo del rey de Inglaterra -según se aseguraba- acababa de legar. Llamábase Príncipe Halcón. Lo acompañaban numerosos caballeros, de marcial y rico aspecto, y muchos pajes, y la cabalgata estaba formada por veinticuatro corceles de pura raza, cubiertos de gualdrapas de alegres colores, adornados con oro y plata.
El Rey dió orden de que se acogiese hospitalariamente a los recién llegados y el Príncipe extranjero, al ser recibido por el monarca, le comunico que el objeto de su viaje era solicitar la mano de la Princesita.
Contesto el Rey que dejaría a su hija en libertad de tomar la decisión que más grata le pareciese, porque no quería obligarla a contraer matrimonio a la fuerza; sin embargo, puso por condición que, quienquiera que fuese su marido, habría que compartir con ella la residencia que le estaba destinada y vivir en aquella parte del Castillo cuyas ventanas miraban al norte. El marido de la Princesa no tendría el derecho de llevarla a su propia patria ni a ninguno de sus palacios, hasta que la joven hubiese cumplido treinta años. Y, a la sazón, tenia quince. Comunicó al Príncipe que, si alguna vez un rayo de sol alumbraba a la joven, antes de que cumpliese los treinta años, un malvado gnomo se apoderaría de ella, según les había anunciado una poderosa maga. Y añadió que el, el Rey, había prometido a su difunta esposa, madre de la Princesita, que cuidaría a su hija hasta que ya no corriese peligro alguno.
El Príncipe extranjero aceptó de buen grado estas condiciones y, en vista de eso, el Rey dio la orden de que llamaran a su hija para que conociera al pretendiente.
Ella prometió contestar, pasados que fuesen tres días, durante los cuales el Príncipe y su sequito fueron tratados con la mayor esplendidez y cortesía.
Cuando se hubo cumplido el plazo fijado por la Princesa, ésta fue a anunciar a su padre que si el quería, por su parte no tendría el menor inconveniente en tomar por esposo al Príncipe ingles, en quien había reconocido, desde luego, a su halcón.
De este modo quedaron todos de acuerdo y se fijó la fecha para celebrar los esponsales, y algunos días más tarde, la ceremonia de la boda; en ambas ocasiones hubo muchos festejos, con gran regocijo del pueblo, que se interesó vivamente por la felicidad de los recién casados.
Algún tiempo después la corte hizo una visita a otro castillo real, en donde se celebró un magnifico torneo. Pero el Príncipe y la Princesa no acompañaron a los demás porque la recién casada no se atrevía a abandonar sus habitaciones, a causa de la amenaza siempre suspendida sabre ella, según le habían profetizado.
Estaba el día muy nublado y amenazaba llover; en vista de eso, el Príncipe indicó a su joven esposa que seguramente no habría temor alguno si ellos también se dirigían al otro castillo, para asistir a la celebración del torneo.
Como se comprende, la Princesa acogió encantada la proposición de su esposo, pues deseaba ver algo distinto del paisaje que todos los días podía contemplar desde las ventanas de su castillo que daban al norte.
Rápidamente hicieron los preparativos necesarios y, al poco rato, los dos príncipes subieron a una carroza dorada tirada por seis caballos lujosamente enjaezados y empenachados. Apenas habían legado al castillo y ocupado los asientos que les destinaron a los pies del monarca, en la gradería, el sol se abrió paso por entre las nubes por un solo instante y uno de sus rayos fue a dar a la Princesa, que estaba sentada al lado de su esposo. En el mismo momento el Príncipe Halcón se dio cuenta de que le era arrebatada su esposa, que desapareció como si se la hubiese tragado la tierra.
Ya se puede imaginar cual fue la conmoción general y el dolor que embargo a todos, porque la Princesa gozaba de generales simpatías. Su esposo, el Príncipe Halcón, no perdió la serenidad. Tras una breve reflexión comprendió que debía aprovecharse de la facultad que tenía de cambiarse en cualquiera de los cuatro animales, hormiga, halcón, perro y oso, y, hablando en voz baja, para si, exclamo:
-¡Oh, cuanto me gustaría ser perro!
Vióse cumplido su deseo en el acto. En forma de perro echo a correr con toda la prisa que le fue posible, siguiendo el rastro de su amada esposa, y para nada se ocupo en calmar el dolor en que se hallaban sumidos el Rey y todos los cortesanos.
Éstos regresaron tristemente a sus respectivas viviendas y el Rey se retira a sus habitaciones, después de haber dada orden de que no quería ver a nadie ni recibir consuelo de quienquiera que fuese.
El pobre hombre estaba desesperado al pensar que, después de haber protegido durante tantos años a su hija del peligro que la amenazaba, un solo momento de distracción había sido la causa de la mayor desdicha de su regia morada.
Mientras tanto seguía el perro las huellas de la desaparecida Princesa. Así recorrió una distancia enorme, y llego a un desierto que atravesó sin vacilar, pero al fin, y al hallarse al pie de una montaña, perdió ya el rastro que hasta entonces siguiera.
El Príncipe transformado en perro, saltó a un lado y a otro, subió y bajo por la montaña, pero en ninguna parte pudo descubrir el rastro y las huellas de su amada esposa. Comprendió, sin embargo, que, de un modo u otro, debía de hallarse en el interior de la montaña.
Sin abandonar un momento la observación y la vigilancia, el can vió transcurrir horas y días. Por ultimo se le ocurrió la idea de transformarse en hormiga y, ya cumplido su deseo, pudo registrar todas las grietas, todos los pequeños agujeros que había en la ladera de la montaña. Por ultimo vi6 recompensada su paciencia y su perseverancia, al encontrar una pequeña fisura que penetraba en la montaña. La siguió sin vacilar y, al cabo de buen rato, observe que aquella pequeña abertura se ensanchaba de un modo considerable, hasta convertirse en una gran cueva que constituía una especie de patio exterior perteneciente a un castillo construido dentro de la montaña. La hormiga penetró en el edificio y avanzo por los largos corredores, subió por las escaleras, atravesó numerosas estancias y, al fin, llego a una habitación de cuyo techo pendía una lámpara encendida. Allí estaba sentada la Princesa con los ojos bañados en lagrimas, pero no sola, porque el malvado gnomo se había sentado a sus pies y apoyaba la fea cabeza en el regazo de la joven, que se vela obligada a peinarlo mientras el reposaba. Así y se dormía apaciblemente.
La hormiga penetró en la habitación y se encaramo por la ropa de la Princesa. De este modo llego a una de sus orejas y, seguro ya de que nadie podría oírlo sino ella, le dijo:
-Estoy a tu lado, queridísima esposa.
La Princesa se sobresaltó, peso, en el acto, reconoció la voz de su marido, aunque su volumen era infinitamente menor, y coma ya sabia que podía adquirir, entre otras, la forma de una hormiga, comprendió perfectamente cómo había podido llegar hasta allí.
-No te apures, querida esposa, porque esta situación tiene remedio -añadió el Príncipe-. Por el momento, pregúntale al gnomo cuanto tiempo habrás de permanecer aquí cautiva.
La Princesa dejo inactivas las manos, interrumpiendo su ocupación de peinar al gnomo y este despertó inmediatamente, preguntando:
-¿Por qué dejas de peinarme?
-iOh! -contesto ella-. Estaba pensando algunas cosas.
-¿Ah, si? -exclam6 el gnomo-. ¿Y en que pensabas?
-Ante todo, en si habré de permanecer aquí toda mi vida -dijo la Princesa.
-Acerca de eso no hay ninguna duda- contestó el gnomo-. Mientras yo viva no recobraras la libertad. Ahora, pues, sigue peinándome.
La Princesa volvió a introducir el peine en su cabello y el gnomo se durmió otra vez. Entonces la hormiga dijo al oído de la joven:
-Hazle otras preguntas, porque conviene informamos de muchas cosas.
Ella dejo, de nuevo, inactivas las manos y el gnomo se despertó coma antes, exclamando:
-Sigue peinándome, ¿acaso te has entregado, otra vez a tus reflexiones?
-Sí -contestó la Princesa-. Y me preguntaba ahora cuanto tiempo durara tu vida.
-¡Oh! ¿Eso pensabas? Pues, mira. Mi vida será mucho mas larga que la tuya y nadie puede quitármela, porque esta concentrada en mi corazón, el cual no llevo conmigo en el interior del cuerpo, sino que esta muy bien guardado en lugar seguro. Por consiguiente, continúa tu trabajo y no pienses en esas tonterías.
La joven Princesa, vióse, pues, obligada a continuar peinando al gnomo, el cual se durmió otra vez.
-Pregúntale otra cosa -aconsejo la hormiga, quedamente.
La Princesa interrumpió su tarea y otra vez despertó el gnomo. Estaba ya muy enojado de que no le permitieran continuar su dulce sueño.
-¡Malditas sean tus reflexiones! -exclamó airado-. ¿Que tonterías estabas pensando ahora?
-Tú tienes la culpa de todo. Recuerda que, según acabas de decirme, tienes corazón, pero que no lo llevas en el interior del cuerpo. No lo comprendo. ¿Dónde esta?
-De poco te serviría saberlo -replicó el gnomo-. Pero como tampoco te perjudicara conocer este detalle, no tengo inconveniente en decírtelo. Se halla muy lejos de aquí, en un país llamado Suecia. Hay allí un enorme lago y en éste vive un dragón. Dentro del dragón vive una liebre, la cual sirve de habitación a un pato. En el cuerpo de este hay un huevo y dentro de ese huevo se halla mi coraz6n. Está, pues, muy bien oculto y a nadie se le ocurriría siquiera buscarlo allí. Te doy ahora motivo para seguir pensando y reflexionando, pero si no continúas tu trabajo inmediatamente, vas a recibir un severo castigo. ¿Comprendes?
La Princesa se apresuró a continuar su tarea de peinar al gnomo, el cual se quedó dormido y, en breve, empezó a roncar con tal fuerza, que toda la montaña se estremecía.
La hormiga habló de nuevo en voz baja al oído de la Princesa y le recomendó que recobrase el ánimo, porque muy en breve, se vería libre de su esclavitud,
La hormiga abandono la habitación a toda prisa, avanzo por la galería que luego se convertía en fisura y, de este modo, no tardó en verse en el exterior. Una vez allí se convirti6 en halcón y emprendió un vuelo con rumbo a Suecia.
Después de algunos días de viaje, se vió a la orilla de un enorme lago. Inmediatamente recobró su prístina forma humana. Llegó allí por la tarde y aunque volvió a mirar en todas direcciones, no pudo descubrir la menor señal de la existencia de un dragón. Todo lo que vió fur una casita aislada y, dirigiéndose a ella, llamó a la puerta y entro. Una vez en presencia de sus habitantes, les rogó que le permitiesen pasar la noche bajo techado. Ellos le contestaron que eran gente muy pobre y que no tenían ninguna habitación digna de tan distinguido caballero, pero, desde luego, se manifestaron dispuestos a darle el mejor alojamiento y la más substanciosa cena que les permitían sus recursos.
A la mañana siguiente el Príncipe Halcón se levanto muy temprano y se apresura a salir de la casa. Entonces pudo ver en una pocilga cercana una docena de cerdos muy bien cebados.
-¡Caramba! -dijo dirigiéndose a su huésped, cuando, de nuevo, hubo entrado en la casa-. No eres tan pobre como querías darme a entender. Acabo de ver en la pocilga una docena de cerdos muy bien cebados.
-¡Oh, Dios mío! -exclamo el pobre hombre-. No somos tan ricos como para poseer doce cerdos. Están destinados al desayuno del dragón, que vive en el lago inmediato. Ese monstruo ha amenazado con devastar todo el país si el rey no le da, todas las mañanas, una docena de cerdos bien cebados para su comida. Todos los días, al caer la tarde, los traen aquí y yo tengo el deber de llevarlos a la orilla del lago a la mañana siguiente. Pero lo malo es que apenas quedan ya cerdos en el país. Y en cuanto el monstruo haya devorado esos, no se lo que será de nosotros.
-Yo te acompañare -dijo el Príncipe.
-De ninguna manera -contesto el buen hombre-. No puedo permitirlo. Si el dragón ve a un desconocido se irritará de tal manera, que nos atacara en el acto y vos y yo seremos devorados en un santiamén.
Pero el Príncipe insistió de tal modo en acompañar a su huésped, que este consintió al fin. Luego los dos echaron a andar, en tanto que el campesino dirigía los cerdos hacia la orilla del lago. Una vez estuvieron allí, los dos hombres pudieron oír un rugido espantoso, gran chapoteo del agua y, a los pocos instantes, salio el dragón a tierra para devorar los doce cerdos.
-¡Oh, cuanto me gustaría ser oso! -pensó el Príncipe.
En el acto viose transformado en un enorme plantígrado. El dragón, al verle, rugió de un modo espantoso y dijo:
-Ven acompañando a los cerdos y ya verás como te trago de un bocado,
Pero el oso replica con gran gallardía.
-Eso lo veremos.
Y, sin vacilar, se arrojo contra el dragón. Los dos animales empezaron a luchar de un modo espantoso. Rugían, se arañaban y se mordían sin cesar, con rabia que aumentaba por momentos. De esta manera, y agrediéndose mutuamente con garras y dientes, siguieron combatiendo, aunque ninguno de ellos pudo alcanzar una decidida ventaja sobre su enemigo.
-Si, por lo menos, me hubiese comido esos doce cerdos -dijo el dragón-, no hay duda de que habría tenido la fuerza suficiente para acabar contigo.
-Pues si yo hubiese tomado un poco de pan y un vaso de vino, es seguro que habrías muerto a mis garras-contesta el Príncipe.
Estaban ambos tan fatigados, que no tuvieron fuerzas para continuar la lucha. El dragón volvió a sumergirse en el lago y desapareció, y el oso, por su parte, recobro la forma humana y, dirigiéndose al hombre que había presenciado la contienda, le dijo:
-Vuelve a encerrar los cerdos en la pocilga, porque hoy el dragón no tiene apetito.
Como, a su vez, necesitaba comer algo, se dirigió a la capital del rey, que no estaba lejana y durante todo el día rehizo sus fuerzas comiendo y bebiendo. Llegada la noche durmió muy bien, pero a la mañana siguiente se apresuró a regresar a la orilla del lago.
Llegó a tiempo para ver como su huésped del día anterior conducía veinticuatro cerdos al lago (puesto que le debía al dragón los doce del día anterior). Y otra vez oyeron el rugido y el chapoteo del agua cuando el dragón salió a tierra. Y aunque, dirigiéndose al porquerizo, le ordenó que se acercara con los cerdos para devorarlos, ya no lo hizo con acento tan arrogante como los otros días.
El Príncipe, mientras tanto, había asumido de nuevo la figura y la forma de un oso gris muy corpulento y, dirigiéndose al dragón, le advirtió:
-Antes será preciso que luchemos y que me venzas.
Otra vez se atacaron mutuamente. Y era tal la violencia de sus acometidas y la saña con que luchaban, que, en algunos momentos, se estremeció la tierra.
-¡Oh, si por lo menos hubiese podido comerme los veinticuatro cerdos! -exclamo el dragón-. No hay duda de que ya habría acabado contigo.
-Pues, mira, si yo hubiese tomado un poco de pan y un sorbo de vino -replico el Príncipe-, ya no vivirías.
El dragón volvió a sumergirse en el lago y el oso recobró la forma humana. Luego el Príncipe se dirigió a su posada.
El porquerizo encerró los veinticuatro cerdos en la pocilga y se apresuró a dirigirse a la capital para comunicar al rey el hecho de que el dragón no había recibido su ración de cerdos en los dos días anteriores y que un hombre-oso, dotado de unas fuerzas espantosas y de un valor extraordinario, había atacado al dragón por dos días consecutivos y que ambos lucharon sin descanso hasta agotar por completo sus respectivas fuerzas. También dió cuenta de lo que había dicho cada uno de aquellos animales monstruosos al terminar la lucha de cada día,
El hijo del rey se enteró de tales noticias; era muy joven todavía, pues apenas había salido de la niñez, pero, sin embargo, estaba dotado de gran valor y de una extraordinaria afición a las aventuras. E hizo observar que le parecía vergonzoso el hecho de que nadie hubiese cuidado de dar pan y vino al hombre-oso como él deseaba. No dijo nada más, pero decidió lo que haría a la mañana siguiente.
El porquerizo se dirigió al lago, conduciendo treinta y seis cerdos a la orilla, porque el rey lo había mandado Así, deseoso de que el dragón recibiese También las raciones atrasadas, mientras fuese posible procurárselas. El monarca era, en realidad, un hombre muy cobarde y estaba atemorizado por el dragón.
En cuanto los cerdos llegaron a la orilla, apareció el dragón y se tragó un cerdo, antes de que apareciese el oso; pero pronto tuvo que abandonar tan agradable entretenimiento, porque el oso se arrojó contra él y ambos reanudaron la lucha a zarpazos, mordiscos y empujones, de un modo que habría asustado a quien presenciara la mortal contienda. Pero ninguno de ellos consiguió dominar a su contrario.
-Si yo me hubiese comido los treinta y cinco cerdos que hay en la orilla -observó el dragón-, no hay duda de que ya lo hubiese vencido.
-Pues, mira, si yo hubiese tomado un poco de pan y un sorbo de vino, estoy seguro de que habrías muerto ya -contesto el hombre-oso.
Apenas había acabado de pronunciar aquellas palabras, cuando alguien he ofreció un enorme pan de trigo y un jarro de vino. Era el atrevido principito que, sin saberlo su padre ni ninguno de los habitantes del palacio, se dirigió al lago para ayudar al misterioso campeón.
En cuanto el hombre-oso hubo comido el pan y bebido el vino, se lanzó de nuevo contra el dragón y, en un abrir y cerrar de ojos, lo despedazó abriéndolo en canal.
Inmediatamente saltó una liebre, en dirección al bosque, pero, al verlo, el oso se transformó en perro, muy ágil y, echando a correr, alcanzó por fin a la liebre y la mató de un mordisco. Apenas el roedor estuvo muerto, salió de su cuerpo un pato que emprendió el vuelo. Más entonces desapareció el perro para ser substituido por el halcón, que se arrojó contra el pato y lo destrozó al fin con su pico y con sus garras.
El pato dejó caer un huevo y, como el halcón ya esperaba tal cosa, se fijó muy bien en el lugar a que iba a parar. Luego se convirtió en el Príncipe, se apoderó del huevo y, por un momento, lo observo. Había caído sobre una piedra enorme, pero, sin embargo, la cáscara estaba intacta.
-Es muy duro -exclamó el Príncipe-, pero conozco algo todavía más duro que él.
Se transformó otra vez en halcón y al vuelo emprendió el camino de regreso hacia la montaña en cuyo interior habitaba el gnomo. Al llegar allí se transformó en hormiga y volvió a penetrar por la fisura de la montaña. De este modo llegó a la cueva y una vez allí adquirió la figura humana y avanzó llevando el huevo en la mano.
Corriendo, penetró en los corredores, subió las escaleras y atravesó las enormes estancias del palacio, hasta llegar a la habitación alumbrada por una lámpara, donde la Princesa estaba sentada, con la cabeza del gnomo apoyada en su regazo.
La joven oyó llegar a su marido y el sobresalto y la alegría fue la causa de que se cayese el peine al suelo. Desesperada, unió las manos, pues comprendió que aquel era un trance de vida o muerte, tanto para ella como para su marido. El gnomo se despertó de su sueño y, comprendiendo en el acto la amenaza que pesaba sobre el, empuñó una gruesa barra de hierro. Pero, en el mismo instante, el Príncipe Halcón se acercó a él y le arrojó a la frente el huevo que llevaba en la mano derecha, y que se rompió en mil pedazos, derramándose luego su contenido por la cara del gnomo. Éste se tambaleó un momento sobre sus piernas y luego cayó de espaldas, de modo que su cabeza golpeó violentamente el suelo y, a los pocos instantes, expiró.
En el preciso momento en que ocurría eso, abrióse la montaña desde la cima hasta, la base, con gran ruido, y el Príncipe y la Princesa viéronse repentinamente, y por ante de encantamiento, en el balcón principal del castillo mas hermoso que se pueda imaginar. Todas las salas estaban llenas de oro y plata, sin contar las piedras preciosas que los adornaban. La comarca que rodeaba el castillo ya no era un desierto, sino un parque enorme, en el cual abundaban los árboles y las flores mas hermosas.
Por doquier se oían los trinos y los gorjeos de los pájaros. Habíase rota el encantamiento que pesaba sobre aquel lugar y todo volvía a ser como antes de que el gnomo lo transformase todo mediante un poderoso conjuro.
Después de solazarse en la contemplación de todo lo que se ofrecía a sus miradas y de reparar sus fuerzas comiendo y descansando unas horas, el joven matrimonio creyó llegada la ocasión de emprender el regreso al palacio del padre de la Princesita.
Fué el viaje mucho menos largo de lo que habían podido imaginar y ya se comprenderá la alegría del Rey ante la reaparición de su querida hija y el agradecimiento que sintió por todo lo que hiciera el Príncipe Halcón a fin de devolverle la libertad y destruir la amenaza que hasta entonces había pesado sobre ella.
Creyó el monarca llegada la ocasión de celebrar una esplendida fiesta, como si, de nuevo, quisiera celebrar el matrimonio de su hija. La alegría era general y todos, grandes y pequeños, demostraron cuanta parte tomaban en la felicidad de que gozaban los habitantes del castillo. El rey entregó a su yerno la mitad de su reino, y el joven matrimonio fué a fijar su residencia en el magnifico castillo que pertenecía al gnomo.
El anciano monarca ya pudo ordenar que se abriesen de nuevo todas las ventanas del castillo y, en adelante, vivía feliz y gozo de la compañía y del afecto de muchos nietos. Y, a su muerte, el antiguo aprendiz de zapatero fué Rey de España.

031. Anónimo (dinamarca)

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