Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 15 de mayo de 2012

Blanca paloma

¡Machaho!
¡Tellem Chaho!

Érase una vez un rey que tenía un hijo, ya mozo, al que esperaba hacer un día su heredero en el reino. Pero su mujer murió y él se volvió a casar. La nueva reina deseaba ardientemente tener ella también un hijo. Esperó mucho tiempo en vano y acabó por concebir unos celos inmensos de su hijastro, hasta el punto de que buscó desde ese momento apartarlo del rey por todos los medios.
El príncipe, gran cazador ante Dios, salía diariamente seguido de numeroso séquito de monteros y lebreles. Incluso un día había llevado un cachorro de león, que había hecho domar a su servidor preferido, un negro de fuerza hercúlea que custodiaba celosamente a su amo.
-Tu hijo -decía la reina-, sólo piensa en sus caballos y en sus perros. Te deja toda la carga del reino y sólo espera el día en que pueda sucederte. Nos detesta.
-Nos ama -respondía el rey.
-Tú vives lejos de él, pero yo, que sólo quiero tu felicidad, sigo sus pasos y lo hago vigilar. Todos los días nos maldice, incita contra nosotros a un partido de facciosos y, sin embargo, tu bondad lo deja vivir.
Ella hizo tanto y tan bien que el rey acabó por convencerse de la perficia de su hijo y un día, con un vano pretexto, lo intimó a que dejase el palacio:
-Que no vuelva a verte más en mi reino -le dijo-; vete adonde mejor te parezca.
El príncipe se dirigió a la tumba de su madre donde lloró sin consuelo y luego, tomando el primer camino que encontró se alejó. Avanzaba sin rumbo, porque nada conocía fuera del reino de su padre, y sin recursos, porque la reina había dado la orden de no dejarle llevar nada.
Caminó todo el día hasta que, al atardecer, llegó a un lugar desierto, donde ni siquiera volaba un pájaro. Aunque escrutó el horizonte por todos lados, no se veía huella de vida en ninguna parte. Sin embargo, al caer la noche, creyó percibir lejos, muy lejos ante él, un débil resplandor y decidió acercarse.
A medida que avanzaba, la luz se hacía más viva. Al cabo de varias horas, el príncipe llegó frente a una casa alta, tan alta que la techumbre se perdía en el cielo. Golpeó y, como nadie respondía, empujó la puerta, que cedió sin esfuerzo. Llamó tres veces, preguntando si había alguien en la casa, pero sólo el eco de su voz resonaba entre las salas altas de paredes desnudas.
Luego, al ver unos escalones frente a él, comenzó a subir. Subió un buen trecho, porque la escalera era interminable. A medida que avanzaba, sentía que lo abandonaban las fuerzas. En la séptima planta, ya no podía subir los altos escalones y cayó desvanecido.
Nunca supo cuánto tiempo se quedó dormido. Al despertar, estaba en una habitación lujosamente amueblada. En el borde de la ventana, que daba a un cielo lleno de estrellas, había una paloma que al rato echó a volar y fue a posarse en medio del cuarto. Una vez en el suelo, tomó la forma de una joven de maravillosa belleza, quien se dirigió a él y le preguntó ásperamente:
-¿Quién eres tú?
El príncipe, recobrándose de la sorpresa, se puso a contarle su historia y cómo había llegado hasta allí.
-¡Vaya! Tienes la suerte de que te haya encontrado dormido cuando entré, pues si te hubiese visto despierto te habría reducido a polvo, habría soplado tus cenizas y ellas habrían ido a parar de nuevo a tu país. Y ahora vas a decirme qué buscas aquí.
-Pero antes -dijo el príncipe-, ¿puedo pedirte algo?
-Te escucho.
-Hace tres días y tres noches que no como ni bebo, pues estaba en un desierto donde pensaba que iba a morir.
La joven llamó dando palmas y pronto unas criadas, a cual más bella, vestidas con ropas de diversos colores, llevaron comida abundante. Cuando el príncipe se sintió repuesto, se volvió a la joven y le preguntó:
-¿Y tú quién eres?
-Me llamo Blanca Paloma; soy hija del rey de este país. Mi padre me ha desterrado a este desierto. Vivo sola en el palacio con mis criadas y tengo prohibido salir de él.
-Ya que los dos estamos desterrados -dijo el príncipe-, ¿quieres casarte conmigo?
Blanca Paloma se sentía feliz de salir del abandono al que estaba condenada. Hizo avisar a su padre el rey y las bodas se celebraron un tiempo después.
Habiéndose difundido la nueva en el reino de su padre, el príncipe recibió poco después una carta en la que su madrastra, hipócritamente, le daba la enhorabuena por su casamiento, le deseaba muchas felicidades y añadía:

Grande es tu fortuna, pero mayor sería si, después de haber conseguido a Blanca Paloma, también te casaras con Aixa de los Rumíes.

El príncipe se disponía a quemar la carta.
-¿Es tan desagradable? -preguntó Blanca Paloma.
El príncipe le extendió la carta.
-Léela tú misma.
Cuando ella hubo terminado, le dijo:
-Es una excelente idea: Aixa es la hija del rey de los Rumíes. Ve a pedirla a su padre y acepta todas sus condiciones.
-¿Y si no puedo cumplirlas?
-Acepta y no te preocupes: yo me encargo del resto.
El príncipe llevó consigo algunos compañeros de camino y partió. Se presentó ante el rey de los Rumíes, le hizo entregar los numerosos presentes que había preparado antes de salir y al fin le comunicó el objeto de su visita.
-¿Tienes tanta prisa de morir? -le preguntó el rey.
Al contrario, quiero vivir, -dijo el príncipe-, y por ello, ante la fama de su prudencia y de su belleza, he venido a pediros las mano de vuestra hija.
-Noventa y nueve hombres, tan valientes y amantes de la vida como tú, han venido antes que tú a pedir la mano de Aixa. Los noventa y nueve han muerto. ¿Quieres ser tú el centésimo?
-Sólo se muere una vez -dijo el príncipe-. Decidme solamente cuáles son vuestras condiciones.
-Sea -dijo el rey-. No quiero oro ni plata ni riquezas de ninguna clase, pues mis palacios abundan en ellas. Pero fíjate en este árbol. Siete pueblos pueden abrigarse bajo su sombra. Si quieres casarte con Aixa, tienes que derribarlo en un minuto, pero no importa de qué manera, porque si un solo justo queda aplastado bajo ese árbol, tú lo seguirás en la muerte.
El príncipe volvió y le contó a Blanca Paloma a qué prueba lo sometía el rey.
-No es nada -dijo ella-. Toma este anillo. Mañana, cuando llegues a la plaza, encontrarás al pueblo reunido bajo el árbol. Ve hacia él y dile: «Pueblo, daré un golpe a este árbol y, por la gracia de Dios, caerá. Alejaos». Los justos se apartarán en seguida porque ellos creen en la gracia de Dios. Bajo el árbol se quedarán los descreídos. Luego gira el anillo en tu dedo, da un puntapié en el árbol y di: «¡Por la gracia de Dios!»
Al día siguiente, el príncipe se dirigió a la plaza y encontró allí a una multitud numerosa reunida bajo el árbol. No lejos de allí, el rey estaba sentado orgullosamente en su trono, en medio de sus servidores. Cerca de él, Aixa miraba con ojos espantados al imprudente que osaba pedir su mano después de otros noventa y nueve que habían pagado su audacia con la vida.
El príncipe pidió primero que guardaran silencio y luego, volviéndose hacia la multitud, dijo:
-Pueblo, en un instante, y por la gracia de Dios, voy a derribar este árbol. ¡Alejaos!
Pronto una parte de la multitud comenzó a apartarse del árbol en todas direcciones. Los otros se dispusieron a sentarse o a colgarse de las ramas por bravuconería: señalaban al príncipe con el dedo en son de burla y de lejos lo desafiaban. Él se acercó al árbol, giró el anillo en su dedo y dijo:
-Por la gracia de Dios.
Con la punta del zapato, dio en el tronco un leve golpe.
El árbol se desplomó con estrépito y aplastó en su caída a los réprobos, que hasta el último momento seguían burlándose y riendo.
El rey, que ya se aprestaba a sacrificar a su centésima víctima, se puso lívido y exclamó:
-¡Aixa hija mía!
Pero Aixa estaba feliz de ver que llegaba a su fin la triste cadena de víctimas, cuyo único error había sido pedir su mano. Fue en seguida a reunirse con el príncipe, que volvió con ella a su país.
El pueblo estaba maravillado. La nueva corría de boca en boca y pronto llegó a oídos de la reina, que estuvo a punto de estallar de ira. Pero, disimulando sus sentimientos, escribió al príncipe una vez más para darle la enhorabuena, aunque, como la primera vez, añadió:

Ahora que tienes a Blanca Paloma y a Aixa de los Rumíes, sólo te resta conseguir a Hita la del Cuello de Plata para ser el hombre más feliz del mundo.

El príncipe hizo otra vez ademán de tirar la carta, cuando Aixa de los Rumíes lo detuvo:
-¿Qué hay de irritante en esos papeles?
Él se los leyó.
-Hita Cuello de Plata -dijo ella- es la hija del rey de los genios: deberías casarte con ella.
-Yo no la conozco, jamás la he visto. ¿Cómo llegar hasta ella? Aun cuando lo lograse, el rey de los genios me mataría.
-No tienes por qué preocuparte -dijo Aixa-. Yo me encargo. Recuerda solamente esto: el rey de los genios te pedirá que subas a la planta alta del palacio. Irás por la escalera pero, llegado al último escalón, sáltalo; no aceptes bajo ningún pretexto poner el pie encima de ese escalón porque está enjabonado. De todas maneras, no te olvides del anillo de Blanca Paloma, que te librará de cualquier mal paso.
Cuando el príncipe se presentó ante el rey de los genios, éste le dio la misma respuesta que el padre de Aixa:
-Antes de venir tú -le dijo-, han muerto noventa y nueve hombres que querían casarse con Hita.
-Por el amor de Hita -dijo el príncipe-, estoy dispuesto a correr los mayores riesgos.
-Te he advertido -dijo el rey-, pero como insistes, sea. Mañana por la mañana, cuando vengas, encontrarás preparados aquí tres platos grandes de cuscus, tres corderos desollados y tres odres llenos de agua. Tú los subirás a la planta alta uno tras otro. Si llegas allí, comerás y beberás todo lo que hayas transportado. Repito: todo, porque si encuentro al entrar un solo grano de cuscus que no hayas consumido, una sola gota de agua que no hayas bebido, morirás.
Al día siguiente, el príncipe llegó muy pronto ante el rey de los genios, quien hizo que le entregasen un plato de cuscus. Se lo puso sobre la cabeza y comenzó a subir. Al llegar ante el último escalón, se detuvo. Iba a dejar el plato en la sala por encima del escalón y, en ese momento, el rey le dijo:
-¿Qué haces?
-Yo prometí solamente llevar el plato hasta la sala alta: ya está -dijo el príncipe.
-Pero has olvidado ese escalón.
-Sois el rey, podéis matarme -dijo el príncipe-, pero yo no pondré el pie en ese escalón.
La misma escena se repitió nueve veces con cada uno de los objetos que el príncipe llevó a la planta superior. Luego el rey de los genios lo encerró en la sala y le repitió la orden que ya le había dado:
-Recuerda: ni un grano de cuscus ni una gota de agua.
El príncipe, entonces, se acordó del anillo de Blanca Paloma y lo hizo girar en su dedo:
-Por la gracia de Dios -dijo.
En un abrir y cerrar de ojos desaparecieron el cuscus, la carne y el agua. Cuando el rey de los genios entró, vio que el príncipe pinchaba con un alfiler algunos granos de cuscus que había caído de los platos.
-Y ahora entrégame a Hita, porque tengo prisa.
-No -dijo el rey-, falta todavía una prueba.
-¿Cuál?
-Mañana todas las jóvenes de la ciudad saldrán a la plaza. Te corresponde reconocer a Hita entre ellas. Si la que designes es verdaderamente Hita, te la llevarás. Si no...
El príncipe, desesperado, fue a contarle a Aixa de los Rumíes la nueva exigencia del rey de los genios.
-¿Cómo podría reconocer a Hita en medio de todas esas jóvenes? Jamás la he visto.
-Es muy fácil -dijo Aixa, y le indicó cómo debía proceder.
Al día siguiente, en la plaza, había una gran reunión de jovencitas, todas ataviadas con sus mejores prendas, para que Hita no se distinguiese por la riqueza de su ropa.
Cerca de allí, en una colina, se erguía el trono de oro del rey, colocado sobre una plataforma de bronce.
-Ahora -dijo el rey-, puedes tomar a Hita y llevártela contigo.
El príncipe recorrió la plaza, mirando a las jóvenes una tras otra, y acabó por dirigirse de nuevo al rey de los genios:
-No he encontrado a vuestra hija.
-Está en la plaza, no obstante, así que, si no la encuentras, ya sabes lo que te espera.
-Si no ofende a Vuestra Majestad -dijo el príncipe-, ¿puedo pediros que tengáis a bien levantaros de vuestro trono?
El rey dio muestras de inquietud, pero se levantó.
-Mil gracias -dijo el joven-; ¿podéis ahora pedir a vuestros servidores que levanten la plataforma de bronce sobre la que reposa vuestro trono?
-Hita, hija mía -dijo el rey-: noventa y nueve hombres que querían casarte contigo han muerto. A éste le toca llevarte.
La plataforma fue desmontada y abajo, en una gran sala subterránea, iluminada por mil arañas, apareció Hita Cuello de Plata. Todas las jóvenes quedaron pasmadas antes su belleza.
Cuando la madrastra del príncipe supo que también había conseguido a la hija del rey de los genios, le escribió una tercera carta en la que decía:

Ahora no le falta nada a tu felicidad. Pero tú le faltas a mi felicidad y a la de tu padre, porque ya somos viejos; es el momento de que vuelvas a retomar tu puesto entre nosotros y a heredar, un día, el reino.

Esta vez el príncipe estaba decidido a no escucharla.
-¿Y por qué? -dijo Hita-. Es bueno el consejo que la reina te da.
-La reina me odia. Es una nueva trampa que me tiende y esta vez no escaparé de ella.
-Eso es asunto mío -dijo Hita-. Blanca Paloma te hizo conquistar a Aixa de los Rumíes. Aixa te dio los medios para que llegases a mí. Yo haré que vuelvas a tu tierra.
Esa misma noche, mientras el príncipe dormía, Hita llamó a los genios, servidores de su padre:
-Vais a tomar esta casa -dijo ella-, y, antes del alba, la instalaréis sobre la colina que domina el palacio de mi suegro el rey.
Los servidores levantaron en seguida la casa, la llevaron por los aires y fueron a instalarla en la colina. Al alba, cuando el muecín subió al minarete de la mezquita que dominaba la ciudad, para convocar a la primera oración del día, vio que la casa se levantaba altiva en un sitio en que, la víspera, no había nada. Como de costumbre iba a pronunciar la fórmula consagrada:
-¡Dios es grande!
Pero, ante su sorpresa, gritó:
-¡Dios! ¡Un milagro!
Todos los hombres del palacio lo oyeron y el rey envió a que viesen si el muecín no se había vuelto loco. Volvieron a decirle que, en efecto, un milagro se había producido durante la noche y, como se resistía a creerlo, lo guiaron hasta una terraza del palacio, desde donde le mostraron la casa surgida de la tierra o caída del cielo durante la noche. El rey no daba crédito a sus ojos.
-Tengo que ir a verla de cerca -dijo.
Y salió, seguido por sus servidores.
Ante la puerta aguardaba un hermoso joven flanqueado a su izquierda por un negro robusto y, a su derecha, por un león que no estaba atado. El joven avanzó.
-¡Sea bienvenido mi padre a mi residencia! -dijo.
-Forastero -dijo el rey-, sois muy audaz al dirigiros a mí en esos términos. ¿Quién sois y quién os autoriza a llamarme padre?
-¡Yo soy el hijo que vos habéis desterrado!
El príncipe le contó entonces todo lo que le había ocurrido desde el día en que el odio de la reina lo había condenado al exilio.
-Ya veis -le dijo-, hoy he vuelto. He hecho instalar mi casa por encima de vuestro palacio sin pediros autorización. Sois mi padre y sois el rey. Podéis ordenar que me maten, si lo deseáis, o bien perdonarme.
-Pues... yo os perdono -dijo el rey.
-Mil gracias, Majestad -dijo el príncipe-. Ya que habéis tenido la bondad de perdonarme, ¿puedo pediros que tengáis también la de aceptar comer hoy en mi casa?
-Sea -dijo el rey.
Blanca Paloma, Aixa de los Rumíes e Hita Cuello de Plata hicieron los honores de la mesa. El rey estaba tan deslumbrado por su belleza que se olvidaba de comer y su corazón fue presa de un violento deseo de tenerlas consigo en su palacio. La reina, al entrar, adivinó en seguida sus intenciones pero, como quería perder definitivamente al príncipe, ocultó sus celos y simuló compartir los deseos secretos de su marido diciendo:
-¡Qué ornato para tu corte si viniesen a embellecerla Blanca Paloma, Aixa de los Rumíes e Hita Cuello de Plata!
-En eso estaba pensando -respondió el rey.
-Lamentablemente -continuó la reina-, el orgullo del príncipe no lo consentiría jamás.
-También estaba pensando en eso -dijo el rey.
-¡Sólo hay un medio!
-¿Cuál?
-Tienes que librarte de él.
El rey al principio opuso algunas objeciones, pero la reina insistió tanto y con tantas artes que al fin cedió.
-Pero ¿cómo hacer? -preguntó-. Hay que encontrar un medio que no despierte sospechas.
-Él te ha invitado -dijo la reina-; tú le devolverás su invitación.
-¿Y después?
-Después ya no es asunto del rey, sino mío.
Por la tarde fue un emisario, de parte de Su Majestad, a invitar al príncipe y a las tres jóvenes a reunirse en el palacio al día siguiente. El príncipe estaba muy feliz de la buena disposición que su padre, pareciendo olvidar el pasado, manifestaba ya hacia él. Las jóvenes tenían más reservas:
-Quiere matarte -dijo Blanca Paloma.
-¡Imposible! -replicó el príncipe-. Me ha dicho que me había perdonado.
-¡Muy bien! Sea como fuere, no puedes rechazar la invitación del rey.
-No obstante, ten mucho cuidado: antes de tocar cualquier alimento que te sirvan, haz que lo pruebe primero un perro o un gato.
Cuando los cuatro se presentaron en palacio al día siguiente, la reina los acogió con grandes muestras de alegría.
-Hace mucho tiempo -le dijo al príncipe-, que tu padre y yo te echamos de menos.
La comida era fastuosa y los platos innumerables. El príncipe tomó un poco del primer plato y se lo dio a uno de los gatos que ron-daban con los lebreles en el salón. El pequeño cuerpo se desplomó en seguida bajo la mesa y tuvieron que llevárselo. Ocurrió lo mismo con el segundo plato. Desde entonces, el príncipe hizo ademán de comer pero, en realidad, no tocó ninguno de los alimentos que desfilaron frente a él.
Cuando la comida hubo terminado, el príncipe se despidió del rey diciéndole:
-Mil gracias. Quedo a las órdenes de Vuestra Majestad para lo que queráis ordenarme.
La reina, por su parte, estaba furiosa porque, habiendo hecho envenenar todos los platos, esperaba que su hijastro sucumbiría sólo con el primero.
Así que, cuando los cuatro jóvenes se hubieron ido, fue a hablar con su esposo:
-La insolencia de tu hijo no conoce límites. Tiene poderes ocultos. Si lo dejas hacer, es él quien muy pronto intentará librarse de ti para ocupar tu puesto. Hay que prevenirse y matarlo antes de que él te mate.
-Ya lo hemos intentado.
-Esta vez -dijo la reina- no escapará. Oyeme, lo invitarás a salir de caza contigo, los dos solos... ¿Entiendes? Solos, y luego...
La reina le explicó con detalle al rey la nueva estratagema que se le acababa de ocurrir.
Al día siguiente, el príncipe acudió a la cita con el rey. Se internaron solos en el desierto, sin monteros ni servidores de ninguna clase. Siguiendo las indicaciones de la reina, el rey había preparado tres vasijas: una con alimentos muy salados, otra con comida normal y la tercera un odre lleno de agua.
Anduvieron mucho tiempo y, como el príncipe se esforzaba mucho, pronto tuvo hambre y se detuvieron para comer. El rey tomó la comida normal, le extendió a su hijo la vasija con alimentos salados y después siguieron acosando a las gacelas y las avestruces. El calor era bochornoso y el príncipe pronto sintió muy seca la garganta. Pidió de beber.
-Puedo daros agua -dijo el rey-, pero con una condición.
-¿Cuál? -preguntó el príncipe.
-Que os arranque uno de vuestros ojos.
El joven estaba atónito.
-¿Por qué queréis arrancarme un ojo por un poco de agua si vuetro odre está lleno?
-Vos veréis si os apetece beber.
El príncipe estaba indignado pero, a medida que avanzaban, su sed se hacía intolerable y pronto no pudo resistir más.
-Dadme de beber -dijo.
-Dadme uno de vuestros ojos -dijo el rey.
-Tomadlo.
El rey le arrancó un ojo; luego acercó el agua a los labios sedientos del príncipe, pero apenas éste hubo tomado unos tragos le arrancó el odre de la boca y lo volvió a cerrar cuidadosamente.
Por la noche, el príncipe tuvo hambre de nuevo. El rey le dio de comer un alimento tan salado como el anterior, que le produjo la misma sed ardiente.
-Dadme un poco de agua -dijo.
-Con una condición.
El príncipe no respondió.
-Que os arranque el otro ojo.
El joven estaba indignado pero, como el aire era caluroso, pronto sintió reseca su garganta y aceptó perder el segundo de sus ojos por un poco de agua.
El rey lo arrastró entonces al pie de un gran árbol, lo apoyó contra el tronco y, dejándolo allí, en medio de un desierto sin agua ni comida, volvió a su palacio. El príncipe estuvo tres días sin comer ni beber, sin poder ir a ninguna parte, porque no veía.
En la copa del árbol anidaban un cuervo y sus crías, que llevaban también varios días sin encontrar ningún alimento en esos lugares inhóspitos. Al cabo del tercer día, uno de los pequeños cuervos, que se moría de hambre, le dijo a su madre:
-Al pie del árbol hay un cadáver: hace tres días que no se mueve. ¿Por qué no vamos a comerlo?
-Ten cuidado -dijo la madre-. Es un hombre.
-Pero ¡es un cadáver!
-¿Qué sabes tú? Parece muerto, pero tal vez sea sólo una estratagema para atraparos. Recuerda bien lo que voy a decirte: jamás, ¿me oyes?, jamás tengas confianza en los hombres.
Los pequeños cuervos esperaron un día más y, como el hombre al pie del árbol no se movía y el hambre los torturaba, decidieron devo-rar el cadáver.
-¡Esperad! -dijo la madre-. Uno de vosotros va a bajar... Tú, que eres el mayor, le darás al hombre tres picotazos en la rodilla. Si no reacciona, le picotearás el vientre, luego el mentón y, sólo en el caso de que no se haya movido, atacarás sus ojos. Entonces, si sigue inerte, está muerto de verdad.
El pequeño cuervo bajó, se ocupó primero de las rodillas del príncipe, que no se movió; luego de su vientre; después de la barbilla, sin que el cuerpo diese señales de vida. Cuando apuntó el pico a uno de sus ojos, el joven se apoderó bruscamente de él.
La madre cuervo, que miraba desde la copa del árbol, exclamó en seguida:
-¡Piedad! ¡Es mi hijo mayor! Suéltalo.
-Lo soltaré -dijo el príncipe-, cuando hayas encontrado un remedio para mis ojos.
-En el sitio donde estás -dijo la madre cuervo-, hay hierba. Arráncala; aplica luego a tu ojo izquierdo la que tengas en tu mano derecha, y a tu ojo derecho la que esté en tu mano izquierda.
El príncipe hizo lo que la madre cuervo le decía. Apenas se hubo pasado la hierba por los ojos, recuperó la vista. Miró a su alrededor: de su padre sólo quedaban las huellas de los caballos en el suelo. Soltó al pequeño cuervo, que en seguida aleteó y se fue volando. Fue en seguida a cazar en las cercanías y consiguió una gacela, que dejó a la madre cuervo para que pudiese aplacar el hambre de sus hijos durante unos días.
Luego volvió a pie a la ciudad, donde sabía que Blanca Paloma, Aixa de los Rumíes e Hita Cuello de Plata lo esperaban inquietas.
Su padre, mientras tanto, había vuelto y se regocijaba junto a la reina por haberse desembarazado al fin del príncipe:
-Lo dejé en el desierto -decía-: con sus ojos ciegos no podrá ir a ninguna parte y se lo comerán las fieras.
Poco después se dirigió a la casa de su hijo, para llevarse a las tres jóvenes. Pero en la puerta encontró al león, que impedía la entrada.
Volvió a su palacio y reunió a su ejército en pleno. Cuando se presentó frente a la casa, salió el Negro para cerrarle el paso. Éste empuñaba un sable que, por cada golpe, hacía volar noventa y nueve cabezas, pero el ejército del rey era muy numeroso y, cada vez que el Negro abatía una columna de soldados, se presentaban otros, y luego otros...
El combate duró tres días, al cabo de los cuales el Negro comenzó a dar señales de fatiga, y las jóvenes veían llegar el instante en que caerían en manos del rey.
El cuarto día una de las criadas que, desde una cámara alta, observaba el combate que se desarrollaba junto a la puerta, se acercó a la ventana y dijo:
-Siento el olor de mi amo.
-Tu amo ha muerto -dijo Blanca Paloma-, y pronto todas seremos esclavas.
La criada se alejó y volvió diciendo:
-Siento el olor de mi amo.
Y casi en seguida, en la línea del horizonte, apareció una silueta, primero pequeña y borrosa; pero, a medida que se acercaba, se volvía cada vez más clara y, al fin, reconocieron al príncipe. El rey se quedó pasmado, porque estaba convencido de que a su hijo, sin ojos, lo habrían devorado los animales salvajes en el desierto; pero el príncipe estaba allí, frente a él, y evidentemente había recuperado la vista.
Los soldados del rey estaban espantados, porque sabían que el hijo del rey era un guerrero intrépido. Éste, descubriendo ese gran despliegue de fuerzas y al Negro que, junto a la casa, abatía a los asaltantes a cientos pero que ya estaba visiblemente agotado, atacó con furia por detrás. Hita, viéndolo rodeado de enemigos, convocó en su ayuda a los genios de su padre. Pronto se desató una tormenta temible: lluvia, granizo, truenos y relámpagos, el cielo se puso negro, por los caminos corrieron verdaderos torrentes y... el rey de los genios apareció con su ejército. Pronto destrozaron a los soldados que huían en desorden. Desde su palacio, el rey y la reina veían cómo su ejército se disolvía bajo los golpes del Negro y de los genios como nieve al sol.
Blanca Paloma, Aixa de los Rumíes e Hita Cuello de Plata acogieron al príncipe con lágrimas y muestras de alegría.
Éste reunió a los consejeros del reino, expuso ante ellos las fechorías de su padre y de su madrastra y les pidió que estableciesen la condena que debían cumplir. Todos los súbditos del rey tenían miedo de que la victoria del príncipe fuese efímera y que su amo, recuperando el trono, los sometiese al suplicio si dictaban un veredicto muy severo.
-Debéis perdonarlos -dijeron todos menos dos: un anciano y una anciana que, juzgando que la conducta del rey y de su mujer había sido odiosa, dijeron:
-Debéis condenarlos a muerte.
El príncipe hizo calentar entonces una enorme cuba llena de agua, que pronto rompió a hervir, y dijo:
-Que se arroje en ella a todos los consejeros: son indignos de su cargo, porque han decidido por miedo y no según razones de equidad. En cuanto a los dos ancianos, que se le entregue una caja de monedas de oro a cada uno.
Luego Hita pronunció unas fórmulas de encantamiento contra el rey y la reina, que de inmediato se transformaron en piedras. El príncipe heredó el reino de su padre y vivió años felices en su palacio con Blanca Paloma, Hita Cuello de Plata, y Aixa de los Rumíes.

¡Machaho!

Fuente: Mouloud mammeri


109. anonimo (bereber)

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