Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

8-2-2015 a las 21:47:50 10.000 relatos y 10.000 recetas

10.001 relatos en tiocarlosproducciones

10.001 recetas en mundi-recetasdelabelasilvia

Translate

martes, 15 de mayo de 2012

Amor de hijos

Lo que voy a, contaros sucedió en la Selva Negra. Como ya sabéis sin duda, es un extenso bosque que ocupa una región muy grande, casi en el centro de Alemania y que siempre ha sido famoso por las bellezas naturales que encierra. En él hay pueblos y ciudades, algunas de bastante antigüedad y abundan también los castillos feudales, en mejor o peor estado de conser-vación, como recuerdo de la época en que fueron poderosos y constituían la más clara representación del poderío humano.
Los señores feudales, y no ya de Alemania, sino de toda Europa, no se limitaban a acudir a la llamada de los reyes para tomar parte en las guerras o en las cruzadas, que se emprendieron contra los musulmanes de oriente, sino que, muchas veces, impulsados por la codicia y por su belicoso espíritu, no teniendo a otro enemigo a quien atacar, organizaron expediciones guerreras contra otros señores más débiles o menos violentos y de este modo, con la rapiña, aumentaron sus propios estados y posesiones.
Y también hubo algunos que, descendiendo aún más en la escala de la criminalidad, llegaron a convertirse en verdaderos salteadores de caminos, pues acechaban el paso de los mercaderes y de los viajeros en general, para desvalijarlos de cuanto llevasen.
En una de las regiones del norte de la Selva Negra se elevaba el poderoso castillo del conde de Lutzork. Este era un hombre alto y corpulento, de cabellos, bigote y barba de color rojizo; ojos azules, rostro encendido y cruzado por una ancha cicatriz. Sus miembros poderosos se habían ejercitado tanto en el manejo de las armas, que apenas se había podido encontrar a otro caballero capaz de justas con él. Sus caballos de batalla habían de ser, forzosamente, los más robustos que se pudieran hallar, porque el peso de su cuerpo y de su armadura de sólido acero habría sido capaz de derrengar a un caballo menos vigoroso. Todos temían al conde de Lutzork y éste, aburrido por la ociosidad que le imponían las circunstancias políticas de la época, decidió, al fin, guerrear contra sus vecinos. Buscó una víctima y no tardó en encontrarla en la persona del barón de Ropfe, cuyo castillo se elevaba a una distancia relativamente corta, sobre una colina fácilmente visible desde las torres del castillo de Lutzork.
El barón Ropfe era viudo y tenía dos hijos, Teodoro y Gretel, que, respectivamente, contaban quince y catorce años de edad. Era el barón hombre pacífico, que ni por asomo habría tenido jamás la tentación de enemistarse con nadie. Pero cuando menos lo sospechaba, se vió atacado al amanecer de un día de verano, por los mesnaderos del conde de Lutzork.
Habíase aproximado el enemigo al amparo de la noche y se escondió luego de tal manera que en cuanto se bajó el puente levadizo del castillo, puesto que sus ocupantes no recelaban cosa alguna, pudieron penetrar fácilmente en su interior y en menos de media hora vencer toda la resistencia que quisieron oponer los servidores del barón. Este y sus hijos se vieron presos y maniatados, y el conde vencedor los hizo llevar a su presencia.
Aquella tarde los desdichados viéronse ante su enemigo, que se había sentado en la sala de honor de su castillo y miraba, satisfecho, al grupo lamentable que constituían el padre y los dos hijos.
El barón tomó la palabra y dirigiéndose a su enemigo le dijo:
-Bien sé, Lutzork, que es inútil pedirte clemencia. De otro modo no me habrías atacado como lo has hecho. Pero sí quiero rogarte una cosa: Mis hijos no te han hecho ningún mal. Son jóvenes y no merecen el mal trato que pudieras darles. Permite, pues, que se les devuelva la herencia de su madre y, en cambio, podrás retenerme y quedarte con todas mis propiedades. Creo que es un botín más que suficiente para ti.
El conde se quedó unos instantes pensativo y, al fin, tomó la palabra para contestar:
-Conozco perfectamente cuál es la fama de que gozo en la comarca. Todos me creen cruel y despiadado, pero ahora voy a darte una prueba de lo contrario. Consiento en lo que pides. Tus hijos quedarán en libertad y cuidaré de que se les devuelva su herencia materna. Tú, en cambio, serás prisionero en mi castillo.
El barón dio las gracias a su vencedor. Los dos muchachos no pudieron contener las lágrimas y se arrojaron a los pies del conde, suplicando que tuviera lástima de su padre. Pero todos sus ruegos fueron vanos y, al fin, se vieron obligados a salir de la estancia, cosa que hicieron después de haber besado y abrazado cariñosamente al desdichado barón.
Transcurrió algún tiempo. Los dos jóvenes vivían llorando siempre la prisión de su padre. Un día, Gretel, dirigiéndose a su hermano, le manifestó su decisión de presentarse, de nuevo, al conde de Lutzork para pedirle que se apiadara del pobre barón, que ningún mal le había hecho. A Teodoro le pareció muy bien la idea y, sin pensarlo más, se encaminaron al día siguiente al castillo del conde.
No les fijé difícil lograr que el dueño del castillo los recibiera. Los dos muchachos se arrodillaron ante él y Gretel, con emocionado acento, le suplicó que concediera la libertad a su padre, asegurándole que luego se marcharían los tres de la comarca y nunca más oiría hablar de ellos.
Y fueron tantas y tales las lágrimas con que acompañó sus palabras, que, al fin, el conde se dejó ablandar un tanto. Guardó silencio unos instantes y por fin le dijo:
-Bien. Voy a indicarte en qué condiciones podré acceder a tu ruego. Si conseguís que vuestro padre os oiga, le concederé inmediatamente la libertad y podréis marcharos. Tened en cuenta que ésta es la última concesión que os hago. Llamad a vuestro padre con todas vuestras fuerzas y si, como digo, conseguís haceros oír de él, lo libertaré.
-Es imposible, señor -contestó Gretel- que nuestras débiles voces lleguen hasta el subterráneo donde, sin duda, está encerrado nuestro desdichado padre. ¿Nos concedes, siquiera la posibilidad de que, para llamarlo, utilicemos una campana?
-¡Sea! - contestó el conde, después de breve reflexión-. Y no me pidas nada más, porque será inútil. Ahora, marchaos. Ya sabéis cuál es mi decisión.
Teodoro casi no había pronunciado una palabra. Instintivamente comprendió que su hermanita obtendría mejor éxito que él. Por otra parte, no se había resignado tanto como su hermana y, por su gusto, mejor hubiese retado al conde para trabar con él un combate a muerte. Por desgracia, aun no tenía bastantes fuerzas para pensar en eso, y, por consiguiente, creyó que lo mejor que podía hacer era no intervenir en aquellas súplicas.
En cuanto estuvieron de regreso en su casa, la niña dió cuenta a su hermano del propósito que ya había manifestado al conde.
-Mira, Teodoro -le dijo- haremos construir una campana enorme. A ello dedicaremos todo el dinero que podamos reunir. Es seguro que nuestro padre, por hondo que sea el calabozo en que se encuentre, nos oirá. Y así volveremos a ser felices.
Bien le pareció al muchacho el proyecto de su hermana y, en el acto, montó a caballo para dirigirse al pueblo más cercano, donde, casualmente, había un fundidor dé campanas. El muchacho llevaba consigo todo el dinero, todas las joyas y cuanto de valor había en su casa, y lo entregó a cambio de la fundición de una campana enorme, que, según manifestó el artífice, podría ser oída no sólo a grandes distancias, sino, también, a considerables profundida-des.
Un mes después, la campana fué difícilmente llevada a corta distancia del castillo del conde de Lutzork, pero entonces fué preciso construir una torre para suspender de ella la enorme campana.
Y, llegado el día en que estuvo todo dispuesto, cincuenta hombres tiraron del badajo, para dejarlo caer, a fin de que golpease la broncínea masa. La campanada tuvo casi las proporciones de un trueno. Se estremeció la tierra y, con ella, los edificios, árboles y aun las personas que se hallaban en un radio considerable, y luego los dos muchachos se presentaron al conde para rogarle que hiciese averiguar si el prisionero había oído la campana.
El carcelero se apresuró a dirigirse al calabozo del barón, para preguntarle si había oído alguna cosa.
-Nada en absoluto -contestó el desdichado. A la profundidad en que se encuentra este calabozo, estoy prácticamente aislado de todo, de manera que aquí ni siquiera se oyen los truenos de la tempestad.
Ya se comprenderá con cuánto dolor oyeron los dos muchachos aquella noticia. Pero no se desalentaron por eso. Una vez en su casa, Gretel comunicó a Teodoro que, sin duda, se habían equivocado con respecto a las dimensio-nes de la campana. Era preciso hacer otra mayor, aunque para ello hubieran de quedarse sin nada en absoluto. Vendieron, pues, todas sus propiedades y encargaron al campanero la fundición de una campana de dimensiones dobles, por lo menos, que la primera.
Dos meses después se llevó a cabo la segunda prueba. Las campanadas fueron aquella vez tan espantosas, que en la aldea situada al pie del castillo se cayeron muchas chimeneas, se rompieron no pocos vidrios, se estropearon las polladas y murieron del susto algunas personas.
Retembló la tierra, como si hubiese ocurrido algún terremoto, pero el preso tampoco oyó nada.
-¡Dios mío! -exclamó Gretel, desconsolada, al darse cuenta de la inutilidad de sus esfuerzos-. ¿Es posible que nos abandonéis así? ¡Oh, Virgen María, haced de modo que nuestro padre pueda oír la campana que vamos a construir!
Porque, en efecto, decidió, y Teodoro consintió en ello, hacer construir otra campana mucho mayor. Pero no les quedaba más que una suma insuficiente para llevar a cabo aquel proyecto. Y entonces los dos hijos se presentaron al conde de Lutzork, ofreciéndole venderse ellos mismos como esclavos a cambio de la suma que necesitaban.
Al conde empezaba a parecerle graciosa aquella insistencia, tal vez porque, sin darse cuenta, experimentaba una viva simpatía por la hermosa jovencita. El caso es que consintió y dió a los dos muchachos el dinero que necesitaban para construir la tercera campana.
La cual tardó seis meses en estar construida. Al mismo tiempo se edificó la torre para sostenerla.
Y llegó el día de la tercera prueba.
Fue preciso que veinte caballos tirasen de la cuerda a la que estaba atado el badajo. Luego, un hombre provisto de un cuchillo cortó la soga y la enorme masa de bronce fué a golpear la pared de la campana.
Se produjo un estampido inmenso. Los efectos de la segunda campanada quedaron cuadruplicados por los de aquélla, de modo que aún el mismo conde de Lutzork se asomó, airado, a una de las ventanas del castillo, a fin de prohibir que se repitiese semejante escándalo.
Mas cuando Gretel se presentó, de nuevo, a él, para rogar que se informase de si el preso había oído la campanada, estaba ya algo más calmado y, aunque con voz gruñona, consintió en dar la orden.
-¿Has oído algo? -preguntó el carcelero al desdichado barón.
-Sí -contestó éste-, ¿qué ha ocurrido? ¿Un terremoto? ¿Acaso hay una tempestad? Se ha estremecido todo el calabozo.
El carcelero no le contestó rápidamente y volvió a presencia del conde, para comunicarle lo que acababa de oír.
Ya se comprende con qué alegría escucharon los dos jóvenes aquellas palabras. Poco después, el barón fué sacado del calabozo y llevado al lugar en que se hallaban sus hijos y el conde.
Sería difícil describir la escena que se desarrolló. Y cuando, pasados los primeros momentos de emoción, el padre, después de dar las gracias al conde por su benevolencia, pidió permiso para retirarse en compañía de sus hijos, el conde Lutzork le replicó:
-No pueden marcharse, porque me vendieron su libertad a fin de poder construir la campana que has oído.
Reinó en la estancia un silencio penoso. Al barón se le llenaron los ojos de lágrimas y no supo qué replicar. Los dos muchachos permanecían callados, sin saber tampoco qué decir. El conde contempló unos instantes a los tres y, tomando la palabra, añadió:
-No me explico, realmente, las razones de mi debilidad. Tal vez me haya dejado vencer por el amor que por ti sienten esos muchachos. Y, puesto que ya me mostré blando al principio, mejor será que acabe de una vez este asunto. Concedo la libertad a tus hijos y a ti te devolveré tu castillo y tus tierras. No quiero oír hablar más de vosotros. Y ahora -añadió enojado-, marcháos antes de que pueda cambiar de opinión.
El barón y sus hijos salieron de la estancia y del castillo. Fueron a alojarse otra vez en el suyo propio, sintiendo intenso agradecimiento por aquel hombre que, después de haberse dejado arrastrar por sus feroces ímpetus, dió pruebas de la bondad que había en el fondo de su corazón.
Y así los tres pudieron vivir felices muchos años, gracias al amor filial dé que dieran muestra Gretel y Teodoro.

012. anonimo (alemania)

No hay comentarios:

Publicar un comentario