Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 15 de mayo de 2012

Cerdita y su orgullosa hermanastra

Hubo una doncella coreana llamada Flor de Peral y que se quedó huérfana de madre en los primeros años de su vida.
Cuando su padre, Kang Wa, que era un magistrado de alta categoría, se casó en segundas nupcias, hízolo con una viuda orgullosa que tenía una hija llamada Violeta.
Tanto la madre como la hija no tenían ninguna afición a los quehaceres de la casa, y aprovechando el ascendiente que entonces ejercían sobre Kang Wa decidieron cargar a Flor de Peral todas las faenas pesadas, como, por ejemplo, limpiar el arroz, guisar y cuidar del fuego en la cocina, etc.
Por si eso no fuera bastante, trataban muy mal a la pobre niña y sobre no dirigirle nunca una palabra afable, le dieron el apodo de Cerdita, cosa que a la niña la hacía llorar con frecuencia. No se atrevió, sin embargo, a quejarse a su padre, porque éste siempre estaba muy ocupado. Fumaba en su larguísima pipa y jugaba al ajedrez hora tras hora y, al parecer, le importaba mucho más tener su gran capa blanca bien almidonada y lustrosa que la felicidad de la hija de su primer matrimonio. Exigía que su ropa interior fuese golpeada con una maza, después de enjabonada, hasta que resplandeciese con la blancura de la escarcha y así, a excepción de su sombrero de piel de caballo y de anchas alas, aparecía vestido de blanco de un modo inmaculado cuando se dirigía a la oficina del Gobierno.
La pobre Cerdita había de encargarse de lavar, de almidonar y de planchar, eso aparte del trabajo que le daba la cocina, de modo que el golpeteo incesante de la maza cuando lavaba, se oía en la habitación exterior a veces a horas muy avanzadas y aun después de la medianoche, es decir, cuando su madrastra y su hermanastra se habían entregado ya al descanso.
Tal era la vida de la pobre Cerdita cuando llegó la ocasión de que en la ciudad se celebró un gran festival. En la casa de la niña empezaronse muchos días antes los preparativos para que el padre pudiese llevar su mejor traje y su sombrero más elegante y a fin de que la madrastra y su hija pudiesen lucir sus mejores galas cuando se dirigieran a visitar al Rey y a presenciar el paso de la comitiva regia.
Como se comprende, a la pobre Cerdita le habría gustado mucho presenciar aquellas espléndidas fiestas, pero la cruel madrastra le puso delante un enorme saco de paja lleno de arroz sin descascarillar y luego le entregó un enorme jarro de agua, roto, ordenándole que quitara la cáscara a todo el arroz y que luego fuese a sacar agua del pozo y llenase el jarro hasta el borde antes de atreverse a salir a la calle.
La tarea de descascarillar aquel enorme saco de arroz y de llenar un jarro agujereado era, desde luego, imposible, y Cerdita, comprendiéndolo así, se echó a llorar amargamente. ¿Cómo podría cumplir aquellas órdenes?
Sin dejar de lamentarse, abrió el saco de paja y extendió el arroz sobre unas esterillas. De repente oyó ruido de alas y vio, muy sorprendida, que acudía a su lado una bandada de palomas. Muchas de ellas se posaron en su cabeza y en sus hombros y luego, acercándose a las esterillas donde estaba tendido el arroz, empezaron a trabajar con la mayor diligencia con las uñas y con los picos, de modo que, a los pocos minutos, estaba todo el arroz a un lado, limpio y blanquísimo, en tanto que las palomas, con sus patas, se llevaban las cáscaras y las apilaban en otro montón.
Después de arrullar a la niña y de darle algunos leves picotazos en señal de afecto, las palomas emprendieron el vuelo y se alejaron.
Tan asombrada estaba Cerdita ante el asombroso trabajo de las aves, que apenas sabía cómo manifestarles su agradecimiento. Pero, ¡ay!, entonces recordó que aún le quedaba la tarea más difícil, por no decir imposible, o sea la de llenar el jarro rajado.
Pero cuando empuñaba el cubo para hacerlo descender por el pozo, salió de la chimenea del hogar el geniecillo del hollín, llamado Tokgabi.
-No llores -dijo con voz chillona-. Voy a arreglar inmediatamente la raja del jarro, poniéndole una buena laña.
En efecto, tomó el jarro, rellenó la raja con arcilla húmeda y luego sacó una docena de cubos de agua del pozo y de este modo quedó llena la jarra hasta el borde. Luego Tokgabi hizo una profunda reverencia a la niña y desapareció por el cañón de la chimenea antes de que ella tuviese tiempo de darle las gracias.
Gracias a estos auxilios inesperados, Cerdita tuvo tiempo de ponerse su traje sencillísimo, pero muy limpio y blanco como la nieve, y pudo presenciar el paso de la comitiva regia, de los estandartes reales y aun vio perfecta-mente al Rey, acompañado de millares de cortesanos y de soldados.
Otro día la madrastra y su hija organizaron una merienda en la montaña. Por consiguiente, hiciéronse los preparativos necesarios de refrescos y de provisiones de toda clase y Cerdita vióse obligada a trabajar de firme para almidonar y planchar las prendas de las dos mujeres, es decir, chaquetas, largas camisas, cinturones, fajas y otras muchas cosas, hasta que la pobre quedó derrengada y casi cayéndose de fatiga.
La madrastra y su hija, en vez de darle las gracias y de dirigirle algunas palabras de aliento, le dijeron que no podría salir de casa hasta que no hubiese arrancado todas las hierbas malas del jardín y las que crecían entre las piedras del sendero.
La pobre niña se entregó de nuevo al llanto, pues aquella orden le pareció cruel sobremanera. La dejaron sola en la casa, en tanto que ellas salían muy elegantes, con abundantes provisiones y bien dispuestas a divertirse de lo lindo todo el día.
Mientras sollozaba la niña, llegó a su lado una enorme vaca negra que la miraba compadecida a la pobre esclava de la cocina. Luego, en diez bocados, el enorme animal se comió todas las hierbas malas y, ayudándose con las pezuñas, no tardó en dejar perfectamente limpio el jardín y el sendero.
Secándose las lágrimas, Cerdita seguía por todas partes a aquel animal maravilloso y así llegó a un hermoso prado rodeado de bosque en donde encontró y cogió las frutas más deliciosas que viera en toda su vida. Merendó, pues, magníficamente, gozó de la belleza del paisaje, del aire puro y de la luz del sol, escuchó el canto de los pajarillos y luego regresó, apaciblemente, a su casa.
Cuando la cruel y celosa hermanastra se enteró de las maravillosas cosas llevadas a cabo por la vaca negra, decidió pasar también una tarde agradable en el prado. Así, aprovechando la fiesta más próxima, se quedó en su casa y permitió que Cerdita saliese de paseo. Esta no comprendía la razón de aquel permiso, aunque sólo fuese por unas cuantas horas, y le extrañó que no le mandasen permanecer en compañía de los potes y de las cacerolas, pero aun tuvo mayor sorpresa al ver que su madrastra le entregaba una cuerda llena de monedas de cobre ensartadas para que se las gastara en golosinas [1]. La niña, muy agradecida, dio las gracias a su madrastra, se puso su mejor traje y no tardó en llegar a la calle principal de la ciudad, donde se divirtió en extremo al ver la alegría general y al contemplar los escaparates llenos de lindísimos objetos.
Además, vio a unos funámbulos que bailaban sobre la cuerda floja, a unos músicos que tocaban la flauta y el tambor, otras bandas que recorrían las calles, prestidigitadores, mimos y cómicos, bailarines y aun payasos que la divirtieron de lo lindo. Circulaban por entre la multitud numerosos muchachos que vendían azúcar de cebada y dulces de todas clases. Cerdita entró en una casa de comidas y allí se hizo servir pescado frito, arroz hervido con pimiento rojo, nabos, nísperos secos, castañas asadas y naranjas confitadas, de modo que se sentía tan feliz como una reina.
Mientras tanto, su egoísta hermanastraa permanecía en casa, no para aliviar a Cerdita de su trabajo, sino con el propósito de ver a la vaca negra; y así, en cuanto apareció dicho animal y vio que su amiguita ya no estaba y que, por lo tanto, no tenía nada que hacer allí, emprendió la carrera hacia el bosque. La hermanastra se apresuró a seguirla de cerca, pero la vaca corría mucho y se metió en lugares desagradables. Así fue como la muchacha se vio de pronto en un marjal, se hundió hasta la cintura en una charca, de la que salió llena de lodo y arañada por los espinos. Pero ella, confiada todavía en que hallaría buenas frutas que comer, continuo siguiendo a la vaca hasta que ya no pudo más. Por otra parte había perdido de vista a aquel extraño animal.
Entonces, llena de barro, arañada, dolorida y fatigada, quiso regresar a su casa, pero los espinos le destrozaron la ropa, le dejaron las manos y el rostro hecho una lástima y cuando, por último, casi muerta de cansancio, llegó a su casa, estaba fea que daba miedo y tenía un aspecto horrible.
En cambio, Cerdita, sonrosada y lozana, estaba tan bella que un joven del Sur, de buena familia, que aquel día visitaba la capital, quedó impresionado por su hermosura. Y como, precisamente, quería casarse, creyó oportuno averiguar dónde vivía la linda muchacha. Se enteró de ello sin dificultad ninguna y entonces se apresuró a buscar a un intermediario que se encargó de visitar a las dos familias y de hacer todos los preparativos para celebrar los esponsales y la boda.

Esta última ceremonia fue, realmente, magnífica. El novio, llamado Su‑wen, vestía un traje de seda de color blanco y negro, se cubría la cabeza con un rico sombrero de crin de caballo, que indicaba claramente su rango como caballero o Yang‑ban. En el pecho, sobre el cual cruzaba una banda bordada en plata, veíase un cuadrado dorado y también bordado, en el cual se representaban unas cigüeñas volando por encima de las olas, es decir, el símbolo de un cargo civil oficial. Además era un muchacho alto, guapo, muy culto y que ya había alcanzado buena fama como poeta y que conocía perfectamente los clásicos.
Flor de Peral estaba, realmente, encantadora. Ya nadie la llamaba Cerdita. Vestía un traje de brocado de largas bocamangas que partían de su traje interior, de seda blanca como la nieve. Calzaba unos zapatitos rojos de cabritilla con la puntera encorvada y con un tahalí bordado en plata, una larga camisa de alta cintura, con varios forros de su ropa interior que se asomaban lindamente al cuello de la joven, que llevaba en uno de sus dedos la sortija nupcial de plata; estaba tan hermosa, y elegante como una princesa.
Aparte de su dote nupcial, su padre rogó a Flor de Peral que le indicase qué cosa desearía como regalo especial. Y cuando ella se lo dijo, el padre se echó a reír de buena gana.
Sin embargo, cumplió sus deseos, y así, en el tocador de Flor de Peral, que ahora se llama señora de Su‑wen, hay una figurita de barro que representaba una vaca negra, que fue moldeada y cocida con la arcilla de su provincia natal, en tanto que los palomos gustan de revolotear por encima de un peral, que florece todas las primaveras y cubre el suelo con una verdadera nevada de blancos y olorosos pétalos.

026. Anónimo (corea)

[1] Las antiguas monedas de Corea estaban agujerendas por su centro como las monedas de 0'50 de peseta, españolas, y existía la costumbre de ensartarlas en una cuerda que se llevaba colgada de la cintura.

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