Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 15 de mayo de 2012

El espejo de matsuyama

Hace una infinidad de años que en una apacible aldea vivían un hombre joven y su esposa. Solamente tenían una hija, niña de corta edad a la que querían de todo corazón. Pero lo malo del caso es que hace tanto tiempo de esto, que ni siquiera se recuerdan los nombres de esas tres personas, Lo único que se sabe es que el hecho ocurrió en una aldea llamada Matsuyama, perteneciente a la provincia de Echigo.
En fin, proseguiremos la historia lo mejor que se pueda, y diremos que cuando todavía la niña se hallaba en su primera infancia, su padre tuvo precisión de ir a la capital del Japón para evacuar ciertos negocios. La distancia era demasiado considerable para que la madre y la hija le acompañasen y por esta causa se marchó solo, aunque les prometió llevarles algún regalo.
Es de advertir que ni el padre ni la madre, y mucho menos la niña, habían salido nunca de su aldea, de modo que los primeros estaban algo impresionados al pensar en aquel largo viaje. Especialmente la esposa se quedó llena de temor de que a su amado espeso pudiera ocurrirle algún accidente; mas, por otra parte no dejaba de llenarla de satisfacción la idea de que su marido fuese la única persona de la comarca que hubiese realizado un viaje tan largo y visitado, además, la capital del Imperio, de la que todos contaban maravillas, sin haberlas visto y solamente basándose en las vagas y confusas noticias recibidas de los que oyeron hablar de aquellas cosas.
Por eso la esposa se proponía tener largas conversaciones con su marido para hacerle referir cuanto hubiese visto, y luego podría darse tono con las vecinas, cuyos maridos apenas hablan visitado la aldea más próxima.
Esperó con impaciencia el día de la llegada, y aunque su marido no pudo señalársela con precisión, porque no sólo dependía de que sus asuntos le retuviesen más o menos en la corte, sino, además, de las mil incidencias posibles en su viaje, el caso es que apareció en la aldea en la misma fecha que había indicado como probable. La esposa que ya le esperaba vestida con lo mejor que tenía y que de la misma manera había engalanado a la niña con su mejor traje, se alegró en extremo al ver de regreso a su amado esposo, bueno, sano y contento. La feliz familia volvió a reunirse contentísima, y en cuanto hubieron cruzado las primeras frases de afecto el padre se apresuró a desenvolver el paquete en que llevaba los regalos prometidos a su mujer y a su hija. Entregó a ésta los bonitos juguetes que adquiriera y tomando luego una caja redonda y envuelta en papel de arroz de color rojo, se volvió a su mujer y le dijo:
‑Te he traído una cosa muy linda. Se llama un espejo. Mira, y dime qué cosa ves en él.
Le entregó la caja y en cuanto la esposa la hubo abierto encontró dentro un objeto redondo, de metal. Por un lado era de color plateado y estaba adornado con figuras de pájaros y de flores y por el opuesto era brillante y estaba tan pulimentado como si fuese una hoja de cristal.        
La joven y feliz madre miró aquel objeto y cuando contempló la cara pulimentada observó con la mayor sorpresa y agrado que desde el fondo de aquella superficie maravillosa, contemplaba un rostro alegre y sonriente, de labios rojos y de brillantes ojos, que no se parecía en nada a las imágenes que viera pintadas, porque además de ser infinitamente más perfecta que aquéllas, estaba dotada de vida, puesto que se movía y parecía una persona viva.
Su marido observaba complacido y feliz el asombro y el gozo de su esposa, y de pronto le preguntó:
-¿Qué ves ahí dentro? ¿Qué te parece de eso?
‑Pues veo una mujer hermosa que me contempla fijamente y que mueve los labios cual si hablara, pero sin que me sea posible oír sus palabras. Además, da la casualidad de que lleva un quimono amarillo igual que el mío. ¿Quién es esa mujer?­ -añadió extrañada y con la mayor inocencia del mundo.
El marido sonrió antes de contestar, y luego acercándose a su esposa, le dijo:
-¿No lo sabes? Pues mírala bien, porque estoy persuadido de que la conoces.
Como es natural, la esposa, que no sospechaba siquiera la existencia de un objeto capaz de reflejar su propia imagen, que hasta entonces sólo había visto de un modo confuso en el agua, no atinaba, de pronto, acerca de la identidad de aquella figura y en vista de ello su esposo, añadió:
-¡Eres tú misma, querida mía! Fíjate bien y verás que esa imagen repite fielmente todos los movimientos que hagas. Y también verás cómo si yo acerco mi rostro al tuyo, aparecerá al lado del de la mujer que ahora está en el fondo de esa lámina de metal.
Hizo lo que decía y, en efecto, la esposa vio cómo al lado del suyo propio, aparecía el rostro de su marido en el fondo del espejo.
-Eso se llama un espejo ‑continuó diciendo él‑. En la capital, todo el mundo tiene por lo menos uno, aunque en estos pueblos nadie haya oído hablar de semejante cosa.
La mujer no le contestó siquiera. Estaba tan absorta contemplando su propia imagen, que apenas oía las palabras de su marido. Y tanto le embelesaba contemplar aquel milagro, pues tal le parecía, que, durante muchos días, dedicó todos sus momentos libres a ponerse ante el espejo.
No se debe creer que hiciera eso por coquetería ni por vanidad, sino, sencillamente porque se hallaba ante un hecho maravilloso, que hasta entonces no había podido soñar siquiera. Claro está que también le complacía contemplar su lindo rostro; pero, al fin, cuando ya el espejo no fué una novedad para ella, consideró que era un objeto demasiado precioso para ser usado diariamente y lo guardó de nuevo en su caja y lo encerró juntamente con sus mayores tesoros.
Pasaron varios años y el matrimonio se guía siendo feliz, aunque ya su mayor alegría era su hijita, cada vez más parecida a su madre y crecía tanto en belleza como en bondad de manera que no solamente era adorada por sus padres y sino también muy querida por cuantos la conocían.
Su madre, que la veía tan hermosa, guardaba con el mayor celo su espejo, con el fin de evitar que aquel objeto maravilloso sirviera para desarrollar la vanidad en su hija, y ni siquiera le reveló la existencia de tal tesoro. En cuanto al padre ya no se acordaba de semejante cosa, y si alguna vez pasaba por su imaginación debía de creer que se habría perdido o que estaba roto. Gracias a estas precauciones, la niña ignoraba que era tan hermosa como lo fue su madre, y, por consiguiente, se mostraba tan sincera e inocente como se puede suponer, y jamás le pasó por la mente valerse de su condición de hermosa para obtener algo o para influir en alguien.
Pero en el mundo no hay nada eterno, y tampoco podía serlo la felicidad de aquella modesta familia. La buena y cariñosa madre cayó enferma y, a pesar de los cuidados que de día y de noche le prodigaba su hija, no fué posible impedir que se agravase en tales términos, que la misma paciente comprendió que le quedaba poco tiempo de vida.
En la pequeña aldea no había médicos y toda la ciencia de curar de aquella buena gente consistía en propinar al enfermo algunas infusiones de hierbas, de modo que cuando alguien se sentía aquejado de un grave mal, casi puede decirse que no tenía remedio posible.
Por esto, el padre y la hija de la enferma, al observar que por días aumentaba la gravedad de su mal, comprendieron que era preciso renunciar a toda esperanza. Ella, por su parte, también lo entendía así, y esto le causó gran tristeza, pues más que la misma vida, sentía verse obligada a dejar a su esposo y a su hija, a los que era muy necesaria. Por fin, aprovechando un momento en que su dolencia la dejó más tranquila, llamó a su hija, y cuando la joven se hubo acercado a la cabecera de su cama, le dijo:
‑Bien sabes que estoy muy enferma, hijita mía, de manera que moriré muy pronto y me veré obligada a dejarte a ti y a tu querido padre.
-¡Oh, no, madre mía! ¡Eso no puede ser! ‑exclamó la joven sollozando‑. Ten ánimo, y ya verás como te pones buena otra vez.
‑No. No es posible -contestó la enferma con triste sonrisa-Siento perfecta-mente que me muero y, por lo tanto, no hay necesidad de que te esfuerces en convencerme de lo contrario, y tanto más cuanto que tú misma no crees en mi posible restablecimiento. Escucha. Por desgracia no poseo bienes ni cosa alguna que pudiese legarte y que, naturalmente, no deba ser tuya. Pero poseo un objeto maravilloso, que he guardado siempre con el mayor cuidado, esperando este día para confiártelo.
Tómalo -añadió sacando la caja del espejo de debajo de la esterilla en que estaba tendida‑, aquí tienes este objeto maravilloso, que se llama espejo. Cuando me haya muerto, prométeme que mirarás todos los días dos veces este espejo, al levantarte y antes de acostarte,
Así podrás verme en él y sabrás que continúo velando por ti,
La joven, derramando abundantes lágrimas, le prometió hacerlo así, y sin ocuparse más del espejo fué a guardarlo, con objeto de volver cuanto antes al lado de su madre. Esta siguió empeorando por momentos, y aquella misma noche, antes de que se ocultara la luna, exhaló el último suspiro.
Grande fué la desesperación del padre y de la hija, al verse privados de la compañera de su vida y de la persona a la que querían más que a sí mismos. La enterraron con las ceremonias acostumbradas y con asistencia de todos los habitantes de la aldea, y no tuvieron más remedio que continuar viviendo lo mejor que les fuese posible, aunque echando de menos a cada instante a la que les había dejado solos con su dolor.
La hija, fiel a la promesa que hiciera a su madre antes de morir, no olvidó el último encargo que recibiera de ella y todas las mañanas y también por las noches, sacaba el espejo de su caja y se miraba largos ratos en él. Entonces podía contemplar el rostro sonriente y extraordinariamente animado de vida de su madre, que le devolvía sus sonrisas, y lo más maravilloso es que su madre no se le aparecía con el rostro pálido y flaco de sus últimos tiempos, sino llena de salud y de belleza, como si se encontrara aún en los primeros años de su juventud, de manera que la hija pudo, gracias al espejo, evocar el rostro que tenía su amada difunta cuando, muchos años atrás, ella era todavía muy pequeñita.
Y así todos los días. Por la noche contaba a su madre las pequeñas dificultades y los leves contratiempos del día, y ella le sonreía con cariño o se quedaba seria cual si buscase la manera de evitar tales contratiempos a su hija. Y ésta, por las mañanas, iba a saludar a su madre y a pedirle alientos para las tareas que la aguardaban.
Y estaba tan convencida de que, en efecto, podía contemplar el amado rostro de la madre, que no solamente no dejaba ni un día de mirar el espejo, sino que, además, se esforzaba en complacerla, como durante su vida, y hacía todo lo posible para que, por las noches, aquélla le dirigiese una sonrisa de aprobación.
Por eso la mayor satisfacción de la joven era poder mirar al espejo y decir al mismo tiempo:
Hoy, madre mía, he sido tan buena como tú habrías podido desear.
Y dichas estas palabras sonreía, observando, al mismo tiempo, que la imagen correspondía a su sonrisa con otra más cariñosa, si eso era posible.
Un día el padre se fijó en la conducta de su hija, y le llamó la atención observar que al parecer dirigía la palabra al espejo. Intrigado por esto, le preguntó la causa y, con gran sorpresa por su parte, la joven le contestó:
-iOh, es un misterio, padre mío! Hasta ahora no te lo había dicho, pero seguramente no debo guardar tal reserva contigo. Has de saber que todos los días, por la mañana y por la noche, contemplo el espejo, donde veo el rostro de mi adorada madre.
Luego, seguidamente, lo explicó la promesa que hiciera a aquélla pocas horas antes de su muerte y le aseguró que ni un solo día se había olvidado de tan agradable deber.
El padre se quedó emocionadísimo al darse cuenta de tanta inocencia y admirado a la vez de la tierna idea que tuviera su esposa antes de morir. Le impresionó también el amor filial de que daba muestras su hija y no pudiendo contenerse por más tiempo se echó llorar.
Pero cuando se hubo tranquilizado un tanto, guardose muy bien de destruir aquella ilusión, diciendo a su hija que el rostro que contemplaba no era el de su madre, sino el suyo propio. No hizo nada de eso, sino que, por el contrario, le aseguró que, en efecto, gracias al espejo podía ver el dulce rostro de su madre y era tanta la ternura con que miraba la hija la pulimentada hoja de metal, que, a medida que pasaban los días, iba pareciéndose más y más a su difunta e inolvidable madre.

040 Anónimo (japon)

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