Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 26 de octubre de 2014

Los guardianes burlados

Era un ladrón tan atrevido que llegó a robar en el mismísimo palacio imperial. Escaló las murallas con la facilidad de una araña y los guardianes ni se enteraron. El Hijo del Cielo montó en cólera, cuando le informaron de lo ocurrido.
-¿Un ladrón? ¿Aquí, en mi palacio? -preguntó, incrédulo. ¡Que lo capturen inmediatamente!
Pero, por mucho que lo intentaron todos los gobernadores del imperio, ninguno pudo echarle mano. El ladrón parecía poseer la astucia de los gatos. En todas partes robaba y en ninguna le cazaban.
Entonces el emperador ofreció por él una recompensa fabulosa.
-Quien le capture y le traiga a mi presencia -anunció- recibirá su peso en oro.
Sin embargo, el ladrón seguía haciendo de las suyas. Tanta era su pericia que empezó a ser conocido como el rey de los ladrones. Además, siempre robaba a los que más tenían y, cuando alguna de las alhajas que sustraía era falsa, en seguida se la devolvía a su dueño.
-¡Es increíble! -se quejaron los ricos. ¿Es que nadie va a detener los pies a ese devorador de oro? Parece como si hubiera nacido en el año del dragón.
Sin embargo, su suerte también se terminó. Un día estaba meando junto a una muralla, cuando dos guardianes le echaron mano.
-Está bien -dijo el rey de los ladrones con calma. Me habéis cogido. Sólo os ruego que me dejéis terminar. No hay cosa más enojosa que dejar una meada a medias -y los guardianes accedieron.
Le cargaron después de cadenas y le encerraron en la cárcel. Cuando se enteró el emperador, hizo que en todas partes lo celebraran con petardos y tracas.
-¡Por fin! -exclamó, satisfecho. Ese ladrón me estaba dejando en ridículo.
-Ciertamente -le dijeron los consejeros. ¿Pero no creéis que es demasiado pronto para celebraciones? El viaje hasta la capital es largo y ese ladrón conoce muchas malas artes.
-¡Que hoy mismo le traigan a mi presencia! -dijo, solemne, y ordenó que se aplazaran todas las celebraciones.
Aquella misma tarde, pues, partieron hacia la capital los dos guardianes y el ladrón. No quisieron que nadie les acompañara.
«Es peligroso -se dijeron. Como todos tenemos el mismo uniforme, es posible que el emperador se confunda y les dé a otros la recompensa.»
-No sé para qué la queréis -se burlaron de ellos sus compañeros. Estáis tan delgados que vuestro peso en oro a lo mejor no llega ni a una sola moneda.
Pero, cuando llegaban a una ciudad, salían las tropas y les recibían como a héroes. Jamás se habían sentido tan importantes.
Un día, hacía tanto calor que decidieron detenerse a descansar debajo de un árbol. Era el único que se veía en varios kilómetros a la redonda y su sombra era muy frondosa.
-Hacéis bien -dijo el rey de los ladrones, que hasta entonces no había hablado absolutamente nada. Después viene un gran desierto y ni las serpientes tienen donde resguardarse del sol.
-¿Tú cómo lo sabes? -preguntó uno de los guardianes.
-¿Que cómo lo sé? -replicó el rey de los ladrones. Aquí cerca tengo escondido todo lo que he robado.
Los dos guardianes se miraron, asombrados.
-¿Y es mucho? -volvió a preguntar uno de ellos.
-Tú mismo puedes echar la cuenta. ¡Hasta he robado al emperador!
Los guardianes se apartaron un poco y comentaron:
-Nuestros compañeros tenían razón. Estamos más delgados que un bonzo. Seguro que la recompensa será mucho menor que lo que tiene guardado por aquí el rey de los ladrones.
-Sí. Pero no podemos dejarle escapar. El emperador nos mandaría cortar la cabeza, si lo hiciéramos.
El rey de los ladrones había estado aguzando el oído para averiguar de qué hablaban. Entonces alzó la voz y dijo:
-¿Y quién habla de dejarme escapar? Si estáis interesados en mi oro, os lo regalo. ¡Es una lástima que se pierda!
-¿Nos lo vas a dar así, sin ninguna condición? -volvieron a preguntar los guardianes.
El rey de los ladrones enseñó sus cadenas y respondió:
-Con esto encima no puedo imponer muchas condiciones. Además, como he sido tan malo, ninguna mujer me ha querido y no tengo hijos a los que dejar mi fortuna.
-Sí. ¿Pero por qué quieres dejárnosla a nosotros? -los dos guardianes no acaban de entenderlo.
-Porque parecéis personas honradas y, si continuáis de guardianes, nunca saldréis de la pobreza.
-Tiene razón -se dijeron los guardianes. Llevamos treinta años siendo personas cabales y nuestras mujeres siguen gastando los mismos vestidos de entonces.
Sin embargo, no acababan de decidirse. Entonces el rey de los ladrones les dijo el lugar exacto en el que guardaba sus tesoros. Los guardianes, no obstante, no se movieron del sitio.
-¿En qué estáis pensando? -les preguntó el rey de los ladrones. Tenéis una fortuna al alcance de vuestras manos y no vais a buscarla. ¿Acaso creéis que es mentira?
-No es eso -respondió uno de ellos. Pero no podemor ir.
-¿Por qué no? -volvió a preguntar, incrédulo, el rey de los ladrones.
-Pues es bien sencillo -replicó el otro. Porque, si va uno, es posible que se quede con la mitad y diga que es eso todo.
-¿Por qué no vais entonces los dos? Así solucionáis el problema.
-¡Oh, no, no! ¡Eso sí que no! -volvió a decir el primero. Podrías escaparte y eso sería nuestra ruina.
-¿Con estas cadenas? -preguntó de nuevo el rey de los ladrones. Se quedó después un momento pensativo y añadió: ¡Ya tengo la solución! Mirad: me metéis en ese bolsón que lleváis y me colgáis de las ramas de ese árbol. ¿Creéis que, de esa forma, voy a poder escaparme?
Los guardianes recapacitaron y dijeron:
-Tienes razón. Ni un tigre sería capaz de soltarse -e hicieron cuanto les había sugerido el rey de los ladrones.
En seguida se perdieron en la distancia. El rey de los ladrones empezó a moverse dentro del bolsón, pero no pudo desatarse. Entonces pasó por allí un cheposo.
-¿Qué haces metido en esa bolsa? -preguntó, extrañado. No me irás a decir que vives ahí.
El rey de los ladrones miró por el agujero y respondió:
-Por supuesto que no. Simplemente estoy curándome.
-¿Curándote dentro de una bolsa? -volvió a preguntar el cheposo. ¿Y qué enfermedad tienes, si es que puede saberse?
-Verás -contestó, muy serio, el rey de los ladrones. Yo tengo chepa, pero un sabio me ha dicho que, si paso media hora dentro de una bolsa, tendré la espalda tan recta como este árbol.
El cheposo no daba crédito a lo que oía.
-¿Y cuánto tiempo llevas ahí metido? -se atrevió, finalmente, a preguntar.
-Más de hora y media -respondió el rey de los ladrones. Claro que el sabio no me mandó que estuviera tanto tiempo, pero yo me he dicho: si media hora me hará un hombre nuevo, ¿por qué no estarme el triple y recobrar, así, un poco de mi perdida juventud?
-¡Bien dicho! -exclamó, entusiasmado, el cheposo. ¿Me dejarás probar a mí? Porque... Bueno... No te lo he dicho, pero yo también tengo chepa.
-Pues has dado con la solución. Bájame y lo verás.
El cheposo así lo hizo y, cuando vio salir al rey de los ladrones de la bolsa, se quedó de una piedra.
¿Y tú tenías chepa? -preguntó, incrédulo. ¡Es maravilloso lo que este saco de tela burda es capaz de hacer!
-Los sabios conocen todos los secretos, amigo mío.
Entonces le desató, se metió en la bolsa y el rey de los ladrones la volvió a colgar del árbol.
-¿Así? ¿Estoy bien así? -gritaba desde dentro el cheposo. Si hay que mirar hacia alguna parte en concreto, dímelo.
-No, no es necesario -le respondió el rey de los ladrones.
Pero su voz sonaba cada vez más lejana, porque había comenzado a correr a través de los campos.
A las tres horas regresaron los dos guardianes. Venían muertos de cansancio. Pero aún tuvieron fuerzas para agarrar una estaca y empezaron a dar palos a la bolsa.
-¡Así que un tesoro, eh! -decían con rabia. ¡Menuda broma nos has gastado! Hemos cavado como condenados en el sitio que nos dijiste y no hemos encontrado nada.
El cheposo se puso a gritar:
-Pero ¿qué estáis diciendo? ¡Bajadme de una vez! ¡Mi chepa tiene que haber desaparecido ya del todo!
Entonces uno de los guardianes se dio cuenta de que su voz era distinta y le dijo al otro:
-Deja de golpearle. Este hombre resiste tan mal el dolor que ahora habla de manera diferente.
Pero, cuando bajaron el bolsón y vieron aparecer al cheposo, fueron ellos los que se quedaron mudos. Jamás volvieron a decir una palabra. Ni siquiera cuando el emperador les condenó a la horca, por haber dejado escapar al ladrón más temido de todo el reino.

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